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dissabte, 30 de novembre del 2019

Pintor de paredes



Tenemos delante tal cantidad de elementos mitómanos que pueden alterar la percepción objetiva -dentro de un subjetivismo sin el que el comentario de una película pierde su valor- que para enfriar los ánimos no se me ha ocurrido otra que ponerme de música de fondo y acompañamiento nada menos que la versión que hizo en 1967 Eugène Jochum con la Orquesta y Coro de la Ópera de Berlin de la celebérrima composición Carmina Burana. Lo apunto no por fardar de melómano sino porque quizás acabe influyendo -o no- ya que en el fondo admito que choca frontalmente con la propuesta que se nos hace de la última película de Martin Scorsese.

Si lo pensamos un minuto apenas, lo primero que observamos es una enorme dicotomía entre las querencias del cineasta Scorsese que manifestadas en recientes entrevistas publicitarias le sitúan como adalid del arte cinematográfico clásico, divergente de la moda de superhéroes de cintas repletas hasta la saciedad de espectaculares acciones digitalizadas y por otro lado su obligada alianza con la poderosa Netflix que gracias a su omnipresencia obtiene réditos suficientes para afrontar la producción de una película costosísima, precisamente por el indiscriminado uso de tecnologías digitales: $159.000.000 que al cambio de hace un minuto vienen a ser 144.782.368 € de nada.



¿Tecnologías digitales para una película de gánsters?¿En serio? Pues sí: tecnologías digitales para rejuvenecer artificialmente a tipos tan veteranos como el propio director: Robert de Niro, Joe Pesci y Al Pacino, nacidos entre 1940 y 1943, han visto sus caretos modificados hasta llegar a unas facciones que no se parecen demasiado a la cara que tenían hace treinta, cuarenta años, y doy fe porque tengo edad suficiente para haberlos visto en películas de estreno: películas de gánsters que, hay que decirlo, eran mucho mejores que ésta y desde luego su trabajo mucho más apreciable.

Así que, como se dice habitualmente, amigo Martin: la primera, en la frente: te despachas a gusto -y con razón- dejando como merece al cine repleto de trucos tecnológicos y luego te equivocas -y mucho- admitiendo como buena la idea de rechazar la intervención de jóvenes actores -que están a la espera de una oportunidad- para apoyar la narración de una trama que abarca decenas de años en el rejuvenecimiento facial digitalizado de tres carcamales como tú que deberían haber rechazado la propuesta si albergasen un poco de orgullo propio y menos vanidad: porque se huele a legua el exceso de ombliguismo de De Niro (productor asociado con su Tribeca) y Pacino (salvamos a Pesci porque dicen los papeles que se estuvo resistiendo durante un par de años a participar en el circo; y acaba siendo el más aceptable, caramba) que no quieren aceptar representar el personaje en su edad más provecta únicamente, cediendo parte del protagonismo a otros jóvenes como hasta ahora siempre se ha hecho, llegando el uso de ese rejuvenecimiento artificial al extremo ridículo de aplicarlo también a un actor como Jesse Plemons (nacido en 1988).

Porque pese a quien pese, la interpretación se resiente de la aparición del artificio digital, tal cual ocurre con los rostros que acuden a la cirugía o el bótox para disimular arrugas: si nos ponemos en plan quisquilloso también debemos advertir que la dicción de un hombre de setenta y cinco años nunca es la misma que del mismo hombre con treinta y cinco años: ni el tono ni la potencia de la voz, ni la forma de vocalizar, son iguales, y se nota: claro que se nota: hagan la prueba con la versión original de esta película y, por ejemplo, El Padrino II. Y luego, me lo cuentan.

¿Ya empezamos con las comparaciones? ¡Eh! No he sido yo quien ha decidido que Scorsese filmara una de gánsters con De Niro, Pesci y Pacino como protagonistas, una película, The Irishman que dura tres horas y veintinueve minutos y que nos han estado vendiendo -y lo que durará la campaña hasta la vigilia de los oscar- como una nueva obra maestra que alumbra la cinematografía de este siglo que vivimos como si el anterior no hubiese existido.

La cita de El Padrino II es elemental y obligada porque aunque muchos de los jóvenes cinéfilos quizás no la hayan visto todavía (la tienen escondida desde hace años para que nadie pueda comparar) en ella concurren tanto De Niro como Pacino tal como eran en 1974 y sudando el personaje a las órdenes de Coppola, que debe estar en su viña partiéndose de la risa. Y es de gánsters, claro. Y es una obra maestra. No como ésta.

No sé la sensación que causó la película en la brevísima exhibición que tuvo hace unos días en salas de cine, pero sí creo que Netflix, al presentarla en streaming, hubiese hecho santamente partiéndola en tres trozos y dejándola en formato de gran mini serie, con lo cual evidentemente quedaría fuera de los premios oscar, pero por lo menos no nos hubiera tenido tanto tiempo esperando a que terminara una trama que no aporta nada nuevo, por lo menos a los espectadores europeos no aleccionados de la intra historia que puede sustentar para la audiencia estadounidense un elemento de interés.

El personaje de Jimmy Hoffa (que ya ha aparecido en otras películas y especialmente en una dedicada a él y protagonizada por Nicholson {se le deben llevar los demonios: primero le aparece un joker, luego un torrance y ahora un hoffa}) pertenece a la escasa mitología real de un país joven y queda emparejado en su misteriosa desaparición -ocurrida en 1975- con el magnicidio de Dallas en el que murió John Kennedy, precisamente citado en la trama que sustenta esta película, basada en una ficción desarrollada sobre unas supuestas conversaciones con Frank "El irlandés" Sheeran, asesino al servicio de la mafia en los años sesenta y setenta del siglo pasado.

Para el público estadounidense una ficción en la que se presenta una solución al enigma de la desaparición de Hoffa (tenía una cita en un restaurant y nunca más se supo de él, contando sólo 62 años y no estando enfermo de nada) puede tener un punto de interés, pero dudo que salve el conjunto: la película nos presenta muchas de las acciones en que Frank Sheeran toma parte activa a lo largo de más de veinte años pero la forzosa acumulación de incidentes que no llegan más allá de la condición de anécdotas -sangrientas, sí, pero inanes- acaba por producir desinterés en el espectador, sin llegar al aburrimiento, es cierto, porque Scorsese mantiene su pulso y elementos como la ambientación, el detalle figurativo y la música son de primer nivel, pero el guión ¡ay! se relaja y se excede provocando que la falta de interés aparezca, porque no hay ni un personaje que reúna condición ética y atractivo y lo que es peor, tampoco entre tanto delincuente hay ninguno que suscite ni siquiera temor, no digo admiración: si acaso el personaje encomendado a Pesci, un mafioso llamado Russell Bufalino, tiene las líneas de diálogo más cuidadas y el actor sabe aprovecharlas, porque lo que es De Niro como el asesino Frank o Pacino como Hoffa ni provocan simpatía ni llegan a desembarazarse de la artificialidad que impregna sus faces en todo momento, incluso ¡ay! cuando posiblemente no hay aplicación de trucos digitales: no están ya para estos trotes y alguien debería decírselo.

Scorsese tiene en contra todos los elementos: sus protagonistas son viejos y ha sido un error aplicar artificios digitales; el guión se extiende demasiado, quizás porque había que hacer equilibrios para que sus dos primadonnas, De Niro y Pacino, tuviesen semejantes líneas de diálogos y primeros planos y zarandajas semejantes, cuando deberían estar a las órdenes del director y acatar lo que se les dijese a las buenas antes que a las malas; falta una dirección de intérpretes y la aclamación emergente del buen trabajo de Pesci -que nunca ha tenido las facultades de De Niro y Pacino- no hace más que señalar que los otros dos fallan estrepitosamente: algo no cuadra. El guión se extiende demasiado causando una película de tres horas y media cuando con una hora y media quizás hubiese salido algo brillante y desde luego menos aburrido: si algo es difícil, en cine, es mantener la atención del espectador fija en la pantalla durante mucho tiempo: en esta película, que ahora se puede ver tranquilamente en la tele más grande de la casa, uno puede darle a la pausa, hacerse unas palomitas y prepararse una bebida, volver, y seguir sin que en ningún momento haya la sensación de prisa por retomar el discurso, así que algo falla: hay películas de largo metraje en las que uno llega al final y se pregunta: ¿ya? porque estarías todavía colgado de la historia que te cuentan. No es el caso.

Y no tiene la culpa la forma de dirigir de Scorsese que una vez más demuestra su maestría técnica consolidada después de tantos años: no recuerdo haber percibido errores ni pifias en nada, sintiendo que la cámara está donde le toca, con una fluidez extraordinaria y siguiendo visualmente el ritmo de la narración. El problema está en la longitud, en la reiteración, la repetición, la redundancia excesiva en detallar un modo de vida del protagonista que además apenas incide en su intimidad, un exceso narrativo que no llega a ninguna parte remarcable y acaba lastrando el conjunto.

En definitiva, una película que puede verse en casa contando con tres horas y media -o más, dependiendo de las pausas- de tiempo a dedicarle, partiendo de la consideración que desde luego no es una obra maestra, ni siquiera imperdible muestra de un cine que se está adaptando a nuevas formas de exhibición: la ventaja que tienen es que podrán verla en v.o.s.e. sin problema alguno.

Eso sí: si la mención les ha abierto el apetito de volver a ver -o descubrir, según el caso- El Padrino II, casi mejor que lo hagan después de ver ésta o en lugar de ésta, ya puestos, porque en v.o.s.e., las voces cantan que da gusto.










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diumenge, 24 de novembre del 2019

Guasada





Todavía recuerdo lo sorprendido que me quedé al saber que a Dustin Hoffman le habían concedido el premio oscar a la mejor interpretación por la gansada que se marcó en la película Rain Man -de 1988- que casi nadie -de los que la vimos entonces- situaría entre sus preferidas del año incluyendo el trabajo de sus dos actores principales, porque el otro era Tom Cruise: desde entonces -y ya ha llovido mucho- todos tenemos muy claro que la academia hollywoodiense -es un eufemismo tras el que se parapetan intereses económicos nada artísticos- no puede resistirse a elevar a la cima a los que hacen extravagancias como muecas histriónicas, afear el aspecto físico (especialmente las actrices), perder o ganar un montón de kilos, sin que nada tenga a ver la finura de la interpretación de un personaje que a priori debería hallarse bendecido con unos diálogos, frases y situaciones bien trabados. A Cary Grant nunca se lo dieron, así que la cosa ya viene de antaño.

De modo que me atrevo a vaticinar ¡y aún no ha acabado el año 2019! que Joaquin Phoenix recibirá el oscar al mejor actor en la ceremonia que se celebrará dentro de unos meses. Quien sabe si también la película que protagoniza, Joker recibirá el máximo galardón, porque ¡ay! la cuestión se le pone difícil ya que contra los miles de voces alzándose a proclamar obra maestra la última película de Todd Phillips, están otros miles clamando lo mismo por la última de Tarantino, que ya comentamos hace unos meses, así que la competición parece estar muy ajustada en lo que a obra maestra del año se refiere y quién sabe lo que pasará.

Si nos fijamos un poco podemos llegar a la conclusión que las pantallas de cine de este siglo están llenas de películas que o bien son continuaciones de una saga iniciada con éxito comercial, o secuelas de otra, segundas partes nunca previstas, episodios de los mismos personajes en diferentes lugares pero iguales desarrollos, refritos desafortunados además de innecesarios y también vueltas de tuerca en torno a personajes que principian como adláteres y acaban por asumir protagonismos difícilmente justificables.

Ejemplos hay tantos que citar a unos sería olvidar otros muchos, así que dejaré a su elección, amigos, el apunte a diversos títulos que encajan perfectamente pero permítanme que dedique cuatro letras al último ejemplar, ese Joker interpretado por el bueno de Joaquin Phoenix a las órdenes -es un suponer- de Todd Phillips:

Vaya por delante que no soy ni pretendo ni deseo ser un experto en el entorno de Batman, ese personaje creado hace ochenta años por Bob Kane, pero internet lo mismo sirve para un roto que para un descosido y ahí tenemos una mínima referencia que nos indica entre otras cosas que el malvado Joker lleva desde 1940 dando vueltas fastidiando a los contemporáneos de Batman haciendo gala de una maldad inteligente y despiadada matando a cualquiera sin el menor atisbo de arrepentimiento ni duda moral: un criminal puro que no precisa de razón alguna que justifique ni sus actos ni su existencia.

En esas estamos cuando Todd Phillips (que ya me aburrió con su anterior película Juego de armas) demuestra insistir en el descabezamiento que impera en sus trabajos de guionista y no tiene otra ocurrencia que reinventar los orígenes nada menos que del Joker, presentando un tipo desgraciado, paranoico probablemente por herencia genética, convencido de ser el mismísimo hermano de Batman y acabando como excusa imitada por alborotadores públicos que dicen levantarse contra el maléfico imperio económico mundial, lo que ha sido aprovechado por algunos ¿críticos de cine? que pretenden revestir esta castaña cinematográfica de valores sociales que ni en sueños pretendía su autor, pues Phillips ejerce de guionista, productor y director, así que su autoría respecto al bodrio no cabe quitársela y a él le recaen todas las responsabilidades de tamaño desorden por mucho que la excelentísima campaña mercadotécnica ejecutada por D.C. haya conseguido convencer a muchos de lo contrario: esta película es mala de remate y no tiene agarradero alguno: no es la peor que he visto en lo que llevamos de año, pero casi, casi.

Es una verdadera lástima que un buen actor como Joaquin Phoenix, capaz de interiorizar un personaje (ya lo demostró en Gladiator, robando a Rusell Crowe todas las escenas), se encuentre protagonizando una película en la que soporta casi todas las escenas al interpretar un tipo carente de interés, con diálogos malos, frases hechas y acciones penosas, reducidas sus facultades histriónicas al paroxismo y la exageración rozando las cercanías del mimo en unas gestualidades que como propias de un mimo tampoco son apreciables por burdas y poco sugerentes. Resulta evidente que Todd Phillips no ejerce como director de un actor que sin límite alguno ni advertencia objetiva queda desnortado perdiendo en la exageración descontrolada toda la poca fuerza que el personaje tiene, tan mal dibujada está esa personalidad que esperábamos malévola y acaba siendo simplemente desquiciada y falta de voluntad propia, actuando a remolque de sucesos en los que la lógica se muestra también ausente, muestra del poco cuidado que Phillips ha tenido en el conjunto. Valga como ejemplo que en la famosa escena del baile en la escalera, imitada por lo visto por una legión de inesperados admiradores: de repente, en medio de los movimientos, aparece un cigarrillo a medio consumir que jamás vimos encender, mágico quizás, detalle que este comentarista que suscribe percibió como señal inequívoca de fallo de raccord absoluto que fácilmente se arregla en la sala de montaje porque la escena, de por sí superflua, puede aligerarse mucho sin dificultad: claro que igual aparece un sesudo ¿crítico de cine? y le halla connotaciones perceptibles únicamente por mentes privilegiadas, capaces de relacionarlo con la colilla que el raro payaso tira nada más empezar a bajar la escalera. Resurrección tabaquera, quizás. No sé. Igual lo del fumar cigarrillos es porque ya se sabe que con las nuevas ideologías los fumadores son los malos. Así de simple.

Además, Joaquín no tiene ninguna gracia moviéndose. Prefiero con mucho este otro Joker:




Es lo que tiene sujetar un argumento a un entorno ficticio con ochenta años de historia a sus espaldas: querer innovar es un deseo apetecible y las versiones son aceptadas siempre y cuando eleven el listón de lo conocido: Todd Phillips lo único que hace es aprovecharse de la fama de un personaje existente en el universo del tebeo o novela gráfica pero le faltan redaños para adentrarse en una psicología siniestramente abrupta y se pasa más de media hora sin que suceda nada de interés, luego ocurre algo y hemos de esperar otra media hora para retomar el ritmo de una narración sincopada con lapsus enormes entre puntos de interés verdaderamente livianos, faltos de fuerza, inhábiles para conseguir que el espectador sienta algo por un protagonista que ni acabamos amando ni odiando pues de suscitar algo se limita a perplejidad y aburrimiento, ni siquiera concita lástima y para rematar la faena Todd Phillips nos presenta escenas complementarias que tampoco ayudan a encadenar el conjunto y sobran totalmente cuando no chocan con todo lo que ya tenemos sobradamente conocido, como la muerte del matrimonio Wayne.

Empezábamos con una referencia a una película de 1988 y mira por donde al año siguiente, 1989, hace treinta años, Tim Burton nos presentaba un origen del Joker más sólido, más unido a Batman y más siniestramente malvado que este que nos ha presentado Todd Phillips, un tipejo que no es más que un desgraciado asesino algo desquiciado pero sin la voluntad de regodearse en el mal, sin el insano placer de cometer atrocidades, sin el peligro de vivir al filo de la locura y usando el macabro humor como medio de comunicación perverso: este Joker del pobre Joaquin es bastante previsible y no da miedo: curiosamente, aplicándole el nombre en que el personaje fue conocido en la américa hispana, El Guasón, a esta película le cae como anillo al dedo la cualificación de guasada.

Si ya la han visto y les gustó, están de suerte, porque ya está en marcha el Joker 2.

Lo que decíamos: son cansinos.Y faltos de ideas.





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diumenge, 17 de novembre del 2019

¿En serio, Jack?




Cualquier persona aficionada al cine que se haya preocupado por sí misma de visionar películas del siglo pasado - digamos del período de cuatro décadas comprendido entre 1940 y 1980 - se habrá dotado de una cultura visual que le permitirá apreciar el arte cinematográfico como tal y sabrá discernir perfectamente que en una época se estrenaban cintas que al mismo tiempo entretenían al espectador mientras le ofrecían estímulos intelectuales para opinar sobre lo divino y lo humano, para debatir, conversar; y que desde unas pocas décadas atrás, los estrenos se vienen conformando en su mayoría por cintas que dan espectáculo, con imágenes sorprendentes en lo visual y sonoro pero huecas de contenido intelectual, vacías por completo, productos de usar y tirar.

Desde los inicios del cine han existido y siempre habrán películas de mero consumo, productos para pasar el rato con la mente en blanco sin mayor interés y sería necio negar la posibilidad del respetable de acudir a ver lo que podríamos definir eufemísticamente como fuegos artificiales con belleza instantánea y nula trascendencia, entre otras razones porque nadie tiene derecho a exigir que una película alcance unos requisitos mínimos para ser considerada arte cinematográfico ya que el arte es etéreo y catalogarlo y constreñirlo a nuestro gusto probablemente dejaría fuera los gustos de otros con el mismo derecho a paladearlo de la forma más subjetiva posible: esa libertad es la que nos impele a debatir y en el intercambio de pareceres usualmente el cinéfilo halla casi tanto placer como en el visionado de la película. Cinéfilos de lustre como Peter Bogdanovich, Woody Allen y Martin Scorsesse son buena muestra de la pasión arrebatadora que el buen cine les provoca y viéndoles disertar sobre su arte y más del de sus colegas, uno percibe de inmediato la grandeza del arte cinematográfico y queda aterrado cuando de sus labios se escuchan lamentaciones del derrotero actual del cine en general, porque el porcentaje de películas espectáculo con mucho ruido y pocas nueces se ha incrementado notablemente hasta un nivel nunca antes visto.

El cine como medio de comunicación a las masas desde el primer momento de éxito recibió la interesada atención de los estamentos gubernamentales: desde Leni Riefenstahl hasta exiliados como Billy Wilder o William Wyler dedicaron porciones de su arte para defender ideas políticas y todos sabemos que en la posguerra mundial se incrementó de forma notable el uso del cine como forma de implementar en todo el mundo las teorías que se cocían en hollywood, mezclando rápidamente intereses políticos y económicos y persistiendo en una constancia digna de encomio en la invasión cultural de cualquier pedazo de mundo en el que hubiera posibilidad de exhibir una película. No hay más dar un vistazo alrededor, se halle uno donde se halle, para comprobar que el trabajo que han realizado ha sido exitoso, porque la comida basura, el café infecto y las gaseosas repletas de azúcares dañinos están en el lugar más remoto y da un poco de risa que el antaño omnipresente tabaco rubio haya pasado a la categoría de perseguido con la misma fuerza con que ahora se alzan voces difamantes buscando una venganza tardía o una fama instantánea, siguiendo unas modas que perpetúan la injustificable influencia del hollywood cada vez más rancio en la forma de vivir del resto de los mortales.

Así las cosas, hete aquí que ahora ya no hace falta salir de casa para ver películas; de hecho, ya hace muchos años y gracias a la televisión, los cinéfilos podíamos disfrutar de películas que habían salido de las salas de estrenos y gracias al televisor cada uno en su casa, solo o en compañía, saboreaba cine del bueno. El punto es que ahora se estrenan directamente en la pantalla doméstica películas con grandes presupuestos, porque hay compañías que han visto en el servicio a domicilio una forma de conseguir pingües beneficios, lo que particularmente, me parece muy bien. Además, así hay unos buenos miles de cinéfilos que podrán disfrutar cine de actualidad al mismo tiempo que otros que viven en las grandes ciudades: el televisor democratiza la capacidad de estar al día de los eventos culturales: igual que ocurre con el cine, en otro arte total como la ópera, por ejemplo, aficionados al bel canto pueden disfrutar estrenos en su salón que de otro modo les resulta imposible. Eso está bien, sin duda.

Como todo en la vida, las virtudes de la comunicación digitalizada pueden ocultar, disimular o disfrazar vicios deleznables, intereses mezquinos y voluntades faltas de ética que persiguen satisfacción a largo plazo sirviéndose de insidias disimuladas casi como mensajes subliminales para torcer ideas previamente admitidas como ciertas y razonables.

En 1990 se estrenó La caza del Octubre Rojo presentando al analista de la CIA Jack Ryan -personaje debido a la pluma de Tom Clancy en su primera novela de 1984- y también a un militar desertor de la U.R.S.S., dándose la coincidencia que esa unión estaba prácticamente disolviéndose con gran regocijo de los U.S.A. por lo cambios que iba a suponer en los rifirrafes de la llamada guerra fría. En la película se refuerza la bonhomía del desertor soviético que, como no, se acoge raudo a la protección estadounidense: mensaje claro y alto en una ficción basada en hechos reales más o menos similares.

El personaje de Jack Ryan aparecerá luego en hasta cuatro películas más y curiosamente su interés corre parejo a la calidad de sus intérpretes descendiendo paulatinamente hasta que el año pasado la empresa Amazon decidió que ya era hora de sacarle provecho en forma de serie para sus clientes abonados y en este año 2019 acaba de presentar la segunda temporada.

Las series estadounidenses actuales gozan de presupuestos inimaginables para la cinematografía de algunos países e incluso de la propia industria cinematográfica propia como hace muy poco ha manifestado Scorsesse agradecido porque ha hallado en esos novísimos reductos cinematográficos de salón el sustento para su última película.

Aún así las dos temporadas de Jack Ryan adolecen del mal actual: un guión sin alcanzar el nivel presupuestario, lleno de tópicos (un compañero de raza negra y además musulmán es un efectivo reclamo de espectadores) sobados e interpretaciones vulgares con una circunstancia, en la segunda temporada, que es la que me ha provocado ganas de ponerme a escribir: la manipulación más burda, evidente y asquerosa que recuerde haber visto en pantalla, aunque sea chica.

En esta segunda temporada el analista Jack Ryan acabará por desplazarse a Venezuela con la excusa que un día los satélites vieron partir de una isla remota un misil y que luego un barco parte de esa misma dirección hacia Venezuela, descubriéndose lo que un miembro de la inteligencia asegura es una repetición del caso Bahía Cochinos, cagadito de miedo porque desde el lugar hasta tierras "americanas" (ya hemos dicho mil veces que América es mucho más grande que los U.S.A.) apenas hay treinta minutejos de nada a toda castaña, velocidad usual de los misiles. Así que raudos, para salvar el mundo (el suyo, claro) montan una operación para invadir de forma subrepticia Venezuela entrando por un río y hasta llegar a donde está el campamento donde piensan que hay algo que va a perjudicarles, resultando que se trata de una explotación minera de un material estratégico que vale, claro, una millonada y en manos de los chinos, por ejemplo, desestabilizaría el mercado global.

¿Lo han entendido? Pues eso: que peligra la pasta.

No contentos con este guión nefando y pueril los mamporreros que pasan por guionistas deciden que el ficticio Presidente de Venezuela se llamará Nicolás Reyes (con los rasgos de Jordi Mollá) y justamente, mira por donde, se halla en trance de unas elecciones en las que su única oponente es la esposa de un político de la oposición desaparecido (que luego sabremos está en un presidio en la jungla, fíjate tú, justo al lado del pozo minero de antes) y claro, tiene que hacer lo imposible para ganar las elecciones, a base de asesinatos, bombas, engañando a todos, al punto que incluso mata por su propia mano a su amigo y lugarteniente.

La vomitiva manipulación es inexcusable: situar la acción en Venezuela con un presidente homófono del real y atribuirle crímenes repugnantes debería producir en el espectador un rechazo total y así lo espero. Vaya por delante que no tengo ninguna simpatía por el Presidente Nicolás Maduro, pero puestos a usar el enorme campo de comunicación que Jeff Bezos tiene con Amazon para darle un coscorrón a Maduro, bien podría haber encargado un documental fidedigno y exhaustivo sobre el político (iba a escribir dignatario, pero me pareció inadecuado) antes que encargar una ficción tan rastrera y abyecta que no merece en absoluto perder ni media hora en verla y lo sé porque la he visto entera y además de exhibir la trama una catadura moral inmunda es una castaña aburrida e infantiloide.

Ese y no otro es el mayor problema que intuyo relativo a la progresiva eliminación de las salas de cine sustituidas por la pantalla casera: en el cine, al menos, cuando sales puedes comentar lo que has visto, relacionarlo, incluso oír de pasada comentarios de otros espectadores y todo ello ayuda a relativizar y a poner en su sitio cada concepto. En la privacidad del hogar el espectador de buena fe puede quedar sugestionado por un relato fraudulento y adoptar ideas interesadas que a la larga beneficiarán a tipos multimillonarios como el tal Bezos:¿quién te dice que no hay por ahí realmente un yacimiento en Venezuela y que ya le han echado el ojo Jeff y amigotes? Por no hablar, una vez más, de la conversión en costumbre propia de elementos foráneos que nada tienen a ver con la cultura de cada espectador: la globalización está bien según para qué, pero no a todos tiene que gustar el mismo café nefando.

Avisados quedan: tomen distancia.









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divendres, 8 de novembre del 2019

Secretos de Estado




Si me hubiese dejado llevar por los prejuicios basados en la penúltima película de Gavin Hood que se estrenó hace cuatro años y que comentamos en su momento aquí probablemente hubiera rehusado ver su última película, Official Secrets (Secretos de Estado) que apareció en nuestras carteleras el pasado 25 de octubre y que seguramente desaparecerá rápidamente de las pantallas, así que lo primero que afirmaré es que no deberían perdérsela porque merece ser vista ya que se trata de una rareza, una pieza inusual que requiere atención a unos diálogos muy bien escritos y esa virtud por desgracia parece hallarse muy lejos del alcance comprensor de la mayoría de los espectadores que probablemente la hallarán falta de acción.


Porque en esta ocasión Hood dirige una película basada en una historia real, verídica, primero novelada por Marcia y Thomas Mitchell y luego trasladada a guión cinematográfico por Sara y Gregory Bernstein con la intervención (cabe que suponer puntual y encaminada a su trabajo en el guión cinematográfico) del propio director y parte con un condicionante que rompe la estrategia mercadotécnica empleada y sostenida por los de siempre, porque con toda seguridad habrá una parte de los potenciales espectadores que recuerden los sucesos que se presentan (no ha sido desde luego mi caso) y también habrá quien de forma insensata buscará datos en internet que le fastidiarán el placer mínimo de suspense que contiene la película.

No lo hagan y tampoco miren ningún tráiler en youtube: no vale la pena y cuentan demasiado.

La anterior incursión cinematográfica de Hood puede que pretendiera ser un apunte de crítica política pero quedaba en nada quizás a causa de un guión lamentable y en esta ocasión sus opciones gozan de una arquitectura robusta que señala los desmanes de una clase política y con una minuciosidad digna de encomio se dedica a tejer una red que atrapa la atención del espectador, bien mediante imágenes que explican muy bien los sentimientos de los personajes que veremos, bien en afilados diálogos muy bien escritos y mejor pronunciados :es obligatorio, casi, ver la película en su versión original, porque el elenco formado por un montón de británicos es un bombón tras otro: en ésta Hood, que también es actor, puede dirigir a placer a sus intérpretes y éstos le devuelven con creces la dedicación: no respondo, claro, de la versión doblada.

Los hechos que se nos presentan en un larguísimo flashback (vemos a la protagonista Katharine Gun interpretada por una sobresaliente Keira Knightley presentarse en sala judicial y recordar cómo llegó allí) nos remiten a un pasado relativamente cercano, cuando en el año 2003 los gobiernos de E.E.U.U., la Gran Bretaña y otros como España estaban mareando la perdiz buscando razones o excusas para iniciar una guerra invadiendo el Irak presidido por Saddam Husein y tuvieron la brillante idea de usar los servicios de información para forzar decisiones internacionales, de lo que tuvo conocimiento la señora Gun, que lo filtró a la prensa, infringiendo la ley de secretos oficiales.

Con estos mimbres se podría haber confeccionado un producto de acción más o menos ficticio que tomara una derivada particular cómoda para el sistema, pero el guión decide que contar dinámicamente los hechos tal y como ocurrieron puede tener su interés y su fuerza cinematográfica y efectivamente cambiar de género y optar por el cine político es un hallazgo impensable por lo desacostumbrado, pues no solemos ver en cine tramas tan bien urdidas como la presente sin precisar de discursos demagógicos, facilones y populistas: en todo momento la protagonista demuestra saber lo que se hace y porqué y su decisión se traslada en esperada simbiosis al grupo de periodistas del periódico The Observer que decide tomar la que en realidad es su única alternativa ética: investigar, escarbar, inquirir, molestar a quien convenga, indagar la verdad y soportar los embates, partiendo de unas suposiciones que por momentos parecen sostenerse con alfileres ante la dificultad de hallar pruebas fidedignas y lo hacen, tanto la denunciante inicial como el periódico, sabedores que el contrincante es el gobierno.

La trama se basa pues en la seriedad del planteamiento enfrentando intereses espurios y convicciones éticas con una novedad pues observamos en algunos funcionarios gubernamentales una cuidada ambigüedad en las expresiones que rezuma crítica contenida por el temor del poderoso y todo lo percibimos gracias a unos diálogos que nos llevan indefectiblemente a los tiempos clásicos del cine en que el espectador era tratado como ente inteligente capaz de captar ironías y soterradas afirmaciones, lo que por un tiempo apuntábamos como leer entre líneas, arte que va desapareciendo, cancelado por toscas presentaciones y diálogos repetitivos. En esta película el cinéfilo hallará la satisfacción de un mensaje expresado de forma rotunda y evidente con apenas más esfuerzo que el de escuchar y ver lo que ocurre con nuestros ojos, hasta alcanzar un final pletórico de significados.

Baste como muestra saber que la protagonista se apoya en su convicción que su trabajo lo realiza como servidora del pueblo británico pero no del gobierno británico (poniendo en solfa la cuestión ahora tan actual, una vez más, de la soberanía del pueblo por encima de los poderes del gobierno) porque, evidencia, los gobiernos cambian; y por otra parte, el director del periódico, sabedor del poder del sistema gubernamental (tanto económico como social) ante la noticia que tienen entre manos, decide actuar como periodista, asumiendo el riesgo que ofrecer la verdad comporte.

Muy por encima de algunas películas que en los últimos años se han señalado como muestras de cine denuncia, tengo para mí que gracias a su importante componente británico se erige en ejemplo de cine político de la mejor calidad, sin necesidad de armar mucho ruido ni exagerar sus componentes dramáticos -que los tiene- y sirviéndose de un lenguaje cinematográfico que se aplica con la misma fuerza expresiva en momentos de emoción e intriga como en la expresión de los pensamientos de los personajes, todos ellos personificados de forma excelente por unos intérpretes que dan todo por una causa que lo merece, sin importar la extensión del cometido ni el número de líneas de guión, todos ellos convincentes, probablemente agradeciendo la oportunidad de lucirse con unos buenos diálogos.

El buen oficio de Gavin Hood con la cámara sirve muy bien la historia y sabe mantener el ritmo perfectamente sin momentos faltos de energía, sin excesos visuales y alternando momentos íntimos con escenas de tensión emplazando la cámara muy bien, siempre permitiendo que los personajes se muevan en la pantalla con verismo, permitiendo que salgan de cuadro y regresen, rodando con fluidez y sin crear falsas expectativas que incrementen la tensión de forma artificial.

Insisto: vayan a verla pronto, porque durará poco en las salas de cine: será otra más de las injusticias de una industria exhibidora que nos malmete una y otra vez presentando estrenos prescindibles quitando películas buenas como ésta.





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