Victor Erice en libertad
Desde hace unos años la voluntad de ofrecer a la afición cinematográfica unos comentarios que animen a ver una película contemporánea se ha encontrado con unas dificultades tan impensables como crecientes y en el caso del cine español en particular, el catálogo de buenas películas para sacar a colación queda reducido a los grandes clásicos de una cinematografía que, como casi todas, vivió sus mejores tiempos en el siglo pasado, hace ya más tiempo que el que quisiéramos.
Tenemos en España el caso de un director que ha llegado a la condición de "maldito" -cabe que para el entendimiento de los productores, los que arriesgan dinero- partiendo de un éxito internacional que se alumbró en 1973; un silencio de una década inexplicable; otro gran éxito en 1983, acompañado de una polémica que tuvo alguna aclaración años más tarde y ahora, cincuenta años después del primer largometraje de ficción, aparece Víctor Erice con la que muchos nos tememos vaya a ser su última contribución al cine de ficción español: sólo tres películas va a dejar el que en mi opinión es el mejor director de los últimos lustros, un tipo que con toda seguridad provocará en un futuro más de una tesis doctoral que hurgará en los misterios de una sociedad que ha permitido semejante pérdida mientras aplaude productos deleznables.
Los afortunados que hemos visto estrenar El espíritu de la colmena y El sur y les hemos guardado un hueco en nuestra memoria puede que seamos unos nostálgicos y puede, incluso, que seamos aquellos espectadores para quienes Erice ha escrito y ha dirigido su última película, su tercera obra cinematográfica de ficción, porque nos regala con un montón de apuntes autobiográficos que percibiremos, unos más y otros menos, guiños cómplices que al tiempo son alfileres clavados en el alma del maestro, momentos de dolor y gozo que permanecen ya en la memoria colectiva de los cinéfilos que entendemos que el cine antes que nada es un arte y como tal carece de objetividad, porque su fin primordial es sugerir.
Erice siempre se ha quejado que su fantástica segunda película, El sur, era simplemente la primera mitad de lo que él tenía planeado mostrar: en su tercera incursión se ha cuidado mucho de presentarnos una pieza que supera con creces el ajustado minutaje de las dos primeras, alcanzando casi las tres horas de metraje.
Ocurre con Cerrar los ojos lo mismo que con piezas de semejante metraje en manos de grandes directores: que uno las ve sin que, a diferencia de otras ocasiones, se dé un vistazo al reloj, porque el maestro capta la atención por completo y pese a mantener un tono pausado y relajado durante toda la exposición, su perfecta caligrafía cinematográfica nos tiene presos en la pantalla porque nos está contando cosas, lentamente, sí, pero cosas que hacen avanzar la narrativa, que nos mantienen más que alerta en suspense, porque sabemos que hay una acción que no para, una apisonadora de sensaciones que conformarán un camino hasta un final que, como sucede en algunas grandes ocasiones, queda abierto a la espera que sea el propio espectador el que lo cierre según su propia idiosincrasia, porque Erice, como muchos de los grandes del séptimo arte, no pretende dar lecciones: sólo quiere suscitar sensaciones: y vaya que sí lo consigue.
Basándose en una inteligente trama de una súbita e inexplicable desaparición de un famoso actor veinte años atrás, Erice desgrana un camino, una procesión emotiva, sugerente y a salto de mata trufada de apuntes cinéfilos propios y extraños que se erige en un memento de su sentir de cineasta con raíces clásicas y tropiezos varios a los que no ha sabido o podido, o querido, quizás, enfrentarse con la debida proporción pero que no olvida, como nadie tampoco.
Y ello nos permite disfrutar una vez más de su peculiar arte cinematográfico, de esa forma de filmar tan suya, tan perceptible, tan bella y eficaz al mismo tiempo: qué pocos directores quedan ya que se atrevan a rodar con poca luz suave sin intención de atemorizar, de causar miedo; simplemente porque las pupilas de los intérpretes se dilatan al máximo y sus miradas ¡ay, las miradas de los actores de Erice, ay! cuentan mucho más que sus palabras y fíjate que estamos ante una película dotada de un guión magnífico y unos diálogos sorprendentes, y va el tipo, ése Erice, y nos cuenta las cosas con las miradas en silencio de sus intérpretes, a los que somete a primeros planos pacíficos y sostenidos. Ya no se hacen películas así. Seguro que todos los intérpretes de esta maravilla guardarán en su corazón un lugar preferente a la experiencia y Ana Torrent ¡soy Ana! en particular, más.
Podría escribir muchas más cosas de esta película porque las suscita sobradamente pero me parece que ya habré cumplido con la autoimpuesta obligación de trasladar el ánimo de verla y disfrutar de ella antes que se pierda en el olvido por el machaque del consumismo que trata de imponernos la mercadotecnia. Añadiré, por si hacía falta, que es total y absolutamente imperdible y no la califico de obra maestra porque aún no la he visto cinco veces y no quiero precipitarme, pero lo que es casi seguro es que dejar de verla sería craso error para quien sienta la cinefilia en vena.
¡Y feliz año 2025!
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