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dilluns, 25 de març del 2019

El Gordo y el Flaco





¿Pero entonces en qué quedamos?
¿El tipo ése flaco, se llamaba Stan?
¿No es eso? Y el otro, era Ollie.
¿Porqué no la han titulado El Flaco y el Gordo, (Stan & Ollie)?
¿Tratan de confundir a la gente o qué?



Sin un bagaje cinéfilo previo los personajes reales y ficticios recreados en la novela de A.J. Marriot "Laurel & Hardy - The British Tours" que ha sido adaptada a guión cinematográfico por Jeff Pope y dirigida por Jon S. Baird con el somero título de Stan & Ollie pueden resultar extraños a toda una generación -qué digo, una: por lo menos, dos- que no habrá tenido muchas ocasiones de ver en pantalla ni grande ni chica tampoco las aventuras de la pareja cómica que en España se conoció -y mucho- como El Gordo y el Flaco, remitiendo al espectador inmediatamente a su inolvidable aspecto físico, con el que ambos intérpretes jugaron a fondo explotando unas caracterizaciones que devinieron en archiconocidas, parejas sin duda alguna a las de Charlot, Pamplinas o Narizotas.

Así que a diferencia de otros biopics dedicados a figuras de popularidad más o menos reciente, en el caso de la película que nos ocupa hoy, acabada de estrenar entre nosotros como El Gordo y El Flaco (Stan & Ollie) puede muy bien interesar a dos públicos diferentes. los que ya vieron las películas en B/N en la tele y en algún cine que se servía de los cortometrajes para ocupar el tiempo porque la publicidad era escasa y eran un reclamo añadido y los que acuden a la sala in albis, sin idea previa alguna.

Para los primeros puede haber un cierto componente de complicidad, de conocer los entresijos, la trastienda de unos meses en los que la célebre pareja está ya muy próxima a su fin y lo sabemos porque se nos indica en pantalla detalladamente las fechas en las que están ocurriendo los eventos a los que asistimos y, sabedores como somos por lo menos de una parte de la historia, no deja de embargarnos una cierta tristeza, porque observar con detalle la caída de los mitos nunca ha sido trago de buen pasar.

A la decadencia natural pareja al paso del tiempo se añade la percepción del declive de la fama y la popularidad: esa aventura de Laurel y Hardy iniciada en las más septentrionales ciudadelas de la que entonces alguna voz famosa denominaría como "la pérfida Albión" provistas de ínfimas salas de teatros que ni siquiera llenan a su mitad porque la gente no gasta su poco dinero para ir al teatro y se queda en casa viendo la tele, es un viaje decididamente crepuscular, un itinerario que advertimos agónico hasta que de repente el arte vence a la adversidad y las risas pletóricas promueven el ruido empresarial necesario para vender grandes teatros llenos preparando la llegada triunfal a Londres.

Pero allí caerá la primera puntilla, porque Stan, ilusionado con una película parodiando a Robin Hood, constatará que las excusas telefónicas de un cobarde se concretan en que no hay dinero para la pareja de ilustres cómicos que supo trasladar su arte del mudo al sonoro sin merma de taquilla y en una imagen descarnada y -para algunos espectadores como el que firma abajo- atroz comprobará que la industria prefiere antes a los imitadores que a los originales.

Pero la amargura del momento no es la que planea en la trama que nos ofrece Baird, muy atento a desarrollar la intrahistoria de los dos protagonistas, una pareja que, como todas, tiene sus altibajos, sus momentos divertidos y sus discusiones, centrándose en el fondo en el curso de esa amistad iniciada tantos años atrás y ligada forzosamente a una actividad profesional en la que uno depende del otro.

La cámara de Laurie Rose fotografía de forma excelente una historia que sentimos ocurre en una época determinada tanto por el acierto del equipo artístico como por una iluminación con tonos siempre muy apropiados y se mueve con elegancia de un emplazamiento a otro situándose en torno a unos personajes que aguantan perfectamente los primeros planos y se lucen en los generales, consiguiendo que las muchas escenas que ocurren en salas de teatro, ora entre bambalinas, ora en el proscenio, sea en el gallinero o en la platea, nunca nos atosiguen con una teatralidad que no se impone en absoluto a pesar del entorno físico.

La gran baza de esta película reside en los dos intérpretes protagonistas: Steve Coogan como Stan y John C. Reilly como Ollie consiguen, de entrada, algo muy difícil: sobreponerse a unos maquillajes magníficos que de forma sorprendente tan sólo han recibido mención en el BIFA y en el Artisan.

Por encima de esos maquillajes -quizás para Coogan sencilla caracterización- ambos actores realizan un trabajo encomiable, de primera fila, que habrá que ver, en lo posible, en su versión original: sus composiciones ofrecen tan amplia gama de sugerentes miradas, silencios, movimientos, gestos, que uno llega a la conclusión que sin ellos el experimento no se aguantaría: por momentos piensas que Coogan está llevando la nave adelante y al cabo de un rato piensas que es Reilly el que se está luciendo sobremanera, y siempre, siempre, sin ni una milésima de histrionismo descontrolado, con una contención bárbara, como si estuvieses viendo ante tí, en colores, al Gordo y al Flaco. Pero viéndoles vivir, actuar, sentir. No son imitaciones: son ellos. Una pasada.

No diría que es imperdible, pero no se la pierdan.


Tráiler:











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divendres, 8 de març del 2019

Gracias, Jacques Loussier






El pasado martes fallecía en París Jacques Loussier.

Entró a formar parte de mi familia de vinilos hace ya muchos años gracias al descubrimiento que de él me facilitó mi amigo Pedro que me vaciló -y mucho- haciéndome escuchar a un pianista que, según él mismo contaría años más tarde, llegó a crear una escuela o un género de pura casualidad: hallándose en los estudios de la DECCA en París, en 1959, con Marcel Stellman y Max de Rieux, hablaban y hablan acerca de proyectos para producir un disco, cuando el bueno de Jacques, para pasar el tiempo, se sentó al piano y empezó a tocar unos arreglos jazzísticos que él mismo había hecho basándose en piezas del genial John Sebastian Bach. Algo que sonaba así:



Marcel y Max se miraron de reojo, asombrados, sonrientes, y al cabo de quince días ya estaba el bueno de Jacques Loussier grabando con Pierre Michelot al bajo y Christian Garros a la batería el que sería el primer disco Lp de muchos que ya forman parte ineludible del jazz del siglo pasado.

Todavía recuerdo haber leído en diversas ocasiones en los periódicos algún comentario levemente despectivo acusando a Loussier de no ser capaz de tocar jazz ni clásico y que sus adaptaciones eran de poca calidad, pero qué quieren que les diga: a mí siempre me han gustado, desde el primer día y, de propina, me introdujo en la música barroca, porque evidentemente, después de disfrutar con Loussier llega el momento en que apetece escuchar a Bach sin adaptaciones.

Con el mismo acompañamiento, años más tarde Loussier, quizás para quitarse el sambenito que se aprovechaba de Bach, no tuvo otra ocurrencia que adaptar la pieza más conocida de Vivaldi:



Y por si lo visto y escuchado les parece poca cosa, veamos ahora cómo el amigo Jacques, ya en este siglo que vivimos toca en directo una versión que apareció en 1999, de una pieza que siguiendo su propia historia musical, vuelve a romper moldes en una adaptación que sin duda hubiese encantado a su compositor:



Lo que resulta curioso es que Jacques Loussier además amerita reconocimiento por sus trabajos (hay que ver cómo aprovechaba el tiempo que no dedicaba a mirar la tele) de compositor de bandas sonoras para el cine.

Si miramos un momento su ficha de IMDb comprobamos que quizás hayamos escuchado -y seguramente oído- alguna de sus composiciones. El cinéfago Tarantino en su película "francesa" Malditos Bastardos inserta varias composiciones del maestro Jacques tocadas por él mismo, como ésta:



Que, como han visto, ya apareció en 1968 en Último tren a Katanga

Gracias por descubrirme a Bach y por tus magníficas versiones, Jacques Loussier.









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