Quiero imaginar en un ejercicio de buena fe que el responsable de titular en castellano la última película de Roman Polanski debe ser una persona muy ocupada en muchísimas tareas que le impiden tomar en consideración cuestiones históricas y culturales que quizás escapen a su interés cotidiano y también al bagaje de conocimientos que le han llevado al cargo que ocupa y por ello ha decidido, como en otras lamentables ocasiones, tomar el toro por el rabo y simplemente traducir lo que los estadounidenses a su vez han titulado en inglés americano sin preocuparse tampoco, que digamos, en conocer siquiera la sinopsis de la película que renombran.
Quiero imaginar que nuestros vecinos del norte, esos galos irreductibles en defensa de su lenguaje, que obligan a todo quisqui que quiera vender sus productos en Francia a proveer manuales y leíbles adjuntos en lengua francesa -aunque luego hagan un poco el ridículo a su vez con expresiones como "pique-nique"- se habrán llevado un berrinche por el desprecio implícito que trae consigo arrinconar una frase célebre, histórica, escrita en cabecera por uno de sus literatos, Emile Zola, en una diatriba dirigida al Presidente de la República el 13 de enero de 1898 que ha quedado como un bastión de la libertad de prensa y la fuerza que puede llegar a tener el que más tarde se conocería como cuarto poder, una frase muy sencilla, que en original dice: J'accuse...!
Que en castellano claro y conciso viene a significar: Yo acuso...!
¿Lo ven? Entonces díganme a qué viene lo de El oficial y el espía porque no comprendo que pudiendo traducir fácilmente del francés haya que ir a traducir del inglés que, a su vez, hace trampa.
En fin.... a lo mejor es porque se pretende ostentar un manifiesto respeto por esa primera - de hecho, única- página del periódico L'Aurore que provocó un terremoto político en Francia y que todavía hoy se recuerda -por algunos, con excepción de los tituladores de películas- vivamente en Francia y en todo el mundo por su significado. El escrito de Zola obedecía al escándalo provocado por el proceso de un tal Alfred Dreyfus, a la sazón capitán de artillería del ejército francés, que fue considerado traidor a la patria por facilitar información a Alemania y tras un juicio somero más que sumarísimo fue llevado a la Isla del Diablo en la Guyana francesa, preso en un islote soleado, resultando al fin y al cabo que era inocente. El proceso y sus consecuencias causó alboroto y el famoso J'accuse de Emile Zola, y digo lo de respetarlo porque, vista la película de Roman Polanski, a uno le queda la sensación que su extrema tibieza bien podría tomase como una falta de respeto a una cuestión nada baladí, muy al contrario, y más en los tiempos que corren.
La película de Polanski como quien dice amaneció al atardecer porque ya antes de que nadie pudiera siquiera ver el trailer ya andaban los movimientos feministas dando caña al director polaco asentado en Francia desde hace tantísimos años, por la cuestión que todos sabemos y que no vamos a tratar aquí, porque aquí nos ocupamos de la película y no de la honorabilidad de nadie. A toro pasado, diríase que con todo el follón que montaron le hicieron una publicidad nada desdeñable, un ruido catódico que ciertamente no amerita por sí misma.
No puede negarse que Polanski mantiene su buen hacer con la cámara: el inicio resulta cinematográficamente prometedor, con una escena rodada con pulcritud y eficacia dominando la mirada e incrementando el interés y poniéndonos en situación de los hechos; pronto se embarrará no obstante en un guión que pergeñó Robert Harris con la intervención del propio Polanski: Harris es el autor de la novela en que se basa la trama y resulta diáfano que Polanski ha perdido su buen hacer con los guiones, porque Harris puede que haya escrito una buena novela, pero desde luego no ha escrito un buen guión. Y Polanski no ha hecho nada por enmendarlo. Y además, se ha valido de unos intérpretes que no dan la talla y no resultan creíbles en ningún momento, faltos de naturalidad: parecen pasmarotes, especialmente Emmanuelle Seigner, aunque ni Jean Dujardin (como Teniente Coronel Picquart) ni Louis Garrel (como Alfred Dreyfus) van más allá de lo que se podría esperar de principiantes, sin impregnar sus personajes de alma alguna, fríos como témpanos: Polanski, también, falla como director de intérpretes.
Y es una pena, porque desdeña la posibilidad de incidir en dos temas que sin duda gozarían del interés del respetable: por un lado la fuerza que puede llegar a tener la prensa libre en el control de los desmanes de la clase dirigente y por otro, la ruindad de unos personajes que con tal de permanecer en sus cargos cómodos y bien pagados son capaces de dejar pudrirse a un inocente lejos de su patria y su familia; por no hablar de las posibilidades de penetrar en cuestiones de otro alcance como el antisemitismo concertado y exacerbado en el populacho porque Dreyfus era de religión judía y el pueblo llano e incluso sus superiores le despreciaban por ello pero sin mentar siquiera una cuestión que estaba todavía muy calentita, cual era la otra condición de Dreyfus: era un alsaciano y la Alsacia en aquellos momentos históricamente apetecía muchísimo a Alemania y parte de su población era claramente germanófila y desde París se les miraba con recelo, lo que podría abrir caminos inexplorados históricamente porque siempre se ha asegurado que el peor pecado que cometió Dreyfus era ser judío y de familia muy acomodada.
Polanski se dedica a mostrarnos las pesquisas del oficial Picquart que simplemente descubre por casualidad unos indicios que le llevan a concluir que Dreyfus era inocente y se empeñará en demostrarlo, pero no por favorecer al reo, sino por ajusticiar al verdadero espía que continuaba tranquilamente con su labor vista la ineficiencia de los servicios de inteligencia franceses que cargaban sus culpas a un pobre desgraciado inocente. El problema es que todos los pasos que sigue Picquart no llegan a causarnos emoción, ni intriga, ni nada. Es un discurso cansino, como si fuese un semi documental de esos que aparecen por la tele guionizando hechos verídicos, que lo son, como bien se nos informa en un cartelito al empezar: nada nuevo bajo el sol, pues, una historia cuyo final todos -menos los traductores de títulos, los pobres, con tantísimo trabajo- conocíamos ya de antemano y parece que Polanski se ha olvidado que, cuando el público sabe cómo va a acabar la historia, lo mejor es esmerarse en la forma de contarla. Pues no.
Otra película más que desaprovecha un tema del pasado que bien llevado podría significar una metáfora aplicable a la actualidad, una enseñanza de antaño puesta en evidencia, algo para recordar y debatir: pero no hay tal; por no haber, ni siquiera merece la pena tratar desaforadamente de imbuir la convicción que en realidad Polanski intenta auto satisfacerse en su pelea con los medios de comunicación que le vapulean: no hay debate, tampoco. No hay nada. Tampoco, es cierto, un aburrimiento atroz, pero sin ser mala, no me atrevería a recomendarla salvo a cinéfilos intrépidos que las ven todas. Ustedes mismos.
Según aseveraba el propio dramaturgo Roger Garis (a la sazón también profesor en la Facultad de Derecho de Massachussets) en 1953 su hija pequeña padeció alguna seria molestia de contenido sexual; al año siguiente, 1954, la obra teatral titulada The Pony Cart (que ha resultado imposible hallarla para darle un vistazo) tenía de origen el deseo de denunciar unas situaciones que a mediados del siglo pasado no tan sólo eran silenciadas sino que además su mención era tabú, así que la obra teatral levantó no pocas ampollas en los U.S.A. y cuando rápidamente dió el salto al charco para asentarse en Londres recibió feroces críticas sociales encabezadas por una tal Lady Lewisham con el fin de removerla de los escenarios a causa de su procacidad y escandaloso tratamiento de algo tan prohibido de mentar como la pedofilia.
Alguien de la Hammer Films (compañía que pertenece a la pléyade cinematográfica del siglo XX por sus películas de horror) tuvo el buen olfato de conseguir los derechos cinematográficos de la pieza teatral de Roger Garis y el acierto de encomendar la confección del guión a John Hunter y la dirección de la película a rodar a las manos de Cyril Frankel. Anthony Hinds tiene el crédito de haber defendido la película ante instancias digamos que censoras que repasaron el guión antes de empezar.
La película se iba a titular Never Take Sweets from a Stranger (Nunca aceptes dulces de un extraño) y hay alguna curiosidad a considerar antes de entrar en materia: si uno está ojo avizor, al principio de la película, en los créditos, observa claramente que el copyright se sitúa en MCMLIV, pero en el dvd y en todas partes se data la película en 1960, fecha de su estreno. Uno es un tiquismiquis confeso que se pirra por detalles como ese y trata de buscar el porqué: se constata que la pieza teatral recibió en los USA escándalo a pesar que su autor se cura en salud situando la acción en Canadá (igual que se hace en la película pero añadiendo que son hechos ficticios que podrían tener lugar en cualquier parte) y sabemos que en Londres hubo movida para sacarla de los escenarios; sabemos también que, cuando se estrenó la película, las quejas moralistas siguieron produciéndose, en buena parte porque la Hammer, conocida por sus películas de terror, presentó un producto realmente inclasificable, lo que sin duda debe contribuir al interés del cinéfilo, uno empezó imaginando trabas censoras en la producción y la exhibición primera retardando ésta, hasta que se comprueba que la niña protagonista, Janina Faye, que asimismo había actuado en el teatro londinense, había nacido en 1949 (imdb erróneamente marca 1948, pero un año es poca diferencia) y evidentemente esto nos marca la resolución: se filmó en 1959 y se exhibió en 1960. El dato del copyright en la copia de la película probablemente nos indica el año de adquisición de los derechos cinematográficos por parte de la Hammer Films.
La relación de los menores con los adultos ostentando los primeros la condición de víctimas no era a finales de los cincuenta del siglo pasado ninguna novedad: recuerden los más veteranos de este lugar que ya hablamos de la magnífica película de Ladislao Vajda basada en guión estupendo de Friedrich Durrenmatt El cebo (1958) aquí hace tres años y todos sabemos que Kubrick escandalizó a todo el mundo con su versión de la Lolita de Vladimir Nabokov en 1962 (y todavía se hablaba de ello hace muy poco en las redes) y está claro que el estreno de la película que hoy nos ocupa tuvo una inmensa repercusión mediática aunque por desgracia no a favor suyo, lo que vista ahora, dice mucho en su favor y poco en el de la sociedad timorata y fariseica de aquellos años sesenta que estaban a punto de reventar.
Lo curioso es que la película quedó prácticamente sepultada, ignorada, diríase que injustamente oculta y enterrada en medio de cualquier archivo, hasta que fue desenterrada y editada en 2010 en formato dvd, sin que ello haya significado el reconocimiento que merece en justa medida a sus cualidades, que no son pocas.
A falta de la oportunidad de leer la pieza dramática (cuánta rabia me da, con lo que me gusta leer teatro) hemos de fijarnos, en primer lugar, en el espléndido guión pergeñado por John Hunter: en torno a una sinopsi básica mas potente cual es el hecho que dos niñas acuden a casa de un viejo a danzar desnudas a cambio de golosinas y la decisión del padre de una de ellas de acudir a la justicia en defensa de los derechos de su ingenua e inocente hija Jean (formidable composición de la niña Janina Faye), Hunter empieza a lanzar dardos a diestra y siniestra sin dejar títere con cabeza, desde la inexplicable postura adoptada por el padre de la otra niña, Lucille (Frances Green, muy desenvuelta y natural) hasta la distancia tomada por el jefe de la policía local, sin dejar en el tintero la respuesta global de un pueblo que debe demasiado al cacique local, dueño de todo, no otro que el hijo del viejo (inenarrable actuación del veterano secundario Felix Aylmer que compone su personaje sin pronunciar ni una sola palabra, por decisión del propio actor que obligó a borrar todas sus líneas del guión en una determinación que le honra como intérprete y le deja como muestra de profesional enorme situando su inteligencia por encima de su vanidad) Clarence Olderberry.
Hunter deja su excelente guión en manos de Cyril Frankel y éste aprovecha todas la líneas y acotaciones para escribir con su cámara una trama perfecta, con un ritmo preciso y elegante: en menos de cinco minutos ya sabemos que los Carter, Peter y Sally, acaban de llegar a un pueblo de Canadá donde él iniciará su trabajo de director de la escuela local y están en la fiesta de bienvenida: es un acto social agradable en el que una comunidad acepta en su seno a unos extraños que vienen de Inglaterra con su hijita de nueve años, aunque él protesta su canadiense origen pues no fue hasta los diez años que con su familia se trasladó a Inglaterra, de donde vuelve a sus orígenes. Entretanto, su hija Jean juega en un columpio con su nueva amiga Lucille y ambas son espiadas desde su buhardilla por el viejo Olderberry con un catalejo sostenido por una mano cuyo temblor inmediatamente llama la atención por la lascivia de la mirada. En menos de diez minutos Frankel nos ha situado perfectamente hechos y personajes y a partir de ahí, cuando los Carter al llegar a casa escuchan de labios de su hija que bailó desnuda ante el viejo de la casona, el huracán ha iniciado su andadura.
La tensión se hace patente de inmediato en la posición prudente de Martha (Alison Leggatt, apechugando con un personaje complejo y complicado) que por encima de su amor de abuela de la pequeña Jean contempla la situación de su yerno como nuevo director de la escuela y de toda la familia y su prevención de inmediato se muestra acertada porque la repuesta de la comunidad, de la policía, de los propios terratenientes familiares del viejo, son ejemplos diáfanos del miedo a perder un empleo, una posición o una fama sostenida a base de favores no solicitados y la trama, en manos de un director que sabe lo que hace, se dirige a lo que pensamos será al final un drama judicial pero no, todavía hay una tuerca más, un giro que exprimirá las neuronas del espectador que entendiendo perfectamente las elipsis visuales de las que se vale Frankel ha entendido todo el proceso y se ve abocado a una línea de acción, tensión y suspense colgado de una cámara muy bien situada siempre, como al acecho, mostrando sólo lo necesario e imprescindible para encoger el ánimo y provocar desazón.
Frankel escribe cine con una caligrafía perfecta: una redondilla que cuadra los diferentes apuntes de un guión que no pudiendo establecerse únicamente en la pederastia -que como tal ni es nombrada- la toma como motivo para diseccionar brevemente una sociedad que mira para otro lado, que huye de su responsabilidad cívica de ser solidario con el más débil, ejemplificado por las dos cándidas niñas que sin ser conscientes son vejadas en su integridad moral, una sociedad que muestra su egoísmo, centrada en la satisfacción propia y un aparato judicial que intenta ser ecuánime y acaba por ser ineficaz ante la presión de la ciudadanía a la que teóricamente debe proteger con la aplicación de las leyes, en todo momento Frankel domina la situación y coloca la cámara en su más eficaz emplazamiento llegando la maestría en el tercio final apresando el ánimo en unas persecuciones no por menos vertiginosas más emocionantes, jugando siempre con la imaginación del espectador, allí donde el pánico se produce de veras, como saben todos los grandes directores, sin ruido, a la chita y callando, dejándote clavado en la butaca.
Nos han contado una trama compleja muy bien ribeteada que no nos ha dejado ni un minuto fuera de la pantalla y lo han hecho en hora y media, gloriosos noventa minutos que nos dejan una satisfacción de cine muy bien urdido y trabajado, sin grandes medios económicos, con presupuesto ajustado e inteligencia notabilísima.
Una película que merece ser rescatada del injusto olvido en que cayó por causa de la cuestión del abuso sexual sobre cuyo eje gira y por el tratamiento severo y acusador del fariseísmo de una sociedad que miraba hacia otro lado buscando su propia conveniencia, con un cierto castigo que puntúa sin misericordia esos falsos ciudadanos.
En definitiva una película imperdible que no debería faltar en la colección de cualquiera que sienta la cinefilia como pasión irrefrenable: su único defecto es que, una vez más, se demuestra que la brevedad no va reñida con la grandeza.
La última película de José Luis Garci pasó por las carteleras de Barcelona a una velocidad que hizo imposible verla donde se debe, en una pantalla de cine más o menos chiquita -porque grandes hay pocas, ya- pues entre enterarse de su estreno y poder hacer los arreglos para ir al cine en un santiamén desapareció como por arte de ensalmo, sustituida por cualquier producto estadounidense de esos que rellenan las pantallas los viernes y tampoco duran más quince días con suerte.
La cuestión es que he de reconocer que cuando leía en los papeles la propaganda preparando el estreno de El crack cero empecé a ponerme nervioso porque he de confesar que no pude ver en el cine ni El crack (1981) ni tampoco El crack dos (1983), en ambos por descuido lamentable en alguien que pretende pasar por cinéfilo, porque en aquellas épocas, principios de los ochenta, las películas duraban en cartel mucho más que ahora.
O sea que sabiendo que en octubre del año pasado se iba a estrenar, ya me preparé visionando las dos anteriores para hacer boca y hasta que no ha salido en formato digital (blue-ray y dvd) no he podido satisfacer mi curiosidad, acrecentada por todo lo expuesto.
El crack cero se apunta a la moda de presentar una precuela en la que el personaje protagonista Germán Areta se nos presenta iniciando colaboración con Cárdenas "El moro" en su agencia de detectives observada de cerca por su antiguo jefe en la policía, Don Ricardo, al que llama "abuelo", lo mismo que éste le apoda "piojo". Nada nuevo bajo el sol. José Luis Garci y Javier Muñoz se encargan de un guión que decepciona bastante si uno ha tenido la ocurrencia de ver con reciente antelación las dos piezas ochenteras, mucho más frescas que la de este siglo que parece una mojama, sabrosa, bien aderezada, pero mojama al fin y al cabo, lejos del buen jamón ibérico que uno esperaba paladear.
Garci, despues de tantos años de cinefilia ilustrada y ejercida, tiene buen gusto en el encuadre, emplaza la cámara correctamente salvo alguna que otra ocasión que parece buscar el elogio y desde luego sigue trabando buenas frases que permiten a sus actores lucirse sobremanera, con lo cual todos contentos.
¿Todos? Todos, no. Siempre está el pepito grillo tiquismiquis que con la memoria fresca percibe que lo que le están contando ya se lo contaron en un pasado que es futuro de la acción que ve en pantalla: una especie de dejà vu mal ejercido porque si por lo menos se usara a modo de anzuelo para que el espectador transitara confiado por un camino que supone conocido y ¡zas! dar un giro siquiera esperpéntico, novedoso, original en suma, al término uno quedaría satisfecho del artificio, pero no, cuando acaba la película vas y te dices: para ése viaje, no hacían falta alforjas.
Porque la presentación es lustrosa, en un blanco y negro muy bien fotografiado -o procesado, tanto da- con unos ambientes propios de los madriles de 1975, justo en el último trimestre tan animado de acontecimientos, un ritmo cinematográfico muy apropiado, un montaje preciso que incluso corta momentáneamente con precipitación, un esfuerzo que quizás pretende emperifollar un guión que su propio autor entreveía flojo, inane, vulgar, impropio para lo que pretende ser una precuela, una presentación de personajes que ya conocíamos, sin aportar dato alguno que enriquezca la memoria.
Es una pena, porque para una vez que a los intérpretes se les entiende todo lo que dicen -y algunos lo dicen además muy bien- poco hay que atender: en ese juego de palabras, entender y atender, hallamos la solución del enigma: no hay nada que atender; no hay nada que aguardar; no hay nada que esperar; todo lo que se nos cuenta lo entendemos a la perfección porque el mensaje se entrega bellamente manufacturado: hay en esa cajita mágica aderezos de novela negra, rasgos de cine clásico, maderas orientales; pero la abrimos y dentro la sensible composición de Gluck no la baila nadie porque la bailarina tiene el muelle roto por el eje.
Esa percepción, supongo, la puede tener -o no- aquella persona que haya visto las dos películas de los ochenta: el cinéfilo que haya oído hablar de ellas pero no las haya catado, probablemente disfrutará de esta precuela y si algún día ve las otras dos, puede que su consideración sea distinta.
Así que en esta ocasión, más es menos: si no has visto las anteriores, seguramente te encantará El crack cero. No es una gran película, pero desde luego, presentada a un público coetáneo con los actores protagonistas, debería haber estado más semanas en cartelera.
De modo que mi comentario, más que nunca, viene marcado de subjetivismo: empiezo a pensar que fui tonto por querer ver las dos películas de Landa. Carlos Santos es un crack.
Mientras en España asistíamos al estreno de la oscarizada Spotlight, en enero de 2016, su protagonista Mark Ruffalo acababa de leer un artículo en el New York Times escrito por Nathaniel Rich con un título que evidentemente llama poderosamente la atención:"The Lawyer Who Became Dupont's Worst Nightmare" (El Abogado que devino la peor pesadilla para DuPont) y resulta lógico que inmediatamente Ruffalo hiciera lo posible para hacerse con los derechos cinematográficos de la historia.
Así, podríamos decir que mientras aquí estábamos viendo la denuncia de unos abusos sexuales a menores, al otro lado del charco ya preparaban la denuncia de un abuso empresarial de dimensiones inimaginables con unos resultados imprevisibles, no por ello menos graves.
Resulta que Mark Ruffalo aprovecha los dineros que gana con las películas infantiles para desarrollar su activismo social y en el artículo de Rich halló una historia muy poderosa que por su propio desarrollo natural se erige en un drama cívico:
Rob Bilott (Ruffalo) es un abogado que acaba de ser nombrado socio en Taft Stettinius & Hollister (Cincinnati, Ohio) uno de esos enormes bufetes estadounidenses que suelen tratar con las mayores empresas y fortunas cuando súbitamente recibe la visita de un modesto ganadero de Parkersburg, en Virginia Occidental, a poco más de tres horas de autopista que separan la ciudad moderna del campo agreste aunque pronto sabremos que en esa naturaleza en la que se crían las vacas que dan surtido a las hamburgueserías y steak house de la ciudad no todo es tan bucólico como pensábamos.
La inoportuna visita del ganadero que se expresa en un inglés casi ininteligible altera la buena jornada de Bilott que se lo quita de encima asegurando que él no va a denunciar a ninguna empresa por vertidos ilegales pues muy al contrario, ejerce su profesión asesorando a empresas en cuestiones ambientales y son sus clientes: que busque letrado en su pueblo, el que sea, para que le solucione el problema: Parkesburg, dice el rústico Wilbur Tennant (Bill Camp, en excelente composición del personaje) y señala con énfasis: vengo a verte recomendado por tu abuela, mi vecina.
Una abuela es una razón de peso y más si hace demasiado que no vas a verla, Bilott, así que allá se va y comprueba in situ que, efectivamente, el pobre Tennant ha perdido 190 vacas por causas muy raras y que el agua parece contaminada.
Los hechos narrados en el artículo de Rich son veraces y si acaso pecan de algo es de concreción por otra parte comprensible en un artículo periodístico que como en otras tantas ocasiones nos deja a los españoles boquiabiertos y llenos de envidia por el ejercicio de libertad y valor que rezuman.
Todo lo que podemos ver en la película Dark Waters (Aguas oscuras, 2019) promovida por Ruffalo de resultas de leer aquel artículo en 2016 y dirigida por Todd Haynes (del que ya comentamos su película Carol por aquí) con buen pulso es absolutamente verídico y seguramente los guionistas se hayan quedado cortos y dejado en el cajón algunos retazos no menos importantes y quizás también datos que apunten a ramificaciones o raíces inexploradas que nos podrían llevar a derroteros de mayor enjundia.
Me hallo frente a esta película (como igual ocurría en Spotlight y en tantas otras semejantes de formato) en la tesitura de abordarla principalmente en su vertiente de obra cinematográfica y como sucedió en la citada, su importancia cinematográfica referida al arte de hacer cine no alcanza el nivel que sería deseable porque a los hechos que relata por su importancia habría que ofrecerles un producto más pulido, mejor terminado, más atractivo.
Ello puede abrir -una vez más- el eterno debate relativo a si las películas deben resultar siempre atractivas o entretenidas o divertidas o llámelas usted como le plazca o si por el contrario cuando relatan asuntos serios deben ser de cualquier forma sin atender la posibilidad de llegar a aburrir al espectador y con ello perder su atención y con ello, advierto, lastrar la inteligibilidad del mensaje que se pretende comunicar.
¿Es aburrida Dark Waters? Ciertamente no: pero lo que cuenta en algo más de dos horas, con un guión que no ofrece momentos de descanso de la tensión, podría contarlo en hora y media y todos saldríamos ganando. Vale, pongamos hora y tres cuartos: no más. Hay escenas sobrantes que posiblemente obedezcan al colegueo, a la amistad, a la camaradería de unos intérpretes que sienten deben servirse de su popularidad laboral para ser activos en pro de la sociedad en la que viven y claro, hay que agradecerles el detalle dando minutillos de cámara. Y es un lastre.
Además, Dark Waters, que tiene a su favor un elenco entregado muy competente, contando en la cabeza también con Anne Hathaway y Tim Robbins, claramente juega en una liga mucho más ardua que Spotlight, porque su acusación se cierne sobre una poderosísima empresa química como la DuPont (con intereses en todo el mundo, incluída España) y claro, resulta más fácil y cómodo adherirse a una campaña contra la Iglesia Católica que contra una empresa que paga muchísimos sueldos a empleados y afines interesados y que sin pestañear llegó a afrontar una multa de 16,5 millones de dólares por sus travesuras medioambientales que el bueno de Bilott pudo poner de manifiesto. Así que en los recientes premios Oscar, nasti de plasti. Cosas veredes...
¿Debo recomendar su visionado? Ciertamente sí: no alcanzando la categoría de imperdible sí aconsejaría a cualquiera que pudiese verla que destinara dos horas de su tiempo a verla: entre otras razones, porque puede que mi displicencia sea exagerada e injusta; no aseguraría que si la veo dentro de un par de años no me guste más que ahora; desde luego, unas buenas tijeras la convierten en imperdible sin dudarlo.
En cualquier caso, no dejen de verla porque así percibirán una vez más que, por mucho que critiquemos al cine estadounidense por las infumables cosas infantiloides que nos llevan a estrenos cada semana, por su desmedido afán por imponernos sus malditas costumbres importadas de todo el mundo (porque propias, propias, tienen casi ninguna), por mucho que deploremos lo que ha perdido el cine estadounidense desde que fueron desapareciendo los grandes directores de origen europeo, ellos siguen erre que erre, dando caña al personal sin contemplaciones y señalando con el poderoso dedo de una cámara de cine los desatinos de una sociedad construída con un capitalismo exacerbado y lo hacen, mira, con más gracia que nadie.
Es cuando vemos películas como Dark Waters que nos damos cuenta que el cine como arte alcanza su mayoría de edad (de eso hace años ya por fortuna) y cumple con el propósito doble de informar -que es dar alimento al debate- y entretener, igual que sucede en muchas ocasiones con la literatura.
Claro que los estadounidenses en esto nos llevan a los españoles muchas ventajas, porque aquí el cine denuncia acaba siendo casposo y destinado a asuntos mal explicados no en vano tampoco hay muchos periodistas libres de escribir lo que les plazca (partiendo de la base que en los U.S.A. el libelo [la mendacidad informativa] se castiga muy duramente y no como aquí) y por si alguien busca un ejemplo, véase una información de hace año y medio en la que precisamente la condenada DuPont parece seguir haciendo de las suyas en territorio español.
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