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dissabte, 28 de juny del 2025

Metacine de Serie B



Giulano Montaldo fue un director italiano nacido en 1930 que a principios de los setenta del siglo pasado triunfó con una película, Sacco e Vanzetti, que algún día comentaremos con calma. Dirigió 27 películas de las que 22 estaban inspiradas en guiones propios lo que da fe de su formación como cineasta que si no alcanzó la preciada clasificación de "autor" probablemente fue porque de sus películas apenas cuatro o cinco revisten el interés necesario ni en el momento de su estreno ni mucho menos ahora, pasado medio siglo.

Sin embargo y gracias al desierto de ideas originales que asola este siglo que vivimos es de justicia reconocer a Montaldo que con un presupuesto muy ajustado en 1978 fuese capaz de dirigir para la televisión italiana una película que inesperadamente para todo el mundo -menos para él, imagino- se convirtió en un éxito total que lastimosamente se vió cercenado porque al ser un producto rodado en condiciones económicas mínimas, los contratos de sus intervinientes impidieron la distribución internacional que a buen seguro hubiese reportado pingües beneficios a la cadena televisiva. Justo castigo a su cicatería y falta de visión cinematográfica. Se trata de Circuito chiusso (1978)

El guión, magnífico, repleto de ideas originales y de diálogos acertados, juega con la atención del espectador ofreciendo ideas subliminales que al final se revelarán en realidades asombrosas y lo hace ofreciendo un panorama de sugestiones enriquecedoras de un misterio detectivesco en el que el cine tiene mucho a ver.

Porque durante poco más de hora y media nosotros, como espectadores, vamos a entrar con los personajes de la trama en una sala de cine de reestreno, aquellas salas de los setenta con butacas elementales, pantallas enormes, aseos dentro de la sala tapados con cortinajes y barras de bar al lado de la entrada ofreciendo un refresco, una copita o un café como trago previo y quien sabe si un bocadillo en el entremedio de las dos películas que iban a exhibirse, o quizás, como en el caso que nos ocupa, una sola, un interesante espaguetti-western protagonizado Giulano Gemma, verdadera estrella de los espaguetti western.

Veremos a los espectadores esperando pacientemente a que abran las puertas del cine y luego entrar, pagar su entrada, quizás tomar algo en el bar y acceder a la sala, buscando cada quien su lugar preferido: la sala es muy amplia y la sesión es de media tarde, así que hay sitio de sobras para escoger, porque son apenas 54 espectadores, como muy pronto sabremos con seguridad.

La cámara se mueve entre los espectadores y vemos sus gestos, sus miradas y en algunos casos escuchamos sus palabras y Montaldo va creando un mosaico de personalidades que coinciden en que han acudido a ver la misma película y prácticamente nada más, salvo los que empezamos a intuir tienen más interés en algo tan personal como el cariño y puede que el sexo y, sorpresa, apuntando a una pederastia homosexual poco usual en el cine de la época, deteniéndose con detalle Montaldo en tipos raros que evidentemente no han ido al cine a ver la película, cada cual con sus propios intereses, no todos ilegítimos.

Mezclar la presentación de los protagonistas (es una película coral, efectivamente) con los típicos anuncios proyectados en la gran pantalla mientras las luces todavía están encendidas y ver en este tiempo aquellas publicidades añejas es un punto de interés añadido al indudable placer de entrometerse en lo que les va a ocurrir a una serie de gentes que están haciendo lo mismo que nosotros, que es ver una película. Cine dentro del cine que toma su máxima fuerza cuando en la pantalla se exhibe el western.

De repente, mientras la cámara se pasea por los rostros de los espectadores iluminados por la pantalla, cabe el final de la película que están viendo, suena un disparo, se oye un grito de mujer, se abren las luces y resulta que se ha cometido un asesinato: un hombre que había llegado con un poco de retraso y se había sentado al lado de una pareja de jóvenes enamorados.

Un tipo fornido y alto, que momentos antes estaba mirando de lejos a una mujer solitaria como tirándole los tejos, se incorpora dando órdenes y consigue que los empleados cierren rápidamente las puertas del cine y se identifica como detective de policía y llama solicitando auxilio rápido porque está solo con cincuenta y tres espectadores más los empleados del cine.

Montaldo intensifica a partir del minuto 20 el estudio pormenorizado de todos los que se ven forzados por la policía a permanecer encerrados en el cine: podría hacerlo aprovechando que la policía como es natural les va a interrogar a todos, pero remata la jugada en las interacciones de todos entre los conocidos, los que pretenden pasar desapercibidos, los que admiten no haber ido al cine a ver la película e incluso los pobres empleados que verán como su jornada laboral se extiende mucho más allá de las 24 horas, porque la policía no está dispuesta a dejar que se les escape un asesino que debe estar dentro del cine.

Lo que no sabe la policía es cuánto dentro del cine deberá hurgar para hallar al asesino que puede presumir de escurridizo, porque cuando la policía pone en práctica la habitual representación de lo que ha ocurrido...... actúa de nuevo, dando como resultado que al suspense se añade el pánico de casi todos, menos uno.

El guión, excepcional, nos deja perlas apuntadas de la idiosincrasia de todos los espectadores que son cincuenta y tres y nos hallamos ante un abanico de personalidades muy bien presentados por lo que dicen y por lo que expresan en gestos y hechos sutiles y nos devanamos los sesos como el paciente inspector que se ve encerrado junto con todos los sospechosos en un cine que siempre ofrece la misma película hasta que el alcalde del municipio les lleva una docena de televisores para que puedan pasar el tiempo, días y noches, entretenidos, que comidas y bebidas e incluso tabaco ya les llevaron para reconfortar y alejar las evidentes ganas de amotinarse.

Montaldo mezcla sabiamente los rasgos cinematográficos documentales y los propios del suspense y poco a poco introduce ideas que luego alguien con más dinero y fama aprovechó con más resonancia; no digo que las ideas sean primigenias de Montaldo, pero evidentemente esta película ha tenido visualizadores inteligentes muy lejos de Italia.

Se vale Montaldo de un grupo de intérpretes que no eran de primera fila y es de reconocer que su labor como director cinematográfico es pareja a la de sus recomendaciones a todo el elenco, pues la naturalidad es absoluta en unas gentes que, no lo olvidemos, se hallan encerradas contra su voluntad y en compañía de alguien capaz de cometer impunemente asesinatos.

El misterio será el detonante de lo que acaba por ser un estudio detenido de una sociedad de los años setenta del siglo pasado, un retrato sociológico breve que irá conformándose con el desarrollo de la trama en paralelo a las pesquisas continuadas y forzadas de los elementos policiales que serán coadyuvantes pero no resolutivos y Montaldo lo deja muy evidente por la forma en que cierra la película deteniéndose en la forma en que se deshace el forzoso grupo al fin de su travesía, una vez fuera de la sala de cine que ha sido a la vez su entretenimiento y su cárcel pavorosa.

Una película que ofrece mucho más de lo que uno esperaría de un telefilme con escaso presupuesto; con toda seguridad, de haberse podido exhibir en salas por el mundo, hubiese sido un éxito de la época.


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dissabte, 31 de maig del 2025

Jaque mate



Hace unas semanas acababa un breve comentario declarando que tenía ganas de disfrutar de alguna película clásica de espías y a esa comezón cinéfila se añadió la literaria y el resultado lógico me llevó a hurgar mis estanterías justo donde descansan las aventuras de George Smiley del que ya nos ocupamos hace bastante tiempo, primero en sus celebérrimas andanzas televisivas y luego en una versión cinematográfica un poco falta de brío que no se debe confundir con el término "acción" pues tratándose de tramas pergeñadas por John Le Carré, ya sabe el aficionado al género que las prisas brillarán por su ausencia.

Hete aquí que tenía pendiente la lectura de la tercera novela escrita por John Le Carré titulada El espía que surgió del frío (1963) precisamente porque dos años más tarde de su publicación ya fué llevada al cine por Martin Ritt en película titulada de forma homónima The spy who came in from the cold (1965)

John Le Carré grabó su nombre a fuego con esta su tercera novela que uno tiene la oportunidad de leer como una avanzadilla a la que sin duda será jubilosa costumbre de acudir a sus textos pues aúna una serie de cualidades que producen adicción en el aficionado a la novela de intriga inserta también de algún modo en el género negro pues el autor no pierde jamás de vista la recreación de unas realidades aparentemente cotidianas y vulgares cuando son continentes de ideas, voluntades y percepciones muy singulares y encaminadas a la obtención de un fin discreto.

La forma de escribir de Le Carré se adapta perfectamente a la trama que ha ideado: no pierde el tiempo ofreciendo descripciones innecesarias pero sabe recrear en la mente del ávido lector los escenarios abiertos y cerrados en los que se desarrollan unos actos que tan sólo ocasionalmente son violentos sin que la fatalidad letal deje de asomar en cualquier rincón de la mano de unos personajes psicológicamente complejos, gentes que pueden ser amables, sugerentes, amenazantes o amigables y nunca estarás seguro de si mienten poco o mucho o si quizás, sólo quizás, dicen la verdad, porque pronto se instala en el ánimo del lector la zozobra, la incertidumbre relativa a todo lo que está viviendo, porque ya Le Carré te ha atrapado en una tela de araña y no soltará hasta el final de la trama.

Para el simple aficionado -como este comentarista- que conoce las andanzas de Smiley, leer su nombre, el de Peter Guillam y naturalmente, el de Control, la situación tiene aires conocidos y sabes que la trama tendrá acción física en dosis mínimas pero imparables y que hay que estar ojo avizor, pues Le Carré no da puntada sin hilo y su estilo literario, aparentemente sencillo y simple, está trabajado para obtener un resultado perfecto sin fardar: va al grano y de qué manera.

Martin Ritt trabaja sobre un guión preparado por Paul Dehn y Guy Trosper que apenas toca nada de la novela de Le Carré, encantado de la vida con esos guionistas y con un director que entiende perfectamente el tratamiento que debe darse a una trama de espionaje de las de verdad, es decir, todo lo contrario a las andanzas rimbombantes, ruidosas y espectaculares que en ocasiones llenan de buen movimiento las pantallas pero no dejan poso: a poco que uno lo piensa, el espionaje verdadero, el buen espionaje, es aquel que no percibes, aquel que en vez de parecerse a un partido de fútbol americano se parece a una partida de ajedrez: en el ajedrez, gana quien mata al rey contrario: gana el que da jaque mate.

Los personajes inventados por Le Carré tienen su corporeidad inmaculada en unos intérpretes muy bien dirigidos que hacen gala de una naturalidad encaminada a conseguir un verismo que conquista al espectador que se convierte en una especie de mirón privilegiado situado con la cámara de Ritt justo donde mejor se sigue la trama, sin perder detalle, una posición que aprisiona la atención, que engancha sin sustos ni sobresaltos, una historia que lleva unos derroteros intrigantes en pos de un fin que se supone, se imagina, pero del que falta la certeza: de la misma forma que el novelista presenta capítulos cortos de extensión y llenos de significados crecientes, así Martin Ritt desarrolla su película adecuando la caligrafía visual de cada escena a su situación dentro de la total trama, cada vez más oscura y contrastada.

Uno no puede menos que advertir que posiblemente Martin Ritt disfrutó muchísimo dirigiendo esta película porque se observa un dominio, un control exhaustivo, minucioso, completo e íntegro de la trama ideada por Le Carré y a pesar de ello, el resultado final es mucho más que una mera traslación de la literatura a la pantalla: es una recreación perfecta con su propia fuerza visual ex novo.

Recomiendo por ello encarecidamente que nadie lea la novela antes de ver la película, porque ésta es una magnífica traslación del texto literario a la caligrafía visual: de entrada, la decisión de rodar en un magnífico blanco y negro repleto de grises variadísimos creados por el gran Oswald Morris cuando sin duda podría haberse hecho todo el rodaje en color evidencia que el director percibe la profundidad intrínseca del relato que, más allá de entretener, persigue y consigue trasladar al espectador una idea que permanecerá una vez acabado el metraje, una toma de conciencia que fácilmente derivará en disquisiciones complementarias que tendrán como foco una situación social quizás más real que imaginaria, acaso perteneciente al clásico ejercicio del poder ejecutado por el príncipe maquiavélico que sigue presente aunque desapercibido, como debe ser.

Martin Ritt recrea con su cámara los ambientes descritos por Le Carré añadiendo una cierta sensación de encerrona, de duda, una invitación a la vigilia que captura el interés del espectador y sin acabar de sellar con la empatía el discurrir vital del protagonista Alec Leamas (un magnífico Richard Burton) que mira a cámara procurando que la duda se expanda en la pantalla pero capturando la atención con la ayuda de unos primeros planos que resiste como un titán y uno no sabe muy bien a qué atenerse porque te hueles un asunto pero quizás sea de otra forma y el amigo Ritt mantiene el tono sin que te percates y te atrapará irremisiblemente durante casi dos horas en las que se desarrollan unos personajes que oscilan entre héroes y traidores, unos vaivenes cuidadosamente calculados que llenan la cabeza de ideas e imágenes hasta que, al final ¡hale hop! te dan jaque mate y te quedas a cuadros, ojiplático, porque te han enseñado lo que de verdad de la buena debe de ser el submundo del espionaje.

Y todo con una lógica aplastante que reconocerás a poco que rememores toda la trama, sin trampa ni cartón, una historia repleta de astucia y decidida fortaleza en la que a fuer de sincero, reconocerás que ni siquiera han tenido que mentirte, porque lo que han conseguido es que llegues a tus propias conclusiones diciéndote medias verdades, pero al fin pensarás que puede que, en realidad, el mundo funciones así. Y puede que no te guste. Pero tú tomarás tu decisión, porque ni John Le Carré ni Martin Ritt están ahí para dar sermones: ahí lo dejan, a tu albedrío.

Magistral la película, magistral la novela: no hay excusa para perderse ni la una ni la otra, porque leer la novela completará la sensación y recreará en la memoria la película.


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dilluns, 21 d’abril del 2025

Cónclave



La vida da muchas vueltas, suele decirse: en 2013, a causa de la inesperada renuncia del Papa Benedicto XVI, el novelista británico Robert Harris tuvo la inspirada idea de empezar a investigar y documentarse en todo el proceso que pudo leer durante el cónclave de la curia romana en que fue elegido Papa Francisco: estuvo trabajando en su novela de forma intermitente pero constante y en el año 2016 salió publicada su novela titulada Cónclave que, por lo que cuentan, tuvo cierto éxito por lo menos en el mundo anglosajón.

El resultado de su comercialización libresca conllevó que la industria del cine deseara llevar la ficción a la pantalla y hete aquí que el año pasado 2024 se estrenó y hace un mes se llevaba un oscar por el guión adaptado por Peter Straughan sobre el que se basa la película homónima, Cónclave dirigida por Edward Berger, película que hace muy poco puede verse en streaming cómodamente, justo cuando se produce el fallecimiento del Papa Francisco I, precisamente el que resultó electo en 2013.

Seguro que ahora el visionado de la película se incrementará y conviene recordar que no es un documental sino una ficción de la que se pueden decir varias cosas:

Es sabido y notorio que la organización de la Iglesia Católica puede ser muchas cosas pero no desde luego un grupo de gentes que tomen sus decisiones de forma apresurada y descuidada, así que podemos colegir que en lo que hace a la forma, al protocolo ancestral provisto de salvaguardas modernas, lo que vemos en la pantalla se acerca bastante a lo que puede ocurrir durante un cónclave, que, no lo olvidemos, es un acontecimiento que ocurre de forma imprevisible salvo, precisamente, el que inspiró la novela, en cuyo cónclave el Papa estaba vivito y coleando, lo que no es habitual.

La falta de la presencia del Sumo Pontífice se subsana con la figura del camarlengo, cardenal nombrado para que se ocupe de mandar lo preciso mientras dura el cónclave, tiempo de elecciones sucesivas hasta llegar a un acuerdo numérico regulado de antemano y por lo tanto ése va a ser el personaje protagonista durante casi toda la narración.

La elección de Ralph Fiennes para representar al camarlengo no podía ser más afortunada. el actor, siempre capaz de expresar sentimientos y pensamientos con la mirada, se adueña de la pantalla férreamente y tiene la suerte de contar con secundarios dispuestos a dar la talla: tipos como Stanley Tucci y John Lithgow son tan capaces de robar una escena como de mantener una escucha activa y Edward Berger como director diríamos que puede descansar en esos tipos que, además, están muy bien escritos, con diálogos acertados.

Berger se vale de unos escenarios que probablemente son más espectaculares que los reales, pues los cardenales están tan recluídos que casi se diría encarcelados en sus aposentos casi monacales, pero el deambular de unos y otros permiten la práctica de la tertulia peripatética en la que las posiciones se van mostrando a cada día que pasa sin la esperada fumata bianca de forma más humana en la que los anhelos se confunden con las ambiciones y el sostenimiento de las opiniones doctrinales llega casi a encarnizarse.

Berger juega muy bien con su cámara y con las iluminaciones de las escenas: se nota que ha preparado un guión técnico a conciencia y alterna sensaciones de claustrofobia (nunca mejor aplicado el término) con apartados conspiranoicos en los que las estrategias electorales se mueven sigilosamente con fuerza en ocasiones inesperada y la cámara, ejerciendo su función de mostrar sin palabras, se fija en detalles que pueden tener significados.

Un cónclave es precisamente por sus características un evento internacional en el que un centenar largo de personas intelectualmente preparadas deberán ponerse de acuerdo para elegir en su propio seno a quien les va a mandar de forma vitalicia, así que cabe esperar que hayan conciliábulos, entrevistas, reuniones y debates y en todos esos momentos uno espera encontrar diálogos tensos e interesantes y elipsis informativas de intenciones y deseos y durante la mayor parte del metraje así es. conoceremos en parte las ideas, las ansias y las servidumbres de los cardenales encerrados hasta que se pongan de acuerdo y poco a poco intuiremos su realidad personal, manteniendo el interés de un interrogante del que todo el mundo está pendiente.

Es de reconocer que Berger mantiene la narración cinematográfica con mano firme durante las dos horas de metraje y no decae el ritmo gracias a sus buenos oficios, pero ni las buenas actuaciones ni la ejemplar dirección son suficientes para mantener la intensidad de la atención que va lentamente declinando al aparecer unas circunstancias que resultan débiles en comparación a las premisas previas, probablemente porque el guión respeta demasiado la novela original y ésta, buscando un lector proclive a hallar aspectos digamos que actuales más que contemporáneos para vender más libros, rebaja lo que podríamos llamar el nivel o la intensidad de un debate filosófico y religioso que ciertamente puede casar muy poco con la comercialización deseable.

Le queda a uno la sensación que han dejado en el tintero cuestiones más polémicas y de mayor calado probablemente porque su tratamiento resultaría más trabajoso e ingrato amén de ser más difícil de digerir inteligiblemente.

Sea como sea, le guste a uno el final o no, es una película que en su estreno en cines resultaba interesante y ahora, por mor de la actualidad, ha devenido en imprescindible para entender un protocolo que se va a desarrollar intra muros.


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diumenge, 20 d’abril del 2025

Código negro



Es de reconocer que en esta ocasión el amigo traductor de los títulos de películas al español no lo tenía nada fácil y corríamos el riesgo de otra pifia que levantara el macguffin o lo que es lo mismo el motivo de una intriga de espías que se activan cuando por el habitual chivatazo casi anónimo se sabe, se sospecha, se intuye e incluso se sobreentiende que hay una persona actuando como topo en una organización secreta, alguien que muy bien podría ser un agente doble que durante décadas ha estado traicionando a sus compañeros de viaje y, claro, al país, así que usar Código negro no es tan mala idea e incluso mejora el original que resulta un tanto ridículo por críptico.

La premisa que podríamos subtitular como sinóptica no es novedosa para el cinéfilo militante sin necesidad de buscar antigüedades de mérito porque como guión no hace tantos años (bueno sí: trece) pudimos detenernos a comentar una de espías de verdad que se basa en lo que sin duda muchos denominarían narración canónica de la persecución del topo.

Lo malo de asomarse a temáticas que otros han tratado de forma sobresaliente es que es un arriesgado ejercicio que ni la mejor de las campañas publicitarias puede sustraer a la memoria del aficionado al género que por sus propias peculiaridades supone una atención al detalle que tarde o temprano se revelará como significativo y ese cuidado es fundamental en un guión que pretenda satisfacer al espectador que se sienta ante la pantalla para ser sorprendido por unos vericuetos que no incurran ni en trampas fáciles ni en trucos inverosímiles y lo malo de la última película de Steven Soderbergh, titulada Black Bag es que para introducir novedades se inclina por una pretendida cuestión matrimonial entre dos espías y por el ejercicio de la máquina de la verdad que el mismo guión deja en ridícula evidencia como aparato falto de credibilidad; hay una serie de elementos que producen roturas imperdonables en un guión que se va complicando con propuestas débiles mientras pierde gas y fuerza conforme pasan los minutos.

Soderbergh no es ningún director novato y aunque su prestigio popular está muy por encima de sus verdaderas cualidades cabría esperar un poco de rigor a la hora de controlar los desmanes del guión que perjudican lo que podría ser un buen ejercicio de película de espías en la que la acción es un elemento secundario porque es -o debería ser- la estrategia y la construcción de ella el artificio que logre encandilar al espectador atento a lo que pasa y que pronto cae en la cuenta que algo no está muy bien atado y que al final todo se precipita de una forma que no deja muy buen recuerdo.

La dirección de Soderbergh es la propia del artesano con oficio que conoce los resortes pero le falta brío y fuerza para impulsar una narración que por momentos decae y lo peor es llegar a una conclusión más que trillada, un final no sé si más cómodo que acomodaticio pero en cualquier caso flojo.

Una lástima que Michael Fassbender y Cate Blanchett hayan tenido que apechugar con unos personajes que podrían tener más enjundia, más complejidad: las películas de espías pueden ofrecer personalidades psicológicamente complejas sin resultar extrañas precisamente por el oficio de los sujetos de un oficio que nadie espera sera simple y en otras ocasiones han sido oportunidades perfectas para el ejercicio histriónico pero ni él ni ella tienen las líneas necesarias para que se puedan lucir, así que vemos sus esfuerzos por levantar unos personajes muy por debajo de sus posibilidades, dejándolos a la altura del resto del elenco, flojos, flojos, incluyendo un Pierce Brosnan que presta su estampa de veterano elegante para cuatro líneas sin lucimiento alguno.

La falta de humanidad lleva aparejada la indiferencia que esos espías producen en el respetable público que se encuentra con una película que sabiendo no va a ser de acción, tampoco ofrece mucho agarre para empatizar con ninguno de los que van y vienen mareando la perdiz hasta que el macguffin se nos revelará, suponiendo que no lo hayamos anticipado en nuestro interior.

En definitiva, otra muestra del cine de Soderbergh, que parece querer ser una cosa que no alcanza y queda en entretenimiento de sobremesa cuando podría haber sido otra cosa mucho más interesante.

Dan ganas de buscar en la videoteca algún clásico de espías.


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dilluns, 24 de març del 2025

Ni quita ni pone Rey pero sirve a la verdad



He de reconocer que hasta hace unos días no me había interesado por las películas dirigidas por Albert Serra pero habiéndome topado de casualidad con una de las muchas entrevistas que ha concedido con ocasión del estreno de su última obra y tratándose de un documental, que nunca ha sido género cinematográfico por el que haya sentido interés, algo en su forma de expresarse me picó la curiosidad y hete aquí que con inmediatez causada por la prudencia, la semana pasada fui uno de la docena de espectadores que me senté a ver Tardes de soledad

De los doce y para mi sorpresa, la mitad entraron en la sala provistos de palomitas y bebidas. Supongo que se les indigestaron.

Albert Serra es un hombre de cine y siente la necesidad de crear arte cinematográfico que trascienda, que vaya más allá de un esteticismo que cuida minuciosamente porque, afirma, sin la estética y el lenguaje cinematográfico expresado con el montaje, no hay transmisión de ideas ni sentimientos. No puede tener más razón y curiosamente asegura que, para él, si un cámara no participa de forma eficaz en el montaje, no es un cámara que le interese mucho.

Con esta previa, sentarse a ver Tardes de soledad ha de basarse en la convicción de que no vas a ver una película semejante a nada que puedas hallar al azar en las carteleras de cine, máxime cuando, por si hay dudas, se centra en la tauromaquia, evento que en Barcelona, donde vi la película, a principios del siglo pasado contaba con tres plazas de toros y ahora está prohibido: precisamente, la sala de cine donde estuve reside en un centro comercial construído dentro del redondel de la Plaza de las Arenas. De modo que había que darse prisa, porque un documental sobre tauromaquia digamos que puede considerarse casi que anti patriótico por muchos indocumentados y no extrañaría una manifestación intolerante.

El propio autor ya lo advierte: la película ha causado adhesiones y enfados allá por donde ha circulado antes de su estreno en salas comerciales españolas, lo que le tiene sin cuidado, porque está contento y orgulloso con el resultado de su trabajo. Y razones tiene para estarlo: veamos porqué:

Párense un minutos a pensar, a recordar, y díganme una película documental en la que no haya rastro de guión alguno. Piensen también en un documental en el que a su término puedan asegurar sin dudas que no se les ha ofrecido una visión tergiversada ocultando aspectos que puedan influir en una opinión o consideración respecto a lo visto.

Esto, expresado así, podría inducir a creer que el documental de Serra es parecido a lo que uno puede hacer filmando cualquier evento, cualquier suceso que ocurre frente a la cámara, sin más. Pues no, porque entonces el trabajo de Serra sería inexistente y no sería capaz de generar ni opiniones ni polémicas.

Diría que Serra se vale de tres cámaras con unas instrucciones muy concretas: tú planos generales, tú planos medios y tú, que llevarás pinganillo, primeros planos y también planos detalle cuando te diga. Y un par de cámaras con angular, una fija dentro de un vehículo y otra en un estabilizador a medio metro del suelo. Y ya. Y luego montaremos.

Y un equipo de sonido excelente acompañando a cada cámara para que no se escape ningún aliento, ni del toro ni del torero ni de nadie que esté en el foco: nunca se ha visto un documental semejante: un ejercicio de voyerismo espectacular, dotado de una estética magnífica.

Una estética que, no nos dejemos engañar, no pretende edulcorar ni suavizar la traumática experiencia que supone ver en pantalla grande todos los intríngulis del arte de la tauromaquia en el que la muerte es una presencia ominosa que rodea a los protagonistas y de ello Albert Serra deja constancia vívida sin ahorrarse -ni ahorrarnos- ningún detalle y la grandeza de su obra es que no ha usado ningún guión y se ha dedicado a observar durante meses la presencia y ejercicio de un torero, Andrés Roca Rey, que se erige en protagonista único de un documental que tampoco trata de endiosarlo pero sí de entender el porqué del torero a base de acercarse a él en casi todas las circunstancias de cada tarde soledad, entendida como el momento en que el torero está solo frente al toro que, créanme, impresiona y da mucho miedo.

El metraje de primeras puede parecer excesivo: son dos horas que llegan a agobiar un poco pese a que sabemos, por ejemplo, que ese torero acaba de triunfar en Valencia y no veremos nada grave, pero Serra nos ha engañado, porque su verdad es la cierta y lo único que hace es que cambia el tercio cinematográfico y su lenguaje se vuelve más abstracto y opresivo valiéndose de planos medios que de una parte te privan de ver la faena y de otra te muestran la realidad de lo que acontece: media tonelada de músculos moviéndose rápidamente siguiendo la sugerencia de un tipo que aguanta con temple el roce físico y el peligro mortal que se nos mostrará sin alharacas, sin trampa, justo cuando sucede, y el ánimo se te encoge y te das cuenta que estás viendo un documental que te muestra lo que hay, sin trampa ni cartón, más allá de una forma de enfocar, de recortar el plano, de acentuar con la cámara lo que sucede en la plaza de toros, por si acaso logras entender el misterio de la tauromaquia, que de sencillo no tiene nada, como resulta evidente.

Serra se vale de tres cámaras sobresalientes y de un equipo de sonido magnífico que sin intentar sobresalir ni tomar un inmerecido protagonismo configuran una mirada auténtica sobre todo el complejo mundo de la tauromaquia en su parte humana ofreciendo detalles, actitudes y comentarios apenas murmurados en ocasiones y exclamaciones espontáneas que sin la decidida planificación de su intervención nutren, es de suponer, de ingente munición para una moviola que simplemente ha decidido eliminar los trozos menos efectivos y eficaces de muchas horas de filmación.

Cuenta además con el afortunado concurso de un protagonista que no es ni desea ser actor de cine pero sí actor en una función antropológica en la que los sentimientos y las convicciones se entienden reales, proclamándose afortunado Serra porque es consciente que todo ese tinglado en manos de un intérprete profesional jamás llegaría al grado de autenticidad que obtiene el taimado director catalán con una idea que tuvo aplicando la teoría más clásica del documental para conseguir una pieza que podríamos calificar como magistral por su pureza y fuerza visual.

Si uno espera encontrar en este magnífico documental una respuesta al dilema de aceptar o prohibir la tauromaquia, no creo que saque mucho provecho de la experiencia pero desde luego probablemente jamás habrá estado tan cerca de una realidad que perdura no tan sólo en España por mucho que el tópico pretenda finiquitarlo.

Si uno se acerca al cine como aficionado al cine buscando una experiencia cinematográfica exenta de condicionantes anímicos o sociales sin duda saldrá complacido porque Albert Serra hace un magistral uso de todos los medios a su alcance para conseguir una obra redonda: un documental verídico, histórico, en el que no pretende nada más y nada menos que mostrarnos algo que sucede en muchas tardes soleadas y es usted quien debe decidir si le gusta o no, si le parece bien o mal, porque él, Albert Serra, en ningún momento ha pretendido aleccionar a nadie ni imponer su opinión.

Como debe ser en un documental y no siempre es: por eso no deberían perder la ocasión de verlo, aunque como me pasa a mí, no les gusten los documentales: éste es diferente.


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dimarts, 25 de febrer del 2025

Centauros del desierto



Creo recordar que fue hace muchos años cuando en uno de aquellos añorados programas de televisión cinéfila que presentaba Garci, bien el propio director bien algún contertulio después de haberse recreado con la magistral y fordiana The Searchers declaró con cierta solemnidad que, en su opinión, otorgar a esa pieza el título en español de Centauros del desierto era un absoluto acierto, al punto de señalarlo como quizás el mejor título jamás pergeñado para trasladar al público español el sentido de una película con otro nombre estrenada en los Estados Unidos de Norteamérica, su patria chica.

En este bloc de notas cinéfilas ya nos hemos ocupado en otras ocasiones de películas dirigidas por John Ford y tarde o temprano había que detenerse en una película que resulta apabullante por su caligrafía cinematográfica que le deja a uno sin aliento casi, descubriendo en cada visionado un detalle más que se te clava en la memoria porque sabes que nada es casual excepto cuando la cámara capta algún incidente no planeado que el maestro decide guardar porque es otro punto más de expresividad natural que a algunos tanto les cuesta observar, mimar y guardar.

Gracias al fervor cinéfilo del gran Peter Bogdanovich sabemos por escrito y en documental cinematográfico que dar un visionado anual de The Searchers no es nada extraño, pues Steven Spielberg asegura verla por lo menos dos veces al año: lo mismo que relees un magnífico libro, ¿porqué no ibas a ver de nuevo una gran película?. Spielberg suele contar que, cursando sus estudios de cine, tuvo la oportunidad de visitar a Ford en su despacho: mira aquel cuadro, le dijo Ford; y ahora, mira aquel otro, de la pared opuesta: ¿qué me dices de ellos?¿que has visto? Spielberg,con un pelín de zozobra, le dice: en uno, el horizonte está muy bajo; y en el otro, está muy alto. Muy bien, chico, le dijo Ford: cuando sepas cuando debes filmar el horizonte abajo o arriba, puedes plantearte dirigir una película: ahora, vete.

Siempre decimos que el estilo visual de Ford es directo, sencillo, que planta la cámara y ya. Es una afirmación errónea derivada de la aparente facilidad con que el viejo cascarrabias encadenaba un plano con otro para construir secuencias magistrales una tras otra, sin alharacas ni virtuosismos impactantes pero sí muy elaborados, eficaces, y, en el caso de The Searchers, de una belleza que roza el síndrome de Stendhal exprimiendo de forma apabullante cualquier vericueto del asombroso paraje conocido como Monument Valley.

Sabemos también que en el cine clásico y por supuesto en la obra fordiana la construcción del guión básico es un trabajo realmente laborioso porque todos los personajes llegan a la trama que se nos expone con una historia a sus espaldas, una historia que, además, puede entrelazarse con las de cualesquiera otros personajes que veremos desarrollarse en la pantalla, casi nunca de una pieza, porque en la complejidad de los caracteres está la riqueza -inmensa en los protagonistas de Ford- de unos tipos que se nos asentarán en el ánimo y ya jamás podremos olvidar.

Y lo que resulta asombroso es que en Centauros del desierto (seguro que a Ford le tuvo que encantar esa traslación mitológica) el obstinado Ford lleva casi que al límite su convicción que, si bien es más fácil filmar una película hablada, cuanto menos hablen los personajes, mejor: lo que cuenta la cámara, con el concurso mudo de los intérpretes, es todo.

Precisamente opino que a John Wayne le deberían haber otorgado por su incorporación de Ethan Edwards un montón de galardones y va y asegura que simplemente sostenía la mirada sin pensar en nada y que el espectador se emociona por la carga informativa de planos anteriores y subsiguientes y es entonces cuando me acuerdo de su colega Robert Mitchum asegurando que era un vago y que no se preparaba las películas; nuestro Fernando Fernán Gómez también aseguraba siempre ser un vago irredento. Vaya mentirosos, todos ellos.

Hay en esta obra maestra del cine algún que otro momento que puntúa, que marca un tiempo: todos los cinéfilos estamos de acuerdo en que su apertura es magnífica y su cierre soberbio, con esas puertas que se abren y cierran ante unos parajes inmensos, pero déjenme apuntar otro momento, de principio y final: cuando Ethan levanta con sus fuertes brazos extendidos a su sobrina Debbie: entra ambos momentos hay más de una década que nos emocionará de muy distintas maneras a causa de variadas vicisitudes y tendremos tiempo para ver cómo se desarrollan unos personajes que afrontan su realidad cruda y dura con fortaleza, brutalidad y, a veces, templanza.

La ventaja de asomarse a esta pieza de vez en cuando es que, poco a poco, vas descubriendo o quizás sólo imaginando la forma en que Ford decidió emplazar la cámara porque, contra la leyenda que señala economía visual y simplicidad, en una época en la que la steadicam (1976) ni estaba ni se la esperaba, te encuentras, por ejemplo, que la cámara hace un travelling inverso al retroceder manteniendo el plano medio sobre el siempre eficaz Ken Curtis que, con su guitarra a cuestas, asegura que no pensaba ir a ninguna parte ahora que la guapa Laurie Jorgensen (Vera Miles) acaba de recibir una desastrosa carta de Martin Pawley (Jeffrey Hunter) y la señora Jorgensen le invita a comer asegurando que no aceptará un no como respuesta.

La cámara de Ford siempre está donde mejor servicio presta a la narración: ¿qué me dices del plano sostenido del Reverendo Capitán Sam (Ward Bond, como siempre, excelente) que mientras de pié y deprisa toma un café se percata de cómo Martha acaricia el capote de su cuñado Ethan? ¡Y nosotros viéndolo todo! Y parece fácil.

Esos Centauros del desierto, Ethan Edwards y su sobrino -que no lo es, pero que sí lo es- Martin Pawley son dos personajes empecinados en una búsqueda y ambos se acompañan y se odian por momentos pero someten sus voluntades a un éxito que perseguirán durante una década de cabalgadas interminables erigiéndose ciertamente en mitológicos jinetes que merecen con justicia el apelativo que se les otorgó en buena ley.

En lo que podemos denominar un "tour de force" interpretativo vemos que en Ethan hay una dureza de ánimo que roza en la maldad que surge de un fondo casi dominado cuando ése personaje recién llegado quien sabe de cuantas aventuras sangrientas se controla quietamente al reunirse con su familia y explota agriamente clamando:¡Martha! al regresar y ver el escueto rancho de su hermano Aaron demolido y quemado. ¡Martha!, dice. Y en el recuento, viendo que falta la pequeña Debbie, deciden ir a buscarla: pero Ethan lo que busca es venganza.

Los sentimientos de Ethan y la voluntad de Martin de vigilarlo de cerca se erigen en el motivo de una narración épica que, cuando ya has visto la película varias veces, compruebas que está contada con una multitud de cuadros que rezuman clasicismo pictórico por todos los lados: Ford usa la cámara con perfección y, además, lo hace bellamente.

¿Qué más se le puede pedir a un Director?

Envidio ligeramente a los que se dispongan a ver esta obra maestra del cine por primera vez, augurando que no va a ser la última. Por mi parte, ahora mismo siento unas ganas enormes de volver a revisarla, porque, por ejemplo, me encanta ver al chalado de Mose (fantástico Hank Worden, robando escenas) meciéndose en la mecedora cabe el buen fuego, como debe ser, sí señor. O al bueno de Lars Jorgensen (John Qualen, impertérrito) guardándose en el bolsillo aquella carta de Martin a su hija Laurie que ella ha tirado airada al fuego del hogar y que luego releerá tantas veces, porque las tierras donde viven son duras y peligrosas y las distracciones muy escasas. Si es que te pones a recordarla y se te van las manos al dvd.

Una obra maestra sin paliativos: cine en vena.


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dissabte, 8 de febrer del 2025

En la cuerda floja



Karel Cernik es el director de uno de los circos ambulantes más famoso de la historia de Checoeslovaquia: un circo fundado por su bisabuelo, un grupo de artistas talentudos que a lo largo de casi un siglo deambuló no tan sólo por su país sino también por otros en largas giras europeas recibiendo siempre grandes aplausos por la calidad de sus espectáculos, siempre buscando la novedad año tras año, hasta que la mala fortuna proviniente de las grandes contiendas bélicas conduce a que el gobierno checoeslovaco decida la eliminación de la propiedad privada y su adscripción a titularidad pública, estatal, lo que transforma la situación de Karel de propietario a gestor del espectáculo circense.

Karel es llamado por los comisarios políticos a informar del porqué no ha seguido las instrucciones recibidas de presentar como payaso principal unos números cómicos en la forma que le escribieron los funcionarios públicos, al objeto de aleccionar a la población, y él protesta que el público no se reía, que le abucheaban y que así perdía la atención del público, por lo que volvía a su acostumbrado sketch de risas aseguradas, lo que automáticamente comporta una sanción pecuniaria que le duele casi tanto como la intromisión funcionarial en una tarea que para él tiene condición atávica.

A Karel Cernik lo tienen espiado a conciencia porque se resiste a las órdenes que recibe, creyendo los comisarios políticos con razón que no está muy contento con la impuesta condición de expropiado y gerente forzoso de lo que considera patrimonio familiar, tanto como reducto patrio propio, no en vano los circenses residen en camarotes móviles todo el año y Karel se lamenta que en su actual condición ni siquiera puede administrar el circo para que pueda mantenerlo en las condiciones que su propia existencia y función exige, máxime atendiendo a cuestiones de seguridad, así que es muy cierto que lleva tiempo rumiando la forma de librarse de la expropiación que no soporta.

Basada en una historia verdadera publicada por Neil Paterson y pasada a guión por Robert Sherwood, la trama de los sucesos en torno al Circo Cernik (inspirado en el real Circo Brumbach) sin duda fue del agrado inmediato de un Elia Kazan politizado en una época aciaga del cine estadounidense en la que la caza de brujas era mucho peor que una mosca cojonera y el hecho de que su título original Man on a tightrope (1953) fuese traducido en España, Chile y Venezuela como Fugitivos del terror rojo puede inducir fácilmente a confusión alejando las posibilidades de ver una pieza de hace ya setenta y dos años que merece un visionado.

Porque si bien es cierto que presenta como elemento primordial el deseo de alejarse de un comunismo omnipresente, también lo es que se ocupa de presentarnos los rasgos de la condición humana de los personajes conformados con una serie de detalles suministrados poco a poco y advirtiendo que algunos aspectos hoy levantarían enormes críticas no precisamente adscritas a ideologías políticas sino a condiciones humanas tan elementales como condición sexual y limitaciones físicas, todo ello muy matizado y dotado de una ambigüedad, una ambivalencia, una amplitud de miras que se resuelven de formas dispares, muy alejadas de maniqueísmos propios de mentes cerradas.

La personalidad de Karel, representado magníficamente por Fredric March, tanto como la de su joven esposa Zama, incorporada por la bella Gloria Grahame, está lo más alejada posible a una ideología política que no le interesa, porque, como se manifiesta en su encontronazo con su enemigo circense, las gentes del circo sólo tienen una patria y es la que está debajo de la lona, de la carpa, justo al lado de todos los animales que también pretende alejar de los comunistas para que vivan -uy, perdón- mejor.

Kazan dirige con su solvencia reconocida en un blanco y negro tristón, sucio adrede, mostrando una situación mejorable y unas intrigas en un lado y en el otro y se mueve casi siempre en planos medios y cortos y cuando se sirve de los generales es para dejar patente el cochambroso estado del circo y ¡ay, también! de las oficinas de los comisarios políticos, que tampoco se fían mucho los unos de los otros, así que entre los espiadores y los que se saben espiados pero no por quien, hay algún elemento de intriga que se acabará en la emergente, súbita, traición inesperada.

No estamos, desde luego, ante uno de aquellos panfletos de serie B o C que produjo hollywood en aquellos tiempos porque el talento de los intervinientes, capaces de presentarnos entre todos un guión que se aleja de la simplicidad y nos deja unos diálogos por momentos muy acertados, acaban en una película de metraje muy adecuado, hora y tres cuartos que pasan en un santiamén porque ocurren varias cosas y nos las cuentan manteniendo el interés y el ritmo, que no decae en momento alguno.

Si tienen la oportunidad de verla, no se la pierdan.


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dimarts, 28 de gener del 2025

Malvada



Uno se atreve a darse la dudosa cualidad de cinéfilo y resulta que no fue sino hasta poco antes de ver una película de este siglo que ¡al fin! se decidió a ver lo que se reconoce como un clásico, la muy lejana El Mago de Oz (1939) en la que Judy Garland interpretaba magistralmente Over the Rainbow, de Harold Harlen, pieza clásica que ha sido versionada mil veces.

He de admitir que, hace años, también vi una versión de la historia denominada The Wiz (1978), en la que un joven Michael Jackson interpretaba a las órdenes de Sidney Lumet un improbable espantapájaros: creo que ver aquello me quitó las ganas de ver algún día el clásico de 1939 y fui aguantando hasta ahora. La experiencia no fue mal del todo una vez me situé en una época en la que la técnica cinematográfica estaba muy unida a la inteligencia humana: las canciones, aparte del clásico, tienen su ritmo, y el conjunto, destinado a un público joven que ya conoce la narración original, no es desdeñable.

En una época en la que las ideas originales brillan por su ausencia y los refritos, los homenajes (por no llamarlos directamente plagios), las secuelas y las precuelas reinan tanto en los anaqueles que orgullosamente muestran los premios literarios de la semana como en las carteleras de las salas de cine, a nadie debe extrañarle que un avispado ¿escritor? llamado Gregory Maguire tuviese la brillantísima idea de presentar, allá por 1995 (la fecha es importante), una novela que aprovechando el tirón del clásico El maravilloso Mago de Oz (1900, L. Frank Baum) presenta los avatares acontecidos por uno de los personajes, la Malvada Bruja del Oeste, y nos cuenta cómo alcanzó tal condición.

Cabe suponer que en el mercado estadounidense el libro tuvo un éxito fenomenal enlazando una historia iniciada casi un siglo antes, lo que para ellos, no lo olvidemos, es mucho tiempo: casi la mitad de su existencia como país; sea como sea, la narración de Maguire, que no está dedicada al público infantil únicamente, fue adaptada al teatro en forma de un musical que se está representando desde octubre de 2003 llevando la friolera de 8.241 representaciones que vienen a producir cada semana un poco más de dos millones de dólares en temporada regular y más de cinco en temporada alta, así que algo debe tener ése musical que arranca con la entrada de Elphaba y Glinda (las protagonistas) en la escuela de brujas dirigida por Madame Morrible a las órdenes del Mago de Oz.

A quienes estén pensando en la otra escuela de brujerías que ha resplandecido en los cines, recuerden que Maguire presenta su obra en 1995, como he remarcado, es decir, dos años antes de la aparición de Harry Potter.

Evidentemente, Hollywood ni siquiera ha querido esperar a que dejen de representar el musical para ofrecernos la versión peliculera y, adoptando una maldita moda que no sé bien quien inició pero que hasta ahora no ha dado buen resultado, nos presentó a finales del año pasado ¡la primera parte! de Wicked que, advierto, dura dos horas y tres cuartos.

Como teatrero que soy y gustándome los musicales, la propuesta resultaba difícil de rechazar, máxime cuando parecía claro que la pieza no está dirigida a los infantes, sino que tiene claves para adultos; además, una pieza que lleva representándose en Broadway desde 2003 no puede ser mala. Y salen Michelle Yeoh y Jeff Goldblum. No puede ser mala, en imdb tiene casi un ocho.

No es que sea mala: es que es malvada.

He de comprobar si la banda sonora de la película se parece poco o mucho o nada a la banda sonora del musical escénico. Porque las canciones de la película son paupérrimas: nadie hará una versión de ninguna dentro de tres años; no de veinte o cincuenta, no: tirando largo, quizás cinco años, pero lo dudo mucho.

Las coreografías, una vez más, carentes de talento y gracia.

Los colorines, el escenario, los trucos informáticos, bien, como era de esperar, pero nada nuevo.

El ritmo interno de la narrativa visual, adocenado, sin fuerza; que se mueva por momentos, no quiere decir que posea tensión, Mr. Jon M. Chu.

La trama, teóricamente dotada de apuntes reivindicativos como el amor por los animales, los derechos de las personas, los tejemanejes de los poderosos, adolece de una presentación propia de textos dirigidos a jóvenes que abandonaron la lectura para fijar su neurona en un teléfono móvil, sin profundidad, ni mala leche, ni dardos punzantes, ni nada de nada: ni siquiera sus diálogos son interesantes.

No hay nada que consiga atrapar la emoción del espectador.

Para rematar la faena, alguien decidió que Cynthia Erivo, con treinta y siete años, y Ariana Grande, con treinta y uno, eran ideales para representar a dos adolescentes que iban a la escuela de brujerías del Mago de Oz.

¿En serio?¿Se han vuelto locos, o qué? ¿Acaso no hay en todos los U.S.A. dos actrices que sepan cantar y tengan veinte añitos?

Las dos elegidas sin duda dan lo mejor de sí, pero es poco. Muy poco. Da la sensación que ellas mismas no se creen que puedan representar sus personajes y no les falta razón. Hay una gran falta de autenticidad, de empuje, de energía propia de unas criaturas con veinte años menos que las actrices que las deben representar y eso se nota demasiado.

Ha sido un desengaño total porque me esperaba una digna competidora al otro "musical" de esta cosecha, y ha sido una pifia, un fiasco.

Avisados quedan: cuando presenten la segunda, que no cuenten conmigo.


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