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diumenge, 31 de juliol del 2016

Squirrels to the nuts



O sea, ardillas a las nueces.

No es que sea una frase surrealista: es cinéfila. Pertenece a un clásico procedente de la magia de Lubitsch que algún día habrá que revisitar.

De momento centremos nuestra atención, si les place, en la última película dirigida por un cinéfilo ejemplar conocido de la casa: Peter Bogdanovich.

Bogdanovich junto con su ex-esposa Louise Stratten escribió un guión muy parecido a aquellos que seguramente él tiene en su mesilla de noche para relajarse en alguna noche de insomnio: una comedia clásica; de enredo; de amores que van y vienen; de procacidades exquisitas; de puertas que se abren y cierran; de la eterna lucha de sexos; ni un vodevil ni una alta comedia, pero con la indispensable dosis de locura.

La pieza la titulan ambos ex-cónyuges y asociados She's funny That Way y recibe como traducción Lío de Broadway lo que dice más acerca del infame traductor que de los autores del guión y del director de la película.

Para el cinéfilo, un cúmulo de tópicos conocidos.

Añejos.

De aquellos que indefectiblemente recuerdas con añoranza después de ver alguna estúpida comedia "moderna".



El guión parece dotado de una sinóptica muy simple: un hombre casado y con dos hijos llega a un hotel donde residirá mientras va a dirigir una obra de teatro y en su primera noche concierta una cita con una profesional a la que, a la mañana siguiente, propone entregarle la nada despreciable suma de 30.000 dólares para que pueda dedicarse a lo que más le plazca. Ella decide por fin presentarse a unas pruebas para ser actriz y ¡vaya coincidencia! él es el director de la obra. El autor se enamora de ella mientras la primera actriz, que es la esposa del director, se entusiasma y todos quieren contratarla, incluso el galán que sabe -porque la vió al llegar al hotel- que no es una desconocida para el director, intentando aprovecharse de la circunstancia. Entretanto, la novia del autor es una psicóloga más ida que bien centrada y es la que atiende a la acompañante aspirante a actriz y también a un juez que en su senectud está loco por la profesional y la persigue por donde sea gracias a los movimientos de un más anciano detective que.....

Es un guión clásico, vaya; no es novedoso; lo novedoso, en este siglo, es que los diálogos están afinados, las réplicas tienen un punto de romanticismo y mordacidad, y, lo más sorprendente, que el tempo de la comedia funciona a la perfección.

No hay momentos huecos ni pérdidas de ritmo y los actores, todos ellos, están de rechupete: Owen Wilson soporta impasible todo lo que le va ocurriendo a su personaje, Imogen Poots demuestra una capacidad ilimitada de dominar la cámara en un primer plano que sería insoportable para muchas actrices y Jennifer Aniston realiza su mejor trabajo en décadas, al punto que roba todas las escenas en las que aparece. Está claro que todo ello se debe a la sapiencia de Peter Bogdanovich que con setenta y cinco años demuestra mantener fresco su pulso y rápida su mente: de otro modo no cabe explicarse que, pasadas semanas de la visión de la película, todavía algunas escenas, en el recuerdo, muevan a la risa.

No alcanzo a entender cómo ha sido posible que esta muy buena comedia ha pasado sin pena ni gloria por nuestras pantallas en muy pocos días de exhibición, porque además de sus virtudes que la sitúan sin duda a un nivel de eficacia y clasicismo alto, deja algunas consideraciones de fondo que podrían ser objeto de debate más serio, aunque eso ya no sería una comedia sino un drama políticamente incorrecto, por calificarlo de forma posmoderna. Las frases aparecen como ráfagas de metralleta y algunas tienen más miga de la que parece a primera vista y no puedes atenderlas porque la vorágine te consume pero acabada la función algo surge del poso de risas. Es lo que tiene la comedia clásica que entre bromas y cachondeos clava alguna que otra puya. Los críticos serios de antaño a esto lo denominaban "segunda lectura" y quedaban como unos señores. Ahora, me temo, ya nadie está para una "segunda lectura" porque apenas si pueden entender la primera.

La pieza, que seguramente será difícil verla en pantalla grande, grande, es un bocado exquisito sin más pretensión que divertir haciendo cosquillas allí donde la inteligencia sobrevive recurriendo a mecanismos clásicos pero no obsoletos porque siguen -y seguirán por siempre- funcionando como un reloj al que, desde luego, no todos están capacitados para dar cuerda.

Si tienen la ocasión, sepan que va a ser una hora y media muy bien aprovechada. Se van a reír, seguro. Y cuidado con los "cameos": se nota que a Bogdanovich le aprecian.

Es de esas recomendaciones que uno da seguro de acertarla. Imperdible.

Tráiler


Por cierto: la frase de cabecera, el truhán protagonista la usa de "muleta". Faltaría más.







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divendres, 15 de juliol del 2016

Unas miradas asesinas




Una cosa no se le puede negar a Guy Hibbert : el tipo tiene mucha confianza en sí mismo y en las posibilidades de aquello que emprende.

De otro modo no puede explicarse que como productor ejecutivo de una película basada en un guión cuya única autoría le pertenece por completo, presentada en el Festival de Toronto a primeros de septiembre del año pasado, haya aguardado para estrenarse hasta casi finalizado el primer trimestre de 2016. ¿Estará pensando el taimado Guy en competir por premios y galardones del presente ejercicio? Optimista, sin duda.

Aunque actualidad no le falta, al guión pergeñado por Guy Hibbert con el título de Eye in the sky que da pie a la película del mismo título que por estos lares conocemos como Espías desde el cielo no se le puede señalar como ejemplo de verismo, sinceridad y honradez y desde luego cae en formas manipuladoras tan evidentes que llegan a producir vergüenza ajena aunque probablemente ése sea un concepto en desuso en una sociedad occidental que ha hecho del trágala, del mirar hacia otro lado, una forma de vivir.

La trama se nos presenta en pantalla con las formas del director Gavin Hood (hablamos de una película suya aquí) que da la sensación de cumplir el encargo con la profesionalidad que se le supone, capaz de filmar con cierto ritmo tanto las escenas interiores con una mínima tensión dialéctica, así como las exteriores provistas de un poco de acción y un cierto suspense encaminado a manipular al espectador al tiempo que disfraza, oculta y tergiversa realidades patentes.

Helen Mirren, sin despeinarse ni un momento en uno de esos papeles alimenticios inanes, estereotipados y absolutamente previsibles a los que se rebajan algunos intérpretes vendiendo su alma artística al diablo económico, "hace de" una coronel del ejército británico que dirige una unidad secreta que lleva ¡seis años! persiguiendo a una ciudadana londinense que pasó de súbdita de su graciosa majestad a fanática terrorista unida a una facción islamista somalí que está oculta en las cercanías de Nairobi y ¡por fin! la han encontrado reuniéndose con tres hombres más, todos ellos ¡ay! componentes de una cédula terrorista que, nos ha indicado un sobretítulo al inicio, ha matado a mucha gente en actos terroristas en lugares públicos.

La Coronel Powell está conectada con su inmediato superior, el Teniente General Frank Benson (que tiene las facciones de Alan Rickman en su último trabajo, merecidamente dedicado al fallecido actor) que a su vez se halla presidiendo un órgano colegiado con cuatro componentes más sin que ello signifique que las decisiones a tomar surjan de una votación aunque se tengan en cuenta las opiniones propias y las recabadas de gente importante que está en otros asuntos ocupada.

Además, Powell tiene línea directa con un centro sito en los Estados Unidos de América, una instalación militar sita en el desierto de Nevada, desde donde un piloto navegante asistido de una pilota artillera manejan un avión militar sin tripulantes pero provisto de sendos misiles Hellfire y cámaras capaces de ver y filmar lo que se mueva en tierra sin dificultad. Ambos pilotos, ella y él, lo son por circunstancias de la vida, pobres, para poder pagar sus estudios universitarios, dicen, en unas lamentables frases del guión que buscan empatía barata.

Gracias a las cámaras del dron la Coronel Powell tiene la enorme satisfacción de haber hallado a su fugitiva y mueven los contactos en Kenia para capturarlos a todos, en una acción tripartita, pues los acompañantes de la británica son estadounidenses que también se han alistado con los somalíes islámicos y figuran, asegura una experta del Pentágono llamada a consulta, en la lista del Presidente de los USA de traidores a considerar enemigos.

O sea: que los malos, malísimos, son occidentales que se han pasado a las facciones más fanáticas del terrorismo islámico: son traidores, de la peor calaña: mala gente, vaya. Y gracias a los adelantos de este siglo, por medio de un escarabajo volador mecánico bautizado como Ringo (no es un chiste mío) que naturalmente lleva una cámara y un micro, todos, desde la Coronel Powell, el Teniente General Benson, los políticos y los pilotos norteamericanos con su jefe, el Teniente Coronel Ed Walsh (que es el propio Gavid Hood reservándose un sobresueldo) comprueban que la cédula está preparando un atentado por medio del auto sacrificio, pues están vistiendo con bombas a unos pobres desgraciados con poco cerebro.

Y naturalmente, la Coronel Powell, cuya ojeriza estaba declarada, de inmediato solicita permiso para lanzar un misil y acabar de golpe con los cuatro terroristas. Y entonces empiezan los problemas, porque justo al lado del lugar la pilota artillera avisa que se halla una niña vendiendo pan. Y se rompe el porcentaje de daños colaterales.

Las trampas del guión son tan clamorosas, tan evidentes, chirrían tanto, que apestan. Lejos de las películas bélicas clásicas en las que el valor, la camaradería, la solidaridad en el empeño se pueden considerar elementos positivos, nos hallamos ante una exaltación de la más vil cobardía, del asesinato como medio para conseguir un fin. Ya lamenté el año pasado con El francotirador el uso de la pantalla grande como medio para justificar el asesinato selectivo y ahora no puedo menos que exasperarme por la inaudita frialdad con que Gavin Hood se apresta a llevar a imágenes un guión dirigido a otorgar razones a quienes pretenden ejercer la guerra desde cómodos salones con aire acondicionado matando sin riesgo alguno a gentes que están en cualquier parte del mundo. Bueno, no: en cualquier parte, de momento, no: suelen estar, que se sepa, en áreas ricas en alguna materia prima que algunas industrias aprovechan para deleite y beneficio de sus dueños, que suelen salir indemnes de todos estos berenjenales.

Gavin Hood nos presenta una película que por momentos se arrastra y llegada la mitad de su excesivo metraje (hora y tres cuartos) uno ya ha visto por dónde van a ir los trucos y los tejemanejes y se sabe cómo va a acabar la cosa. Uno no pierde la esperanza que haya un giro crítico con la realidad, pero no hay caso; es peor, todavía: abundan los detalles destinados a simpatizar con algunos personajes, tratando de mostrar su lado más amable. En vano: tan asesino es la que aprieta el botón del joystick como quien da la orden ejecutiva, como quien la autoriza, por mucho que sea un abuelete en casa, tanto como quien, interrumpiendo una actividad cualquiera, sea deportiva sea escatológica, ordena que se siga adelante.

Debería buscar en mis propias experiencias -y no en la película que escribe Hibbert y filma Hood- para asegurar que la cobardía inherente a todo asesinato (asesinar, en definición simple, es matar a alguien sin tomar riesgo alguno el que mata) como el que veremos suceder es clamorosa al objeto de avergonzar a quien lo practica. Me viene a la memoria un clásico como La Ilíada en el que el valor de los contendientes en la lucha cuerpo a cuerpo con la dureza y crueldad inherente no cede ante la nobleza y el respeto al valor mostrado por el enemigo: gana el más rápido, el más fuerte, el más astuto; pero siempre gana con riesgo de su vida: sólo el enamoradizo y cobarde Paris mata de lejos.

Hay gran cobardía en matar a distancia como quien juega con una vídeo consola y en esa cobardía y esos medios electrónicos al alcance de unos pocos está o debería estar la vergüenza de quien actúa sin que valga ninguna justificación: es un abuso.

La película no se ocupa de exhibir esa cobardía asesina en forma relevante; con un final amargo, previsible en todo momento, parece querer denunciar esas prácticas modernas de imponer la fuerza pero lo hace con tanta tibieza que igual serviría como "aviso para navegantes" dirigido a quien sabe qué espectadores. El montaje en paralelo que presenta el cierre para los diferentes personajes podría haber otorgado un sentido final más crítico, más hiriente, mostrando la desigualdad existente entre quien aprieta el botón y quien recibe el impacto: no hay tal y todo el discurso queda en chichinabo.

La magnitud de las intromisiones tecnológicas llega al paroxismo de la muerte y el uso no se asienta desde luego en ningún aserto que revista lógica absoluta, como no la hay en ninguna acción terrorista que por definición propia es la que se basa en infundir el terror para conseguir un fin específico: siempre que hay dos bandos o más, no obstante, habría que estudiar qué ha hecho cada cual para entender si lo que otros hacen es una agresión o una mala defensa: la muerte de nadie nunca puede ser una solución para nada. No hay excusa para ningún asesinato, como no la hay para la pena de muerte. La violencia engendra violencia.

Desde el momento en que Gavin Hood y Guy Hibbert parecen querer alejarse del mero producto de acción simple y trepidante dejando paso a razonamientos que acaban por resultar tramposos, la escasa firmeza del relato diluye cualquier atisbo de crítica a tales manejos gubernamentales cada vez más usuales, permaneciendo la sensación en el espectador que el único objetivo de esta película es conseguir que el respetable pase a considerar como admisible el uso cotidiano del asesinato a distancia para mayor seguridad, encubriendo unos intereses que permanecen ajenos a cualquier mirada crítica.

Una pieza absolutamente prescindible, claro ejemplo de cine cómodo para el sistema político imperante.

[Nota añadida]
Mientras estaba redactando este comentario un asesino solitario, al volante de un vehículo pesado, arrollaba, mataba y hería a una multitud que estaba disfrutando de unos fuegos artificiales en Niza: según las noticias de esta mañana, aparte del dolor infligido a muchas familias, lo único que ha conseguido el desalmado ha sido la promesa de que los ataques aéreos en otra parte del mundo seguirán incrementándose. Seguro que ninguna de las víctimas sacaba provecho de las injerencias industriales allende los mares. Esos están a buen recaudo. La triste y trágica actualidad no cambia la opinión.






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dijous, 7 de juliol del 2016

Una adaptación modélica







Ya forma parte de la Historia del Cine que a mediados del pasado siglo, años cuarenta y pico, hubo en Hollywood una revolución de algunos artistas hartos del draconiano sistema de los estudios cinematográficos que coartaban la libertad artística tanto de los directores como de los intérpretes y sujetando a guionistas y demás colaboradores mediante contratos férreos.


Olivia de Havilland, que acaba de ser centenaria, puede ser recordada por haber conseguido para sí y para sus compañeros el reconocimiento legal (basado en una ley anti esclavitud caída en desuso pero no derogada) de la posibilidad de dar por extinguido un contrato con un estudio al término de siete años reales y no contados en días de rodaje, como solían hacer los avispados industriales del cine: no le salió gratis, porque entre 1943 y 1946 no pudo trabajar, inmersa en un pleito que ganó, para sí y para la posteridad.

En aquella época, también algunos directores aprovechaban la extinción de sus contratos para declararse libres e independientes y constituirse en sociedades productoras: Frank Capra, William Wyler y George Stevens fundaron Liberty Films sólo para darse cuenta que sus buenas ideas seguían necesitando un dinero que no alcanzaban a encontrar. Siendo como eran muy buenos en su trabajo, no tardó la Paramount en ofrecer la adquisición de Liberty Films, más que nada porque los tres directores se habían comprometido consigo mismos al formar la productora a dirigir tres películas a su gusto en un plazo que finalizaba cinco años más tarde, en 1951.

Olivia de Havilland tuvo una recompensa inmediata porque obtuvo el primero de sus premios Oscar a la mejor intérprete precisamente por la película que rodó en 1946, To Each His Own (Vida íntima de Julia Norris).

A finales de 1947 William Wyler empezaba a estar harto de los problemas que encontraba para poder cumplir con su parte del trato en Paramount, ya que algunos proyectos acababan en abandonos por razones que le parecían incomprensibles, cuando recibió un telefonazo de Olivia de Havilland, hablándole de una comedia dramática que había visto en Nueva York, The Heiress, escrita por los hermanos Ruth y Augustus Goetz, basándose en una novela corta de Henry James titulada Washington Square.

La pieza, estrenada el 29 de septiembre de 1947, alcanzó 410 representaciones, cerrando telón el 18 de septiembre de 1948. En su estreno actuaba la enorme Wendy Hiller como Catherine Sloper, Basil Rathbone como su padre Dr. Austin Sloper y Peter Cookson como el pretendiente Morris Townsend. Cuando la pieza se estrenó en Londres, se ocuparon de ella la misma Wendy Hiller alternando con Peggy Ashcroft, John Gielgud como pretendiente y Ralph Richardson como el padre, Dr. Sloper.

En España se publicó la obra en la colección Teatro de la famosa e inolvidable Ediciones Alfil en su número 13, incluyendo nota de su estreno en el teatro María Guerrero de Madrid, el 1 de junio de 1951, siendo los protagónicos Elvira Noriega (como Ellen Sloper, cambio de nombre de la protagonista), Enrique Diosdado como su padre Dr. Agustín Sloper, un joven Adolfo Marsillach como el pretendiente Morris Townsend y Amelia de la Torre como la tía Lavínia. Primeros espadas, a las órdenes del gran Luis Escobar.

Este Libreto forma parte de mi bagaje como lector porque estaba en aquellas estanterías cuyos libros "no son para críos como tú" y que lógicamente, pintada la ocasión en soledad, eran objeto de lectura ávida: de ahí me viene, barrunto, mi afición por leer teatro: de tenerlo a mano y semi vedado el acceso; quizás ahora deberían prohibirse ciertos autores y obras, a ver si....

Recordaba pues haberla leído, como recordaba haber visto la película; un repasito no venía mal y releída, compruebo que la edición Alfil es más que una traducción fidedigna una adaptación influenciada por la época española y que probablemente me quedaré con las ganas de leerla mejor traducida, porque no parece haber otra y el ejemplar que yo tengo ahora a mi lado ya se ha convertido en una rareza. La riqueza literaria de los diálogos no es digna de elogio y uno supone que en el original serán más cuidados; no obstante, permanece la fuerza psicológica de los personajes y la concisión del planteamiento: 77 cuartillas que enganchan y se leen del tirón: el lector acostumbrado a este tipo de literatura, aún sin haber visto la película, se huele que la pieza bien merecería un reestreno.

Naturalmente William Wyler, que ya había obtenido satisfacciones al llevar buenas piezas teatrales al cine, agarró el primer avión y se plantó en el Biltmore Theatre para comprobar que la trama reunía cuatro personajes psicológicamente ricos: sin volver a California concertó una cita con los hermanos Goetz indagando de primera mano las relaciones con el texto de Henry James y los cambios de su autoría, avisándoles que iban a recibir una oferta de la Paramount: efectivamente, tras un poco de regateo la Paramount les ofreció la nada desdeñable suma de 250.000 dólares más 10.000 dólares semanales por escribir el guión literario de la película que iba a llamarse, como la pieza teatral, The Heiress (La heredera)

Wyler no tenía ninguna duda respecto a la idoneidad de Olivia de Havilland para desempeñar la interpretación de Catherine Sloper: se la debía por el buen aviso y era indicada para el papel.

Ya que Basil Rathbone se hallaba repitiendo en las tablas, Wyler tuvo la buena idea de llamar a Ralph Richardson, con agenda libre y ganas de estrenarse en el cine estadounidense, que aceptó encantado ocuparse del Dr. Austin Sloper. Richardson llegó mentalizado a las órdenes de Wyler, probablemente por alguna conversación con Laurence Olivier que hizo lo propio años antes en Cumbres Borrascosas; tan mentalizado llegó a las órdenes del llamado "99 tomas" que era capaz de hacer una entrada muda, quitándose sombrero y guantes ¡de doce maneras distintas! para que Wyler eligiera...

La elección de Miriam Hopkins para ocuparse de la tía Lavinia, la hermana viuda del Dr. Sloper que vive encantada en la mansión de Washington Square, encargada por su hermano -viudo también- de ayudar a su hija a desenvolverse mejor, fue casi que un acto reflejo para Wyler y una muestra de inteligencia de la enorme actriz al aceptar a sus 47 años un papel de "señora mayor". Claro que ella ya sabía cómo robar escenas. Sobradamente.

William Wyler pensó en el cartel publicitario ideal en el que aparecía junto a Olivia de Havilland el rostro de Errol Flynn y le pasó la sugerencia; Errol tuvo la sensatez de mirarse al espejo y observar que sus 40 años bien trabajados y curtidos por mil experiencias le alejaban de la figura de petimetre ambicioso que se requería para el personaje de Morris Townsend y declinó la oferta, que fue a parar al mucho más joven (29) Montgomery Clift que, una vez aderezado, maquillado y vestido convenientemente, sedujo en primer lugar a los autores teatrales, los hermanos Goetz.

El único problema de Clift era, aparte de los vicios propios del Actors Studio, su enorme inseguridad: le rogó a Wyler que si tenía que gritarle lo hiciese en privado; estaba literalmente acongojado por la enorme calidad de Richardson, que no se equivocaba nunca; odiaba el método de trabajo de Olivia, que se aprendía los diálogos la noche anterior y esperaba que Wyler le diese instrucciones sobre qué hacer y encima sentía unos celos profundos de la Hopkins porque, decía no sin razón, se dedicaba a robar las escenas que podía.

Con estos antecedentes, el amigo Wyler -que ejercía como productor y director- tocó a rebato: Edit Head se ocuparía del vestuario y Wally Westmore de los maquillajes: ambos aspectos importantísimos en los planes de Wyler, tanto como el trabajo a desarrollar por Leo Tover como director de la fotografía y Harry Horner como responsable de todo el aspecto físico de escenarios y atrezzo, en una producción en la que no se escatimaron gastos pues Wyler consiguió recrear en estudio perfectamente no sólo la calle sino también la casa donde se desarrolla casi toda la trama, con una solidez y un realismo notables.

Contar con la ayuda de William Hornbeck a la hora del montaje y el apoyo de la excelente música compuesta por Aaron Copland -que además ejerce como director de la orquesta- son ventajas, hay que reconocerlo, de trabajar con el respaldo de la Paramount. Al César lo que es del César.

Los hermanos Goetz, pipiolos ellos, se creyeron que el guión literario iba a marcar el desarrollo de la película: olvidaron que 99-take Willie escribía el guión cinematográfico y que, además, mandaba: mandaba mucho, además. Como debe ser.

Esperar que en este siglo XXI cualquiera haya visto La heredera (leerla ya es más difícil) es, me temo, prueba de exceso de confianza, así que hay que advertir que forzosamente en estas notas se hallarán chivatazos respecto a la trama: la historia sucede en el año 1850 en un entorno privilegiado centrado en la casa del Dr. Sloper, viudo, que vive con una hija de edad casadera (28, según la obra de teatro) y una hermana viuda también, a la que invita a quedarse de forma indefinida con el objetivo de ayudar a la hija, Catherine, a desenvolverse en sociedad como es apropiado a una damisela de su calidad, no en vano dispone de una renta anual de 10.000 dólares, herencia de su madre, y se calcula que percibirá 20.000 dólares más anuales al fallecer su padre: es decir, una rica heredera.

La joven conocerá en la fiesta de compromiso de una prima suya a un joven petimetre, Morris Townsend, casi que recién llegado de un viaje de placer por Europa donde se ha fundido una herencia recibida y el amor aparecerá en su vida con el beneplácito de su tía Lavinia Penniman y la desconfianza de su padre el Dr. Sloper, que entiende que Morris es poco más que un caza fortunas.

Ya en la obra teatral las relaciones entre los cuatro personajes principales están muy bien construidas; en manos de Wyler, el texto se somete a la fuerza visual que lo enriquece con multitud de detalles dirigidos a explicar la evolución de esas personas que vemos respirar en pantalla: nada más empezar, Catherine baja a la puerta trasera para comprar un pescado a un pescadero ambulante y gira la cabeza cuando aquel ejecuta la acción de descabezarlo a su petición; cuando le dice a su padre que ha comprado el pescado que a él le gusta, el Dr. Sloper le agradece el cuidado pero le indica que debe pedir al pescadero que le suba él mismo el pescado hasta la mansión, sin que ella deba descender a la calle. Ella asiente dulcemente, sometida a su padre.

Wyler añade y quita a placer, modificando tanto la obra teatral inicial como el propio guión literario, consciente como es obvio de lo que resulta más apropiado para la pantalla. Emplaza la cámara bastante baja en muchas escenas de interior dando por consiguiente mucho aire por arriba obteniendo la sensación que, efectivamente, es una gran mansión: nada de planos americanos a la altura de los ojos para ahorrar paredes y focos demasiado altos; llena la casa de espejos y ventanas interiores y los usa a conciencia para significar apariciones inesperadas, movimientos huidizos, incertezas propias, inseguridades.

En esta ocasión Wyler no tuvo que inventar excusa alguna para presentar su totémica escalera -presente en casi todas sus películas- porque ya aparece en la obra teatral, pero la magnifica al constituirse en eje de una mansión de tres plantas: Leo Tover hace maravillas y equilibrios con las cámaras para filmar esa escalera en la que, por si fuera poco, también hay espejos.

A tener en cuenta la función de las puertas: macizas, de verdad; la de acceso a la mansión y las que aíslan el salón, correderas; puertas que se abren y cierran sonoramente dando a entender estados de ánimo: cuando el Dr. Sloper abre la corredera del salón para ir al encuentro de Morris y la cierra a su espalda sin dejar de mirarlo la sensación del gato que va a comerse al pajarito es palpable: las elegantes formas gestuales y vocales del Dr. Sloper (fabuloso Richardson) recuerdan los amaneramientos victorianos y el petimetre Morris (que bien aprovecha de Monty su inseguridad Wyler) intenta mantenerse erguido pero va entendiendo que el padre es un hueso duro de roer y no ve el momento de largarse.

Ya sabemos que Wyler no era el preferido de muchos intérpretes y sabemos también que, a pesar de ello, muchos le deben sus galardones particulares: él se sirve de ellos para sus propios fines y no le importa repetir una escena cien veces hasta conseguir lo pretendido. Olivia de Havilland puede dar fe que su segundo premio Oscar se lo ganó trabajando duramente a las órdenes de aquel tirano que ella misma escogió cuando acabó de ver la pieza teatral: podía haber llamado a otro, pero escogió a 99-take Willie porque sabía que la iba a llevar al podio.

Eso sí: Olivia estaba tan harta de subir la escalera con cara triste que acabó por decir alguna imprecación mientras le lanzaba a Wyler la maleta que llevaba en la mano: Wyler, observando que la maleta estaba vacía, inmediatamente ordenó que la llenaran con piedras y se dispuso a repetir la escena: ahora sí parece que Catherine acarrea su vida en un figurado ascenso al cadalso y su rostro demudado evidencia el sufrimiento y el esfuerzo resignado ante el abandono de su amado.


Se asegura que Wyler apenas daba instrucciones a los intérpretes y que su truco consistía en agotarles hasta que se olvidaban de pensar en las técnicas aprendidas; no voy a discutirlo pero me parece el aserto tan falso como el que asegura que Wyler no es un autor cinematográfico; basta observar la gestualidad expresiva de la pareja principal, el taimado petimetre y la ingenua enamorada: Morris, avezado proxémico, desde el primer momento invade el círculo personal, ese espacio íntimo de Catherine que sin atreverse a rechazarlo sí trata de mantenerlo inclinándose hacia atrás; cuando ella acaba cediendo, seducida, mantiene la verticalidad y se abandona, feliz, dejando que él la abrace y la sostenga: el repentino, ostensible, cambio producido en la expresión de ella y el inicio de unos besos tímidos en las mejillas de él, filmados muy bien por Wyler en una escena bastante larga, son el primer indicio que el aficionado tiene de que ahí huele a Oscar.

Wyler aprovecha al máximo las cualidades de Monty recreando a ése Morris Townsend con una ambigüedad e indefinición tal que a buena parte de la audiencia -que no había visto la obra teatral- le sorprendió y desagradó la conclusión, muy contraria al obligado final feliz de tantas producciones.

Pero es que la idea de Wyler no era simplemente filmar la obra de teatro: él pretendía ofrecer el desarrollo íntimo de una mujer que empieza apartando la vista por no ver decapitar un pez muerto y acaba cerrando ventanas, cortinas, puertas y luces mientras, esplendorosa, asciende a sus dominios de soledad. Y lo consigue, vaya: con la ayuda de Edith Head con el vestuario y de Wally Westmore cuidando el maquillaje, empezando con tonos grises y oscuros y acabando por luminosidades correctas y un pelín almibaradas.

Entretanto, la evolución de Catherine, ya forjada en el libreto original y reforzada en detalles visuales -como el poner sus manos encima de los guantes de cabritilla ¿olvidados? por Morris- es imparable, sujeta a los acontecimientos que va sufriendo, endureciéndose cada día más, hasta llegar a suponer que el sincero elogio de la doncella María al verla con un etéreo vestido es hipócrita en busca de permiso para salir a buscar aire fresco en un agosto caluroso. Catherine da pena en todo momento, pero no lástima, porque acaba convertida en un pedernal, dispuesta a soltar chispas con el más nimio roce.


Wyler exprime la esencia obtenida en la pieza teatral de los hermanos Goetz y sin necesidad de otorgarle más espacios externos que los necesarios (inolvidable el travelling abajo y el plano sostenido cuando fallece el Dr. Sloper usando la lejanía física como símil de la lejanía anímica) consigue que nos olvidemos de un origen teatral y veamos una película majestuosa en todos los sentidos, sobresaliente, llena de intenciones y simbolismos, rica en detalles que jamás están ahí por casualidad porque su creador ha tenido mucho cuidado en meditarlos. Y lo hace cuidando el ritmo y el metraje, sin que nada sobre ni falte.

Una obra teatral imperecedera (su última revisión en Broadway es de la temporada 2012-2013 con Jessica Chastain, Dan Stevens y David Strathairn) que facilitó una película absolutamente indispensable en la colección de todo cinéfilo amante de los buenos textos y las buenas adaptaciones a la pantalla de los mismos.

Una película que podría perfectamente erigirse en asignatura optativa (creo que ahora las denominan créditos) de cualquier docencia encaminada a mostrar cómo el lenguaje visual alcanza la categoría de arte eterno. Para estar hablando de ella durante horas. Una obra maestra digna de un maestro.


p.d.: Este bloc de notas se inició tal día como hoy en 2007. Gracias a todos.










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divendres, 1 de juliol del 2016

Feliz cumpleaños, Olivia






Para muchos eres Melania, para otros eres Marian, pero para mí, Olivia, eres Catherine Sloper, la heredera.

¡Feliz cumpleaños!



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