Yojimbo
No hay duda alguna que Akira Kurosawa fue un enfervorizado lector de buena literatura y de ello dio buena prueba tanto por sus consejos a todos quienes deseaban ser algún día como él -un gran director de cine- como por sus películas que beben en muchas ocasiones de clásicos sean de la literatura japonesa como también de la occidental: su actividad como guionista evidencia sus gustos literarios y también, porqué no decirlo, su habilidad de aprovechar ideas leídas en autores consolidados, lo que, contra lo que algún meapilas ignorante pudiere afirmar, no es ninguna novedad ni en Kurosawa ni en muchos grandes autores que saben usar, recrear, diversificar y aumentar puntos de partida para obtener una pieza que está muy lejos de lo que sería un plagio y que ni siquiera cabe disimular con el mal traído eufemismo de "homenaje".
Kurosawa se apresuró en 1960 a felicitar a John Sturges por su versión de Los siete Samurais (1954) y podría ser que para entonces ya estuviese rodando o ultimando los preparativos de Yojimbo (1961) que no recibió en su momento ningún apunte relativo a ideas del guión tomadas de alguna parte conocida y sigue oficialmente y seguirá por siempre sin aclarar el origen de la inspiración que recibió el director y guionista para crear de la nada un personaje que, cuando uno está más que viendo disfrutando de Yojimbo, de repente se da en la frente y se dice:¡pero si ése es el agente de la Continental!
Kurosawa, que se inició en esto del cine en 1936 y dirigió su primera película en 1943, llevaba en 1961 los hombros muy bien cubiertos de toda clase de galardones y parece que se dijo a sí mismo: voy a rodar una película con mucha acción pero lo haré en una pantalla panorámica y contra lo que todos esperarán, me voy a dedicar a explotar las fuerzas de mis actores con primeros planos que les harán sudar de lo lindo y así conseguiré que, más allá de una película de criminales delincuentes, el espectador podrá reflexionar sobre la maldad: la maldad intrínseca, la maldad interesada, la maldad enloquecida.
Un hombre deambula sin rumbo en parajes agrícolas pero su aparejo es un sable que por su tamaño apunta a que se trata de un ronin, es decir un samurai que ha caído en desgracia por cualquier motivo y ahora malvive pobremente: la pantalla panorámica (2,65:1, ríete del 1,94:1 de tu televisor: en los sesenta del siglo pasado el cine peleaba así con la tele, creyendo que ganaría la batalla) incrementa su soledad cuando llega a una bifurcación y para decidir qué camino tomar, lanza un palo al aire.
Cuando llega a un pueblo solitario se cruza con un perro que lleva en la boca una mano de un hombre.
Sin palabras Kurosawa nos señala que la fatalidad ha llevado a ése hombre a un lugar de muerte. ¿Mala suerte?
No para el extraño ronin que pide de limosna un plato de arroz y asegura al cantinero que le socorre y le aconseja que coma y se largue rápidamente del pueblo que primero se tomará un sake y mientras pensará a cual de los dos bandos de criminales acudirá a ofrecerse como sicario, porque ha comprendido que en ese pueblo hay muchos tipos que merecen morir y él está dispuestos a matarlos. Por un precio.
¿Estamos ante una apología de un asesino? Ni mucho menos. A diferencia del tipo creado por Hammet que vimos hace unos días, este ronin se ha topado de casualidad con un pueblo dividido en dos bandos irreconciliables repletos de tiparracos a los que puede manejar a su antojo sacando provecho de ello. No llega con ninguna idea preconcebida, con ningún encargo, ninguna misión: su semejanza se termina en la decisión de aparentar amistad con unos y otros, malmeterlos y acabar con todos y ello sin que nadie logre saber quién caramba es y como se llama de verdad ese tipo tan enojoso y metomentodo.
Hay en ese ronin un aspecto que llama la atención del espectador atento a todo lo que irá sucediendo: resulta evidente que contra las apariencias y sus parcas palabras pidiendo más dinero no siente mucho aprecio por la riqueza material.
Kurosawa nos presenta una trama muy sugestiva en la que las traiciones, las trampas y la codicia mueven voluntades delictuosas mientras algunos se ayudan y auxilian para poder sobrevivir sin siquiera esperar nada a cambio más allá de un gesto amable de agradecimiento porque la carestía deja en la humanidad el valor de la persona que no necesita nada material para mostrar su dignidad.
Lo que mantiene apariencia de historia violenta muestra un subtexto rico en apuntes críticos con la avidez material y un desdén que ese ronin que seguramente conoció tiempos más ricos guarda en su pecho muy hondo originando con su espartana solidez el asombro de sus coetáneos en ese andurrial ruinoso en que se ha convertido un pueblo antaño próspero por la seda y los cereales y que ahora, lleno de jugadores, prostitutas y proxenetas, ha caído en un pozo que llama a voces una revolución, un cambio que ese ronin parece desea provocar pero en ningún modo aprovechar: un tipo peculiar, ese ronin.
El guión de Kurosawa pergeñado mano a mano con su amigo Kikushima trasciende, como es habitual en la filmografía de ambos, la mera descripción de una trama de buenos y malos: centrando la problemática en dos bandos que en sus contiendas aplastan a la ciudadanía honrada, la aparición súbita, inesperada, de un antihéroe complejo, capaz de quitar una vida sin pestañear ni sentir aflicción ni remordimiento, es una circunstancia que lleva a una serie de consideraciones que cada cual se hará por sí mismo, porque el guión no resolverá ninguna duda.
No hay que pretender hallar en esta película ni en su pronta secuela Sanjuro (1962) complejidades en los personajes que rodean al protagonista, ni en un bando ni en el otro, ni tampoco en los pobres aldeanos: no estamos ante personajes dotados de caracteres que en su propia condición alberguen explicaciones que puedan enriquecer unos diálogos ni directamente ni con alegorías, ironías e insinuaciones más o menos perceptibles: hay una situación de necesidad, de desfavorecidos y sometidos, de miedo por la propia vida, pero no hay discurso verbal inteligible: lo hay factual, muy perceptible, pero ello se debe más al guión técnico que al propio guión literario.
La labor de Kurosawa como director se erige en una clase magistral de cine mientras se sirve de la cámara emplazada donde a él mejor le parece para mostrar los personajes y lo que sienten, piensan, hacen: el guión técnico es deslumbrante gracias a una caligrafía visual que aprovecha una pantalla enorme de veras con una facilidad pasmosa sin permitirse ni un sólo momento de lucimientos técnicos epatantes para impresionar al espectador que permanecerá pendiente de una trama dotada de un ritmo pegajoso, que no te suelta ni por un momento, que te lleva de un lado a otro y no te acabas de creer que, de veras, ese letal ronin vaya a terminar como lo hará.
El uso del objetivo panorámico encima de los intérpretes parece una broma cruel de Kurosawa porque a buen seguro deberían sentirse incómodos y probablemente esa era la intención del avieso director, no en vano es otro de los especialistas en sacar todo el jugo de los que se colocan frente a su cámara, bien que luego obtienen reconocimiento por su exhaustivo empeño como es el caso de Toshiro Mifune una vez más afortunado protagonista de otra obra maestra de Akira Kurosawa.
Si no la han visto, no saben la suerte que tienen, porque descubrirla será un gozo. Si ya la vieron, procuren que esta vez sea en una pantalla lo más grande posible, que lo merece.


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