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dilluns, 25 de febrer del 2019

1956: Sesión doble de Lang



Veinte años y veintidós películas después de haber llegado y trabajado en Hollywood, Fritz Lang aceptó firmar un contrato con el productor Bert E. Friedlob comprometiéndose a dirigir dos películas que serían distribuidas por la RKO, lo que como todos sabemos significaba un presupuesto muy ajustado y poco tiempo a disponer desde que el guión se aprobara por la censura hasta que se diera por finalizado el rodaje.

Transcurridos ya sesenta y tres años, sorprende que un director de la talla innegable de Fritz Lang se viera compelido a acometer el rodaje de dos películas en un mismo año natural y además que las mismas se incardinen de forma natural en la gloriosa Serie B -gloriosa por la forzada participación en ella de ilustres cineastas como Lang- cuando lo más lógico hubiese sido proporcionarle la suma de medios para realizar una sola película.

En 1956 la industria del cine ya empezaba a notar la influencia de la televisión en la taquilla y su única ventaja era la posibilidad de ofrecer formatos panorámicos y a todo color por un lado y por el otro tocar algunos temas enfocados al público adulto, pues pese a existir la censura de contenidos era más rigurosa para la televisión, precisamente por su virtud de colarse en los hogares estadounidenses sin pedir permiso. Así que en la pantalla de los cines había lugar para superproducciones y también para películas de Serie B que ofrecían temáticas especializadas por temporadas y a mediados del siglo pasado el policial, el terror y el suspense eran anzuelos de probada eficacia para atraer al gran público.

Ello no era obstáculo para que algunos cineastas de talento subvirtieran las propuestas cada vez más simplistas de los productores empeñados ya entonces en hacer dinero antes que cine para rodar películas que bajo la apariencia de una forma contenían acerados alfileres de crítica social sin perder jamás de vista que el aburrimiento es el mayor peligro y obstáculo para cualquier mensaje que se quiera ofrecer al espectador: Lang prefería ocuparse de cuestiones que atormenten el alma antes que de presentar acción trepidante, convencido que, en definitiva, los problemas que pueden tener los personajes de la ficción captarán la atención del espectador, siempre que consiga su empatía.

Friedlob presentó a Lang dos guiones para rodar sendas películas y el amigo Fritz vió enseguida las posibilidades de exprimirlos a su preferencia contando con la colaboración de su amigo Gene Fowler Jr. que sería el que se ocuparía del montaje, como ya hizo en tres ocasiones anteriores (Western union -1941; Hangmen also die - 1943; The Woman in the window -1944) en quien Lang depositaba su confianza, sabedor que los productores acostumbraban a remontar las películas una vez finalizadas, bien por presiones de la censura bien por estúpidas ideas comerciales de exhibición.

La primera de las películas fue While the City Sleeps (Mientras Nueva York duerme), basada en una novela de Charles Einstein que adaptó Casey Robinson y la sinopsis sencilla podría expresarse afirmando que la tranquilidad de la ciudad se ve alterada por la existencia de un peligroso asesino que ataca a las mujeres que viven solas y las mata dejando mensajes y señales, lo que despierta el afán de los periodistas para relatar los avatares de la investigación criminal.

Esa convocatoria al suspense se advierte en el cartel del lateral en el que además de ver a una joven en salto de cama y a un repartidor a domicilio de un supermercado acechando tras la puerta comprobamos que hay un atractivo elenco de intérpretes, un reclamo para el espectador ayudándole a tomar la decisión de dejar por un rato el televisor y acudir a la sala de cine a estremecerse con chicas bonitas y un asesino enfebrecido.

Lang entra en materia rápidamente: antes siquiera de la aparición de los títulos de crédito nos ha presentado el primer asesinato sin apenas diálogos, sin motivación alguna, fríamente, usando la elipsis para evitar escabrosidades innecesarias: tiene bastante con el rostro tenso del asesino (impagable composición de John Barrymore Jr.) y sus guantes negros para dejar la impronta de un asesino en serie.

Mientras tanto,Amos Kyne, dueño de las Empresas Kyne, conglomerado de los medios de comunicación, periódico, agencia de noticias y canal de televisión, está convaleciente de una grave enfermedad pero al lado de la cama tiene dos máquinas de teletipo en las que recibe la información del asesinato que acaba de ocurrir gracias a la somera información que ofrece la policía de Nueva York y de inmediato llama a rebato al director del Sentinel de N.Y., Griffith, al de la Agencia, Loving, al director de Reportajes gráficos, Kritzer y a su periodista estrella de la televisión Mobley y les pega una bronca porque tiene que ser él quien desde la cama entienda la importancia que para el periodismo -es decir, para su empresa- tiene una noticia semejante, aventurando que va a dar muchos titulares, tantos como asesinatos se vayan produciendo por el criminal desconocido.

Amos Kyne despacha a todos excepto a Mobley con el único objeto de reiterarle, una vez más, su deseo que éste acepte sustituirle en el cargo de mandamás del conglomerado, participándole sus lamentos por la poca confianza que tiene en su heredero natural, su hijo Walter Kyne, a quien asegura haberle regalado en demasía la vida; mientras Mobley se niega por enésima al tiempo que le conecta el televisor para que el jefe pueda ver su espacio, pronto a emitirse, el viejo Amos Kyne fallece repentinamente.

Lang nos muestra la pantalla del televisor en la que Mobley, apesadumbrado, anuncia el fallecimiento de su jefe y para reafirmarlo, enfoca en contrapicado en el exterior del edificio el rótulo de KYNE que se apaga.

Aparece entonces la materia de la que Lang se servirá para poner en tela de juicio la sociedad de la época -el espectador de este siglo aquilatará su vigencia- a través de la conducta de los personajes que viven en la trama: será su codicia la que los motivará en búsqueda de poder, influencia, dinero.

Porque Walter Kyne, admitiendo su inexperiencia,les dejará entrever que quien acabe dilucidando el misterio de los crímenes será el que ocupe un nuevo cargo, de Director Ejecutivo, ya que él, dueño de todo, necesita tiempo para aprender.

Salvo Mobley, que siempre rechazó la posibilidad, los otros tres iniciarán sus tejemanejes de inmediato y Lang se cuidará mucho de remarcar la falta de escrúpulos de los aspirantes: mediante una cinematografía que huye como del diablo cualquier aproximación a la fotografía expresionista o cuando menos fuertemente contrastada de sus trabajos más célebres, el taimado Fritz se empeña en filmarlo todo con una amplia gama de grises y un formato que imita al tono televisivo, buscando una normalidad que otorgue apariencia de verosimilitud a lo que nos cuenta la cámara sin alardes, lo más quieta posible, pues Lang lleva a la práctica su teoría que para criticar a la sociedad la apariencia debe sujetarse a lo que se cuenta y lo que nos explica rezuma mediocridad ética tanto por parte de los medios periodísticos como incluso de la propia policía que, absolutamente perdida, coadyuva a unas prácticas periodísticas que lejos de situarse como meros espectadores y relatores de una actualidad vigente la usan para sus propios fines.

Ello no es obstáculo para que su arte, que para él era casi una obligación entendida como búsqueda de la perfección, se desarrolle sigilosamente, sin llamar la atención: por ejemplo, cuando filma al asesino lo hace siempre con una iluminación fuerte compensada probablemente con filtros -pues no se observa mayor profundidad de campo por usar diafragmas pequeños- con el fin de conseguir que sus pupilas se encojan produciendo una mirada psicótica cuando está encaminado a un nuevo crimen.

Todos los personajes salvo el asesino -que es un psicópata incapaz de dominarse- perpetran actos innobles y con ello Lang apunta con bala a los negocios de la comunicación, tomando cada personaje como prototipo de éxito, como cumbre de cada profesión, verdaderos egoístas más preocupados por sus afanes que por cualquier otro concepto; el conjunto nos lleva a concluir que los llamados medios de comunicación atienden en primer lugar a sus intereses propios y después a la naturaleza de su profesión.

Ni siquiera queda libre de la crítica el teórico protagonista, Mobley, al que Lang presenta como dipsómano e infiel al dejarse querer por la también infiel y dipsómana Mildred, aunque a ella sus movimientos interesados satisfacen por partida doble, lo mismo que le ocurre a Dorothy Kyne, infiel y deseosa de cierta venganza.

Un final acomodaticio y convencional, con toda seguridad impuesto por Friedlob -que luego se preocupará de aparecer en el primero en los títulos de crédito- no consigue hacernos olvidar que más allá de lo esperado, hemos asistido a una diatriba dirigida a unos medios que intentan y quizás consiguen manejar la sociedad que los sustenta.

Así lo refleja el cartel que apareció ya después del estreno inicial, confirmando el retrato de unas gentes capaces de vender a su propia madre para conseguir sus fines.


Un contrato es un contrato y aquí tenemos a Fritz Lang en 1956 con la obligación de rodar una película para Friedlob y la RKO asumiendo que para un director no existen los derechos de propiedad intelectual usualmente maltratados, ignorados en realidad, por unos productores que del séptimo arte apenas saben nada: Lang se las tuvo con Friedlob en la anterior -hasta cuatro pre estrenos hizo para tener razones para eliminar una escena que no le gustaba [y no pudo, porque siempre hubo risas]- y además quedó un poco harto de la dipsomanía real de Dana Andrews y se lo imponían como protagonista de la siguiente película, así que paciencia y ver la forma de capear un compromiso que a priori se le antojaba árido y que despachó en veinte días de rodaje.

La película, titulada Beyond a Reasonable Doubt (Más allá de la duda) se basa en un guión de Douglas Morrow y a modo de sinopsis diremos que versa sobre la decisión de un escritor de aparentar ser el asesino de una corista con el fin de desacreditar la aplicación de la pena de muerte en un estado en particular. La idea parte de su futuro suegro, Austin Spencer dueño de un periódico, cuya hija, Susan Spencer está enamorada de Tom Garret, quien se inició en el periodismo y luego fue animado por el propio Austin a dejar el periodismo y dedicarse a escribir, con un primer libro de éxito en su haber y deseando iniciar la escritura de un segundo que le asiente en el parnaso. Las convicciones de Spencer contrarias a la aplicación de la pena de muerte por su carácter irreparable le llevan a urdir un artilugio encaminado a desacreditar no tan sólo al implacable Fiscal del Distrito -que aspira, como siempre, a ser Gobernador del Estado- sino a la propia legislación que propicia la condena a muerte de algunos reos de asesinato.

Lang inicia la breve película -escasos 80 minutos- con unos títulos de crédito que se desarrollan sobre las actividades propias de una ejecución en silla eléctrica a la que asisten como público Tom y Austin, quienes luego se encontrarán en un bar con el Fiscal, sabedor que al día siguiente la editorial del periódico de Spencer criticará la aplicación de la pena máxima.

La decisión de Tom Garret de simular ser el asesino de una corista hallada estrangulada en las afueras de la ciudad se ejecuta en complicidad con Austin Spencer que va tomando fotografías de todo lo hacen, dejando pistas que apunten a la persona de Garret como culpable, construyendo un falso culpable con la idea de esperar a la condena y levantar el secreto poniendo en evidencia que cualquier inocente, con pocas y falsas apariencias, puede acabar en la silla eléctrica.

El postulado de la trama encierra no pocas dificultades; el guionista, conocedor de los peligros que puede comportar desafiar la maquinaria de la Justicia, sirve perfectamente los intereses de Lang, a estas alturas de su vida bastante desengañado y escéptico de la sociedad estadounidense y sus mecanismos y con una gran condensación nos ofrece una visión bastante desgarrada de sus elementos: de una parte, un periódico que crea una artimaña con el objetivo de engañar a la policía y también a la fiscalía e inclusive a la judicatura; de otra parte, una fiscalía que se empecina en obtener la condena de un acusado con unas pruebas que no son mucho más que circunstanciales y que en cierta manera rompen el principio anglosajón de "más allá de toda duda razonable" (que aquí conocemos como "in dubio pro reo", base de una justicia garantista) sin perder de vista que, tratándose de un escritor de cierta fama, una condena a muerte significa para el Fiscal una proyección interesada y también, de rebote y de hecho como base, una policía que practica los descubrimientos que el artefacto del periodista y el escritor les va proporcionando, con un resultado que a priori se advierte como incierto.

El problema surgirá cuando, a punto de dictarse el fallo del jurado, algo sucede que da al traste con el artificio de los literatos y el falso culpable que el espectador conoce porque ha estado viendo todas las añagazas termina en una situación que le puede llevar de cabeza al cadalso.

Una vez más Fritz Lang se sirve de un formato cinematográfico próximo al documental, cuidando que su cámara se desplace acompañando a los personajes para evitar saltos de eje y dando continuidad a las secuencias: en pocas ocasiones uno verá escenas en corte judicial filmadas de forma que el montaje se hace casi innecesario y por si fuera poco en su afán de conseguir una normalidad cotidiana, Lang acaba por identificarse con las cámaras de televisión que cubren las sesiones del juzgado. Asimismo, tan pronto Garret acaba en una celda, nos presenta una prisión de aspecto desagradable, verdaderas jaulas, lo que le causó no pocas discusiones con el productor Friedlob.

Lang provoca la sensación de claustrofobia a partir del momento en que Garret para en prisión, no tan sólo para ése protagonista sino también para su novia Susan: las habitaciones parece haberse empequeñecido incrementando la tensión por el encierro que se advierte injusto y desproporcionado.

Seguimos en el mismo año 1956 y la industria del cine, como apuntamos, insiste en la presentación de películas con "suspense" al extremo que en los carteles solicitan que una vez vista la película nadie cuente el final ni descubra la resolución de la trama.


En este caso, un giro espectacular e imprevisto, probablemente existente en el guión a filmar, condiciona de alguna forma una resolución que el propio Lang posiblemente hubiese desarrollado de otra forma menos abrupta y más convincente, porque queda casi increíble. Ello no empece ni disminuye la carga crítica que Lang despliega presentando a unos prototipos pertenecientes a una sociedad que se comporta de forma irregular, poco ética, dejando en el alero varias cuestiones que atañen a las diversas consideraciones relativas a la culpabilidad o cuando menos a la responsabilidad concerniente al derecho a disponer de las vidas ajenas.

Diríase que Fritz Lang vertió en su última película americana buena parte de la amargura que le procuró la experiencia de trabajar en la industria de hollywood: al productor, Friedlob, que le intentaba engatusar para nuevos proyectos, le dijo claramente que prefería no rodar más películas antes que sufrir un infarto, declarándose harto de sus discusiones a causa de las intromisiones. Ignoro de qué ni por que causa, pero Friedlob falleció a finales de 1956, siendo esa su última película. Lang todavía rodaría cuatro más en Alemania y luego volvería a E.E.U.U. donde fallecería veinte años más tarde, en 1976, y lo hizo asegurando hasta el último momento que no le gustaban los productores.

En definitiva, dos películas del mismo año, del mismo director padeciendo al mismo productor y con la estrella principal idéntica. Dos ocasiones en las que el motivo aparente de una trama criminal sirve a los verdaderos propósitos del director, que a sus sesenta y cinco años demostraba mantener un espíritu rebelde capaz de aprovechar los resquicios de la industria para señalar fallos en la sociedad imperante y, como el decía, poner el dedo en la llaga.

No me diga nadie que no es una sesión doble absolutamente imperdible. 100 y 80 minutos de puro cine. Que lo disfruten.

Cuidado: en los comentarios, hay spoilers.

Dedicada esta entrada a mi primo Jordi, el día de su cumpleaños, a modo de gratitud por ser el único pariente que me lee.

¡Una abraçada, Jordi!¡I per molts anys!







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divendres, 8 de febrer del 2019

Capicúa




Tal día como hoy 8 de febrero del año 1960 un actor recibía dos estrellas del paseo de la fama, una por sus trabajos en la televisión estadounidense y otra en reconocimiento de su fama como intérprete de películas que cautivaron a un público acostumbrado a que le respetaran y no le dieran gato por liebre cuando acudía al cine: John Payne contaba a la sazón 48 años de edad y había trabajado en películas de toda índole, algunas de corte muy familiar e incluso musicales (tenía una bonita voz de barítono), pero seguramente pasará a la historia por sus composiciones de tipos recios deudores en parte de su robusta constitución: 188 centímetros de músculos entrenados en una juventud en la que repartió -y recibió- tortazos en el boxeo y la lucha libre americana le facilitaron sin duda actuar con naturalidad en películas de acción y también en el ilustre y añorado cine negro de la Serie B.

En 1953 rodó su segunda colaboración con Phil Karlson cineasta con mucho oficio capaz de rodar siete películas en un año, desde westerns a películas bélicas o de capa y espada y también, como no, películas de escaso presupuesto y mucho talento condensado, por ejemplo 99 River Street (Calle River 99) en la que apoyándose de inicio en guión escrito por Robert Smith adaptando una historia de George Zuckerman, ofrece un relato que nos permitirá reflexionar sobre la ira devastadora fruto de la deslealtad y la violencia desatada por los acontecimientos subsiguientes en el curso de una noche en la que la probidad e inocencia del protagonista peligrará.

Todo arranca cuando vemos un combate de boxeo de los pesos pesados: un tal Ernie Driscoll se enfrenta al campeón vigente y ganando a los puntos, la mala suerte de los perdedores hace que un golpe le parta el arco ciliar y le perjudique el ojo, sangrando y afectándole la visión, momento en que el campeón aprovecha para derribarle de un directo: son tres minutos de intensa violencia deportiva relatados por la estentórea voz de un comentarista y el plano se aleja y comprobamos que es un programa de televisión y el propio Ernie Driscoll está viendo su derrota sucedida tres años atrás, en un bucle temporal que no augura nada bueno.

Su mujer, la guapa Pauline, le echa en cara su mala situación económica, tan lejana de la hipotética riqueza del campeón apuntando a su fracaso con frases secas y cortantes: cuando él, que ahora ejerce de taxista la lleva a la floristería donde ella trabaja, le dice: preferiría ir detrás, en el taxi.

Cuando después él, va a buscarla a las nueve de la noche para llevarla a casa y le lleva de regalo la caja más grande de bombones que le ha comprado siguiendo el consejo de su amigo Stan, director de la compañía de taxis, observa cómo ella está coqueteando con el elegante, suave y letal Rawlins, quien le está prometiendo que ambos estarán en Paris en dos semanas disfrutando del dinero conseguido gracias al robo de unos diamantes. Ernie les ve a través de la cristalera besándose y cuando la adúltera pareja sale intentando tomar el taxi, Pauline se percata que es el de su esposo e inmediatamente teme por su integridad, asegurando a Rawlins que Ernie tomará venganza por su carácter violento.

Ernie regresa al bar donde espera hallar a su amigo Stan y halla a Linda, aspirante a actriz en Broadway, que le pide con urgencia un favor: él no sabe negarse ante los argumentos de ella y todo acaba en un enredo perjudicando al pobre diablo que en media hora se encuentra engañado por una esposa infiel y por una amiga ventajista, lo que viene a considerar un principio y un fin semejantes errando el blanco pues no imagina lo que todavía está por suceder: la fatalidad no ha hecho más que apuntarse y todo lo que ocurra conseguirá convertir la noche en la más aciaga de su vida pues en breve acabará perseguido por la policía por dos motivos diferentes mientras trata de eludir a una pandilla de mafiosos armas en mano.

Karlson, con la inestimable ayuda del camarógrafo Franz Planer usa el B/N contrastado casi al punto del expresionismo y sitúa la cámara siempre muy cerca de los personajes -lo más alejado es el plano americano y excepcionalmente tres o cuatro generales- y además juega con la profundidad de campo de cada objetivo, usualmente cortos, obligando a los intérpretes a moverse en el recuadro porque la cámara permanece impasible, quieta, a menudo en ángulos bajos engrandeciendo la perspectiva ominosa de los personajes. La mayoría de las escenas son interiores en habitaciones no muy espaciosas y retuerce el escenario rodando dentro del taxi que el protagonista conduce durante muchos minutos y en todo momento mantiene con férreo pulso el ritmo cinematográfico impeliendo a la acción un avance continuado que hace que los ochenta y tres minutos de metraje pasen en un suspiro, porque nos cuentan muchas cosas en poco tiempo.

No hay planos sobrantes ni efectos encaminados a deslumbrar al espectador: todo lo que vemos en pantalla está encaminado -y muy bien, por cierto- a contarnos una historia que avanza como un giróscopo con un avance incesante, sin descansos ni tiempos muertos: a un plano corto sucede un primer plano y luego un plano detalle seguido de un primerísimo primer plano y todo sin experimentos raros con los ejes ni los contraplanos, de la forma más inteligible para que el espectador, respetable y respetado, se entere de todo lo que está pasando justo al mismo momento en que lo advierte el protagonista, con lo cual la empatía con el pobre diablo está asegurada y el ánimo sobrecogido porque llegamos a sentir la violencia antes que ésta se produzca.

La economía cinematográfica no va en demérito del lenguaje cinematográfico ni de la caligrafía que Karlson exhibe en la que quizás sea su mejor pieza para examinar (en una época especial: hace 66 años algunos aspectos de las películas eran revisados especialmente) vigorosamente la realidad de una violencia nada soterrada, a flor de piel más bien, de un protagonista que no ha sabido asimilar una derrota sufrida años atrás y mantiene en su interior una ira contra el mundo en general en apariencia y en realidad contra sí mismo, sentimiento que estalla en una violencia que por momentos tiene una causa exógena y cuya fisicidad expresada de forma salvaje, ruda, brutal e hiriente tras un calvario personal finalizará permitiendo que el individuo alcance la paz en un renacer personal que deviene en buena parte gracias al afecto y lealtad persistente de aquellos personajes que realmente aprecian y quieren a Ernie.

El final feliz impuesto por los usos contemporáneos no nos hace olvidar que hasta el último minuto Karlson ha expresado con la cámara un retrato de una sociedad compleja en la que hay lealtades donde uno menos lo espera y traiciones como desarrollo natural de una conducta, así como errores que pueden enmendarse y que la fatalidad puede alterarlo todo momentáneamente llevando consigo y de rebote una violencia inusitada, desproporcionada y que únicamente con frialdad puede soportarse y quizás superarse.

En definitiva, una pieza imperdible para el cinéfilo que quizá la viera hace tiempo para disfrutarla de nuevo y para quien la desconozca, una oportunidad más de constatar que la conocida como Serie B de la época clásica del cine sigue siendo una fuente de placeres cinematográficos, en realidad un lugar poco frecuentado, de cuyo desconocimiento general sacan partido aprovechados que ven obras maestras donde hay mediocridades. Dicho de otra forma: si recién le está apeteciendo ver películas en B/N, no debería perderse ésta bajo ningún concepto. Y si es amante del cine negro y no la conocía ¿a qué espera?

Vídeo (v.o.s.e.):















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diumenge, 3 de febrer del 2019

Goya a capela




Las ceremonias de entregas de premios del cine, con ser éste un arte, me parecen una excusa para promocionarse y siempre me extraña que lo hagan tan malamente, aburriendo al personal sin misericordia; ello sin olvidar que trasladar la competencia de nominaciones y premios a un arte que siempre tiene un componente subjetivo, el de cada espectador por lo menos, me parece inapropiado. O sea, bien el autobombo y la propaganda, pero podrían aburrir menos.

Después de haber celebrado con la familia el centenario de mi padre, ayer no me apetecía en absoluto ni siquiera intentar ver un momento la gala de los Goya y menos con la previsión de triunfos que llevaba días dando vueltas: bien cierto que, ya que son premios jamás declarados desiertos, tenía que haber una ganadora.

Y la hubo, vaya que sí:



Por lo que se puede leer, fue un antes y un después.

Rosalía i el Cor Jove del Orfeó Català demuestran que cantando a capela, sin artificios, con talento, imprescindible, se puede hacer arte.

Luego, le dan el premio de mejor guionista ¡y director! al responsable de una película que emociona menos que un telediario.

Esto de Rosalía traerá cola..... y no sólo de faralaes.....








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