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dimarts, 30 de novembre del 2021

West Side Story





No fue hasta que hace años compré el dvd y pude ver en versión original la película musical West Side Story (1961) que, al escuchar de forma desgarrada: ¡Bernardo! me di cuenta, tonto de mí, que la situación era idéntica a una escena de la película de Franco Zefirelli, Romeo y Julieta (1968), en la que en un soberbio doblaje al castellano se escucha: ¡Teobaldo!

Dice poco de mi perspicacia tardar años en darme cuenta que el magnífico coreógrafo Jerome Robbins había bebido de la tradición milenaria italiana magníficamente trasladada por El Bardo de Avon con la inestimable colaboración de Leonard Berstein y el recientemente fallecido Stephen Sondheim al que añadimos a Arthur Laurents como responsable del libreto para llevar adelante una versión musical de la clásica historia de amores enfrentados a clanes familiares opuestos, una trama tan vista y conocida que a casi nadie se le ocurre pensar un momento en su procedencia, dándola por nacida del folclore. Y no.

La trama, trasladada a los últimos días del caluroso verano de 1957 en el barrio oeste de la cosmopolitana ciudad de Nueva York, ofrece una visión en la que al romanticismo desenfrenado del original se añaden algunos toques de contenido social muy propios de una sociedad multicultural con ciudadanos de orígenes bien diversos y ninguno de ellos situados siquiera en la clase media, sin llegar a la pobreza, pero casi.

La pieza la estrenaron en Broadway en septiembre de 1957 y estuvo en cartel en el teatro Winter Garden Theatre hasta el 27 de junio de 1959, con la salvedad de un corto período, del 2 de marzo de 1959 hasta el 10 de mayo de 1959, que se representó en el Broadway Theatre: en total 732 representaciones ininterrumpidas.

Y como al parecer alguien se quedó con las ganas de verla, el Winter Garden Theatre la recuperó desde el 27 de abril de 1960 hasta el 22 de octubre de 1960, empalmando en la temporada al cabo de dos días, 24 de octubre hasta el 10 de diciembre de 1960 en el Alvin Theatre de Broadway: 249 representaciones más.

No está nada mal, ¿verdad? 981 representaciones de la misma obra en Broadway desde septiembre de 1957 hasta diciembre de 1960.

Evidentemente, la industria del cine estaba deseando hacerse con la oportunidad de llevar a las pantallas un éxito semejante y más porque el género musical estaba a primeros de los sesenta del siglo pasado en franca decadencia, lo que se dice de capa caída.

Además, lo tenía muy fácil: el éxito popular llevaba el paquete de unos profesionales excelentes en su campo que ya sabían lo que era hacer cine y sólo faltaba un cineasta encallecido que supiera bregar con todas las ventajas e inconvenientes que representa dirigir una película basada en un musical de mucho éxito.

Robert Wise no era ningún jovencito imberbe cuando le cayó encima de la mesa el difícil encargo de llevar a la pantalla una pieza musical que sólo en Broadway habían visto ya miles de personas y algunas se la sabían de memoria.

De novato no tenía nada: ya había ganado reconocimiento como montador del clásico Citizen Kane en 1941 y en 1951 había dirigido un clásico de la ciencia ficción que ya tratamos aquí en los inicios de este bloc, de modo que en 1961 y ante la oportunidad, Robert Wise debió disfrutar preparando el guión técnico mientras Ernest Lehman se ocupaba del guión literario sin despeinarse porque el guiso ya estaba más que condimentado.

Robert Wise tenía ante sí dos bastiones inexpugnables, dos moles artísticas inamovibles: una música y una coreografía ejemplares, intachables. ¿Qué podía hacer Wise para guardar la esencia y alejar la sensación de teatralidad?

Divertirse: Wise se divierte mucho preparando el guión técnico usando todos los planos imaginables, todas las grúas más avanzadas de su tiempo, todos los movimientos de cámara que lleva en su alma desde hace veinte años y que no ha podido sacar a pasear porque en otra trama menos convencional hubiesen parecido "demasiado atrevidas" para los espectadores de primeros de los sesenta del siglo pasado, no lo olvide nadie.

Wise sabe que tiene en las manos la oportunidad de su vida y no se le escapa que va a necesitar la ayuda de los mejores en su campo, porque además de usar lentes de todo tipo en la cámara que no son nada fáciles de usar cuando el formato es panorámico, quiere que las luces, el color, estén al servicio de la historia y jueguen partido, ayuden a la intensidad de las escenas: todo va a filmarse en estudio, hay interiores estrechos, salones amplios y diáfanos, y movimiento, mucho movimiento, es un no parar: sólo cuando alguna escena romántica o de tensión íntima ocurre Robert Wise deja la cámara atenta, quieta, hurgando en los personajes que se debaten en sus miedos, odios y amores y la intensidad del color se acentúa cuando conviene, aunque no te das cuenta hasta que no la has visto varias veces, hasta que te la sabes de memoria y adviertes que en toda esa naturalidad hay un trabajo excelente de un personaje que lo dirige todo. Y lo hace muy bien , además.

Como decía, no fue hasta el tercer (o cuarto, yo qué sé) visionado que me percaté del original literario: quizás porque para entonces ya lo había leído, incluso en forma de cuento italiano precursor de todo. Porque West Side Story, esa película que forzosamente ví de reestreno en un cine por primera vez, esa película que en aquella época ya conservó su título en la lengua de la Pérfida Albión mal le pesase a algunos, tardó en gustarme: el musical es un género que no a todos gusta de entrada y algunos cinéfilos diletantes necesitamos años para comprender que arrancar a cantar en un instante para expresar un sentimiento después de todo no es tan raro especialmente si se hace de esta forma:



En apenas cinco minutos se comprueba que la música es excelente y que el director sabe ofrecernos una escena compuesta de muchos planos, de muchos movimientos de cámara y no nos percatamos de ello porque están al servicio de la trama, que es donde deben estar: vean otra vez el vídeo y fíjense en lo que hace la cámara, en los ángulos de enfoque, en el desenfoque, en las luces, y recuerden que no es nada casual, que hay un montón de gente trabajando a las órdenes de Robert Wise para que puedan disfrutar de ese momento mágico. Y después, vuelvan a disfrutarlo una vez más, sin preocuparse de nada.

Y cuando a la música le acompañan las escenas de baile, ya uno se ha acostumbrado a pensar que quizás los musicales son un género a considerar, ni que sea porque, de vez en cuando, directores como Robert Wise saben aplicar la caligrafía cinematográfica a un conjunto de elementos para conseguir maravillarnos.

Éste, el West Side Story de Robert Wise, es una obra maestra. Si no la han visto, apúrense, porque igual alguna mano negra compra todos los ejemplares y se quedan con las ganas.



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divendres, 19 de novembre del 2021

Aparentando





Fingiendo, disimulando, figurando, son las cuatro traducciones que a uno se le ocurren de inmediato para señalar en castellano el acto de presentarse una persona en una condición que no le corresponde exactamente, que es lo que viene a significar la palabra que en inglés da nombre a una novela y a su adaptación a la pantalla, Passing (exhibida por aquí como Claroscuro gracias a la inopia de alguien de Netflix, que nos la trae a casa), película dirigida por una novel Rebecca Hall que después de hacer caja como actriz en alguna película interesante (por aquí ya apreciamos su trabajo en Professor Marston and the Wonder Women) y más de una alimenticia, nos presenta una opera prima en la que ejerce de adaptadora de una novela de éxito (que no tengo el gusto de haber leído) publicada en 1929, todo un clásico de la literatura estadounidense debida a la pluma de Nella Larsen (1891-1964).

Dice la mercadotecnia que Rebecca Hall se interesó por esa novela cuando supo que tenía un antepasado de raza negra pero vista la película me da que eso no es más que un factor coadyuvante a una decisión tomada por la actriz que sentía la necesidad de expresarse, de formular cuestiones, de interrogar públicamente a la sociedad en que le ha tocado vivir, teóricamente distinta de la que habitaba Nueva York en 1929, año de presentación de la novela que sigue siendo el año en que transcurrirá la trama.

Hall asume la responsabilidad de su película desde el momento en que sólo ella es la autora del guión literario y evidentemente también del guión técnico. Ambos sobresalientes. Cortos, pero muy bien confeccionados.Para mí, mejor el técnico, inesperadamente.

Cabe suponer unos condicionantes de índole económica que de alguna forma ayudaron a Hall a tomar tres decisiones que influye en el resultado final: el formato de pantalla es el clásico 4:3 y la fotografía es en B/N y la duración no llega a hora y tres cuartos, todo lo cual ayuda al ahorro y además proporciona una apariencia de clásico más pendiente de lo que nos va a proponer que de la estética, amén de reforzar la presencia de lo abstracto que se siente siempre cuando hay una ausencia de color aunque lo cierto es que el aspecto fotográfico está muy cuidado gracias a la participación de Eduard Grau.

Las sinopsis que usa la propaganda e incluso el póster principal abundan en dos aspectos:la relación de las dos protagonistas del relato, Irene (fabulosa composición de Tessa Thompson) y Clare (muy bien Ruth Nega) y el hecho que ambas son de raza negra pero con una piel bastante pálida, más en el caso de Clare, que se hace pasar por blanca e incluso está casada con un blanco racista con el que tiene una hija, por suerte blanca.

Ambas gozan de una posición económica envidiable gracias a sus maridos. el de Irene es un médico negro que se gana muy bien la vida: viven en una espaciosa casa con sus dos hijos, tienen una sirvienta y un coche que Irene sabe conducir. En 1929, no lo olvidemos: en 1929.

Las dos protagonistas, que coincidieron en la escuela sin ser muy amigas, coinciden en el bar de un hotel de lujo al que Irene va a reponerse un día que ha salido de compras: uno de esos días en que ella admitirá luego "se disfraza de blanca" y se encontrará con Clare, a la que empieza admirando sus piernas enfundadas en delicadas medias y su melena rubia y quedará sorprendida cuando al girarse se levanta y se va hacia ella reconociéndola como antigua colega, iniciando unas confidencias que pondrán de manifiesto la complejidad de ambos caracteres mucho más allá de su condición de negras que pueden aparentar no serlo en una sociedad clasista y racista en extremo, como queda muy bien puntualizado gracias a los comentarios que Brian, el esposo de Irene, hace de las noticias de linchamientos frente a sus vástagos, lo que provoca discusiones en el matrimonio.

Irene es el eje en torno al que se mueve la cámara de Grau siguiendo las ideas de Rebecca que con el valor propio de quien arriesga en su primera aventura se vale de un lenguaje cinematográfico inusual en las pantallas de este siglo porque además del formato también tiene la osadía de valerse de planos ¡desenfocados! para expresar la confusión y el desconcierto que siente su protagonista ¡y lo hace en varias ocasiones! y también se vale de los silencios absolutos y primeros planos que la Thompson aguanta impertérrita en una composición que debería valerle reconocimientos. Esa Irene es una mujer queda, callada, meditabunda y observadora y nosotros gracias a la planificación de Hall intuímos y sabemos extremos de la relación de Irene con Clare y el efecto que ésta causa en todos esos negros que conforman un grupo socialmente confortable pero ¡ay! con la cuestión del color de la piel como freno, como límite a unas perspectivas que forzosamente admiten sin que haya ninguna escena de disgusto o rebelión ante una situación clasista admitida, con lo que la película como representación de clamor antiracista resulta floja. Adrede, creo: le interesa más, a Rebecca Hall.

Sin haber leído la novela, uno intuye que la cuestión racial no es más que un elemento que configura una realidad compleja en la vida de ambas protagonistas pero no llega a mediatizarla y hay ahí unos elementos personales de soterrada homosexualidad e infidelidades varias que uno cree haber visto apuntados en el discurso cinematográfico de la novel Rebecca que sin embargo no los resuelve y llegaremos a un final abrupto que nos deja con la pregunta en los labios.

De esta forma, Rebecca Hall se alinea con el grupo selecto de cineastas que no tratan de aleccionarnos pero se esfuerzan en presentarnos ideas, sugerencias, motivos para un debate o una conversación interesante; directores que huyen del didactismo, que nos ofrecen la oportunidad de observar una problemática en las interrelaciones humanas y nos dejan elegir, nos dejan tomar partido o no; llega al final de su discurso como diciendo: ahí queda, apañaos.

El conjunto queda bastante lejos de lo que uno espera cuando se trata de una ópera prima porque siempre hay una especie de condescendencia tácita y lo cierto es que de no haber conocido el nombre de la directora de antemano por sus trabajos como actriz, vista que ha sido la película no hubiese sospechado que es una primicia:la planificación es muy competente, el uso del blanco y negro y los desenfoques oportunos acertadísimos -y valientes, en la época en que estamos, llena de tebeos y juegos de acción- y además Rebecca Hall se vale de la música y de los silencios absolutos como medio de expresión; supongo que el largo tiempo que estuvo acariciando el proyecto le permitió configurarlo a su gusto y manera y francamente, la espera ha valido la pena.

Como cinéfilo lo que me importa es que me seduzcan, que me sugieran, que me muevan la neurona; no que me lo den todo mascado. Por eso, amigos, no debéis perderos esta ópera prima.



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