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dilluns, 21 d’abril del 2025

Cónclave



La vida da muchas vueltas, suele decirse: en 2013, a causa de la inesperada renuncia del Papa Benedicto XVI, el novelista británico Robert Harris tuvo la inspirada idea de empezar a investigar y documentarse en todo el proceso que pudo leer durante el cónclave de la curia romana en que fue elegido Papa Francisco: estuvo trabajando en su novela de forma intermitente pero constante y en el año 2016 salió publicada su novela titulada Cónclave que, por lo que cuentan, tuvo cierto éxito por lo menos en el mundo anglosajón.

El resultado de su comercialización libresca conllevó que la industria del cine deseara llevar la ficción a la pantalla y hete aquí que el año pasado 2024 se estrenó y hace un mes se llevaba un oscar por el guión adaptado por Peter Straughan sobre el que se basa la película homónima, Cónclave dirigida por Edward Berger, película que hace muy poco puede verse en streaming cómodamente, justo cuando se produce el fallecimiento del Papa Francisco I, precisamente el que resultó electo en 2013.

Seguro que ahora el visionado de la película se incrementará y conviene recordar que no es un documental sino una ficción de la que se pueden decir varias cosas:

Es sabido y notorio que la organización de la Iglesia Católica puede ser muchas cosas pero no desde luego un grupo de gentes que tomen sus decisiones de forma apresurada y descuidada, así que podemos colegir que en lo que hace a la forma, al protocolo ancestral provisto de salvaguardas modernas, lo que vemos en la pantalla se acerca bastante a lo que puede ocurrir durante un cónclave, que, no lo olvidemos, es un acontecimiento que ocurre de forma imprevisible salvo, precisamente, el que inspiró la novela, en cuyo cónclave el Papa estaba vivito y coleando, lo que no es habitual.

La falta de la presencia del Sumo Pontífice se subsana con la figura del camarlengo, cardenal nombrado para que se ocupe de mandar lo preciso mientras dura el cónclave, tiempo de elecciones sucesivas hasta llegar a un acuerdo numérico regulado de antemano y por lo tanto ése va a ser el personaje protagonista durante casi toda la narración.

La elección de Ralph Fiennes para representar al camarlengo no podía ser más afortunada. el actor, siempre capaz de expresar sentimientos y pensamientos con la mirada, se adueña de la pantalla férreamente y tiene la suerte de contar con secundarios dispuestos a dar la talla: tipos como Stanley Tucci y John Lithgow son tan capaces de robar una escena como de mantener una escucha activa y Edward Berger como director diríamos que puede descansar en esos tipos que, además, están muy bien escritos, con diálogos acertados.

Berger se vale de unos escenarios que probablemente son más espectaculares que los reales, pues los cardenales están tan recluídos que casi se diría encarcelados en sus aposentos casi monacales, pero el deambular de unos y otros permiten la práctica de la tertulia peripatética en la que las posiciones se van mostrando a cada día que pasa sin la esperada fumata bianca de forma más humana en la que los anhelos se confunden con las ambiciones y el sostenimiento de las opiniones doctrinales llega casi a encarnizarse.

Berger juega muy bien con su cámara y con las iluminaciones de las escenas: se nota que ha preparado un guión técnico a conciencia y alterna sensaciones de claustrofobia (nunca mejor aplicado el término) con apartados conspiranoicos en los que las estrategias electorales se mueven sigilosamente con fuerza en ocasiones inesperada y la cámara, ejerciendo su función de mostrar sin palabras, se fija en detalles que pueden tener significados.

Un cónclave es precisamente por sus características un evento internacional en el que un centenar largo de personas intelectualmente preparadas deberán ponerse de acuerdo para elegir en su propio seno a quien les va a mandar de forma vitalicia, así que cabe esperar que hayan conciliábulos, entrevistas, reuniones y debates y en todos esos momentos uno espera encontrar diálogos tensos e interesantes y elipsis informativas de intenciones y deseos y durante la mayor parte del metraje así es. conoceremos en parte las ideas, las ansias y las servidumbres de los cardenales encerrados hasta que se pongan de acuerdo y poco a poco intuiremos su realidad personal, manteniendo el interés de un interrogante del que todo el mundo está pendiente.

Es de reconocer que Berger mantiene la narración cinematográfica con mano firme durante las dos horas de metraje y no decae el ritmo gracias a sus buenos oficios, pero ni las buenas actuaciones ni la ejemplar dirección son suficientes para mantener la intensidad de la atención que va lentamente declinando al aparecer unas circunstancias que resultan débiles en comparación a las premisas previas, probablemente porque el guión respeta demasiado la novela original y ésta, buscando un lector proclive a hallar aspectos digamos que actuales más que contemporáneos para vender más libros, rebaja lo que podríamos llamar el nivel o la intensidad de un debate filosófico y religioso que ciertamente puede casar muy poco con la comercialización deseable.

Le queda a uno la sensación que han dejado en el tintero cuestiones más polémicas y de mayor calado probablemente porque su tratamiento resultaría más trabajoso e ingrato amén de ser más difícil de digerir inteligiblemente.

Sea como sea, le guste a uno el final o no, es una película que en su estreno en cines resultaba interesante y ahora, por mor de la actualidad, ha devenido en imprescindible para entender un protocolo que se va a desarrollar intra muros.


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diumenge, 20 d’abril del 2025

Código negro



Es de reconocer que en esta ocasión el amigo traductor de los títulos de películas al español no lo tenía nada fácil y corríamos el riesgo de otra pifia que levantara el macguffin o lo que es lo mismo el motivo de una intriga de espías que se activan cuando por el habitual chivatazo casi anónimo se sabe, se sospecha, se intuye e incluso se sobreentiende que hay una persona actuando como topo en una organización secreta, alguien que muy bien podría ser un agente doble que durante décadas ha estado traicionando a sus compañeros de viaje y, claro, al país, así que usar Código negro no es tan mala idea e incluso mejora el original que resulta un tanto ridículo por críptico.

La premisa que podríamos subtitular como sinóptica no es novedosa para el cinéfilo militante sin necesidad de buscar antigüedades de mérito porque como guión no hace tantos años (bueno sí: trece) pudimos detenernos a comentar una de espías de verdad que se basa en lo que sin duda muchos denominarían narración canónica de la persecución del topo.

Lo malo de asomarse a temáticas que otros han tratado de forma sobresaliente es que es un arriesgado ejercicio que ni la mejor de las campañas publicitarias puede sustraer a la memoria del aficionado al género que por sus propias peculiaridades supone una atención al detalle que tarde o temprano se revelará como significativo y ese cuidado es fundamental en un guión que pretenda satisfacer al espectador que se sienta ante la pantalla para ser sorprendido por unos vericuetos que no incurran ni en trampas fáciles ni en trucos inverosímiles y lo malo de la última película de Steven Soderbergh, titulada Black Bag es que para introducir novedades se inclina por una pretendida cuestión matrimonial entre dos espías y por el ejercicio de la máquina de la verdad que el mismo guión deja en ridícula evidencia como aparato falto de credibilidad; hay una serie de elementos que producen roturas imperdonables en un guión que se va complicando con propuestas débiles mientras pierde gas y fuerza conforme pasan los minutos.

Soderbergh no es ningún director novato y aunque su prestigio popular está muy por encima de sus verdaderas cualidades cabría esperar un poco de rigor a la hora de controlar los desmanes del guión que perjudican lo que podría ser un buen ejercicio de película de espías en la que la acción es un elemento secundario porque es -o debería ser- la estrategia y la construcción de ella el artificio que logre encandilar al espectador atento a lo que pasa y que pronto cae en la cuenta que algo no está muy bien atado y que al final todo se precipita de una forma que no deja muy buen recuerdo.

La dirección de Soderbergh es la propia del artesano con oficio que conoce los resortes pero le falta brío y fuerza para impulsar una narración que por momentos decae y lo peor es llegar a una conclusión más que trillada, un final no sé si más cómodo que acomodaticio pero en cualquier caso flojo.

Una lástima que Michael Fassbender y Cate Blanchett hayan tenido que apechugar con unos personajes que podrían tener más enjundia, más complejidad: las películas de espías pueden ofrecer personalidades psicológicamente complejas sin resultar extrañas precisamente por el oficio de los sujetos de un oficio que nadie espera sera simple y en otras ocasiones han sido oportunidades perfectas para el ejercicio histriónico pero ni él ni ella tienen las líneas necesarias para que se puedan lucir, así que vemos sus esfuerzos por levantar unos personajes muy por debajo de sus posibilidades, dejándolos a la altura del resto del elenco, flojos, flojos, incluyendo un Pierce Brosnan que presta su estampa de veterano elegante para cuatro líneas sin lucimiento alguno.

La falta de humanidad lleva aparejada la indiferencia que esos espías producen en el respetable público que se encuentra con una película que sabiendo no va a ser de acción, tampoco ofrece mucho agarre para empatizar con ninguno de los que van y vienen mareando la perdiz hasta que el macguffin se nos revelará, suponiendo que no lo hayamos anticipado en nuestro interior.

En definitiva, otra muestra del cine de Soderbergh, que parece querer ser una cosa que no alcanza y queda en entretenimiento de sobremesa cuando podría haber sido otra cosa mucho más interesante.

Dan ganas de buscar en la videoteca algún clásico de espías.


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