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divendres, 30 de juliol del 2021

Una pieza memorable



Hace unos días nos referíamos de pasada a las ocupaciones que en la posguerra mantenían al genial Orson Welles en la imposibilidad de llevar a cabo una idea que aprovechó muy bien Charles Chaplin y ahora venimos a detenernos en la película que fue su tercer largometraje (si no contamos su intervención en Estambul, de 1943) y despedida de la compañía RKO incapaz de afrontar los riesgos económicos que significaban los rodajes planteados por Orson Welles que ya en su anterior y espléndida The Magnificent Ambersons, 1942, de la que ya hablamos aquí hace justo ahora trece años, mostraba cierto desequilibrio entre ideas de superlativos guiones técnicos y presupuestos económicos a disposición, recaló en la International Pictures encargándose de llevar a la pantalla un guión de Anthony Veiller basado en una novela de Victor Trivas que en principio debía ser dirigido por John Huston y los compromisos de éste dejaron en manos de Orson Welles, ya un poco quemado con la industria del cine por la anterior pieza citada.

En esa inmediata posguerra el tema relacionado con las consecuencias de la contienda y especialmente el populismo nazi sin duda resultaban sugerentes para Welles que intentó de inmediato hacer de las suyas y cambiar el sexo de uno de los protagonistas y confiar la figura de un experto cazador de nazis a su amiga y excelente colaboradora Agnes Moorehead, colega del Mercury Theatre, pero se topó con la rotunda negativa de la International Pictures que ya tenía contratado a Edward G. Robinson para el papel. Cualquier cinéfilo se regodea con la idea intuyendo lo que pudo ser.

Welles dijo en algún momento que con esta su tercera película, The Stranger (El extraño, 1946), demostraba que sabía dirigir una película de modo normal, diciendo ¡acción! y ¡corten! como el resto de colegas: ¡Ejem!.

Al uso de los grandes intérpretes que no temen verse vilipendiados y marcados de por vida por el hecho de incorporar personajes malvados (quizás por el evidente hecho que suelen ser recordados y agradecidos) Orson toma el carácter del genocida nazi oculto bajo la apariencia de charles Rankin, un profesor de historia en un tranquilo pueblo del estado de Connecticut que está a punto de contraer matrimonio con una agradable joven, Mary, que resulta ser hija de uno de los magistrados del tribunal supremo de los Estados Unidos. La llegada de Wilson, experto cazador de nazis, siguiendo el rastro de un tal Konrad, malbaratará unos planes siniestros.

En la conciencia que el público no es tonto y no merece que se le maree la perdiz con triquiñuelas baratas y trampas mendaces, desde un primer momento sabemos que Rankin es un tipo de armas tomar, un asesino de sangre fría dispuesto a lo que sea y que sabe que Wilson es un perro que husmea su rastro pero no le tiene seguro y en esa condición Welles nos plantea un ejercicio de melodrama y thriller que ocupará la hora y media clásica vestida para la ocasión de gala con un terceto protagonista de lujo y unos secundarios que no tan sólo rellenan tiempos sino que, además, ayudan a configurar lo que interesa a Welles, la alerta que la sociedad debe mantener para impedir que sujetos malévolos como el tal Rankin ocupen puestos de influencia en su seno como víboras en casa de labrador.

La influencia de la recentísima contienda mundial originada por los nacionalismos alemán, italiano y japonés promovió sin duda películas alegóricas tanto a ritmo de farsa, de burla, de drama y de thriller y en esta ocasión la trama nos presenta un malvado oculto entre gentes amables, confiadas, más propensas al respeto y la colaboración desinteresada que a la sospecha: así, vemos que en el establecimiento regentado por el inefable Sr. Potter el autoservicio es ley tanto para un frasco de aspirinas como para un café y pasar por caja tiene el peligro que el vivaracho Potter trate de engatusarnos con una partida de damas con una apuesta mínima, lo que producirá la aparición de una ridícula visera a modo de tahúr bonachón y sonriente, mientras la cámara llevada por Russell Metty se mueve sin cesar pero con una fluidez que la hace apenas notable salvo cuando el jefe del tinglado quiere remarcar un aspecto, ocasionalmente reforzado por la banda sonora debida a Bronislau Kaper, todo bajo control huyendo de la mera apariencia: la forma de rodar de Welles en estado puro con los recortes impuestos por la Internacional Pictures que hizo buen negocio con esta película y luego se desdijo del trato para otras cuatro.

Welles no intenta de ninguna forma que sintamos la menor simpatía por nadie: si acaso por la engañada Mary, enamorada equívocamente de un seductor maléfico que únicamente busca confundirse entre la sociedad a la espera de su momento siniestro sin renunciar a sus ideales. Cazador y presa se nos muestran con una frialdad extrema: el primero cauto y constante sin perder pista y buscando la prueba que necesita y el segundo en un declive que lentamente le hará aflorar su verdadera condición criminal, lo que sirve al taimado Orson para reforzar un cierto suspense relativo a algunas vidas pues ya sabemos de qué es capaz el nazi oculto.

El aviso a la sociedad es efectivo al demostrar cómo la confianza y la buena fe son aprovechados por los malvados y no deja de tener un mensaje cómodo de confianza en los estamentos oficiales como procuradores de la seguridad: probablemente en 1946 otro final no era posible e impensable en Hollywood que en un futuro los nacionalismos pudieran repetirse, pero ahora se cumplen los setenta y cinco años del estreno y un vistazo a las noticias del último lustro deja el final de esta película en un optimismo que todos deseamos se vea fundado.

En definitiva, una película que satisfará sin duda al aficionado que no la conozca todavía y a quien ya la haya visto, una oportunidad de verla en v.o.s.e. y fijarse en los detalles espléndidos de lenguaje visual que trufan la narración, porque en un primer visionado pueden pasar desapercibidos: ya sabemos que la caligrafía cinematográfica de Welles es sobresaliente y merece por lo menos una revisión tranquila sólo para contemplar la forma en que solventa cada situación. Por no mencionar las claves y significados relativos a los objetos y su uso como elementos ligados a determinados personajes, en la clara conciencia que lo que se ve en pantalla no tiene porqué ser casual; pero dejemos que cada uno se haga su composición y disfrute desmenuzando esta magnífica película, sin olvidar que todo lo que vemos lo puso ahí Welles y que quizás algo quedó por ahí escondido por un productor torpe, aunque en esta ocasion Orson tuvo mucha suerte al contar con la presencia de John Huston y Sam Spiegel en la producción y ambos, imagino, deberían ampararlo.

Tenemos la suerte de hallarla en youtube en buenas condiciones. Aprovechen mientras puedan.





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dimecres, 7 de juliol del 2021

De mudo, nada




Tendrán que reconocerme la proeza de mantener más o menos este bloc de notas cinéfilas durante catorce años sin haber dedicado jamás un simple comentario a un largometraje dirigido por Charles Chaplin. Hoy, que es el aniversario del bloc, me he dado cuenta.

Le echo un poco de morro a la cuestión antes que cualquiera se percate y me llame a rebato por desconsiderado en el mejor de los casos y merecedor justo de adjetivos denigratorios por darme pisto de cinéfilo y pasar por alto un personaje cabal de la Historia del Cine en mayúsculas y me excusaré asegurando que iba a hacerlo pronto, cualquier día de estos, conocedor que los nombres de los ausentes en el índice superan a los presentes, adverando que no están todos los que son, pero sí son todos los que están, y si cuela, cuela; porque ciertamente hay por ahí, en medio de esos catorce años, alguna reseña dedicada a algún que otro bodrio.

Salvaré con su permiso la circunstancia trayendo a colación una película basada en hechos reales que alimentaron una idea en el genial cerebro de Orson Welles que éste comentó con Charles Chaplin en el convencimiento que era el mejor actor para desarrollar un personaje que nació en la consideración del famoso Henri Landru, asesino en serie avant-la-lettre al que se le imputaron como pocos once asesinatos.

La idea de Welles, como tantas otras de su fecundo cacumen, fue quedando aparcada por Orson al estar más pendiente de otras películas de modo que Chaplin tuvo tiempo de cogerle cariño y acabó por pagar 5.000 dólares por usar la idea asegurándole que en los créditos constaría el origen wellesiano. Chaplin cumplió su palabra y el guión que firmó acabó siendo nominado al oscar, toda una hazaña impensable vista la respuesta de la sociedad estadounidense a la película de Chaplin y desde luego no sólo porque después de la Segunda Guerra Mundial esperaban reírse con Charlot y se encontraron con un frío y redomado asesino que aprovechaba cualquier ocasión para poner en solfa el sistema que regía sus vidas.

Anticipándose tres años al Billy Wilder de Sunset Boulevard que vimos aquí. Chaplin inicia su película mostrándonos la lápida mortuoria de Henri Verdoux y oiremos su voz en off que nos anuncia lo que va a ser el relato cinematográfico de sus hazañas: el conocimiento del fin que le espera al protagonista no resta un ápice de interés a una trama que nos muestra las actividades criminales de Henri Verdoux, ex-bancario víctima de la crisis financiera de los años veinte del siglo pasado que decide buscar el sustento de una esposa inválida y un hijo pequeño casándose con mujeres adineradas y dándoles pasaporte cuando ya les ha exprimido los ahorros. naturalmente llega un momento en que la policía empieza a buscarle por la insistencia de los parientes de las desaparecidas, más de ocho, que acabaron en humareda pestilente.

Este es el primer largometraje de Chaplin en el que no aparece Charlot si admitimos que en su anterior película, El Gran Dictador, de 1940, el barbero judío protagonista se le parece muchísimo; en Monsieur Verdoux, estrenada en 1947, ya finalizada la gran contienda, Chaplin, que a la sazón contaba 58 años, se nos presenta como un atildado caballero francés de verbo fácil para engatusar a cualquiera, muy capaz de asegurar que es capitán de un barco mercante o ingeniero de puentes y caminos en el extranjero, siempre en trabajos que requerían su ausencia del hogar, sin cuya excusa mantener la ficción de varios matrimonios simultáneos sería imposible.

El Sr. Verdoux es un asesino en serie carente de remordimientos absolutamente amoral pero no parece que las muertes que procura a sus amantes estafadas le den placer alguno: es cosa de negocio, de un trabajo más o menos rentable que le procura unos ingresos capaces de sufragar los gastos de una esposa inválida y un hijo de cinco años bien atendidos por una sirvienta y un doctor eficaz.

Chaplin crea un personaje cuya complejidad se incrementa conforme avanza la película y vemos sus reacciones ante diferentes situaciones, siempre con una frialdad y elegancia exquisitas, bien dispuesto a soltar alguna que otra reprimenda verbal a una sociedad que considera le ha impulsado a optar por un camino que en pequeña escala le llevará a la guillotina y en cambio a gran escala le convierte a uno en héroe de la sociedad: las ideas de Chaplin afloran en las justificaciones que Verdoux formula a quienes con él se encuentran en plano de sinceridad mientras que como seductor es capaz de dejar alucinada a una florista al escuchar los requiebros que telefónicamente dirige a una de sus elegidas víctimas.

Monsieur Verdoux no es una película plana en absoluto: sus muchas facetas descansan en los pequeños pero fuertes hombros de Chaplin que dota a la trama de la ambivalencia física de un asesino decidido a la vez que dulce esposo y afable padre y en esa ambigüedad de carácter y sentido ético halla Chaplin la oportunidad de lucirse con diálogos acerados y también de mostrar que aún en el cine sonoro sus virtudes atesoradas en el cine silente le sirven perfectamente para mostrar momentos de comedia; negra, eso sí; y el ritmo visual marca de la casa sigue eficaz e incluso le queda a uno la sensación que Chaplin no puede evitar un lenguaje corporal muy expresivo cuando no está demostrando que ¡caramba! también sabe recitar muy bien sus sentidas frases, en su mayoría continentes de aceradas expresiones que molestaron mucho a los poderes fácticos de la sociedad estadounidense de la posguerra, una época de sujeción de las libertades existentes en los añorados años veinte y con el ojo avizor sobre cualquiera capaz de pensar por sí mismo y de criticar el auge armamentista de una sociedad capitalista que ya empieza un camino sin retorno que nos ha llevado donde estamos.

Chaplin no desdeña en absoluto la posibilidad de insertar incluso imágenes de la realidad socio-política de la entreguerra pero apunta a un presente que ya era complicado y ello no hizo más que granjearle problemas y dificultades que acabaron propiciando su exilio. Al igual que en la anterior y también en la siguiente, en esta película Chaplin se queda a gusto expresando sus ideas políticas y económicas y desde luego, no era lo que esperaba el espectador estadounidense, de ahí que siga resultando sorprendente que nominaran su guión a un premio; ni que decir tiene que en Francia, patria del oprobioso Landru, recibieron exultantes esta película que navega de forma magistral surcando mares procelosos entre la comedia más negra y la crítica social.

Hay quien asegura que Charles Chaplin no puede pasar a la Historia del Cine como un buen director y discrepo totalmente: aún sin tener en cuenta otras grandes obras de la época silente, en esta película se observa una maestría en el lenguaje visual y en los emplazamientos de la cámara: si empieza de forma que luego quizás inspirara a Wilder, acaba con un plano que probablemente inspiró a Berlanga en el final de El Verdugo (que vimos aquí).

Sin utilizar planos especiales ni lentes inusuales, manteniendo el plano en muchas ocasiones, la cámara de Chaplin "parece que no hace nada" adscribiéndose a una larga lista de directores que, contra estilos más atrevidos y personales como los de Welles, Hitchcock y Wyler, optan por una naturalidad que cualquier optimista adjetivará de fácil hasta que trate de imitarla y se percate que de forma subrepticia está perdiendo el ritmo de la acción, cosa que no ocurre con este Monsieur Verdoux que deambula de esposa verdadera en esposa víctima y se desplaza con inusual elegancia en los ambientes más dispares y uno no puede quitarle el ojo de encima porque en cualquier momento, con mucha amabilidad, eso sí, va a darle pasaporte a algún incauto.

Sabemos, porque lo hemos visto documentado en película, que Chaplin era un maldito perfeccionista, otro estajanovista más capaz de repetir hasta la eternidad una toma cualquiera de sus películas, en las que es el todo: guionista, productor, director, protagonista. Basta ver cómo se mueve, como interactúa con los elementos y utensilios más diversos para comprender que lo ha ensayado muchas veces. Y siendo así ¿hemos de creer que desdeñaba cuidar con mimo el lenguaje visual que conocía desde sus albores?

Lejos de mantener Chaplin una forma de rodar y de expresarse con la cámara anclada a usos y costumbres propios de la época silente, el ojo entrenado percibirá que hay muchas expresiones que residen en elipsis y que éstas pueden ser visuales y también sonoras, incluyendo los sonidos también como medio de reforzar una sonrisa inesperada y el virtuosismo queda patente cuando advertimos que los momentos hilarantes no empecen ni el discurso propio de una conducta absolutamente vacía de moralidad ni tampoco la decidida expresión de unas ideas muchísimo más serias encaminadas a revolver la conciencia ciudadana. Además de mantener nuestro interés con una intriga que sabemos como acabará (porque nos lo ha chivado el autor al principio), de hacernos sonreir e incluso carcajear, Chaplin reparte mandobles y acuchilla sin piedad a una sociedad que le roddea y espera reirle las gracias y va a quedarse con un palmo de narices.

Uno lo mira y se queda maravillado. Si no la han visto todavía, ¿a qué esperan?. Y si la vieron hace tiempo, ya va siendo hora que la disfruten de nuevo fijándose en esos detalles que en la primera ocasión se perdieron. Y por supuesto, en versión original, ni que sea para comprobar que ¡ostras! Charles Chaplin sabía decir muy bien sus frases.

p.d.: lo del ron, genial.





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