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divendres, 26 de juliol del 2019

El mensajero del miedo





Esta es una de esas ocasiones en que el visionado de una nueva versión impele inmediatamente a buscar en las alacenas recónditas aquella cinta de vhs que todavía puede dar satisfacción: hace unas semanas en algún canal televisivo ofrecieron la película de Jonathan Demme que se estrenó en 2004 con el título de El mensajero del miedo siendo su original el de The Manchurian Candidate que se identifica instantáneamente con la novela de Richard Condon homónima publicada en el lejano 1959, una época en la que los USA (y el resto del mundo occidental también) se hallaba digiriendo una posguerra mundial a base de sucesivas contiendas y confrontaciones en lo que dió en llamar dos grandes bloques, del otro lado la imponente URSS y todos sus aliados orientales.

La novela de Richard Condon la leí hace muchísimo tiempo y en mi recuerdo permanece la sensación que la trama y todas sus vicisitudes se imponen a un estilo literario minucioso en el detalle pero impersonal y frío, más pendiente de organizar una trama muy complicada repleta de personajes que entran y salen del foco de la acción con unos usos y costumbres que con toda probabilidad debieron escandalizar a unos y provocar la censura en algún que otro lugar (y pienso en que seguramente su venta en España se demoraría por alguna licencia sexual que en la época aquí era pecado y de los gordos) mientras alimentaba el nervio conspiranoico tan propio de su tiempo a la vez que ofrecía diferentes líneas de interpretación de unos hechos no por inventados menos temidos, aprovechando la imaginación desbordada del ciudadano medio ante cuestiones tan enigmáticas como la hipnosis y el lavado de cerebro unidos al servicio de intereses tan ocultos como pérfidos, buscando todos los males para la patria, aquejada como estaba de una figurada influencia del comunismo, identificado como la fuente de todas las desgracias.

Digo que la película de Jonathan Demme es una nueva versión por no ponerme tiquismiquis y adjetivarla como refrito pues como luego veremos hay un antecedente previo en el cine representando esa novela de Condon.

Demme tuvo a sus órdenes un buen grupo de intérpretes encabezados por Denzel Washington, Liev Schreiber y Meryl Streep y una vez más, la segunda versión no tan sólo no aventaja a la primera sino que resulta un amasijo de lugares comunes, errores de guión y una dirección cinematográfica exenta de imaginación y fuerza, desestimando las enormes posibilidades de una historia que ya en la novela original huele a cine por todos lados. Y lo que es más lamentable: comprobar cómo la tan alabada Meryl Streep pierde en la comparación con una actriz menos afortunada en los premios recibidos.

El guión se basa además de en la novela en el guión que antaño escribiera George Axelrod y seguramente Daniel Pyne y Dean Georgaris intentaron remozarlo cambiando el temor al comunismo por la irritación hacia las grandes corporaciones mercantiles del capitalismo exacerbado, pero todo el entorno conspiranoico y la intriga que debería producir se ve lastrado en exceso por una dirección que carece de fuerza e interés, como si únicamente se tratase de un encargo a realizar y punto.

Por cierto: puede que el encargo partiera de Tina (Nancy) Sinatra, que consta como productora, y puede que ella sea la poseedora, por herencia, de los derechos cinematográficos de la novela de Richard Condon. Esa es una hipótesis a confirmar, una sospecha únicamente: una intuición cinéfila.

Esta versión de 2004 podría ser aceptable como telefilm de sobremesa de sábado tarde (perspectivas de una siesta placentera) sino fuese por la inevitable existencia de un precedente de lustre que con el paso del tiempo y la inevitable comparación (odiosa sólo para Demme & Cía) va ganando puntos en cada visionado:

En 1962, tres años después de la exitosa publicación de la novela de Condon, se estrenaba en salas por la United Artists una película titulada The Manchurian Candidate (El mensajero del miedo) cuyo guión se encargó a George Axelrod, guionista en plena racha de éxitos, y la dirección se confió a John Frankenheimer quien al parecer también colaboró en la confección del guión, aunque no constara, lo que sin duda beneficia a la película en su conjunto: se ve y escucha un guión literario muy competente, pletórico de buenas ideas y resolutivo, ágil sin concesiones, acaso autocensurado en los acusados aspectos eróticos de que se sirve Condon, y se adivina un guión técnico brillante, espléndido, concienzudo, férreo, alejado de la improvisación, medido perfectamente para vestir una trama que en algún aspecto ha envejecido (la parte pseudo científica) mal, pero en otros se sostiene con un vigor notabilísimo.

Aprovechemos la circunstancia que en youtube se hallan algunos fragmentos de la película de 1962 y veamos la maravillosa forma de dirigir de John Frankenheimer: esas son las imágenes de la pesadilla que el comandante Ben Marco (Frank Sinatra, eficaz como siempre) sufre de forma recurrente: ni se preocupen por el sonido: seguro que sin él lo entienden todo:



Frankenheimer en menos de siete minutos ofrece una lección de cine que completará con la continuación del suceso recordada por el cabo Melvin, para la película reconvertido en afroamericano, con lo cual todas esas señoras serán de raza negra, sirviéndose de forma tan fácil como auténtica el avispado director para que no tengamos ya ninguna duda de la profundidad psicológica del artificio que nos presentan.

Únicamente el comandante Marco y el cabo Melvin serán quienes padezcan esas pesadillas, aunque no sabemos, de momento, si hay alguien más....

En la trama hay varios recovecos pero también una presencia ominosa derivada de esa pesadilla: sabemos que el sargento Raymond Shaw (Laurence Harvey, magnífico en un atormentado personaje) ha sido hipnotizado, su cerebro manipulado de tal forma que sin pestañear mata a quien le digan: y lo sabemos a ciencia cierta, mientras que Marco lo atribuye a una pesadilla que no entiende, pero poco a poco, sospechará...

El sargento Shaw tiene un padrastro que se dedica a la política y una madre que es quien ordena y manda, atenta a cualquier detalle, omnipresente y casi omnipotente, una mujer harto compleja tanto física como intelectualmente, pletórica de ambición y deseo de poder (un personaje que borda maravillosamente Ángela Lansbury, a la sazón tres años mayor que su "hijo" Laurence Harvey) y un amor desmedido y posesivo hacia su hijo (pero no tanto como en la novela, más procaz) que se debate entre odiarla y obedecerla pasivamente.

Todo ello nos lo cuenta magníficamente con la cámara John Frankenheimer, emplazándola usando grandes angulares que le otorgan una profundidad de campo necesaria para presentar en un mismo plano, por ejemplo, un salón donde hay un acto político interrumpido por un advenedizo mientras la impulsora del follón lo observa todo callada y quietamente en un monitor de la televisión que está ofreciendo el acto, en una unidad presencial que a un tiempo muestra una acción y su contraria estratégicamente oculta pero presente. Con la ayuda inestimable de Lionel Lindon en esta ocasión creando ambientes en blanco y negro con paletas suaves o contrastadas según el momento, Frankenheimer mueve la cámara con suavidad y pasa de un contrapicado a un primerísimo primer plano para acentuar la relación entre madre e hijo aprovechando un disfraz abandonado como quien no quiere la cosa en medio del itinerario otorgando a los objetos significados que el espectador, atento, enganchado a la narración, entiende inmediatamente y paladea con satisfacción.

Una trama muy bien tratada gracias a un guión espléndido, un director inteligente que nos trata con respeto y unas actuaciones memorables, sobresaliendo Ángela Lansbury que roba todas las escenas en las que aparece: sólo por verla a ella, ya merece la pena esta película, una muy buena pieza que alternó en la ceremonia de los Oscar con unos compañeros inolvidables y Frankenheimer, precisamente, dirigiendo dos películas notables el mismo año, lo que da fe que en esta ocasión no sonó la flauta por casualidad sino, más bien al contrario, por un trabajo concienzudo y muy bien realizado. (Claro que nosotros ya lo sabíamos, no en vano hemos comentado Siete días de mayo y El repartidor de hielo )

No busquen en esta película aspectos de denuncia política reseñables aunque sin duda los hay, de forma sutil, poco vigorosa, porque lo que permanece en la memoria es la tensión dramática del suspense que sostiene la trama y su desarrollo, de principio a fin manteniendo en vilo al espectador.

Absolutamente recomendable, imperdible para el cinéfilo que la disfrutará en v.o.s.e. para no perderse la magnífica actuación de Ángela Lansbury y también del resto del elenco, todos muy eficaces y solventes, no existiendo bajones que perjudiquen el placer de su visionado.











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diumenge, 7 de juliol del 2019

Dodsworth





Nada mejor para despedir una docena de años y entrar en una decimotercera temporada de este bloc de notas que apoyar el texto no tan sólo en una película sino en una pieza sustentada en una magnífica novela y una celebradísima obra teatral que se mantuvo en cartelera -con el mismo intérprete cabeza de cartel- nada menos que en 1238 ocasiones, de ellas 315 en Broadway y el resto en una interminable gira por todos los Estados Unidos de Norteamérica.

La novela, Dodsworth, nacida de la pluma de Sinclair Lewis en 1929, recibió en su traducción al castellano el título de Fuego Otoñal mientras que la película recibiría el título de Desengaño, con toda seguridad porque pertenecen a épocas distintas.

La novela, un volumen que pertenece a una colección editada por Planeta en 1974 y traducida la pieza -muy bien- por Eduardo Warschaver, ha sido un descubrimiento muy tardío de un autor del que ya se tenían referencias -inspiró la película Elmer Gantry que ya comentamos hace ocho años aquí- y habiendo hallado por pura casualidad la película, inmediatamente supe que tenía que leer la novela, de cuya decisión me congratulo y aconsejo encarecidamente hacer lo propio.

Sinclair Lewis quizás no sea el mejor novelista estadounidense de su época, primera mitad del siglo pasado, pero probablemente sí fue el más odiado por todos los estamentos de una sociedad que todavía se estaba constituyendo porque no tuvo ningún miramiento ni compasión al momento de empuñar la pluma señalando con un texto ágil trufado de sarcasmos acerados que evidenciaban los defectos que el autor veía en sus paisanos y también, dado su carácter de viajero, en todos aquellos que deambulaban ante sus ojos atiborrados de influencias etílicas pero no por ello menos capaces de diseccionar una sociedad, unas costumbres, unos modos que van de lo ridículo a lo grotesco salvo excepciones dignas de encomio.

Para entender la idiosincrasia de Sinclair Lewis es conveniente recordar que en 1926 rechazó el Premio Pulitzer por su novela Arrowsmith (que llevaría al cine John Ford, asignatura pendiente) y lo hizo dando palos a diestro y siniestro:

I wish to acknowledge your choice of my novel Arrowsmith for the Pulitzer Prize. That prize I must refuse, and my refusal would be meaningless unless I explained the reasons.

All prizes, like all titles, are dangerous. The seekers for prizes tend to labor not for inherent excellence but for alien rewards: they tend to write this, or timorously to avoid writing that, in order to tickle the prejudices of a haphazard committee. And the Pulitzer Prize for novels is peculiarly objectionable because the terms of it have been constantly and grievously misrepresented.

Those terms are that the prize shall be given "for the American novel published during the year which shall best present the wholesome atmosphere of American life, and the highest standard of American manners and manhood." This phrase, if it means anything whatever, would appear to mean that the appraisal of the novels shall be made not according to their actual literary merit but in obedience to whatever code of Good Form may chance to be popular at the moment.

Y también que en 1930 fue el primer novelista estadounidense en recibir el Premio Nobel, en esta ocasión para significar el aprecio de la Academia de Suecia por sus cinco novelas precedentes: Calle Mayor, Babbitt, Arrowsmith, Elmer Gantry y Dodsworth.

Lewis sí aceptó la distinción y se quedó tan contento despachando su parecer como literato frente a la situación en su propio país con un parlamento que no tiene desperdicio y que se puede leer en inglés siguiendo este enlace.

Si en Elmer Gantry -por citar una referencia ya conocida en este bloc- Sinclair Lewis se ocupaba de los charlatanes religiosos, en Dodsworth se dedica a desmenuzar pacientemente una forma de vida capitalista que sin él intuirlo estaba a punto de recibir otro varapalo después de la Gran Depresión, presentar observaciones de las distintas naciones europeas -que Lewis había conocido al viajar largamente por Europa- tanto en comparación con la sociedad estadounidense como en sí mismas en una posguerra mundial (la primera y apuntando ya hacia la segunda confrontación) y enmarcando toda la acción deambulante, cobijándola elásticamente, el devenir de un matrimonio que inicia una segunda luna de miel veinte años después de la primera, un viaje iniciático, descubridor de debilidades hasta entonces pasadas por alto.

La novela está disponible en su inglés original en los archivos de la Universidad de Adelaida gracias a su avanzada forma de observar la prescripción de los derechos de la propiedad intelectual.

Son treinta y seis capítulos que en castellano ocupan 422 páginas que se leen tranquilamente acompañando a los protagonistas, Sam Dodsworth y su esposa Fran desde su Zenith natal en un periplo por diversos países de Europa en los que entablarán conocimiento de los más variados personajes, desde estadounidenses que intentan aclimatarse en lo que ellos siguen considerando el extranjero y los diferentes naturales de cada país, abarcando desde las clases más bohemias a las que se tienen por poseedoras de mayor alcurnia.

Lewis se sirve de Sam Dodsworth, empresario verdaderamente ejemplar, hombre inteligente y bien preparado, ingeniero inventor de soluciones inéditas en la fabricación de automóviles de calidad que observa el panorama y acaba vendiendo su empresa a una competidora más potente dedicada a automóviles de menor calidad pero mayor producción de unidades, rechazando un puesto de directivo en la que hasta el día fue su propia empresa buscando por lo menos seis meses de alejamiento de Zenith (emplazamiento inventado en el interior de la nación) en compañía de su esposa Fran, deseosa de abandonar Zenith y sus convecinos acomodados, previsibles y aburridos y cambiar de aires buscando en Europa ambientes distinguidos y de la mayor actualidad.

La excusa del viaje como oportunidad de renacer y establecer contacto con otras gentes alejadas del provincianismo que según Fran aqueja Zenith les lleva a encontrarse con tipos que en su veteranía lejos de su propio país lo definen de ése modo:

"Me sentiría contentísimo de vivir en América si.... si nos quitáramos de encima la Ley Seca, a fin de que un hombre decente pueda obtener un vaso de cerveza, en lugar de verse obligado a beber ginebra y licor. Si dejáramos de tomar en serio a infinidad de vanidosos, predicadores analfabetos, periodistas y políticos, a fin de que la gente pueda pensar un poco por su cuenta en vez de ser manejada por una colección de polizontes morales y mentales."

Con la salvedad excusable por la inexistencia de la Ley Seca sin duda podríamos decir que al parecer Lewis ya apuntaba hace ochenta años problemas que todavía están por resolver y no tan sólo en los USA.

Pero eso es sólo un aperitivo, porque el autor, Sinclair Lewis, escribe su novela a la vuelta de un largo viaje europeo y como buen escritor ha dedicado sus buenos momentos a mirar, a observar a sus congéneres y de esta forma llega a unas conclusiones que no me atrevería a rechazar sino mas bien a ampliar con detalle que el novelista no podía ni siquiera imaginar hace tanto tiempo:

"El que ha visto diez veces una catedral ha visto algo; el que ha visto diez catedrales una sola vez ha visto poco; y el que ha pasado media hora en cien catedrales sucesivas no ha visto nada. Cuatrocientos cuadros son cuatrocientas veces menos interesantes que un solo cuadro; y nadie conoce un café hasta que lo ha frecuentado lo suficiente como para conocer el nombre de los mozos.
.../...
Si el viajar fuera un asunto tan inspirador e informativo como sostienen con elocuencia todos los prospectos de "viajes alrededor del mundo", entonces los hombres más sensatos de la tierra serían los marineros de barcos de cabotaje, camareros de pullman y misioneros mormones.
.../...
En la actualidad, la mayoría de las personas afligidas por el hábito de viajar, no hacen más que mentir acerca de sus placeres y beneficios. No se dedican a viajar para conocer el mundo sino para escaparse de sí mismos -lo que nunca consiguen- y para dejar de reñir con sus parientes, con el resultado de que siempre encuentran varios parientes con quienes riñen. Viajan para huir de la meditación y para encontrar algo que hacer, del mismo modo que podrían hacer solitarios, descifrar palabras cruzadas, ir al cine u ocuparse de cualquier otra actividad no menos espantosa.

Esas cosas las sabían los Dodsworth, aunque, como la mayoría de la gente, nunca se habían atrevido a admitirlas."

El posicionamiento del autor es libérrimo porque no se muerde la lengua y arrea mandobles a diestra y siniestra sin temor a levantar ampollas: en 1929 ya era sobradamente conocida su tendencia a criticar la sociedad sin embustes ni miramientos, lo que no significa lógicamente que acierte en todo pero desde luego no le falta decisión para tratar de evidenciar lo que le parece digno de crítica y lo hace con mordiente y una ligera capa de humor, sin acritud pero firmemente. Los palos no se dirigen únicamente a los estadounidenses ni a los capitalistas ricos que se creen poseedores de cualidades inalcanzables al resto de los mortales y el reparto es bastante ecuánime en la descripción de unos usos y costumbres que Sam Dodsworth descubre al comprender que su propia condición humana crece al tomar conciencia de otras formas de conducirse, de ser, de apreciar la vida, mientras su esposa, Fran, deambula por los salones, restaurantes y bailes rodeada de los mismos personajes, hombres y mujeres parecidos con independencia de su nacionalidad porque ella, Fran, lo que busca es otra cosa: es la fuente de la eterna juventud, el tránsito del placer inabarcable, sin apreciar nada de lo que la rodea.

"Reflexionó que Fran era tan vistosa como un escaparate, pero que interiormente no lo era tanto.

Entonces se enojó consigo mismo: luego se complació de ella y por último sintió que la adoraba por su pueril afán de artificios, por su ansiedad de halagos y notoriedad.
Deseaba volver a ver la señora Cortright. Comprendía que formaba parte de esa cosa enigmática y reticente que llaman Europa y que ella podría desvelar sus misterios para él.
.../...
El contraste que existía entre Fran y la señora Cortright le tenía preocupado. No era muy agradable comprobar que, tras de haber vivido veinticuatro años con Fran, no había conseguido conocerla en lo más mínimo."

Probablemente si Sinclair Lewis hubiera sospechado la debacle económica que estaba a punto de suceder en Europa y en Estados Unidos no hubiese contemporizado tanto con la figura del capitalista Dodsworth o por decirlo de otra forma no lo habría creado como un "buen capitalista", un hombre que no perdía el tiempo afanándose en actividades sociales, que apenas había ido a ver un partido de béisbol y cuatro veces a jugar golf y siempre preocupado por su empresa y sus trabajadores y que ahora, cuando ya está jubilado, con dinero de sobras, busca un nuevo emprendimiento porque imagina que ahí hay un negocio a iniciar, una aventura empresarial excitante y no lo hace por el dinero: lo hace porque le aburre no hacer nada. Sobre los hombros del personaje Sinclair Lewis construye una novela en la que el protagonista es escuchante atento de diatribas contra la sociedad estadounidense tanto por parte de auto exiliados como diletantes creídos de hallarse ante un palurdo cultural con los bolsillos llenos de dinero siendo lo cierto que Dodsworth está más atento y receptivo que cualquier botarate presuntuoso y dotado de una más que notable resiliencia, transitando por un camino trufado de personajes que el autor nos describe con pinceladas certeras, ocupándose más de los habitantes que de los lugares en un afán por huir de cualquier semejanza con una guía turística al uso repleta de descripciones de lo que uno vería si estuviese allí, junto al protagonista, que viaja física y anímicamente en una transformación inesperada, quizás el único elemento de la novela que acaba triunfante, no indemne, pero con menos rasguños que algunos personajes prototípicos que permanecerán adheridos a unas sensaciones que el novelista deja como hitos del viaje, probablemente influenciado por sus propias experiencias de viajero ilustrado y paciente mirón empedernido que primero se documenta y luego nos ofrece una narración bien estructurada en la que la crítica social, la descripción costumbrista y el desarrollo de unos afectos se mezclan en un conjunto merecedor de lectura atenta.


La novela Dodsworth fue, como las anteriores de Sinclair Lewis, un éxito inmediato. Sidney Howard acababa de guionizar Arrowsmith y le chivó a Samuel Goldwyn que por sólo $20.000 se podía hacer con los derechos cinematográficos de la novela incluso antes de que ésta saliera a la venta en librerías, pero Goldwyn rechazó la oferta.

Sidney Howard recibió el encargo de dramatizar la novela para llevarla a los escenarios de Broadway. Lo hizo no tan sólo con la aquiescencia sino con la colaboración del novelista, encantado del proceso al punto de escribir un apéndice en forma de ensayo: "El arte de la dramatización" (que no me importaría leer si lo hallara). Como es natural, Howard hizo una adaptación ajustada a los requerimientos del teatro eliminando varios pasajes que Lewis dedica a describir los diferentes países visitados por los Dodsworth y centrando la acción más en la propia relación matrimonial y menos en las nada ocultas críticas sociales al tiempo que ajustaba los diálogos a las conveniencias dramáticas.

La obra de teatro, protagonizada por Walter Huston fue un éxito total en Broadway: dos temporadas seguidas en el teatro Schubert, desde el 24 de febrero de 1934 al 30 de junio de 1934 y desde el 20 de agosto de 1934 al 20 e enero de 1935 y luego una gira por todos los estados hasta sumar 1238 representaciones, los principales personajes en manos del citado Huston como Dodsworth, Fay Binter como Fran Dodsworth y Nan Sunderland (a la sazón esposa en la vida real de Walter Huston) como Edith Cortright.

A la vista del clamoroso éxito de la pieza teatral, como es lógico, Goldwyn se apresuró a comprar los derechos cinematográficos de la obra por $160.000 y cuando Howard con cierta sorna le dijo que podía haberlos conseguido por ocho veces menos, Goldwyn le respondió: entonces eran derechos de una novela a publicar y ahora lo son de una pieza teatral de éxito.

No he tenido la oportunidad de disponer de la pieza teatral escrita por Howard así que, partiendo de comentarios aquí y allí y de la visión de la película con guión del propio Howard, habrá que establecer una conjetura: la suavización del personaje de Fran Dodsworth que en la novela llega casi a resultar aborrecible y que al parecer Howard atemperó un poco sin reproche alguno por parte de Sinclair Lewis, del que se dice se sirvió del personaje para de alguna forma ajustar cuenta con su ex-esposa.

La cuestión es que resuelto Goldwyn a llevar a la pantalla Dodsworth, había que tomar varias decisiones: primero, designar un director: Goldwyn había pensado en Gregory La Cava (su excelente My Man Godfrey, del mismo año 1936, era un punto a su favor) pero a la vista del éxito de These Three dirigida por William Wyler (que ya vimos hace dos años aquí) el mismo 1936, tratándose de una adaptación literaria con fuerte carga crítica, hizo que se inclinara por Wyler como director.

La presencia de Walter Huston prácticamente se imponía como protagonista por dos razones: primera, porque después de la larga gira de la obra teatral los que lo habían visto no iban a aceptar fácilmente un sustituto y los que no lo habían visto en escena pagarían gustosos por verlo en el cine; segunda, porque el astuto Walter cuando firmó el contrato para interpretar a Dodsworth hizo incluir una cláusula según la cual percibiría el 10% de la recaudación de la película en el caso que no la protagonizara él mismo. No había motivo a otra consideración, evidentemente.

Goldwyn desestimó la posibilidad de contratar al resto del elenco y prefirió a Ruth Chatterton para representar a Fran Dodsworth y a Mary Astor ocupándose del personaje de Edith Cortright, todos ellos muy bien arropados por secundarios como David Niven, Paul Lukas, Gregory Gaye y María Ouspenskaya, amén de un joven John Payne (de quien ya hablamos en un buen trabajo que realizó años más tarde hace unos meses) en su primera aparición en el cine, dándose la casualidad que tanto Chatterton como Payne recibirían años más tarde, el 8 de febrero de 1960, su estrella de la fama por su carrera.

Wyler, que todavía no había alcanzado el nivel de director reconocido, tuvo el primer encontronazo con Ruth Chatterton que por una parte ya conocía las enormes facultades del director para conseguir interpretaciones impactantes y estaba un poco inquieta por trabajar a sus órdenes, pero no lo bastante como para admitir que su visión del personaje de Fran Dodsworth, más cercana a la literaria creada por Sinclair Lewis que a la dramática suavizada por Howard no era exactamente ni lo que aparecía en el guión literario ni en la mente de Wyler, decidido a ofrecer una Fran más compleja y menos egoísta sin que ello representara merma para los demás personajes: el resultado es que la Chatterton no acabó de entregar todas sus facultades y el personaje no acaba teniendo toda la fuerza que Wyler estaba resuelto a darle.

Wyler, que acababa de dirigir a Merle Oberon en These Three y que como ya sabemos la actriz quedó poco contenta al esperar más requerimientos del director, se encontró ahora con David Niven, a la sazón enamoriscado con la Oberon y puede que de rebote Niven no acabara de sintonizar con Wyler, lo que poco importó a éste, pues Niven personifica a un playboy y según Wyler era lo que más fácilmente podía representar y además su posibilidad de permanecer en pantalla era escasa pues la estancia en Gran Bretaña del matrimonio Dodsworth fue sorpresivamente eliminada en el guión cinematográfico y por lo tanto muy disminuida la presencia del playboy Capitán Lockert (Niven), quedando reducido a un primer flirteo en el transatlántico Queen Mary.

Según la propia Mary Astor en su autobiografía ella no tuvo ningún problema con Wyler: muy al contrario, quedó encantada con la forma de entender la interpretación de su personaje y del perfeccionismo creciente de Wyler y su obsesión por los detalles, apuntando, como de pasada, que seguramente la Chatterton se identificaba demasiado con su personaje en el aspecto de inadmitir el paso el tiempo, la llegada de una madurez inapelable.

Con quien no tuvo absolutamente ningún problema Wyler fue con Walter Huston: la interiorización del personaje que le daba haberlo representado por 1238 ocasiones ante el público hacía que inevitablemente la naturalidad se impusiera: escuchar a Wyler, años más tarde, asegurar que Huston era un primera clase y que si acaso lo más significativo era que infra actuaba, ya nos cuenta muchísimo de complicidades y respetos y nos advierte que las escenas con Huston eran un placer para Wyler, mientras observar a Chatterton tratar de imponer su visión sería un infierno interior que ocasionalmente producía erupciones.

Wyler, como sabemos, no era ningún novato y ya había tenido éxito con Lillian Hellman en una adaptación de una pieza escénica de éxito y se tomó las libertades necesarias para llevar a la pantalla la obra de Howard, siguiendo el guión siempre y cuando le pareciese cinematográficamente oportuno.

Partiendo de algunas notas relativas al inicio del guión pergeñado por Howard, está claro que Wyler, con la inestimable ayuda de su hermano mayor Robert Wyler, reajustó el guión a su modo y manera y confeccionó su guión cinematográfico (que debe estar en alguna parte, supongo) para contar con la cámara aquello que no aparece en los diálogos.

Así, inicia el metraje arrancando con la famosa melodía Auld Lang Syne (en arreglo dramatizado por el impecable Alfred Newman) mientras la cámara llevada por el gran Rudolph Maté hace un travelling sobre la figura de un hombre que está contemplando desde un gran ventanal una fábrica en la que hay un letrero: DODSWORTH MOTORS y la cámara regresa su camino deteniéndose en un periódico que está en una mesa y leemos el titular: "Dodsworth Motors vendida a U.M.C. Samuel Dodsworth cierra la venta con sociedad de Detroit"; vemos también una lámpara, una caja de cigarros, un cenicero y el retrato de una mujer; oímos una voz en off que dice: "Sr. Dodsworth, los trabajadores han acabado" y seguimos al mismo hombre deambular entre los trabajadores saliendo de la factoría saludando y despidiéndose de todos hasta que entra en un coche y entonces le vemos las facciones, semblante serio, un punto triste, dando la última mirada a la empresa de su nombre mientras se aleja.

La suerte -o la buena elección, quién sabe- de Wyler le trae a Maté con quien se entendió a la perfección, lo mismo que antes con Toland: es lo que tiene tratar con profesionales competentes que saben captar la intención: a pesar que por cuestiones industriales el rodaje se limitó al estudio debiendo complementar los exteriores con transparencias y otros trucos, el buen hacer de Maté y las ideas de emplazamiento de la cámara de Wyler consiguen que en ningún momento el origen teatral de la pieza aparezca y curiosamente no porque Wyler se dedique a mover la cámara de un lado para otro: todo lo contrario: Wyler emplaza la cámara y la mueve lo menos posible pero sí la obliga a seguir los personajes dentro de las amplias estancias que lucen magníficas de espacio y dignas de elementos decorativos y mobiliario, sin excesos.

Wyler apenas usa su elemento preferido posteriormente, las escaleras, porque no hay donde emplazarlas en los escenarios previsibles, salvo al inicio, en el Queen Mary: no pierde la ocasión de situar a Edith Cortright justamente en la cubierta más elevada, allí donde el entusiasmado Sam Dodsworth subirá para atisbar las luces del faro que anuncia su llegada a la Gran Bretaña, ¡Europa! y lo hará sólo porque Fran prefiere estar flirteando con Lockert: su encuentro con Edith de alguna forma es un anuncio del final, cuando Edith estará en su casa napolitana, desde donde se desciende con una escalera al amarre al que se dirigirá, gozoso, Sam, después de haber bajado precipitadamente, en el último segundo, la escalera que le permite abandonar el buque en que Fran navegará de vuelta a los USA. Esas subidas y bajadas de escaleras, todas ellas de forma rápida, llevan el sello de la casa y su intención evidente.

Pero se vale de los espejos tanto como reflexión del propio personaje -que quizás está diciendo algo que nos parece no piensa realmente, otorgando un significado de dualidad a la imagen reflejada- como útil magnífico para incrementar la profundidad de campo (no olvidemos que en 1936 las emulsiones no permitían muchas virguerías que ahora se usan tan poco y tan mal) y para seguir a un personaje que sale de campo pero no de escena porque gracias al reflejo de un espejo le vemos moverse mientras escuchamos su voz interactuando con otro personaje que sí está directamente frente a la cámara.

Wyler sigue con su tónica de preferir contar la historia a ofrecer a sus actores ocasiones de lucimiento lo que significa que les exprime a conciencia y en realidad les está abonando el campo para obtener gran reconocimiento: la absoluta perfección en la composición de Walter Huston es una maravilla que ha dejado asombrado a este comentarista por mucho que en repetidas ocasiones he oído a mi padre alabar a Walter Huston, probablemente a resultas de este mismo trabajo: una naturalidad pasmosa, una gesticulación contenida, unas miradas al escuchar que transmiten la atención prestada y unos movimientos ante la cámara totalmente alejado de lo que pueda ser una ficción. A pesar que Chatterton no coincidiera con la visión de Wyler del personaje de Fran, su composición es buenísima en los planos medios y americanos, resistiendo con esfuerzo los primeros planos que el taimado director le plantea en su mayor parte con un ligero contrapicado con la inevitable excusa de la diferencia de estatura con su partenaire Sam e incluso con los tres playboys que se cruzan en su camino de rosas llenas de espinas.


La forma de rodar la cotidianeidad prestando atención a los detalles más nimios ya es norma en Wyler: así, unas monedas que caen de unos pantalones que Sam se está quitando las recogerá sin dejar de discutir con Fran, que se va desnudando para ponerse el camisón de dormir; él cerrará la luz y la puerta del cuarto vecino y se sentará para quitarse los calcetines y desnudarse tranquilamente permaneciendo la cámara en un ángulo donde la cama cubre la desnudez de Sam y girando siguiendo a Fran que ya lleva el camisón, aparece ya Sam con su pijama puesto y no han dejado de hablar ni un momento: la cámara únicamente ha ido girando sobre su propio eje siguiendo a uno u otro y la continuidad es tal que sólo hasta acabada la película, recordándola, caes en detalles semejantes, tan finamente son usados.

Las relaciones de Fran en alguna forma gobiernan el transcurso de esa jubilación dorada que Sam cada día que pasa está dispuesto a abandonar y siendo comprensivo con las veleidades de su esposa que no sabe enfrentarse a su propia edad al punto de no querer que se sepa que va a ser abuela, contando en realidad 42 espléndidos años, esas relaciones, digo, marcarán de forma definitiva las respuestas del paciente y resiliente esposo que irá cambiando de proceder a cada nueva aventura de Fran actuando con moderación pero con firmeza.

Ello ofrece a Wyler la posibilidad de acentuar con la cámara la sinergia de las situaciones reforzando la tensión con encuadres en los que la geometría realza la interrelación de los personajes: la triangulación sostenida incluso en movimiento cuando Sam de forma inusitada concierta un encuentro entre él, su esposa y el galán parisino Arnold Iselin (en la novela, Israel, apellido problemático cambiado ya en el teatro) es un acierto de Wyler, como lo es también el mantener al interesado y cobarde Iselin (muy bien llevado por Paul Lukas) siempre cerca de la entrada de la enorme suite, manteniendo a Sam en un oportuno centro, equidistante y poderoso sobre ambos adúlteros pillados in fraganti.

La triangulación, más estilizada, la usa también Wyler cuando en su segunda intentona Fran se encuentra recibiendo en su suite de Viena a su amante Kurt von Obersdorf que comparece en compañía de su madre, la Baronesa von Obersdorf (Maria Ouspenskaya), mujer anciana, diminuta, digna, que, manteniendo a su hijo detrás de ella a un lado, componen con Fran un triángulo isósceles con una base muy próxima y unos lados muy largos, agudizando la sensación vertiginosa hacia donde está, precisamente, Fran, deseosa de entrar en la nobleza por medio de un matrimonio que será rechazado con una firmeza para ella inesperada.

La soledad de Sam en esos trances queda amparada por los encuentros con su hija en sus vueltas a casa y con sus amigos de siempre, momentos que en la novela son relatados con más intensidad y que en la película pierden la fuerza decisiva en el ánimo de Sam, máxime cuando es su amiga de toda la vida, Maty, la que le hace reflexionar en la realidad de su situación matrimonial, aspecto ése que en la película apenas se apunta pero de forma inapreciable.

Con una concisión diríase que forzada nos relata Wyler el reencuentro de Sam con Edith Cortright, en Nápoles, y, una vez más, los detalles normales acentúan la escena: al llegar a casa de ella,donde Sam va a cocina para ambos su famoso arroz con almejas, les sale al encuentro un magnífico perro que Sam, entusiasmado, acaricia una y otra vez, como haría cualquier amante de los perros: esa naturalidad no molesta al ritmo de la escena y de algún modo refuerza el realismo de la misma. Cuando, días, semanas más tarde Sam, entusiasmado, le explica a Edith sus planes de establecer una línea aérea entre Seattle y Moscú (en 1936 los reactores eran sólo cosa del ejército) y que para ello van a tener que viajar a diferentes ciudades para establecer las escalas y abastecimientos, ella, dulcemente, le pregunta:¿nosotros?¿viajamos? y él sigue su explicación sin atender ni entender la pregunta, asegurando que van a conocer medio mundo y ella repite:¿nosotros?¿vas a llevarme contigo?

Claro, dice él:¿no me acompañarías? Mientras tanto, suena el teléfono de casa de Edith y sabemos que es Fran que, despachada y despechada por los Obersdorf, de repente ya no quiere el divorcio, y el teléfono suena y suena, y responde la fámula que no entiende nada y cuelga, y vuelven a llamar, y sabemos que Fran está a punto de fastidiar una vez más la vida de Sam, y Wyler se empeña en mantener ése maldito teléfono en primer plano jugando con la profundidad de campo gracias a toda la iluminación que pudo conseguir para ese soleado Nápoles de ficción y vemos al fondo a Sam y a Edith que van a irse a pescar y Edith oye el teléfono pero ni caso, pero la fámula...

Wyler juega con su cámara creando situaciones, tensiones, explicando cosas, contando emociones y lo hace sin trampa ni cartón, tal cual, limpiamente, enseñando el truco, convenciéndonos y llevándonos a una empatía con el personaje de Sam, buenazo a carta cabal y una cierta conmiseración no exenta de crítica hacia Fran, que no acaba de aceptarse a sí misma como es.

No hay ni rastro en la película de la crítica social ejercida por Sinclair Lewis relativa a los estadounidenses y tampoco sobre los diferentes países visitados por los protagonistas: si acaso un poco de burla burlando a las actividades turísticas bien diferenciadas de los viajeros y un estudio más profundo de lo habitual del declive de un matrimonio en una forma que pocas veces veremos en el cine.

Una película muy importante en la carrera de William Wyler, uno de mis preferidos como es bien sabido desde hace años, y quisiera hacer notar que, en el primer cartel de la película, su nombre apenas aparece en letras muy pequeñas y en el segundo acompañado, datado en 1944, ya se le referencia como autor de la posterior Mrs. Miniver, lo que sin duda refleja un re estreno de Dodsworth cuyo reconocimiento ha ido creciendo con el tiempo.

Absolutamente recomendable la lectura de la novela y el visionado de la película, una pieza imperdible para cualquier cinéfilo que se precie, que posiblemente tenga que acudir a mercados de ocasión para hallarla lo mismo que la novela, pues en el mercado habitual no es fácil situarlas.

Y muchísimas gracias a todos los que por aquí han pasado -y leído- durante estos últimos doce años y con redoble para aquellos que, además, dejan muestra de su paso por esta su casa.








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