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dilluns, 24 de març del 2025

Ni quita ni pone Rey pero sirve a la verdad



He de reconocer que hasta hace unos días no me había interesado por las películas dirigidas por Albert Serra pero habiéndome topado de casualidad con una de las muchas entrevistas que ha concedido con ocasión del estreno de su última obra y tratándose de un documental, que nunca ha sido género cinematográfico por el que haya sentido interés, algo en su forma de expresarse me picó la curiosidad y hete aquí que con inmediatez causada por la prudencia, la semana pasada fui uno de la docena de espectadores que me senté a ver Tardes de soledad

De los doce y para mi sorpresa, la mitad entraron en la sala provistos de palomitas y bebidas. Supongo que se les indigestaron.

Albert Serra es un hombre de cine y siente la necesidad de crear arte cinematográfico que trascienda, que vaya más allá de un esteticismo que cuida minuciosamente porque, afirma, sin la estética y el lenguaje cinematográfico expresado con el montaje, no hay transmisión de ideas ni sentimientos. No puede tener más razón y curiosamente asegura que, para él, si un cámara no participa de forma eficaz en el montaje, no es un cámara que le interese mucho.

Con esta previa, sentarse a ver Tardes de soledad ha de basarse en la convicción de que no vas a ver una película semejante a nada que puedas hallar al azar en las carteleras de cine, máxime cuando, por si hay dudas, se centra en la tauromaquia, evento que en Barcelona, donde vi la película, a principios del siglo pasado contaba con tres plazas de toros y ahora está prohibido: precisamente, la sala de cine donde estuve reside en un centro comercial construído dentro del redondel de la Plaza de las Arenas. De modo que había que darse prisa, porque un documental sobre tauromaquia digamos que puede considerarse casi que anti patriótico por muchos indocumentados y no extrañaría una manifestación intolerante.

El propio autor ya lo advierte: la película ha causado adhesiones y enfados allá por donde ha circulado antes de su estreno en salas comerciales españolas, lo que le tiene sin cuidado, porque está contento y orgulloso con el resultado de su trabajo. Y razones tiene para estarlo: veamos porqué:

Párense un minutos a pensar, a recordar, y díganme una película documental en la que no haya rastro de guión alguno. Piensen también en un documental en el que a su término puedan asegurar sin dudas que no se les ha ofrecido una visión tergiversada ocultando aspectos que puedan influir en una opinión o consideración respecto a lo visto.

Esto, expresado así, podría inducir a creer que el documental de Serra es parecido a lo que uno puede hacer filmando cualquier evento, cualquier suceso que ocurre frente a la cámara, sin más. Pues no, porque entonces el trabajo de Serra sería inexistente y no sería capaz de generar ni opiniones ni polémicas.

Diría que Serra se vale de tres cámaras con unas instrucciones muy concretas: tú planos generales, tú planos medios y tú, que llevarás pinganillo, primeros planos y también planos detalle cuando te diga. Y un par de cámaras con angular, una fija dentro de un vehículo y otra en un estabilizador a medio metro del suelo. Y ya. Y luego montaremos.

Y un equipo de sonido excelente acompañando a cada cámara para que no se escape ningún aliento, ni del toro ni del torero ni de nadie que esté en el foco: nunca se ha visto un documental semejante: un ejercicio de voyerismo espectacular, dotado de una estética magnífica.

Una estética que, no nos dejemos engañar, no pretende edulcorar ni suavizar la traumática experiencia que supone ver en pantalla grande todos los intríngulis del arte de la tauromaquia en el que la muerte es una presencia ominosa que rodea a los protagonistas y de ello Albert Serra deja constancia vívida sin ahorrarse -ni ahorrarnos- ningún detalle y la grandeza de su obra es que no ha usado ningún guión y se ha dedicado a observar durante meses la presencia y ejercicio de un torero, Andrés Roca Rey, que se erige en protagonista único de un documental que tampoco trata de endiosarlo pero sí de entender el porqué del torero a base de acercarse a él en casi todas las circunstancias de cada tarde soledad, entendida como el momento en que el torero está solo frente al toro que, créanme, impresiona y da mucho miedo.

El metraje de primeras puede parecer excesivo: son dos horas que llegan a agobiar un poco pese a que sabemos, por ejemplo, que ese torero acaba de triunfar en Valencia y no veremos nada grave, pero Serra nos ha engañado, porque su verdad es la cierta y lo único que hace es que cambia el tercio cinematográfico y su lenguaje se vuelve más abstracto y opresivo valiéndose de planos medios que de una parte te privan de ver la faena y de otra te muestran la realidad de lo que acontece: media tonelada de músculos moviéndose rápidamente siguiendo la sugerencia de un tipo que aguanta con temple el roce físico y el peligro mortal que se nos mostrará sin alharacas, sin trampa, justo cuando sucede, y el ánimo se te encoge y te das cuenta que estás viendo un documental que te muestra lo que hay, sin trampa ni cartón, más allá de una forma de enfocar, de recortar el plano, de acentuar con la cámara lo que sucede en la plaza de toros, por si acaso logras entender el misterio de la tauromaquia, que de sencillo no tiene nada, como resulta evidente.

Serra se vale de tres cámaras sobresalientes y de un equipo de sonido magnífico que sin intentar sobresalir ni tomar un inmerecido protagonismo configuran una mirada auténtica sobre todo el complejo mundo de la tauromaquia en su parte humana ofreciendo detalles, actitudes y comentarios apenas murmurados en ocasiones y exclamaciones espontáneas que sin la decidida planificación de su intervención nutren, es de suponer, de ingente munición para una moviola que simplemente ha decidido eliminar los trozos menos efectivos y eficaces de muchas horas de filmación.

Cuenta además con el afortunado concurso de un protagonista que no es ni desea ser actor de cine pero sí actor en una función antropológica en la que los sentimientos y las convicciones se entienden reales, proclamándose afortunado Serra porque es consciente que todo ese tinglado en manos de un intérprete profesional jamás llegaría al grado de autenticidad que obtiene el taimado director catalán con una idea que tuvo aplicando la teoría más clásica del documental para conseguir una pieza que podríamos calificar como magistral por su pureza y fuerza visual.

Si uno espera encontrar en este magnífico documental una respuesta al dilema de aceptar o prohibir la tauromaquia, no creo que saque mucho provecho de la experiencia pero desde luego probablemente jamás habrá estado tan cerca de una realidad que perdura no tan sólo en España por mucho que el tópico pretenda finiquitarlo.

Si uno se acerca al cine como aficionado al cine buscando una experiencia cinematográfica exenta de condicionantes anímicos o sociales sin duda saldrá complacido porque Albert Serra hace un magistral uso de todos los medios a su alcance para conseguir una obra redonda: un documental verídico, histórico, en el que no pretende nada más y nada menos que mostrarnos algo que sucede en muchas tardes soleadas y es usted quien debe decidir si le gusta o no, si le parece bien o mal, porque él, Albert Serra, en ningún momento ha pretendido aleccionar a nadie ni imponer su opinión.

Como debe ser en un documental y no siempre es: por eso no deberían perder la ocasión de verlo, aunque como me pasa a mí, no les gusten los documentales: éste es diferente.


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dimarts, 25 de febrer del 2025

Centauros del desierto



Creo recordar que fue hace muchos años cuando en uno de aquellos añorados programas de televisión cinéfila que presentaba Garci, bien el propio director bien algún contertulio después de haberse recreado con la magistral y fordiana The Searchers declaró con cierta solemnidad que, en su opinión, otorgar a esa pieza el título en español de Centauros del desierto era un absoluto acierto, al punto de señalarlo como quizás el mejor título jamás pergeñado para trasladar al público español el sentido de una película con otro nombre estrenada en los Estados Unidos de Norteamérica, su patria chica.

En este bloc de notas cinéfilas ya nos hemos ocupado en otras ocasiones de películas dirigidas por John Ford y tarde o temprano había que detenerse en una película que resulta apabullante por su caligrafía cinematográfica que le deja a uno sin aliento casi, descubriendo en cada visionado un detalle más que se te clava en la memoria porque sabes que nada es casual excepto cuando la cámara capta algún incidente no planeado que el maestro decide guardar porque es otro punto más de expresividad natural que a algunos tanto les cuesta observar, mimar y guardar.

Gracias al fervor cinéfilo del gran Peter Bogdanovich sabemos por escrito y en documental cinematográfico que dar un visionado anual de The Searchers no es nada extraño, pues Steven Spielberg asegura verla por lo menos dos veces al año: lo mismo que relees un magnífico libro, ¿porqué no ibas a ver de nuevo una gran película?. Spielberg suele contar que, cursando sus estudios de cine, tuvo la oportunidad de visitar a Ford en su despacho: mira aquel cuadro, le dijo Ford; y ahora, mira aquel otro, de la pared opuesta: ¿qué me dices de ellos?¿que has visto? Spielberg,con un pelín de zozobra, le dice: en uno, el horizonte está muy bajo; y en el otro, está muy alto. Muy bien, chico, le dijo Ford: cuando sepas cuando debes filmar el horizonte abajo o arriba, puedes plantearte dirigir una película: ahora, vete.

Siempre decimos que el estilo visual de Ford es directo, sencillo, que planta la cámara y ya. Es una afirmación errónea derivada de la aparente facilidad con que el viejo cascarrabias encadenaba un plano con otro para construir secuencias magistrales una tras otra, sin alharacas ni virtuosismos impactantes pero sí muy elaborados, eficaces, y, en el caso de The Searchers, de una belleza que roza el síndrome de Stendhal exprimiendo de forma apabullante cualquier vericueto del asombroso paraje conocido como Monument Valley.

Sabemos también que en el cine clásico y por supuesto en la obra fordiana la construcción del guión básico es un trabajo realmente laborioso porque todos los personajes llegan a la trama que se nos expone con una historia a sus espaldas, una historia que, además, puede entrelazarse con las de cualesquiera otros personajes que veremos desarrollarse en la pantalla, casi nunca de una pieza, porque en la complejidad de los caracteres está la riqueza -inmensa en los protagonistas de Ford- de unos tipos que se nos asentarán en el ánimo y ya jamás podremos olvidar.

Y lo que resulta asombroso es que en Centauros del desierto (seguro que a Ford le tuvo que encantar esa traslación mitológica) el obstinado Ford lleva casi que al límite su convicción que, si bien es más fácil filmar una película hablada, cuanto menos hablen los personajes, mejor: lo que cuenta la cámara, con el concurso mudo de los intérpretes, es todo.

Precisamente opino que a John Wayne le deberían haber otorgado por su incorporación de Ethan Edwards un montón de galardones y va y asegura que simplemente sostenía la mirada sin pensar en nada y que el espectador se emociona por la carga informativa de planos anteriores y subsiguientes y es entonces cuando me acuerdo de su colega Robert Mitchum asegurando que era un vago y que no se preparaba las películas; nuestro Fernando Fernán Gómez también aseguraba siempre ser un vago irredento. Vaya mentirosos, todos ellos.

Hay en esta obra maestra del cine algún que otro momento que puntúa, que marca un tiempo: todos los cinéfilos estamos de acuerdo en que su apertura es magnífica y su cierre soberbio, con esas puertas que se abren y cierran ante unos parajes inmensos, pero déjenme apuntar otro momento, de principio y final: cuando Ethan levanta con sus fuertes brazos extendidos a su sobrina Debbie: entra ambos momentos hay más de una década que nos emocionará de muy distintas maneras a causa de variadas vicisitudes y tendremos tiempo para ver cómo se desarrollan unos personajes que afrontan su realidad cruda y dura con fortaleza, brutalidad y, a veces, templanza.

La ventaja de asomarse a esta pieza de vez en cuando es que, poco a poco, vas descubriendo o quizás sólo imaginando la forma en que Ford decidió emplazar la cámara porque, contra la leyenda que señala economía visual y simplicidad, en una época en la que la steadicam (1976) ni estaba ni se la esperaba, te encuentras, por ejemplo, que la cámara hace un travelling inverso al retroceder manteniendo el plano medio sobre el siempre eficaz Ken Curtis que, con su guitarra a cuestas, asegura que no pensaba ir a ninguna parte ahora que la guapa Laurie Jorgensen (Vera Miles) acaba de recibir una desastrosa carta de Martin Pawley (Jeffrey Hunter) y la señora Jorgensen le invita a comer asegurando que no aceptará un no como respuesta.

La cámara de Ford siempre está donde mejor servicio presta a la narración: ¿qué me dices del plano sostenido del Reverendo Capitán Sam (Ward Bond, como siempre, excelente) que mientras de pié y deprisa toma un café se percata de cómo Martha acaricia el capote de su cuñado Ethan? ¡Y nosotros viéndolo todo! Y parece fácil.

Esos Centauros del desierto, Ethan Edwards y su sobrino -que no lo es, pero que sí lo es- Martin Pawley son dos personajes empecinados en una búsqueda y ambos se acompañan y se odian por momentos pero someten sus voluntades a un éxito que perseguirán durante una década de cabalgadas interminables erigiéndose ciertamente en mitológicos jinetes que merecen con justicia el apelativo que se les otorgó en buena ley.

En lo que podemos denominar un "tour de force" interpretativo vemos que en Ethan hay una dureza de ánimo que roza en la maldad que surge de un fondo casi dominado cuando ése personaje recién llegado quien sabe de cuantas aventuras sangrientas se controla quietamente al reunirse con su familia y explota agriamente clamando:¡Martha! al regresar y ver el escueto rancho de su hermano Aaron demolido y quemado. ¡Martha!, dice. Y en el recuento, viendo que falta la pequeña Debbie, deciden ir a buscarla: pero Ethan lo que busca es venganza.

Los sentimientos de Ethan y la voluntad de Martin de vigilarlo de cerca se erigen en el motivo de una narración épica que, cuando ya has visto la película varias veces, compruebas que está contada con una multitud de cuadros que rezuman clasicismo pictórico por todos los lados: Ford usa la cámara con perfección y, además, lo hace bellamente.

¿Qué más se le puede pedir a un Director?

Envidio ligeramente a los que se dispongan a ver esta obra maestra del cine por primera vez, augurando que no va a ser la última. Por mi parte, ahora mismo siento unas ganas enormes de volver a revisarla, porque, por ejemplo, me encanta ver al chalado de Mose (fantástico Hank Worden, robando escenas) meciéndose en la mecedora cabe el buen fuego, como debe ser, sí señor. O al bueno de Lars Jorgensen (John Qualen, impertérrito) guardándose en el bolsillo aquella carta de Martin a su hija Laurie que ella ha tirado airada al fuego del hogar y que luego releerá tantas veces, porque las tierras donde viven son duras y peligrosas y las distracciones muy escasas. Si es que te pones a recordarla y se te van las manos al dvd.

Una obra maestra sin paliativos: cine en vena.


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dissabte, 8 de febrer del 2025

En la cuerda floja



Karel Cernik es el director de uno de los circos ambulantes más famoso de la historia de Checoeslovaquia: un circo fundado por su bisabuelo, un grupo de artistas talentudos que a lo largo de casi un siglo deambuló no tan sólo por su país sino también por otros en largas giras europeas recibiendo siempre grandes aplausos por la calidad de sus espectáculos, siempre buscando la novedad año tras año, hasta que la mala fortuna proviniente de las grandes contiendas bélicas conduce a que el gobierno checoeslovaco decida la eliminación de la propiedad privada y su adscripción a titularidad pública, estatal, lo que transforma la situación de Karel de propietario a gestor del espectáculo circense.

Karel es llamado por los comisarios políticos a informar del porqué no ha seguido las instrucciones recibidas de presentar como payaso principal unos números cómicos en la forma que le escribieron los funcionarios públicos, al objeto de aleccionar a la población, y él protesta que el público no se reía, que le abucheaban y que así perdía la atención del público, por lo que volvía a su acostumbrado sketch de risas aseguradas, lo que automáticamente comporta una sanción pecuniaria que le duele casi tanto como la intromisión funcionarial en una tarea que para él tiene condición atávica.

A Karel Cernik lo tienen espiado a conciencia porque se resiste a las órdenes que recibe, creyendo los comisarios políticos con razón que no está muy contento con la impuesta condición de expropiado y gerente forzoso de lo que considera patrimonio familiar, tanto como reducto patrio propio, no en vano los circenses residen en camarotes móviles todo el año y Karel se lamenta que en su actual condición ni siquiera puede administrar el circo para que pueda mantenerlo en las condiciones que su propia existencia y función exige, máxime atendiendo a cuestiones de seguridad, así que es muy cierto que lleva tiempo rumiando la forma de librarse de la expropiación que no soporta.

Basada en una historia verdadera publicada por Neil Paterson y pasada a guión por Robert Sherwood, la trama de los sucesos en torno al Circo Cernik (inspirado en el real Circo Brumbach) sin duda fue del agrado inmediato de un Elia Kazan politizado en una época aciaga del cine estadounidense en la que la caza de brujas era mucho peor que una mosca cojonera y el hecho de que su título original Man on a tightrope (1953) fuese traducido en España, Chile y Venezuela como Fugitivos del terror rojo puede inducir fácilmente a confusión alejando las posibilidades de ver una pieza de hace ya setenta y dos años que merece un visionado.

Porque si bien es cierto que presenta como elemento primordial el deseo de alejarse de un comunismo omnipresente, también lo es que se ocupa de presentarnos los rasgos de la condición humana de los personajes conformados con una serie de detalles suministrados poco a poco y advirtiendo que algunos aspectos hoy levantarían enormes críticas no precisamente adscritas a ideologías políticas sino a condiciones humanas tan elementales como condición sexual y limitaciones físicas, todo ello muy matizado y dotado de una ambigüedad, una ambivalencia, una amplitud de miras que se resuelven de formas dispares, muy alejadas de maniqueísmos propios de mentes cerradas.

La personalidad de Karel, representado magníficamente por Fredric March, tanto como la de su joven esposa Zama, incorporada por la bella Gloria Grahame, está lo más alejada posible a una ideología política que no le interesa, porque, como se manifiesta en su encontronazo con su enemigo circense, las gentes del circo sólo tienen una patria y es la que está debajo de la lona, de la carpa, justo al lado de todos los animales que también pretende alejar de los comunistas para que vivan -uy, perdón- mejor.

Kazan dirige con su solvencia reconocida en un blanco y negro tristón, sucio adrede, mostrando una situación mejorable y unas intrigas en un lado y en el otro y se mueve casi siempre en planos medios y cortos y cuando se sirve de los generales es para dejar patente el cochambroso estado del circo y ¡ay, también! de las oficinas de los comisarios políticos, que tampoco se fían mucho los unos de los otros, así que entre los espiadores y los que se saben espiados pero no por quien, hay algún elemento de intriga que se acabará en la emergente, súbita, traición inesperada.

No estamos, desde luego, ante uno de aquellos panfletos de serie B o C que produjo hollywood en aquellos tiempos porque el talento de los intervinientes, capaces de presentarnos entre todos un guión que se aleja de la simplicidad y nos deja unos diálogos por momentos muy acertados, acaban en una película de metraje muy adecuado, hora y tres cuartos que pasan en un santiamén porque ocurren varias cosas y nos las cuentan manteniendo el interés y el ritmo, que no decae en momento alguno.

Si tienen la oportunidad de verla, no se la pierdan.


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dimarts, 28 de gener del 2025

Malvada



Uno se atreve a darse la dudosa cualidad de cinéfilo y resulta que no fue sino hasta poco antes de ver una película de este siglo que ¡al fin! se decidió a ver lo que se reconoce como un clásico, la muy lejana El Mago de Oz (1939) en la que Judy Garland interpretaba magistralmente Over the Rainbow, de Harold Harlen, pieza clásica que ha sido versionada mil veces.

He de admitir que, hace años, también vi una versión de la historia denominada The Wiz (1978), en la que un joven Michael Jackson interpretaba a las órdenes de Sidney Lumet un improbable espantapájaros: creo que ver aquello me quitó las ganas de ver algún día el clásico de 1939 y fui aguantando hasta ahora. La experiencia no fue mal del todo una vez me situé en una época en la que la técnica cinematográfica estaba muy unida a la inteligencia humana: las canciones, aparte del clásico, tienen su ritmo, y el conjunto, destinado a un público joven que ya conoce la narración original, no es desdeñable.

En una época en la que las ideas originales brillan por su ausencia y los refritos, los homenajes (por no llamarlos directamente plagios), las secuelas y las precuelas reinan tanto en los anaqueles que orgullosamente muestran los premios literarios de la semana como en las carteleras de las salas de cine, a nadie debe extrañarle que un avispado ¿escritor? llamado Gregory Maguire tuviese la brillantísima idea de presentar, allá por 1995 (la fecha es importante), una novela que aprovechando el tirón del clásico El maravilloso Mago de Oz (1900, L. Frank Baum) presenta los avatares acontecidos por uno de los personajes, la Malvada Bruja del Oeste, y nos cuenta cómo alcanzó tal condición.

Cabe suponer que en el mercado estadounidense el libro tuvo un éxito fenomenal enlazando una historia iniciada casi un siglo antes, lo que para ellos, no lo olvidemos, es mucho tiempo: casi la mitad de su existencia como país; sea como sea, la narración de Maguire, que no está dedicada al público infantil únicamente, fue adaptada al teatro en forma de un musical que se está representando desde octubre de 2003 llevando la friolera de 8.241 representaciones que vienen a producir cada semana un poco más de dos millones de dólares en temporada regular y más de cinco en temporada alta, así que algo debe tener ése musical que arranca con la entrada de Elphaba y Glinda (las protagonistas) en la escuela de brujas dirigida por Madame Morrible a las órdenes del Mago de Oz.

A quienes estén pensando en la otra escuela de brujerías que ha resplandecido en los cines, recuerden que Maguire presenta su obra en 1995, como he remarcado, es decir, dos años antes de la aparición de Harry Potter.

Evidentemente, Hollywood ni siquiera ha querido esperar a que dejen de representar el musical para ofrecernos la versión peliculera y, adoptando una maldita moda que no sé bien quien inició pero que hasta ahora no ha dado buen resultado, nos presentó a finales del año pasado ¡la primera parte! de Wicked que, advierto, dura dos horas y tres cuartos.

Como teatrero que soy y gustándome los musicales, la propuesta resultaba difícil de rechazar, máxime cuando parecía claro que la pieza no está dirigida a los infantes, sino que tiene claves para adultos; además, una pieza que lleva representándose en Broadway desde 2003 no puede ser mala. Y salen Michelle Yeoh y Jeff Goldblum. No puede ser mala, en imdb tiene casi un ocho.

No es que sea mala: es que es malvada.

He de comprobar si la banda sonora de la película se parece poco o mucho o nada a la banda sonora del musical escénico. Porque las canciones de la película son paupérrimas: nadie hará una versión de ninguna dentro de tres años; no de veinte o cincuenta, no: tirando largo, quizás cinco años, pero lo dudo mucho.

Las coreografías, una vez más, carentes de talento y gracia.

Los colorines, el escenario, los trucos informáticos, bien, como era de esperar, pero nada nuevo.

El ritmo interno de la narrativa visual, adocenado, sin fuerza; que se mueva por momentos, no quiere decir que posea tensión, Mr. Jon M. Chu.

La trama, teóricamente dotada de apuntes reivindicativos como el amor por los animales, los derechos de las personas, los tejemanejes de los poderosos, adolece de una presentación propia de textos dirigidos a jóvenes que abandonaron la lectura para fijar su neurona en un teléfono móvil, sin profundidad, ni mala leche, ni dardos punzantes, ni nada de nada: ni siquiera sus diálogos son interesantes.

No hay nada que consiga atrapar la emoción del espectador.

Para rematar la faena, alguien decidió que Cynthia Erivo, con treinta y siete años, y Ariana Grande, con treinta y uno, eran ideales para representar a dos adolescentes que iban a la escuela de brujerías del Mago de Oz.

¿En serio?¿Se han vuelto locos, o qué? ¿Acaso no hay en todos los U.S.A. dos actrices que sepan cantar y tengan veinte añitos?

Las dos elegidas sin duda dan lo mejor de sí, pero es poco. Muy poco. Da la sensación que ellas mismas no se creen que puedan representar sus personajes y no les falta razón. Hay una gran falta de autenticidad, de empuje, de energía propia de unas criaturas con veinte años menos que las actrices que las deben representar y eso se nota demasiado.

Ha sido un desengaño total porque me esperaba una digna competidora al otro "musical" de esta cosecha, y ha sido una pifia, un fiasco.

Avisados quedan: cuando presenten la segunda, que no cuenten conmigo.


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