Nacido en el año 1902 en la región de Alsacia cuando ésta pertenecía a Alemania y fallecido en California -como ciudadano estadounidense- en 1981,
William Wyler dejó, en su fecunda carrera cinematográfica, compuesta por setenta títulos, el primero rodado en 1925, el último en 1970, una muestra de saber hacer cine que debería, de una vez por todas, situarlo donde debería estar, al lado de los Grandes Maestros de ese Séptimo Arte que concita a un tiempo grandes pasiones y enormes beneficios a una industria que parece haber olvidado sus ancestros y el ejemplo que éstos grabaron con letras de oro en la memoria colectiva de los cinéfilos.
Sería exhaustivo mencionar en un sólo comentario algunos de los títulos señeros de la filmografía de
Wyler y seguramente algún amable lector echaría en falta alguno: los géneros tratados son diversos y variados, muestra del dominio del Director iniciado en el cine silente.
Una de sus últimas películas, rodada en el año 1965, demuestra de nuevo que la edad de jublación de los genios es una entelequia imposible de aprehender para el resto de los mortales.
Al igual que Ford o Hitchcock, Wyler, contando a la sazón ya sesen
ta y tres años de edad y habiendo trabajado con las más famosas estrellas de Hollywood, emprendió la adaptación cinematográfica de una novela de
John Fowles, perfectamente guionizada por
John Kohn y
Stanley Mann, ambos nominados al Oscar por su labor; Wyler asumió asimismo la producción, a través de la Collector Company, y nos legó una obra memorable:
El Coleccionista (
The Collector, 1965), protagonizada por unos casi desconocidos
Terence Stamp y
Samantha Eggar, británicos ambos, que realizaron en manos de Wyler uno de los mejores trabajos de su aún incipiente carrera interpretativa, es una película densa, enorme, que puede suscitar múltiples debates, todos interesantes.
Se inicia la historia contemplando, a los sones de la música compuesta por el gran
Maurice Jarre , a un joven corriendo por la campiña inglesa, armado con un cazamariposas enorme, persiguiendo un ejemplar de lepidóptero hasta conseguir atraparlo,delicadamente, encerrándolo en un bote de cristal; el joven descubre una señorial mansión de estilo Tudor, que está a la venta, y descubre unos sótanos de arquitectura antigua.
Y entonces oímos las primeras palabras, en una voz en off:
"Supongo que fue la soledad y el sentirme lejos de todo,lo que me impulsó a comprar la casa. Y despues de haberla comprado, me dije que no llevaria a cabo el plan, aunque había hecho todos los preparativos y sabía donde estaba ella a cada minuto del día..."
Acto seguido, vemo
s al joven Freddie (Terence Stamp) perseguir con su furgoneta a la bella Miranda (Samantha Eggar), en una secuencia perfectamente planificada, silente, hasta que, haciendo uso del cloroformo que Freddie lleva en la guantera, vemos cómo la adormece y la lleva hasta el sótano, ahora reconvertido en estancia limpia, iluminada y decorada, donde la joven descubrirá, al despertar, que dispone de ropas y de utensilios de aseo personal.
En el primer encuentro entre ambos, observamos cómo Freddie llama a la puerta del sótano, prisión para Miranda, antes de abrirla: Freddie luce un aspecto atildado, correcto, elegante. Siempre que entrará, llamará antes.
En el primer diálogo entre ambos, tomamos conocimiento de la situación: no se trata de un secuestro, pues no hay motivo de lucro económico; se trata, pues, de un rapto, aunque tampoco la definición encaje, pues Freddie niega la pretensión sexual, prometiendo respetar a Miranda.
Lo único que el atildado y frío Freddie pretende es que Miranda acabe por conocerlo, aspirando a su amistad y, porque no, a su amor.
La situación, para Miranda, resulta incomprensible, ante la constatación que el resultado de tal acción es asumido fríamente por Freddie, quien asegura que, a pesar de la posibilidad de una condena a cadena perpetua, habrá valido la pena.
Y entonces se produce un intercambio de palabras que resultará ominoso:
"Toda Inglaterra debe estar buscándome. Antes o despues acabarán por encontrarme. Nunca: porque si, te están buscando a tí; pero nadie me está buscando a mí."Nada más empezar, comprobamos cómo Freddie ha previsto cualquier eventualidad, con una lógica aplastante, una lógica aterradora para Miranda.
Wyler, con una maestría ejemplar, hace uso del silencio para crear una atmósfera agobiante, claustrofóbica. Miranda está encerrada en el sótano, en medio del campo, y nadie la puede oir gritar ayuda. El silencio domina muchas de las escenas que transcurren ante nuestros ojos, abiertos, incrédulos, haciéndonos partícipes de la soledad de los personajes cuyos actos observamos atentamente.
Porque ambos están solos: Freddie carcelero servicial, está solo; Miranda, presa, privada de libertad, viviendo en cómoda prisión, está sola.
La pretensión de Freddie de alcanzar la compañía de Miranda a través de su forzada reclusión, la entendemos como vano y descabellado intento, fruto de las elucubraciones enfermizas de un joven que se autocalifica como entomólogo, liberado por un acierto en las quinielas deportivas de su triste trabajo en un banco, donde era objeto de burla por sus compañeros por su obsesión por las mariposas, cuya colección muestra orgulloso a Miranda:
"¿Ves? Esa colección es única en el mundo: yo mismo crucé las larvas, para obtener esa variedad de colores."Miranda se da cuenta que se halla ante un coleccionista que no vacila en dejar sin vida a miles de mariposas para alfiletearlas, cadáveres, en un plafón, manipulando incluso la naturaleza para obtener ejemplares únicos: ¡Ella misma, viéndose reflejada en el cristal, sobre las mariposas, representa una parte de esa colección!
Wyler otorga a los personajes un tratamiento cinematográfico excelente, al punto que el atildado Freddie acaba por suscitar una cierta simpatía, sentimiento que aflora en el ánimo del espectador cuando, en una secuencia magníficamente filmada y montada, la intrusión de un vecino entrometido con un incidente que no voy a relatar, nos pone en tensión al suponer que el oculto rapto al fin va a ser conocido y por ende, finiquitado.
Raptor y raptada gozan, pues, de una complejidad que los hace veraces: Freddie es un personaje con todo el tiempo del mundo, que pretende a Miranda; él es un hombre retraído, acomplejado, esquivo socialmente, autoreprimido sexualmente; ella es una hermosa joven estudiante de bellas artes, abierta, moderna, que mantiene una especie de aventura amorosa con hombre de más edad, que podemos suponer está casado con otra, con el que ha tenido relaciones sexuales, siendo más liberal en su actitud frente al sexo que Freddie: de hecho, ella adopta la figura dominante, frente a un inhibido y reprimido Freddie, rozando muy levemente, en opinión mía, la posible consideración psicológica del conocido síndrome de Estocolmo, por el que el rehén acaba por sentir admiración por el captor, ya que las iniciativas de Miranda en modo algu
no las entiendo de otra forma que ardides en búsqueda de una libertad negada. La sexualidad está presente en toda la trama, como señal inequívoca de la enfermiza obsesión de Freddie y de la ascendencia que Miranda ostenta sobre su raptor, en una época en la que se creó el conocido slogan "haz el amor y no la guerra", tiempo de liberación sexual con mayor protagonismo femenino, tiempo de cambios sociales en el que los roles pretendían alcanzar una igualdad antes inexistente, cuando la autoridad del varón era indiscutible; prolegómenos del mayo del 68, época pasada y superada; tiempo que vive intensamente Miranda, quien no comprende su prisión para obtener su amistad. Pero Freddie, que se considera a sí mismo por debajo de la clase social de Miranda, culta, liberada, no halla mayor posibilidad que la reclusión para forzar un entendimiento que acerque posiciones, cometiendo el error de creer que la privación de la libertad y la anulación del libre albedrío no será obstáculo para la consecución de su fin...
Las interpretaciones de Stamp y Eggar son, como he referido, asombrosas, probablemente fruto de la soberbia dirección de Wyler, veterano ya en esas lides, después de haber dirigido a grandes nombres de Hollywood, siendo sus deudos muchos poseedores del Oscar. Cuentan que Stamp no se sentía capacitado para tan compleja representación y que Wyler casi substituye a Eggar por Nathalie Wood, aunque luego Eggar fue la nominada al Oscar por su labor, menos lucida que la de su compañero de rodaje. Ambos consiguieron en el Festival de Cannes el premio a la mejor actuación femenina y masculina por su trabajo, aún hoy digno de encomio, declarando este comentarista su admiración por el trabajo de Stamp, con una expresión corporal y unas miradas pletóricas de fuerza y sentimientos, sobrecogedoras.
La película descansa enteramente sobre los hombros de ambos intérpretes, pues apenas hay dos escenas con otros personajes; no obstante, se podría decir que hay un tercer personaje: el sótano y la mansión que constituyen únicos decorados, perfectamente utilizados por Wyler, que saca partido de cada elemento para introducirnos en el ánimo de raptor y raptada, de forma angustiosa y eficaz, manteniéndonos en vilo durante las dos horas del metraje, hasta llegar a un final imprevisible, sorprendente, pero acorde con el tenor de una película sobresaliente que, pasados más de cuarenta años, sigue interesando y puede, perfectamente, suscitar variados e interesantes debates en todos sus aspectos, tanto de fondo como formales.
Película pues, El Coleccionista, demostrativa de la realidad del aserto que nos dice: "quien tuvo, retuvo". Pues si Wyler formó parte de los pioneros del cine, demostrado queda que, después de más de sesenta películas, el Gran Maestro William Wyler seguía teniendo, en su mano firme, una caligrafía cinematográfica excepcionalmente bella y eficaz como pocas.
Otrosí: según asegura Samantha Eggar, el final pudo pasar la censura de la época porque el censor, recién casado con una mujer mucho más joven, se durmió en el visionado y dió el visto bueno disimulando su falta de atención.
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