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dimecres, 27 de desembre del 2023

Macbeth, 1948

Me remontaré en la realización de un designio terrible y fatal.
Antes de las doce se ha de consumar un gran acontecimiento.
De la punta del cuerno de la luna creciente pende una gota de vapor de misteriosa virtud.
Yo la recogeré antes que caiga sobre la tierra,y,destilada por artificios mágicos, hará surgir artificiales espíritus que, por la fuerza de la ilusión, le precipitarán a su ruina. despreciará al hado, se mofará de la muerte y llevará sus esperanzas por encima de la sabiduría, la piedad y el temor. Y vosotras lo sabéis: la confianza es el mayor enemigo de los mortales.

(Hécate a las brujas. La tragedia de Macbeth, Acto II, Escena V. Trad. Luis Astrana Marín)



Resulta curioso comprobar que a pesar de las muchas aseveraciones relativas a la dificultad de representar La tragedia de Macbeth en el teatro sin embargo hay muchas versiones que podemos ver en soporte cinematográfico y también televisivo y si lo pensamos detenidamente llegaremos a la conclusión que la inmediatez del teatro, la representación en directo frente al espectador, es un obstáculo que no todos los intérpretes pueden afrontar sin desfallecer y personificar tan complejos personajes resulta mucho más cómodo y asequible si se puede detener la acción y repetir la interpretación hasta conseguir un resultado aceptable.

Vamos a detenernos, no obstante lo dicho, en una versión acometida por unos intérpretes que ya habían ejecutado su representación de los personajes en un teatro y que nos ofrecen una pieza cinematográfica con algunos defectos y muchas virtudes ya que se aprovechan los usos propios del cine para que algunos detalles apuntados por Shakespeare en su tragedia sean contemplados sin la dificultad inherente a una función teatral.

Naturalmente uno de los objetivos de cualquier director de cine que se dispone a rodar una película basada en una obra de teatro y más si ésta es archiconocida es caer en lo que comúnmente denominamos "teatro filmado" y es muy cierto que hay una parte de espectadores que ante un texto teatral inmediatamente insisten en que la película también lo es. En muchas ocasiones he negado la mayor porque ejemplos hemos visto de películas de origen gloriosamente teatral que no han caído, gracias al talento de un director, en ése defecto que nos recuerda el teatro filmado.

Como era de esperar Orson Welles dirige y protagoniza en 1948 una versión de Macbeth que desde el primer minuto nos convence de que Welles conoce de memoria todos los entresijos de la célebre tragedia y con la complicidad de sus compañeros del The Mercury Theatre y muy especialmente Jeanette Nolan en su primera película, lleva a la gran pantalla un Macbeth que a nadie dejará indiferente.

Decíamos el otro día que más allá de la definición de la ambición que albergan Macbeth y su esposa Shakespeare pone en juego el concepto de la traición como elemento necesario para que la primera sea satisfecha en la consecución de un fin muy concreto, el de ser rey y alcanzar el máximo poder, pero adrede dejamos en el tintero otro aspecto capital para entender el desarrollo psicológico de ambos protagonistas: el efecto que su propia conciencia tiene en su alma tanto por el reconocimiento del horror de los crímenes cometidos como por el atisbo de arrepentimiento que llega mezclado de dudas relativas a la consecución firme y tranquila del fin pues el poder adquirido con sangre parece llevar consigo la penitencia.

Supongo que la primera decisión tomada por Welles fue aprovechar de forma ideal el más viejo truco del cine: usar la voz en off para lo que en teatro denominamos "parlamentos" que no son sino la forma teatral con que el autor nos transmite a nosotros, espectadores, lo que está pensando un personaje. Welles y la Nolan más que recitar declaman de forma magnífica esos parlamentos mientras la cámara les sigue, les persigue, les examina físicamente en su inquietud expresada en célebres palabras y de esta forma Orson consigue reforzar visualmente lo que de otro modo sería un lastre para la narración cinematográfica. Es algo tan sencillo de adoptar, tan simple, que nadie parece otorgarle la virtud que conlleva, que es dar vida cinematográfica a un truco eminentemente teatral. Nadie lo alaba y pocos lo usan, por desgracia.

Estamos en una tragedia y ya sabemos que en el género la fatalidad estará presente de una manera u otra: el gran Bardo se vale de esos personajes esotéricos para personificar un albur, proponer una trampa, ejecutar una añagaza que siembre la duda en el libre albedrío de Macbeth y su esposa que obnubilados, tardarán en constatar para su perdición, primero ella y después él cuando comprueba que su invencibilidad está sujeta con alfileres a una veleta huidiza.

La tensión anímica provocada por la ambición y los crímenes que la sostienen es compartida por Macbeth y Lady Macbeth y es una consecuencia de otro aspecto a tener en cuenta: el intenso amor que une a ambos cónyuges, la confianza total entre ellos, la búsqueda y hallazgo del absoluto apoyo y fuerza para ejecutar lo necesario para lucir la corona real y Welles y Nolan saben transmitir mediante sutiles gestos y miradas esa compenetración de los dos protagonistas.

Nada es dejado al azar en el guión de Welles que retoca un poco la pieza original posiblemente por una economía que mejor podría adjetivar como precariedad económica y que el entonces ya afamado director y actor solventó como pudo de la mejor forma posible, con la ineludible ayuda de John L. Russell encargándose de dirigir una fotografía en un blanco y negro muy acentuado, quizás más surrealista que expresionista que nos lleva a considerar que estamos no tan sólo ante una tragedia sino también ante una pesadilla por momentos claustrofóbica, coincidente con la creciente sensación que tiene Macbeth de hallarse preso de sus propios crímenes y errores en una espiral anímica reforzada por unos escenarios al límite de un minimalismo forzado por las circunstancias.

Recuerdo haber visto en la tele ese Macbeth wellesiano hace muchos años, en versión doblada y sin conocimiento previo del original teatral: me pareció exagerada y difícil de tragar. Ahora, con muchas películas más en las alforjas y después de haber leído la obra de teatro, vista en su versión original, puedo decir que sigue siendo una película difícil de ver, pero justo en la misma línea en que está la pieza teatral, con la ventaja que los intérpretes realizan un trabajo magnífico y que lo que en una primera visión resultaba indescifrable ahora son elementos que pertenecen a la trama y deben estar ahí, donde Welles los sitúa con una fuerza inesperada para los escasos medios de que dispuso.

No dejen de verla en versión original: no se arrepentirán y no la olvidarán jamás.


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