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dimarts, 29 de gener del 2013

Killer Joe




Cuando uno tiene la suerte de verse sorprendido al visionar una película a estas alturas del siglo que vivimos puede realmente darse por afortunado y contento: si además acabada la sesión permanece en el interior la sensación que las neuronas no paran quietas intentando encajar todas las impresiones recibidas para asimilarlas y comprenderlas en su justa medida, entonces es que como quien dice, nos ha tocado la lotería, sobre todo si se trata de una película tratada de maldita, apestada para las taquillas y casi que infame, una muestra más de la enorme estulticia de las distribuidoras o de su mala fe que nos oculta buenas piezas quizás con la voluntad clara y manifiesta de impedir que pensemos por nosotros mismos.

En Estados Unidos existe un organismo, la MPAA, que se cuida de calificar moralmente las películas, con el supuesto afán de proteger la moralidad de la sociedad; más que moralidad yo le aplicaría el término moralina hipócrita por cómo desarrollan su trabajo, pero eso ya sería tema para otra entradilla; el caso es que la calificación de "R" es de las peores, pero quiero llamar la atención de todos, antes de empezar, para recordar que las películas de Tarantino suelen recibir esa calificación "R" y a pesar de ello reciben un tratamiento mercadotécnico ejemplar, como hemos podido comprobar recientemente.

Se diría que William Friedkin y Tracy Letts juegan con ventaja respecto a la MPAA porque, habiendo recibido la famosa "R" en su primera colaboración, Bug, en la segunda con toda seguridad decidieron olvidarse de las consecuencias y se pusieron a trabajar con el objetivo de satisfacer su integridad artística porque únicamente contemplando el resultado final como prueba de una autoría a todas luces independiente se puede comprender y entender las formas empleadas en la presentación cinematográfica de una pieza teatral del propio Tracy Letts que se titula Killer Joe dirigida con mano firme por el veterano Fiedkin sobre guión del propio Letts que adapta la obra teatral que hace años triunfó en el off broadway.

No hay engaño posible porque ya desde los primeros minutos el espectador se ve zarandeado visualmente: Chris Smith (Emile Hirsch) en una noche de rayos y truenos rodea chillando y dando golpes la casa-caravana-contenedor donde vive su hermana Dottie (Juno Temple) provocando que el perro, T-Bone, ladre desaforadamente: Dottie se hace la dormida y le abre la puerta su madastra Sharla Smith (Gina Gershon) ofreciéndole una visión directa de su pubis desnudo porque la camiseta de hombre que lleva le llega a la cintura y poco más. Chris discute con su madrastra increpando a su padre, Ansel Smith (Thomas Haden Church) por permitir la desnudez de su esposa mientras le gorrea un canuto de marihuana: buena hierba, dice, a lo que su padre responde: esa mierda me la vendiste tú.

Desde luego los primeros cinco minutos no están rodados pensando en complacer a ningún censor: más bien denotan la clarísima intención de obtener la calificación en poco tiempo y ahorrar trámites. Pero es que además lo que sigue va incrementando la sensación que guionista y director en ningún momento se han planteado una carrera comercial brillante para su obra y uno empieza a suponer que esos dos han querido -y obtenido- una película que entronca íntimamente con la esencia del séptimo arte, aquel que cuenta historias, provoca sensaciones, estimula la imaginación y procura interesantes conversaciones porque, amigos, hay mucha tela que cortar, hay material humano tratado con inteligencia y fuerza visual.

Como algún amable seguidor de este bloc de notas sabrá, me gusta -mucho- leer teatro, así que he dedicado unos días a buscar la pieza original de Letts y lamento decir que ha sido en vano; sin embargo, he hallado una página que alberga de momento el guión original, escrito en inglés: la página se encuentra aquí; hay que pagar para leerlo entero, pero recomendaría no hacerlo hasta haber visto la película no porque haya en ella ningún misterio en particular, pero sí porque la fuerza de la sorpresa, eliminada, modifica el placer de la primera visión.

En la segunda, que tendrá lugar con toda seguridad -y facilidad, porque la película no se verá en los cines españoles y juraría que en la tele tampoco- se podrán apreciar mejor los detalles propios de la labor de Friedkin que en mi opinión no tan sólo se reivindica después de un período triste y largo sino que alcanza cotas de expresividad y calidad nunca antes alcanzadas: con el apoyo de Caleb Deschanel a la cámara, Friedkin desgrana el mejor repertorio de planos de su propia cosecha desde el plano detalle hasta el travelling con la grúa pasando por expresivos picados y contrapicados siempre adecuada la situación de la cámara, la focal utilizada y el encuadre: luego el ritmo visual lo perfecciona Darrin Navarro en la moviola y ya tenemos un ejemplar de caligrafía cinematográfica presto a satisfacer las ansias de cualquier cinéfilo harto de efectos especiales y montajes videocliperos.

La forma de filmar de Friedkin realza y remarca la fuerza intrínseca del guión escrito por Letts: una trama que a priori parece simple: esos cuatro ganapanes mencionados, los Smith, deciden asesinar a la primera señora Smith porque dicen que tiene una póliza de seguros muy cuantiosa y así saldrán de problemas que no relataremos. Para ello, Chris y Ansel se pondrán en contacto con Joe Cooper, conocido como Killer Joe (Matthew McConaughey), de profesión detective de la policía de Texas y de sobresueldo asesino por encargo. Las cosas se torcerán y habrá un poco de jaleo porque Killer Joe tiene muy malas pulgas.

A uno le da la risa floja cuando ha visto Killer Joe y escucha opiniones referidas a la maldad de algunos personajes de ficción que sobrevuelan las pantallas actuales: de verdad de la buena: Killer Joe, acojona.

Mucho.

Letts reviste a ese policía texano de un aura de maldad que le otorga un poder especial: en un momento, Dottie le define certeramente cuando dice: "su mirada hiere". Ese Joe asusta incluso a T-Bone, el perro que ladra a todos y enmudece nada más verle bajar de su coche, con sus botas de piel, su sombrero negro de ala ancha y su sonrisa letal. Un tipo frío y calculador que dará pasaporte a dos personajes sin despeinarse ni perder un tono de voz magníficamente calmado, sereno, dulce y casi que seductor, aunque ése detalle en concreto bien merece la pena imputárselo con toda justicia a un Mattew McConaughey que realiza el mejor de sus trabajos que este cronista haya visto, exprimiendo hasta el último sentido toda la ambivalencia y complejidad moral con que el autor ha creado a su personaje.

Un bombón que el actor sabe aprovechar demostrando que ha alcanzado una fructífera madurez en la que domina el gesto, la mirada, la voz y el tempo, dotando a su personaje de una sensualidad desarmante y turbadora. Pocas veces se podrá ver en pantalla semejante ejemplar de poderío sexual explícito: hay un par de escenas que resultarán inolvidables y que con toda seguridad son las que han provocado que algunas distribuidoras hayan rechazado exhibir la película que no ha tenido la promoción que le correspondería. Friedkin es muy consciente de la importancia de ambas situaciones y las rueda con una fuerza, elegancia y expresividad impresionantes que a nadie pueden dejar indiferente. La presencia del sexo como señal de poder es una constante en el cine negro pero en pocas ocasiones ha sido tan explícito, amenazador y poderoso, coexistiendo con el amor marital y el amor fraternal todos ellos en su expresión más primitiva.

La ambigüedad de la trama deviene en ambivalencia y permite contemplarla desde la óptica de un retrato descarnado de la sociedad actual en el que el dinero propicia actitudes faltas de cualquier moral y ética y asimismo proporciona un foco clásico en el que coinciden los grandes hitos del cine negro en el que la fatalidad de los acontecimientos produce alteraciones que repercuten en los propios intervinientes, presos de sus pasiones y condicionantes vitales con resultados más trágicos que los deseados a priori.

El conjunto de intérpretes realiza un trabajo notabilísimo que se aprecia afortunadamente al ver la película en riguroso y forzado idioma original con subtítulos ya que ni siquiera se ha procedido al doblaje al castellano y tanto su estupenda labor como la forma dinámica de filmar de Friedkin se apartan del original teatral nada aparente formalmente, siendo de justicia señalar una vez más la riqueza de la paleta de colores con que Caleb Deschanel fotografía el interior de esa casa-caravana-contenedor que lo mismo parece un refugio a la tormenta que un lugar de ensueño, que una jaula convertida en trampa mortal.

En definitiva, una película absolutamente imperdible, de aquellas que uno recomienda en la conciencia que tiene todos los requisitos para convertirse en lo que antes se conocía seriamente como "film de culto" porque los cinéfilos se lo iban recomendando de unos a otros hasta conseguir un reconocimiento que la industria y la pacata sociedad le habían negado: uno mira la cartelera de hace un par de años y se asombra que esta película no se exhibiera en España casi tanto como que el superlativo guión de Tracy Letts ni siquiera recibiera una nominación en los premios oscar del año 2012 mientras le daban el premio a Los descendientes. No se la pierdan.







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dilluns, 21 de gener del 2013

Django desenfrenado




La propaganda mediática -algunos lo llaman prensa especializada- ha estado haciendo mucho ruido en estas tres últimas semanas y en medio de toda la algarabía de "nuevas noticias" ha aparecido el rostro avejentado y más rollizo del antaño enfant terrible del cine estadounidense Quentin Tarantino quejándose de un supuesto acoso injustificado con motivo de su última película, basándose las acometidas de los "periodistas" en lo inapropiado de presentar una película con escenas de alta violencia cuando hace poco hubo en el estado norteamericano una nueva muestra de la insensatez del libre comercio de armamento, como si el bueno de Tarantino tuviera culpa alguna.

Si nos tomáramos en serio esas pretendidas acusaciones deberíamos resaltar de inmediato la hipócrita postura de una sociedad que se lamenta de múltiples homicidios causados por armas vendidas legalmente a seres humanos que en demasiadas ocasiones son todavía casi analfabetos funcionales y siempre con un paupérrimo razonamiento lógico que les hace olvidar que quien a hierro mata a hierro muere.

Cualquiera con dos dedos de frente y un pelín de experiencia cinéfila entenderá que acusar de violento a Tarantino después de veinte años de poder ver sus películas (no tantas, por otro lado) y añadir que fomenta la violencia en las calles es un mero pretexto para hacer ruido mediático y añado de mi cosecha que una estupenda excusa para no entrar al detalle de las carencias que aquejan, una vez más, a las películas de Tarantino que parece haber caído en un círculo vicioso.

Estaba cantado que Tarantino antes o después iba a filmar una película en el entorno del western y lo digo con toda la intención porque en mi opinión el western es un género propio, como puede ser el negro, el thriller o el suspense, sin que forzosamente todo aquello que se ruede en parajes campestres con gentes montadas a caballo y armas al cinto pueda considerarse automáticamente como un western, mal me llamen purista, esnob o cualquier calificativo semejante.

Seguro que cuando Tarantino vio la versión que de Valor de Ley filmaron los Coen (y leyó lo que dijimos aquí) ardió en ganas de filmar él también un western y como es natural en lugar de fijarse en un clásico acudió como es su costumbre de los últimos años a un pastiche de los que se filmaban en tierras europeas con cuatro liras o cuatro duros y ya puesto en vereda, igual que en la última ocasión fijó su atención en el maltrato al pueblo judío, ahora la fija en el esclavismo propio de los estados sudistas de Texas y Mississippi y le aplica el mismo tratamiento superficial, seguramente de forma consciente, importándole un ardite que luego sesudas críticas le acusen de liviano al carecer de profundidad.

Esas acusaciones también me parecen erróneas porque está clarísimo que Tarantino no es ni ha sido nunca ni tampoco lo ha pretendido, un director que con su obra proclame ningún mensaje. No: Tarantino pretende divertir a un público determinado que desafortunadamente y por culpa de las carencias del propio director va menguando ostensiblemente.

El viernes pasado asistí al estreno de la última película de Tarantino, titulada Django Unchained  cuyo título castellano Django desencadenado es apropiadísimo en todos los sentidos porque desde los avatares del protagonista hasta la sensación que uno tiene después de haberla visto es que ciertamente se le puede aplicar como sinónimo o paralelismo la frase Tarantino desenfrenado.

O sea: falto de control. Excesivo.

En uno de los vídeos publicitarios previos al estreno se ha podido escuchar al protagonista Jamie Fox frases elogiosas hacia su compañero Christoph Waltz asegurando que Tarantino incluso mimó las frases de su personaje a sabiendas que el austríaco podía sacarle el máximo provecho. Efectivamente, el amigo Waltz demuestra su agradecimiento con el que fue su descubridor para el gran público en 2009, como ya comentamos aquí, ofreciendo una actuación memorable (aunque sólo he visto la mitad: pero el doblaje al castellano es, francamente, estupendo) que, una vez más, y ya van dos, desequilibra el conjunto.

Y a pesar de que Jamie Fox no parece sentir mucho aprecio por Leonardo DiCaprio y para sorpresa mía he de decir que también éste realiza una muy buena interpretación en un personaje que incluso se podría haber escrito mejor pero que por descontado merece mucho más interés que el del protagonista, ese Django que da título y que no consigue enganchar en ningún momento y ése es un grave defecto estructural porque disponiendo de un hombre que puede moverse oscilando entre una gran ansia de venganza y una pasión amorosa buscando la forma de conciliarlas ambas en un escenario lleno de peligro y zozobra y dejarlo con unos diálogos paupérrimos es un error grave del guionista y del director que no lo corrige, aunque en este caso coincidan o concurran culpas y responsabilidades en la persona de Tarantino que no ha aprendido de los errores del pasado y los perpetúa como rasgos distintivos.

Aparte de los excesos tarantinianos en los que la sangre hace su generosa aparición y que son lamentablemente "la marca de la casa" se observa una ya preocupante falta de control sobre el conjunto, como si el director no supiera ver la obra terminada con la lejanía precisa para desechar aquello que sobra y añadir aquello que falta. Una vez más el metraje es excesivo, sobrepasando en doce minutos la anterior, que ya se hizo larga, alcanzando los 165 que en román paladino son nada menos que dos horas y tres cuartos que con un poco de modestia se podrían reducir bastante.

Lo peor es que ese Django no acaba de reclamar la atención y siendo su historia la que se nos cuenta, así que los dos personajes interesantes le dejan como único centro de interés, nada hay en la pantalla que suscite sorpresa porque todo lo que veremos a continuación es el acostumbrado festival tarantiniano que a él puede que le parezca catártico y divertido y que seguramente habrá miles de aficionados que lo disfruten, pero que en definitiva podemos calificar cinematográficamente como mucho ruido y pocas nueces.

Naturalmente hay en toda la película continuos guiños cinéfilos y frases ingeniosas (recuerdo especialmente una, la última en vida, [no digo quien la pronuncia, por evitar spoilers] que se la debe aplicar el propio Tarantino: "lo siento, no he podido resistirme" y luego empieza el festival) pero también desequilibrio en la gramática: Tarantino sabe aprovechar como siempre el muy buen trabajo de Robert Richardson a la cámara y lo demuestra con una variedad de planos entre los que está el tan olvidado plano detalle para mostrar visualmente conceptos y sentimientos; incluso acude al recurso del flashback con muy buen tino sin producir desconcierto y complementando la trama, pero se recrea en exceso en algunos momentos produciendo unos baches en el ritmo general y en consecuencia perjudicando el conjunto lo que tampoco subsana en la moviola donde una sabia decisión hubiera ahorrado al respetable unos minutos de tedio.

En definitiva, podríamos decir que ciertamente la película no engaña ni sorprende, lo cual no es malo ni bueno: a los seguidores acérrimos de Tarantino les sabrá a gloria y a quienes le tienen inquina les sobrarán razones para acusarle de superficial y vacuo, y al resto, que intentamos obtener por el precio de la entrada un rato como mínimo interesante, un poco más allá que meramente entretenido, nos sabe a poco: mejor que la anterior, pero prescindible.








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divendres, 4 de gener del 2013

MM 75 Killing Them Softly






Cuando uno se percata que la banda sonora de una película está formada por una atinada selección de conocidas melodías y lo hace mientras está sentado ante la pantalla, algo está fallando en el conjunto.

Cuando además el encargado del sonido está realizando una notabilísima labor construyendo por medio de diversos efectos unos ambientes que llegan a los sentidos de forma sutil y sin molestar ni sobresalir un ápice, modulados en tono y volumen perfectamente, está clarísimo que el especialista no tiene la culpa de llamar la atención.

Seguramente lo que ocurre es que el director, máximo responsable del tinglado, no acaba de conseguir centrar la atención del respetable en lo que debiera y sus eficientes colaboradores asoman cuando deberían pasar desapercibidos en el acto y notables en la memoria.

Claro que algunas decisiones pueden antojarse polémicas por lo que antiguamente se hubiera tildado sin tapujos con el adjetivo de manierismo formal a modo de eufemismo que pretende criticar el excesivo celo en conseguir impresionar al público más por el continente que por el contenido: se me ocurre que nada mejor, ya que hablamos de cine, que contemplar -y, sobre todo, escuchar- un ejemplo que puede observarse en la siguiente escena

Hay en la película dirigida por Andrew Dominik otras escenas en las que la música incide en lo que vemos en pantalla reforzando el concepto, pero ésta me ha parecido interesante porque con independencia del gusto que cada uno tenga, está clarísimo que hay una pretensión del director de conseguir una belleza visual impactante que refuerza con una muy buena canción, Love Letters, música compuesta por Victor Young y letra escrita por Edward Heyman que ya fue nominada al oscar en 1945 y que alcanzó notoriedad en 1962 cantada por Ketty Lester, cuya versión es la que se usa como fondo.


The sky may be starless
The night may be moonless
But deep in my heart
I know that you love me
You love me, because you told me so

Love letters straight from your heart
Keep us so near while we’re apart
I’m not alone in the night
When I can have all the love you write

I memorize every line
I kiss the name that you sign
And darling, then I read again
Right from the start
Love letters straight from your heart

I memorize every line
I kiss the name that you sign
And darling, then I read again
Right from the start
Love letters straight from your heart


Y yo me pregunto y os pregunto:

¿Es éticamente aceptable esa banalización de la violencia al extremo de reconvertirla en sustancia artística buscando un atisbo de belleza donde quizás debería buscarse un rechazo?

¿Qué me decís?








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