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dilluns, 30 de desembre del 2024

Victor Erice en libertad



Desde hace unos años la voluntad de ofrecer a la afición cinematográfica unos comentarios que animen a ver una película contemporánea se ha encontrado con unas dificultades tan impensables como crecientes y en el caso del cine español en particular, el catálogo de buenas películas para sacar a colación queda reducido a los grandes clásicos de una cinematografía que, como casi todas, vivió sus mejores tiempos en el siglo pasado, hace ya más tiempo que el que quisiéramos.

Tenemos en España el caso de un director que ha llegado a la condición de "maldito" -cabe que para el entendimiento de los productores, los que arriesgan dinero- partiendo de un éxito internacional que se alumbró en 1973; un silencio de una década inexplicable; otro gran éxito en 1983, acompañado de una polémica que tuvo alguna aclaración años más tarde y ahora, cincuenta años después del primer largometraje de ficción, aparece Víctor Erice con la que muchos nos tememos vaya a ser su última contribución al cine de ficción español: sólo tres películas va a dejar el que en mi opinión es el mejor director de los últimos lustros, un tipo que con toda seguridad provocará en un futuro más de una tesis doctoral que hurgará en los misterios de una sociedad que ha permitido semejante pérdida mientras aplaude productos deleznables.

Los afortunados que hemos visto estrenar El espíritu de la colmena y El sur y les hemos guardado un hueco en nuestra memoria puede que seamos unos nostálgicos y puede, incluso, que seamos aquellos espectadores para quienes Erice ha escrito y ha dirigido su última película, su tercera obra cinematográfica de ficción, porque nos regala con un montón de apuntes autobiográficos que percibiremos, unos más y otros menos, guiños cómplices que al tiempo son alfileres clavados en el alma del maestro, momentos de dolor y gozo que permanecen ya en la memoria colectiva de los cinéfilos que entendemos que el cine antes que nada es un arte y como tal carece de objetividad, porque su fin primordial es sugerir.

Erice siempre se ha quejado que su fantástica segunda película, El sur, era simplemente la primera mitad de lo que él tenía planeado mostrar: en su tercera incursión se ha cuidado mucho de presentarnos una pieza que supera con creces el ajustado minutaje de las dos primeras, alcanzando casi las tres horas de metraje.

Ocurre con Cerrar los ojos lo mismo que con piezas de semejante metraje en manos de grandes directores: que uno las ve sin que, a diferencia de otras ocasiones, se dé un vistazo al reloj, porque el maestro capta la atención por completo y pese a mantener un tono pausado y relajado durante toda la exposición, su perfecta caligrafía cinematográfica nos tiene presos en la pantalla porque nos está contando cosas, lentamente, sí, pero cosas que hacen avanzar la narrativa, que nos mantienen más que alerta en suspense, porque sabemos que hay una acción que no para, una apisonadora de sensaciones que conformarán un camino hasta un final que, como sucede en algunas grandes ocasiones, queda abierto a la espera que sea el propio espectador el que lo cierre según su propia idiosincrasia, porque Erice, como muchos de los grandes del séptimo arte, no pretende dar lecciones: sólo quiere suscitar sensaciones: y vaya que sí lo consigue.

Basándose en una inteligente trama de una súbita e inexplicable desaparición de un famoso actor veinte años atrás, Erice desgrana un camino, una procesión emotiva, sugerente y a salto de mata trufada de apuntes cinéfilos propios y extraños que se erige en un memento de su sentir de cineasta con raíces clásicas y tropiezos varios a los que no ha sabido o podido, o querido, quizás, enfrentarse con la debida proporción pero que no olvida, como nadie tampoco.

Y ello nos permite disfrutar una vez más de su peculiar arte cinematográfico, de esa forma de filmar tan suya, tan perceptible, tan bella y eficaz al mismo tiempo: qué pocos directores quedan ya que se atrevan a rodar con poca luz suave sin intención de atemorizar, de causar miedo; simplemente porque las pupilas de los intérpretes se dilatan al máximo y sus miradas ¡ay, las miradas de los actores de Erice, ay! cuentan mucho más que sus palabras y fíjate que estamos ante una película dotada de un guión magnífico y unos diálogos sorprendentes, y va el tipo, ése Erice, y nos cuenta las cosas con las miradas en silencio de sus intérpretes, a los que somete a primeros planos pacíficos y sostenidos. Ya no se hacen películas así. Seguro que todos los intérpretes de esta maravilla guardarán en su corazón un lugar preferente a la experiencia y Ana Torrent ¡soy Ana! en particular, más.

Podría escribir muchas más cosas de esta película porque las suscita sobradamente pero me parece que ya habré cumplido con la autoimpuesta obligación de trasladar el ánimo de verla y disfrutar de ella antes que se pierda en el olvido por el machaque del consumismo que trata de imponernos la mercadotecnia. Añadiré, por si hacía falta, que es total y absolutamente imperdible y no la califico de obra maestra porque aún no la he visto cinco veces y no quiero precipitarme, pero lo que es casi seguro es que dejar de verla sería craso error para quien sienta la cinefilia en vena.

¡Y feliz año 2025!


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dissabte, 7 de desembre del 2024

Otro bluf



Que podemos apuntar en la ya vasta filmografía lamentable que nos presenta Netflix acompañada, eso sí, de un despliegue de publicidad abierta y encubierta -ésta en forma de críticas cinematográficas evidentemente subvencionadas, por no decir directamente compradas- que ya empieza a erigirse en una advertencia para el cinéfilo que espera se le ofrezca una película interesante y se encuentra con un cúmulo de errores, pifias, desaciertos y momentos que casi causan vergüenza ajena y casi que la sensación que te están dando gato por liebre.

Cuando en la campaña publicitaria previa comprobé que era Jacques Audiard el que se había encargado de dirigir Emilia Pérez recordé que ya habíamos comentado en 2019 su película Los hermanos Sisters que resulta ser un western con muchos puntos en su favor y conociendo en el bombardeo mercadotécnico que quizás el galo era capaz de presentar de forma convincente y original una trama en la que se aúnan la música, el cambio de sexo y la violencia inherente al narcotráfico mexicano, la perspectiva de verla en este fin de semana tan largo era sin duda un acicate para el cinéfilo de buena fé.

Craso error: una vez más -y ya van unas cuantas- el poderío mediático de Netflix deja patente que un certamen antaño prestigioso como el de Cannes ha otorgado unos galardones que no tienen justificación alguna y que pasarán a la historia de los despropósitos, así que ojito con las recomendaciones de los premios porque la cosa está que arde: se acabó confiar en la crítica "especializada" y en el diagnóstico de unos "jurados" que no cumplen con su deber de aplicar sus conocimientos para destacar la excelencia.

Resulta redundante traer a colación el daño que la cultureta "woke" está causando al punto que afortunadamente en los últimos meses cada vez se oyen más voces señalando sus prácticas inaceptables y una de ellas es, como todos sabemos, que hay que aceptar y aplaudir todas aquellas manifestaciones "artísticas" que supuestamente encaminan sus pretensiones a divulgar las virtudes de algún aspecto que se ha determinado de singular importancia y al que se queje o se atreva a discutirlo, hay que situarlo en el lado de los adversarios de la verdad uniformemente prescrita y así cuelan como innovadores progresistas autores de truños como el presente producto cinematográfico que en mi opinión intenta sacar tajada de la buena fe y la falta de valor de un consumidor de cine que deja que le tomen el pelo a conciencia sin quejarse, olvidando sus derechos de espectador, aquellos que grandes del Cine como Wilder o Hitchcock siempre tenían presente: el público no es tonto. O no lo era.

Mira que me olía la tostada porque después de comprobar en cabezas ajenas que hice muy bien en evitar el experimento musical del joker me temía dificultades con esa Emilia y ahora, vista, me arrepiento de no haber hecho caso a esa vocecita que me advertía del peligro: todos sabemos que el género musical es difícil en el cine porque siempre choca que un personaje empiece a cantar para expresarse, pero bien mirado, también lo hacen en la ópera y bien que me gusta; y mis reparos en la adolescencia contra los musicales se acabaron cuando ví piezas memorables como My Fair Lady o West Side Story o Cabaret que son obras maestras del género y que, tomadas como ejemplos a seguir, rápidamente comprobaremos que sus elementos no coinciden para nada con esa Emilia Pérez que algún desvergonzado ha calificado con cinco estrellas sobre cinco para engañar al personal.

Porque los defectos que tiene Emilia Pérez son perfectamente percibidos ya en la primera media hora de su interminable metraje, casi dos horas y cuarto que parecen cuatro y sin intermedio y vamos a enumerarlos tratando de no cansar y de no dejar ninguno en el tintero:

1.- La música es horripilante: no es que sea de un tipo que dices: no me va, no me encaja, no me gusta. No. Es mala, espantosa, no tiene ritmo, no tiene melodía. en menos de un año nadie será capaz de acordarse de ella. Y los de Cannes van y la premian.

2.- Si la música es mala, ver que la canta alguna de las protagonistas con un coro propio de tragedia griega entonando todos ellos, personaje y coro, la canción como si quisiera Audiard despejar cualquier duda de lo horrorosa que es la canción, es una situación que uno podría aceptar en una función de aficionados, pero no en un musical de este siglo con tantos ilustres antecedentes en los que los intérpretes además de actuar cantan muy bien. ¿No les hicieron pruebas de canto a las protagonistas?¿No las vio y escuchó después Audiard?¿Hubo amenazas que impidieron eliminar los números musicales?

3.- Los bailes. De hecho, siguiendo la costumbre de las últimas décadas, las coreografías están a años luz de lo que era capaz de concebir Bob Fosse. Por momentos, detrás de la actriz en funciones de cantante hay un grupo de jóvenes que parece están haciendo una clase de gimnasia casi que grotesca pero comprensible su fealdad por basarse en una canción nefasta, ofreciendo una impresión de novatada, de algo improvisado en un festejo regado con calimocho.

4.- El guión y los diálogos parecen mantenidos para demostrar que el enorme valor de Audiard de ofrecer una película hablada en español (imagino que en Francia no la doblaron y la vieron toda ella con subtítulos y que en los U.S.A. la van a doblar enterita para que los gringos que quieran mostrarse como acérrimos wokes puedan verla y guardando el original para la mayoría hispanohablante suponiendo que les interese, que es mucho suponer) merece la pena de sentarse a seguir la trama, pero resulta que las ideas corren por la pantalla como pollos sin cabeza y los diálogos, más paupérrimos que interesantes, logran que una oportunidad de integrar algo tan de la época que vivimos como es el cambio de sexo en una película de género se pierde en un marasmo adocenado que no consigue que el espectador sienta interés en lo que le están contando, de tan mal como lo hacen.

5.- Las actuaciones de las tres actrices protagonistas son malas:por momentos resulta difícil entender lo que pronuncian (a los listillos defensores del diablo que apunten a que su español es el corriente en México les recordaré inmediatamente que al genial Cantinflas se le entiende siempre requetebién) y además lo hacen con una falta de convicción alarmante:¿no les han pagado por ese trabajo? Porque no lo sudan. Parece que no les interesa, con unas actuaciones planas, uniformes. Una vez más, el jurado de Cannes les otorga el premio a la interpretación y uno se pregunta qué está pasando en Francia.

6.- Una decepción comprobar como Jacques Audiard dirige este engendro en el que lo único respetable de su función como máximo responsable es el atrevimiento de usar un musical para una representación en la que los intérpretes hablan en español y buena parte de la trama gira en torno al hecho que una de las protagonistas es una mujer que nació como varón, circunstancia que decide cambiar: los entresijos del guión por momentos parecen interesantes aunque con algún que otro agujero y luego, conforme avanza el pesado metraje, la trama declina imparable sin que Audiard haga nada por remediarlo: se le va de las manos y lo que podría ser una innovación más que un experimento queda en agua de borrajas.

De lo que sí es ejemplo esta película es de la inmensa capacidad de las industrias multimedia de orquestar campañas de publicidad engañosa y de la degeneración de la crítica cinematográfica que se ha convertido en servil instrumento dotado de linda palabrería encaminada a convencer mediante el engaño a un público que ya no puede confiar en profesionales que presumiblemente se dejan influenciar por esas industrias, olvidando que se deben a sus lectores, que en justa correspondencia, cada vez son menos. Luego se quejan.

Ya saben a qué atenerse.


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