Carregant el Bloc...

dissabte, 28 de juny del 2025

Metacine de Serie B



Giulano Montaldo fue un director italiano nacido en 1930 que a principios de los setenta del siglo pasado triunfó con una película, Sacco e Vanzetti, que algún día comentaremos con calma. Dirigió 27 películas de las que 22 estaban inspiradas en guiones propios lo que da fe de su formación como cineasta que si no alcanzó la preciada clasificación de "autor" probablemente fue porque de sus películas apenas cuatro o cinco revisten el interés necesario ni en el momento de su estreno ni mucho menos ahora, pasado medio siglo.

Sin embargo y gracias al desierto de ideas originales que asola este siglo que vivimos es de justicia reconocer a Montaldo que con un presupuesto muy ajustado en 1978 fuese capaz de dirigir para la televisión italiana una película que inesperadamente para todo el mundo -menos para él, imagino- se convirtió en un éxito total que lastimosamente se vió cercenado porque al ser un producto rodado en condiciones económicas mínimas, los contratos de sus intervinientes impidieron la distribución internacional que a buen seguro hubiese reportado pingües beneficios a la cadena televisiva. Justo castigo a su cicatería y falta de visión cinematográfica. Se trata de Circuito chiusso (1978)

El guión, magnífico, repleto de ideas originales y de diálogos acertados, juega con la atención del espectador ofreciendo ideas subliminales que al final se revelarán en realidades asombrosas y lo hace ofreciendo un panorama de sugestiones enriquecedoras de un misterio detectivesco en el que el cine tiene mucho a ver.

Porque durante poco más de hora y media nosotros, como espectadores, vamos a entrar con los personajes de la trama en una sala de cine de reestreno, aquellas salas de los setenta con butacas elementales, pantallas enormes, aseos dentro de la sala tapados con cortinajes y barras de bar al lado de la entrada ofreciendo un refresco, una copita o un café como trago previo y quien sabe si un bocadillo en el entremedio de las dos películas que iban a exhibirse, o quizás, como en el caso que nos ocupa, una sola, un interesante espaguetti-western protagonizado Giulano Gemma, verdadera estrella de los espaguetti western.

Veremos a los espectadores esperando pacientemente a que abran las puertas del cine y luego entrar, pagar su entrada, quizás tomar algo en el bar y acceder a la sala, buscando cada quien su lugar preferido: la sala es muy amplia y la sesión es de media tarde, así que hay sitio de sobras para escoger, porque son apenas 54 espectadores, como muy pronto sabremos con seguridad.

La cámara se mueve entre los espectadores y vemos sus gestos, sus miradas y en algunos casos escuchamos sus palabras y Montaldo va creando un mosaico de personalidades que coinciden en que han acudido a ver la misma película y prácticamente nada más, salvo los que empezamos a intuir tienen más interés en algo tan personal como el cariño y puede que el sexo y, sorpresa, apuntando a una pederastia homosexual poco usual en el cine de la época, deteniéndose con detalle Montaldo en tipos raros que evidentemente no han ido al cine a ver la película, cada cual con sus propios intereses, no todos ilegítimos.

Mezclar la presentación de los protagonistas (es una película coral, efectivamente) con los típicos anuncios proyectados en la gran pantalla mientras las luces todavía están encendidas y ver en este tiempo aquellas publicidades añejas es un punto de interés añadido al indudable placer de entrometerse en lo que les va a ocurrir a una serie de gentes que están haciendo lo mismo que nosotros, que es ver una película. Cine dentro del cine que toma su máxima fuerza cuando en la pantalla se exhibe el western.

De repente, mientras la cámara se pasea por los rostros de los espectadores iluminados por la pantalla, cabe el final de la película que están viendo, suena un disparo, se oye un grito de mujer, se abren las luces y resulta que se ha cometido un asesinato: un hombre que había llegado con un poco de retraso y se había sentado al lado de una pareja de jóvenes enamorados.

Un tipo fornido y alto, que momentos antes estaba mirando de lejos a una mujer solitaria como tirándole los tejos, se incorpora dando órdenes y consigue que los empleados cierren rápidamente las puertas del cine y se identifica como detective de policía y llama solicitando auxilio rápido porque está solo con cincuenta y tres espectadores más los empleados del cine.

Montaldo intensifica a partir del minuto 20 el estudio pormenorizado de todos los que se ven forzados por la policía a permanecer encerrados en el cine: podría hacerlo aprovechando que la policía como es natural les va a interrogar a todos, pero remata la jugada en las interacciones de todos entre los conocidos, los que pretenden pasar desapercibidos, los que admiten no haber ido al cine a ver la película e incluso los pobres empleados que verán como su jornada laboral se extiende mucho más allá de las 24 horas, porque la policía no está dispuesta a dejar que se les escape un asesino que debe estar dentro del cine.

Lo que no sabe la policía es cuánto dentro del cine deberá hurgar para hallar al asesino que puede presumir de escurridizo, porque cuando la policía pone en práctica la habitual representación de lo que ha ocurrido...... actúa de nuevo, dando como resultado que al suspense se añade el pánico de casi todos, menos uno.

El guión, excepcional, nos deja perlas apuntadas de la idiosincrasia de todos los espectadores que son cincuenta y tres y nos hallamos ante un abanico de personalidades muy bien presentados por lo que dicen y por lo que expresan en gestos y hechos sutiles y nos devanamos los sesos como el paciente inspector que se ve encerrado junto con todos los sospechosos en un cine que siempre ofrece la misma película hasta que el alcalde del municipio les lleva una docena de televisores para que puedan pasar el tiempo, días y noches, entretenidos, que comidas y bebidas e incluso tabaco ya les llevaron para reconfortar y alejar las evidentes ganas de amotinarse.

Montaldo mezcla sabiamente los rasgos cinematográficos documentales y los propios del suspense y poco a poco introduce ideas que luego alguien con más dinero y fama aprovechó con más resonancia; no digo que las ideas sean primigenias de Montaldo, pero evidentemente esta película ha tenido visualizadores inteligentes muy lejos de Italia.

Se vale Montaldo de un grupo de intérpretes que no eran de primera fila y es de reconocer que su labor como director cinematográfico es pareja a la de sus recomendaciones a todo el elenco, pues la naturalidad es absoluta en unas gentes que, no lo olvidemos, se hallan encerradas contra su voluntad y en compañía de alguien capaz de cometer impunemente asesinatos.

El misterio será el detonante de lo que acaba por ser un estudio detenido de una sociedad de los años setenta del siglo pasado, un retrato sociológico breve que irá conformándose con el desarrollo de la trama en paralelo a las pesquisas continuadas y forzadas de los elementos policiales que serán coadyuvantes pero no resolutivos y Montaldo lo deja muy evidente por la forma en que cierra la película deteniéndose en la forma en que se deshace el forzoso grupo al fin de su travesía, una vez fuera de la sala de cine que ha sido a la vez su entretenimiento y su cárcel pavorosa.

Una película que ofrece mucho más de lo que uno esperaría de un telefilme con escaso presupuesto; con toda seguridad, de haberse podido exhibir en salas por el mundo, hubiese sido un éxito de la época.


Leer más...

dissabte, 31 de maig del 2025

Jaque mate



Hace unas semanas acababa un breve comentario declarando que tenía ganas de disfrutar de alguna película clásica de espías y a esa comezón cinéfila se añadió la literaria y el resultado lógico me llevó a hurgar mis estanterías justo donde descansan las aventuras de George Smiley del que ya nos ocupamos hace bastante tiempo, primero en sus celebérrimas andanzas televisivas y luego en una versión cinematográfica un poco falta de brío que no se debe confundir con el término "acción" pues tratándose de tramas pergeñadas por John Le Carré, ya sabe el aficionado al género que las prisas brillarán por su ausencia.

Hete aquí que tenía pendiente la lectura de la tercera novela escrita por John Le Carré titulada El espía que surgió del frío (1963) precisamente porque dos años más tarde de su publicación ya fué llevada al cine por Martin Ritt en película titulada de forma homónima The spy who came in from the cold (1965)

John Le Carré grabó su nombre a fuego con esta su tercera novela que uno tiene la oportunidad de leer como una avanzadilla a la que sin duda será jubilosa costumbre de acudir a sus textos pues aúna una serie de cualidades que producen adicción en el aficionado a la novela de intriga inserta también de algún modo en el género negro pues el autor no pierde jamás de vista la recreación de unas realidades aparentemente cotidianas y vulgares cuando son continentes de ideas, voluntades y percepciones muy singulares y encaminadas a la obtención de un fin discreto.

La forma de escribir de Le Carré se adapta perfectamente a la trama que ha ideado: no pierde el tiempo ofreciendo descripciones innecesarias pero sabe recrear en la mente del ávido lector los escenarios abiertos y cerrados en los que se desarrollan unos actos que tan sólo ocasionalmente son violentos sin que la fatalidad letal deje de asomar en cualquier rincón de la mano de unos personajes psicológicamente complejos, gentes que pueden ser amables, sugerentes, amenazantes o amigables y nunca estarás seguro de si mienten poco o mucho o si quizás, sólo quizás, dicen la verdad, porque pronto se instala en el ánimo del lector la zozobra, la incertidumbre relativa a todo lo que está viviendo, porque ya Le Carré te ha atrapado en una tela de araña y no soltará hasta el final de la trama.

Para el simple aficionado -como este comentarista- que conoce las andanzas de Smiley, leer su nombre, el de Peter Guillam y naturalmente, el de Control, la situación tiene aires conocidos y sabes que la trama tendrá acción física en dosis mínimas pero imparables y que hay que estar ojo avizor, pues Le Carré no da puntada sin hilo y su estilo literario, aparentemente sencillo y simple, está trabajado para obtener un resultado perfecto sin fardar: va al grano y de qué manera.

Martin Ritt trabaja sobre un guión preparado por Paul Dehn y Guy Trosper que apenas toca nada de la novela de Le Carré, encantado de la vida con esos guionistas y con un director que entiende perfectamente el tratamiento que debe darse a una trama de espionaje de las de verdad, es decir, todo lo contrario a las andanzas rimbombantes, ruidosas y espectaculares que en ocasiones llenan de buen movimiento las pantallas pero no dejan poso: a poco que uno lo piensa, el espionaje verdadero, el buen espionaje, es aquel que no percibes, aquel que en vez de parecerse a un partido de fútbol americano se parece a una partida de ajedrez: en el ajedrez, gana quien mata al rey contrario: gana el que da jaque mate.

Los personajes inventados por Le Carré tienen su corporeidad inmaculada en unos intérpretes muy bien dirigidos que hacen gala de una naturalidad encaminada a conseguir un verismo que conquista al espectador que se convierte en una especie de mirón privilegiado situado con la cámara de Ritt justo donde mejor se sigue la trama, sin perder detalle, una posición que aprisiona la atención, que engancha sin sustos ni sobresaltos, una historia que lleva unos derroteros intrigantes en pos de un fin que se supone, se imagina, pero del que falta la certeza: de la misma forma que el novelista presenta capítulos cortos de extensión y llenos de significados crecientes, así Martin Ritt desarrolla su película adecuando la caligrafía visual de cada escena a su situación dentro de la total trama, cada vez más oscura y contrastada.

Uno no puede menos que advertir que posiblemente Martin Ritt disfrutó muchísimo dirigiendo esta película porque se observa un dominio, un control exhaustivo, minucioso, completo e íntegro de la trama ideada por Le Carré y a pesar de ello, el resultado final es mucho más que una mera traslación de la literatura a la pantalla: es una recreación perfecta con su propia fuerza visual ex novo.

Recomiendo por ello encarecidamente que nadie lea la novela antes de ver la película, porque ésta es una magnífica traslación del texto literario a la caligrafía visual: de entrada, la decisión de rodar en un magnífico blanco y negro repleto de grises variadísimos creados por el gran Oswald Morris cuando sin duda podría haberse hecho todo el rodaje en color evidencia que el director percibe la profundidad intrínseca del relato que, más allá de entretener, persigue y consigue trasladar al espectador una idea que permanecerá una vez acabado el metraje, una toma de conciencia que fácilmente derivará en disquisiciones complementarias que tendrán como foco una situación social quizás más real que imaginaria, acaso perteneciente al clásico ejercicio del poder ejecutado por el príncipe maquiavélico que sigue presente aunque desapercibido, como debe ser.

Martin Ritt recrea con su cámara los ambientes descritos por Le Carré añadiendo una cierta sensación de encerrona, de duda, una invitación a la vigilia que captura el interés del espectador y sin acabar de sellar con la empatía el discurrir vital del protagonista Alec Leamas (un magnífico Richard Burton) que mira a cámara procurando que la duda se expanda en la pantalla pero capturando la atención con la ayuda de unos primeros planos que resiste como un titán y uno no sabe muy bien a qué atenerse porque te hueles un asunto pero quizás sea de otra forma y el amigo Ritt mantiene el tono sin que te percates y te atrapará irremisiblemente durante casi dos horas en las que se desarrollan unos personajes que oscilan entre héroes y traidores, unos vaivenes cuidadosamente calculados que llenan la cabeza de ideas e imágenes hasta que, al final ¡hale hop! te dan jaque mate y te quedas a cuadros, ojiplático, porque te han enseñado lo que de verdad de la buena debe de ser el submundo del espionaje.

Y todo con una lógica aplastante que reconocerás a poco que rememores toda la trama, sin trampa ni cartón, una historia repleta de astucia y decidida fortaleza en la que a fuer de sincero, reconocerás que ni siquiera han tenido que mentirte, porque lo que han conseguido es que llegues a tus propias conclusiones diciéndote medias verdades, pero al fin pensarás que puede que, en realidad, el mundo funciones así. Y puede que no te guste. Pero tú tomarás tu decisión, porque ni John Le Carré ni Martin Ritt están ahí para dar sermones: ahí lo dejan, a tu albedrío.

Magistral la película, magistral la novela: no hay excusa para perderse ni la una ni la otra, porque leer la novela completará la sensación y recreará en la memoria la película.


Leer más...

dilluns, 21 d’abril del 2025

Cónclave



La vida da muchas vueltas, suele decirse: en 2013, a causa de la inesperada renuncia del Papa Benedicto XVI, el novelista británico Robert Harris tuvo la inspirada idea de empezar a investigar y documentarse en todo el proceso que pudo leer durante el cónclave de la curia romana en que fue elegido Papa Francisco: estuvo trabajando en su novela de forma intermitente pero constante y en el año 2016 salió publicada su novela titulada Cónclave que, por lo que cuentan, tuvo cierto éxito por lo menos en el mundo anglosajón.

El resultado de su comercialización libresca conllevó que la industria del cine deseara llevar la ficción a la pantalla y hete aquí que el año pasado 2024 se estrenó y hace un mes se llevaba un oscar por el guión adaptado por Peter Straughan sobre el que se basa la película homónima, Cónclave dirigida por Edward Berger, película que hace muy poco puede verse en streaming cómodamente, justo cuando se produce el fallecimiento del Papa Francisco I, precisamente el que resultó electo en 2013.

Seguro que ahora el visionado de la película se incrementará y conviene recordar que no es un documental sino una ficción de la que se pueden decir varias cosas:

Es sabido y notorio que la organización de la Iglesia Católica puede ser muchas cosas pero no desde luego un grupo de gentes que tomen sus decisiones de forma apresurada y descuidada, así que podemos colegir que en lo que hace a la forma, al protocolo ancestral provisto de salvaguardas modernas, lo que vemos en la pantalla se acerca bastante a lo que puede ocurrir durante un cónclave, que, no lo olvidemos, es un acontecimiento que ocurre de forma imprevisible salvo, precisamente, el que inspiró la novela, en cuyo cónclave el Papa estaba vivito y coleando, lo que no es habitual.

La falta de la presencia del Sumo Pontífice se subsana con la figura del camarlengo, cardenal nombrado para que se ocupe de mandar lo preciso mientras dura el cónclave, tiempo de elecciones sucesivas hasta llegar a un acuerdo numérico regulado de antemano y por lo tanto ése va a ser el personaje protagonista durante casi toda la narración.

La elección de Ralph Fiennes para representar al camarlengo no podía ser más afortunada. el actor, siempre capaz de expresar sentimientos y pensamientos con la mirada, se adueña de la pantalla férreamente y tiene la suerte de contar con secundarios dispuestos a dar la talla: tipos como Stanley Tucci y John Lithgow son tan capaces de robar una escena como de mantener una escucha activa y Edward Berger como director diríamos que puede descansar en esos tipos que, además, están muy bien escritos, con diálogos acertados.

Berger se vale de unos escenarios que probablemente son más espectaculares que los reales, pues los cardenales están tan recluídos que casi se diría encarcelados en sus aposentos casi monacales, pero el deambular de unos y otros permiten la práctica de la tertulia peripatética en la que las posiciones se van mostrando a cada día que pasa sin la esperada fumata bianca de forma más humana en la que los anhelos se confunden con las ambiciones y el sostenimiento de las opiniones doctrinales llega casi a encarnizarse.

Berger juega muy bien con su cámara y con las iluminaciones de las escenas: se nota que ha preparado un guión técnico a conciencia y alterna sensaciones de claustrofobia (nunca mejor aplicado el término) con apartados conspiranoicos en los que las estrategias electorales se mueven sigilosamente con fuerza en ocasiones inesperada y la cámara, ejerciendo su función de mostrar sin palabras, se fija en detalles que pueden tener significados.

Un cónclave es precisamente por sus características un evento internacional en el que un centenar largo de personas intelectualmente preparadas deberán ponerse de acuerdo para elegir en su propio seno a quien les va a mandar de forma vitalicia, así que cabe esperar que hayan conciliábulos, entrevistas, reuniones y debates y en todos esos momentos uno espera encontrar diálogos tensos e interesantes y elipsis informativas de intenciones y deseos y durante la mayor parte del metraje así es. conoceremos en parte las ideas, las ansias y las servidumbres de los cardenales encerrados hasta que se pongan de acuerdo y poco a poco intuiremos su realidad personal, manteniendo el interés de un interrogante del que todo el mundo está pendiente.

Es de reconocer que Berger mantiene la narración cinematográfica con mano firme durante las dos horas de metraje y no decae el ritmo gracias a sus buenos oficios, pero ni las buenas actuaciones ni la ejemplar dirección son suficientes para mantener la intensidad de la atención que va lentamente declinando al aparecer unas circunstancias que resultan débiles en comparación a las premisas previas, probablemente porque el guión respeta demasiado la novela original y ésta, buscando un lector proclive a hallar aspectos digamos que actuales más que contemporáneos para vender más libros, rebaja lo que podríamos llamar el nivel o la intensidad de un debate filosófico y religioso que ciertamente puede casar muy poco con la comercialización deseable.

Le queda a uno la sensación que han dejado en el tintero cuestiones más polémicas y de mayor calado probablemente porque su tratamiento resultaría más trabajoso e ingrato amén de ser más difícil de digerir inteligiblemente.

Sea como sea, le guste a uno el final o no, es una película que en su estreno en cines resultaba interesante y ahora, por mor de la actualidad, ha devenido en imprescindible para entender un protocolo que se va a desarrollar intra muros.


Leer más...

diumenge, 20 d’abril del 2025

Código negro



Es de reconocer que en esta ocasión el amigo traductor de los títulos de películas al español no lo tenía nada fácil y corríamos el riesgo de otra pifia que levantara el macguffin o lo que es lo mismo el motivo de una intriga de espías que se activan cuando por el habitual chivatazo casi anónimo se sabe, se sospecha, se intuye e incluso se sobreentiende que hay una persona actuando como topo en una organización secreta, alguien que muy bien podría ser un agente doble que durante décadas ha estado traicionando a sus compañeros de viaje y, claro, al país, así que usar Código negro no es tan mala idea e incluso mejora el original que resulta un tanto ridículo por críptico.

La premisa que podríamos subtitular como sinóptica no es novedosa para el cinéfilo militante sin necesidad de buscar antigüedades de mérito porque como guión no hace tantos años (bueno sí: trece) pudimos detenernos a comentar una de espías de verdad que se basa en lo que sin duda muchos denominarían narración canónica de la persecución del topo.

Lo malo de asomarse a temáticas que otros han tratado de forma sobresaliente es que es un arriesgado ejercicio que ni la mejor de las campañas publicitarias puede sustraer a la memoria del aficionado al género que por sus propias peculiaridades supone una atención al detalle que tarde o temprano se revelará como significativo y ese cuidado es fundamental en un guión que pretenda satisfacer al espectador que se sienta ante la pantalla para ser sorprendido por unos vericuetos que no incurran ni en trampas fáciles ni en trucos inverosímiles y lo malo de la última película de Steven Soderbergh, titulada Black Bag es que para introducir novedades se inclina por una pretendida cuestión matrimonial entre dos espías y por el ejercicio de la máquina de la verdad que el mismo guión deja en ridícula evidencia como aparato falto de credibilidad; hay una serie de elementos que producen roturas imperdonables en un guión que se va complicando con propuestas débiles mientras pierde gas y fuerza conforme pasan los minutos.

Soderbergh no es ningún director novato y aunque su prestigio popular está muy por encima de sus verdaderas cualidades cabría esperar un poco de rigor a la hora de controlar los desmanes del guión que perjudican lo que podría ser un buen ejercicio de película de espías en la que la acción es un elemento secundario porque es -o debería ser- la estrategia y la construcción de ella el artificio que logre encandilar al espectador atento a lo que pasa y que pronto cae en la cuenta que algo no está muy bien atado y que al final todo se precipita de una forma que no deja muy buen recuerdo.

La dirección de Soderbergh es la propia del artesano con oficio que conoce los resortes pero le falta brío y fuerza para impulsar una narración que por momentos decae y lo peor es llegar a una conclusión más que trillada, un final no sé si más cómodo que acomodaticio pero en cualquier caso flojo.

Una lástima que Michael Fassbender y Cate Blanchett hayan tenido que apechugar con unos personajes que podrían tener más enjundia, más complejidad: las películas de espías pueden ofrecer personalidades psicológicamente complejas sin resultar extrañas precisamente por el oficio de los sujetos de un oficio que nadie espera sera simple y en otras ocasiones han sido oportunidades perfectas para el ejercicio histriónico pero ni él ni ella tienen las líneas necesarias para que se puedan lucir, así que vemos sus esfuerzos por levantar unos personajes muy por debajo de sus posibilidades, dejándolos a la altura del resto del elenco, flojos, flojos, incluyendo un Pierce Brosnan que presta su estampa de veterano elegante para cuatro líneas sin lucimiento alguno.

La falta de humanidad lleva aparejada la indiferencia que esos espías producen en el respetable público que se encuentra con una película que sabiendo no va a ser de acción, tampoco ofrece mucho agarre para empatizar con ninguno de los que van y vienen mareando la perdiz hasta que el macguffin se nos revelará, suponiendo que no lo hayamos anticipado en nuestro interior.

En definitiva, otra muestra del cine de Soderbergh, que parece querer ser una cosa que no alcanza y queda en entretenimiento de sobremesa cuando podría haber sido otra cosa mucho más interesante.

Dan ganas de buscar en la videoteca algún clásico de espías.


Leer más...

dilluns, 24 de març del 2025

Ni quita ni pone Rey pero sirve a la verdad



He de reconocer que hasta hace unos días no me había interesado por las películas dirigidas por Albert Serra pero habiéndome topado de casualidad con una de las muchas entrevistas que ha concedido con ocasión del estreno de su última obra y tratándose de un documental, que nunca ha sido género cinematográfico por el que haya sentido interés, algo en su forma de expresarse me picó la curiosidad y hete aquí que con inmediatez causada por la prudencia, la semana pasada fui uno de la docena de espectadores que me senté a ver Tardes de soledad

De los doce y para mi sorpresa, la mitad entraron en la sala provistos de palomitas y bebidas. Supongo que se les indigestaron.

Albert Serra es un hombre de cine y siente la necesidad de crear arte cinematográfico que trascienda, que vaya más allá de un esteticismo que cuida minuciosamente porque, afirma, sin la estética y el lenguaje cinematográfico expresado con el montaje, no hay transmisión de ideas ni sentimientos. No puede tener más razón y curiosamente asegura que, para él, si un cámara no participa de forma eficaz en el montaje, no es un cámara que le interese mucho.

Con esta previa, sentarse a ver Tardes de soledad ha de basarse en la convicción de que no vas a ver una película semejante a nada que puedas hallar al azar en las carteleras de cine, máxime cuando, por si hay dudas, se centra en la tauromaquia, evento que en Barcelona, donde vi la película, a principios del siglo pasado contaba con tres plazas de toros y ahora está prohibido: precisamente, la sala de cine donde estuve reside en un centro comercial construído dentro del redondel de la Plaza de las Arenas. De modo que había que darse prisa, porque un documental sobre tauromaquia digamos que puede considerarse casi que anti patriótico por muchos indocumentados y no extrañaría una manifestación intolerante.

El propio autor ya lo advierte: la película ha causado adhesiones y enfados allá por donde ha circulado antes de su estreno en salas comerciales españolas, lo que le tiene sin cuidado, porque está contento y orgulloso con el resultado de su trabajo. Y razones tiene para estarlo: veamos porqué:

Párense un minutos a pensar, a recordar, y díganme una película documental en la que no haya rastro de guión alguno. Piensen también en un documental en el que a su término puedan asegurar sin dudas que no se les ha ofrecido una visión tergiversada ocultando aspectos que puedan influir en una opinión o consideración respecto a lo visto.

Esto, expresado así, podría inducir a creer que el documental de Serra es parecido a lo que uno puede hacer filmando cualquier evento, cualquier suceso que ocurre frente a la cámara, sin más. Pues no, porque entonces el trabajo de Serra sería inexistente y no sería capaz de generar ni opiniones ni polémicas.

Diría que Serra se vale de tres cámaras con unas instrucciones muy concretas: tú planos generales, tú planos medios y tú, que llevarás pinganillo, primeros planos y también planos detalle cuando te diga. Y un par de cámaras con angular, una fija dentro de un vehículo y otra en un estabilizador a medio metro del suelo. Y ya. Y luego montaremos.

Y un equipo de sonido excelente acompañando a cada cámara para que no se escape ningún aliento, ni del toro ni del torero ni de nadie que esté en el foco: nunca se ha visto un documental semejante: un ejercicio de voyerismo espectacular, dotado de una estética magnífica.

Una estética que, no nos dejemos engañar, no pretende edulcorar ni suavizar la traumática experiencia que supone ver en pantalla grande todos los intríngulis del arte de la tauromaquia en el que la muerte es una presencia ominosa que rodea a los protagonistas y de ello Albert Serra deja constancia vívida sin ahorrarse -ni ahorrarnos- ningún detalle y la grandeza de su obra es que no ha usado ningún guión y se ha dedicado a observar durante meses la presencia y ejercicio de un torero, Andrés Roca Rey, que se erige en protagonista único de un documental que tampoco trata de endiosarlo pero sí de entender el porqué del torero a base de acercarse a él en casi todas las circunstancias de cada tarde soledad, entendida como el momento en que el torero está solo frente al toro que, créanme, impresiona y da mucho miedo.

El metraje de primeras puede parecer excesivo: son dos horas que llegan a agobiar un poco pese a que sabemos, por ejemplo, que ese torero acaba de triunfar en Valencia y no veremos nada grave, pero Serra nos ha engañado, porque su verdad es la cierta y lo único que hace es que cambia el tercio cinematográfico y su lenguaje se vuelve más abstracto y opresivo valiéndose de planos medios que de una parte te privan de ver la faena y de otra te muestran la realidad de lo que acontece: media tonelada de músculos moviéndose rápidamente siguiendo la sugerencia de un tipo que aguanta con temple el roce físico y el peligro mortal que se nos mostrará sin alharacas, sin trampa, justo cuando sucede, y el ánimo se te encoge y te das cuenta que estás viendo un documental que te muestra lo que hay, sin trampa ni cartón, más allá de una forma de enfocar, de recortar el plano, de acentuar con la cámara lo que sucede en la plaza de toros, por si acaso logras entender el misterio de la tauromaquia, que de sencillo no tiene nada, como resulta evidente.

Serra se vale de tres cámaras sobresalientes y de un equipo de sonido magnífico que sin intentar sobresalir ni tomar un inmerecido protagonismo configuran una mirada auténtica sobre todo el complejo mundo de la tauromaquia en su parte humana ofreciendo detalles, actitudes y comentarios apenas murmurados en ocasiones y exclamaciones espontáneas que sin la decidida planificación de su intervención nutren, es de suponer, de ingente munición para una moviola que simplemente ha decidido eliminar los trozos menos efectivos y eficaces de muchas horas de filmación.

Cuenta además con el afortunado concurso de un protagonista que no es ni desea ser actor de cine pero sí actor en una función antropológica en la que los sentimientos y las convicciones se entienden reales, proclamándose afortunado Serra porque es consciente que todo ese tinglado en manos de un intérprete profesional jamás llegaría al grado de autenticidad que obtiene el taimado director catalán con una idea que tuvo aplicando la teoría más clásica del documental para conseguir una pieza que podríamos calificar como magistral por su pureza y fuerza visual.

Si uno espera encontrar en este magnífico documental una respuesta al dilema de aceptar o prohibir la tauromaquia, no creo que saque mucho provecho de la experiencia pero desde luego probablemente jamás habrá estado tan cerca de una realidad que perdura no tan sólo en España por mucho que el tópico pretenda finiquitarlo.

Si uno se acerca al cine como aficionado al cine buscando una experiencia cinematográfica exenta de condicionantes anímicos o sociales sin duda saldrá complacido porque Albert Serra hace un magistral uso de todos los medios a su alcance para conseguir una obra redonda: un documental verídico, histórico, en el que no pretende nada más y nada menos que mostrarnos algo que sucede en muchas tardes soleadas y es usted quien debe decidir si le gusta o no, si le parece bien o mal, porque él, Albert Serra, en ningún momento ha pretendido aleccionar a nadie ni imponer su opinión.

Como debe ser en un documental y no siempre es: por eso no deberían perder la ocasión de verlo, aunque como me pasa a mí, no les gusten los documentales: éste es diferente.


Leer más...

dimarts, 25 de febrer del 2025

Centauros del desierto



Creo recordar que fue hace muchos años cuando en uno de aquellos añorados programas de televisión cinéfila que presentaba Garci, bien el propio director bien algún contertulio después de haberse recreado con la magistral y fordiana The Searchers declaró con cierta solemnidad que, en su opinión, otorgar a esa pieza el título en español de Centauros del desierto era un absoluto acierto, al punto de señalarlo como quizás el mejor título jamás pergeñado para trasladar al público español el sentido de una película con otro nombre estrenada en los Estados Unidos de Norteamérica, su patria chica.

En este bloc de notas cinéfilas ya nos hemos ocupado en otras ocasiones de películas dirigidas por John Ford y tarde o temprano había que detenerse en una película que resulta apabullante por su caligrafía cinematográfica que le deja a uno sin aliento casi, descubriendo en cada visionado un detalle más que se te clava en la memoria porque sabes que nada es casual excepto cuando la cámara capta algún incidente no planeado que el maestro decide guardar porque es otro punto más de expresividad natural que a algunos tanto les cuesta observar, mimar y guardar.

Gracias al fervor cinéfilo del gran Peter Bogdanovich sabemos por escrito y en documental cinematográfico que dar un visionado anual de The Searchers no es nada extraño, pues Steven Spielberg asegura verla por lo menos dos veces al año: lo mismo que relees un magnífico libro, ¿porqué no ibas a ver de nuevo una gran película?. Spielberg suele contar que, cursando sus estudios de cine, tuvo la oportunidad de visitar a Ford en su despacho: mira aquel cuadro, le dijo Ford; y ahora, mira aquel otro, de la pared opuesta: ¿qué me dices de ellos?¿que has visto? Spielberg,con un pelín de zozobra, le dice: en uno, el horizonte está muy bajo; y en el otro, está muy alto. Muy bien, chico, le dijo Ford: cuando sepas cuando debes filmar el horizonte abajo o arriba, puedes plantearte dirigir una película: ahora, vete.

Siempre decimos que el estilo visual de Ford es directo, sencillo, que planta la cámara y ya. Es una afirmación errónea derivada de la aparente facilidad con que el viejo cascarrabias encadenaba un plano con otro para construir secuencias magistrales una tras otra, sin alharacas ni virtuosismos impactantes pero sí muy elaborados, eficaces, y, en el caso de The Searchers, de una belleza que roza el síndrome de Stendhal exprimiendo de forma apabullante cualquier vericueto del asombroso paraje conocido como Monument Valley.

Sabemos también que en el cine clásico y por supuesto en la obra fordiana la construcción del guión básico es un trabajo realmente laborioso porque todos los personajes llegan a la trama que se nos expone con una historia a sus espaldas, una historia que, además, puede entrelazarse con las de cualesquiera otros personajes que veremos desarrollarse en la pantalla, casi nunca de una pieza, porque en la complejidad de los caracteres está la riqueza -inmensa en los protagonistas de Ford- de unos tipos que se nos asentarán en el ánimo y ya jamás podremos olvidar.

Y lo que resulta asombroso es que en Centauros del desierto (seguro que a Ford le tuvo que encantar esa traslación mitológica) el obstinado Ford lleva casi que al límite su convicción que, si bien es más fácil filmar una película hablada, cuanto menos hablen los personajes, mejor: lo que cuenta la cámara, con el concurso mudo de los intérpretes, es todo.

Precisamente opino que a John Wayne le deberían haber otorgado por su incorporación de Ethan Edwards un montón de galardones y va y asegura que simplemente sostenía la mirada sin pensar en nada y que el espectador se emociona por la carga informativa de planos anteriores y subsiguientes y es entonces cuando me acuerdo de su colega Robert Mitchum asegurando que era un vago y que no se preparaba las películas; nuestro Fernando Fernán Gómez también aseguraba siempre ser un vago irredento. Vaya mentirosos, todos ellos.

Hay en esta obra maestra del cine algún que otro momento que puntúa, que marca un tiempo: todos los cinéfilos estamos de acuerdo en que su apertura es magnífica y su cierre soberbio, con esas puertas que se abren y cierran ante unos parajes inmensos, pero déjenme apuntar otro momento, de principio y final: cuando Ethan levanta con sus fuertes brazos extendidos a su sobrina Debbie: entra ambos momentos hay más de una década que nos emocionará de muy distintas maneras a causa de variadas vicisitudes y tendremos tiempo para ver cómo se desarrollan unos personajes que afrontan su realidad cruda y dura con fortaleza, brutalidad y, a veces, templanza.

La ventaja de asomarse a esta pieza de vez en cuando es que, poco a poco, vas descubriendo o quizás sólo imaginando la forma en que Ford decidió emplazar la cámara porque, contra la leyenda que señala economía visual y simplicidad, en una época en la que la steadicam (1976) ni estaba ni se la esperaba, te encuentras, por ejemplo, que la cámara hace un travelling inverso al retroceder manteniendo el plano medio sobre el siempre eficaz Ken Curtis que, con su guitarra a cuestas, asegura que no pensaba ir a ninguna parte ahora que la guapa Laurie Jorgensen (Vera Miles) acaba de recibir una desastrosa carta de Martin Pawley (Jeffrey Hunter) y la señora Jorgensen le invita a comer asegurando que no aceptará un no como respuesta.

La cámara de Ford siempre está donde mejor servicio presta a la narración: ¿qué me dices del plano sostenido del Reverendo Capitán Sam (Ward Bond, como siempre, excelente) que mientras de pié y deprisa toma un café se percata de cómo Martha acaricia el capote de su cuñado Ethan? ¡Y nosotros viéndolo todo! Y parece fácil.

Esos Centauros del desierto, Ethan Edwards y su sobrino -que no lo es, pero que sí lo es- Martin Pawley son dos personajes empecinados en una búsqueda y ambos se acompañan y se odian por momentos pero someten sus voluntades a un éxito que perseguirán durante una década de cabalgadas interminables erigiéndose ciertamente en mitológicos jinetes que merecen con justicia el apelativo que se les otorgó en buena ley.

En lo que podemos denominar un "tour de force" interpretativo vemos que en Ethan hay una dureza de ánimo que roza en la maldad que surge de un fondo casi dominado cuando ése personaje recién llegado quien sabe de cuantas aventuras sangrientas se controla quietamente al reunirse con su familia y explota agriamente clamando:¡Martha! al regresar y ver el escueto rancho de su hermano Aaron demolido y quemado. ¡Martha!, dice. Y en el recuento, viendo que falta la pequeña Debbie, deciden ir a buscarla: pero Ethan lo que busca es venganza.

Los sentimientos de Ethan y la voluntad de Martin de vigilarlo de cerca se erigen en el motivo de una narración épica que, cuando ya has visto la película varias veces, compruebas que está contada con una multitud de cuadros que rezuman clasicismo pictórico por todos los lados: Ford usa la cámara con perfección y, además, lo hace bellamente.

¿Qué más se le puede pedir a un Director?

Envidio ligeramente a los que se dispongan a ver esta obra maestra del cine por primera vez, augurando que no va a ser la última. Por mi parte, ahora mismo siento unas ganas enormes de volver a revisarla, porque, por ejemplo, me encanta ver al chalado de Mose (fantástico Hank Worden, robando escenas) meciéndose en la mecedora cabe el buen fuego, como debe ser, sí señor. O al bueno de Lars Jorgensen (John Qualen, impertérrito) guardándose en el bolsillo aquella carta de Martin a su hija Laurie que ella ha tirado airada al fuego del hogar y que luego releerá tantas veces, porque las tierras donde viven son duras y peligrosas y las distracciones muy escasas. Si es que te pones a recordarla y se te van las manos al dvd.

Una obra maestra sin paliativos: cine en vena.


Leer más...

dissabte, 8 de febrer del 2025

En la cuerda floja



Karel Cernik es el director de uno de los circos ambulantes más famoso de la historia de Checoeslovaquia: un circo fundado por su bisabuelo, un grupo de artistas talentudos que a lo largo de casi un siglo deambuló no tan sólo por su país sino también por otros en largas giras europeas recibiendo siempre grandes aplausos por la calidad de sus espectáculos, siempre buscando la novedad año tras año, hasta que la mala fortuna proviniente de las grandes contiendas bélicas conduce a que el gobierno checoeslovaco decida la eliminación de la propiedad privada y su adscripción a titularidad pública, estatal, lo que transforma la situación de Karel de propietario a gestor del espectáculo circense.

Karel es llamado por los comisarios políticos a informar del porqué no ha seguido las instrucciones recibidas de presentar como payaso principal unos números cómicos en la forma que le escribieron los funcionarios públicos, al objeto de aleccionar a la población, y él protesta que el público no se reía, que le abucheaban y que así perdía la atención del público, por lo que volvía a su acostumbrado sketch de risas aseguradas, lo que automáticamente comporta una sanción pecuniaria que le duele casi tanto como la intromisión funcionarial en una tarea que para él tiene condición atávica.

A Karel Cernik lo tienen espiado a conciencia porque se resiste a las órdenes que recibe, creyendo los comisarios políticos con razón que no está muy contento con la impuesta condición de expropiado y gerente forzoso de lo que considera patrimonio familiar, tanto como reducto patrio propio, no en vano los circenses residen en camarotes móviles todo el año y Karel se lamenta que en su actual condición ni siquiera puede administrar el circo para que pueda mantenerlo en las condiciones que su propia existencia y función exige, máxime atendiendo a cuestiones de seguridad, así que es muy cierto que lleva tiempo rumiando la forma de librarse de la expropiación que no soporta.

Basada en una historia verdadera publicada por Neil Paterson y pasada a guión por Robert Sherwood, la trama de los sucesos en torno al Circo Cernik (inspirado en el real Circo Brumbach) sin duda fue del agrado inmediato de un Elia Kazan politizado en una época aciaga del cine estadounidense en la que la caza de brujas era mucho peor que una mosca cojonera y el hecho de que su título original Man on a tightrope (1953) fuese traducido en España, Chile y Venezuela como Fugitivos del terror rojo puede inducir fácilmente a confusión alejando las posibilidades de ver una pieza de hace ya setenta y dos años que merece un visionado.

Porque si bien es cierto que presenta como elemento primordial el deseo de alejarse de un comunismo omnipresente, también lo es que se ocupa de presentarnos los rasgos de la condición humana de los personajes conformados con una serie de detalles suministrados poco a poco y advirtiendo que algunos aspectos hoy levantarían enormes críticas no precisamente adscritas a ideologías políticas sino a condiciones humanas tan elementales como condición sexual y limitaciones físicas, todo ello muy matizado y dotado de una ambigüedad, una ambivalencia, una amplitud de miras que se resuelven de formas dispares, muy alejadas de maniqueísmos propios de mentes cerradas.

La personalidad de Karel, representado magníficamente por Fredric March, tanto como la de su joven esposa Zama, incorporada por la bella Gloria Grahame, está lo más alejada posible a una ideología política que no le interesa, porque, como se manifiesta en su encontronazo con su enemigo circense, las gentes del circo sólo tienen una patria y es la que está debajo de la lona, de la carpa, justo al lado de todos los animales que también pretende alejar de los comunistas para que vivan -uy, perdón- mejor.

Kazan dirige con su solvencia reconocida en un blanco y negro tristón, sucio adrede, mostrando una situación mejorable y unas intrigas en un lado y en el otro y se mueve casi siempre en planos medios y cortos y cuando se sirve de los generales es para dejar patente el cochambroso estado del circo y ¡ay, también! de las oficinas de los comisarios políticos, que tampoco se fían mucho los unos de los otros, así que entre los espiadores y los que se saben espiados pero no por quien, hay algún elemento de intriga que se acabará en la emergente, súbita, traición inesperada.

No estamos, desde luego, ante uno de aquellos panfletos de serie B o C que produjo hollywood en aquellos tiempos porque el talento de los intervinientes, capaces de presentarnos entre todos un guión que se aleja de la simplicidad y nos deja unos diálogos por momentos muy acertados, acaban en una película de metraje muy adecuado, hora y tres cuartos que pasan en un santiamén porque ocurren varias cosas y nos las cuentan manteniendo el interés y el ritmo, que no decae en momento alguno.

Si tienen la oportunidad de verla, no se la pierdan.


Leer más...

dimarts, 28 de gener del 2025

Malvada



Uno se atreve a darse la dudosa cualidad de cinéfilo y resulta que no fue sino hasta poco antes de ver una película de este siglo que ¡al fin! se decidió a ver lo que se reconoce como un clásico, la muy lejana El Mago de Oz (1939) en la que Judy Garland interpretaba magistralmente Over the Rainbow, de Harold Harlen, pieza clásica que ha sido versionada mil veces.

He de admitir que, hace años, también vi una versión de la historia denominada The Wiz (1978), en la que un joven Michael Jackson interpretaba a las órdenes de Sidney Lumet un improbable espantapájaros: creo que ver aquello me quitó las ganas de ver algún día el clásico de 1939 y fui aguantando hasta ahora. La experiencia no fue mal del todo una vez me situé en una época en la que la técnica cinematográfica estaba muy unida a la inteligencia humana: las canciones, aparte del clásico, tienen su ritmo, y el conjunto, destinado a un público joven que ya conoce la narración original, no es desdeñable.

En una época en la que las ideas originales brillan por su ausencia y los refritos, los homenajes (por no llamarlos directamente plagios), las secuelas y las precuelas reinan tanto en los anaqueles que orgullosamente muestran los premios literarios de la semana como en las carteleras de las salas de cine, a nadie debe extrañarle que un avispado ¿escritor? llamado Gregory Maguire tuviese la brillantísima idea de presentar, allá por 1995 (la fecha es importante), una novela que aprovechando el tirón del clásico El maravilloso Mago de Oz (1900, L. Frank Baum) presenta los avatares acontecidos por uno de los personajes, la Malvada Bruja del Oeste, y nos cuenta cómo alcanzó tal condición.

Cabe suponer que en el mercado estadounidense el libro tuvo un éxito fenomenal enlazando una historia iniciada casi un siglo antes, lo que para ellos, no lo olvidemos, es mucho tiempo: casi la mitad de su existencia como país; sea como sea, la narración de Maguire, que no está dedicada al público infantil únicamente, fue adaptada al teatro en forma de un musical que se está representando desde octubre de 2003 llevando la friolera de 8.241 representaciones que vienen a producir cada semana un poco más de dos millones de dólares en temporada regular y más de cinco en temporada alta, así que algo debe tener ése musical que arranca con la entrada de Elphaba y Glinda (las protagonistas) en la escuela de brujas dirigida por Madame Morrible a las órdenes del Mago de Oz.

A quienes estén pensando en la otra escuela de brujerías que ha resplandecido en los cines, recuerden que Maguire presenta su obra en 1995, como he remarcado, es decir, dos años antes de la aparición de Harry Potter.

Evidentemente, Hollywood ni siquiera ha querido esperar a que dejen de representar el musical para ofrecernos la versión peliculera y, adoptando una maldita moda que no sé bien quien inició pero que hasta ahora no ha dado buen resultado, nos presentó a finales del año pasado ¡la primera parte! de Wicked que, advierto, dura dos horas y tres cuartos.

Como teatrero que soy y gustándome los musicales, la propuesta resultaba difícil de rechazar, máxime cuando parecía claro que la pieza no está dirigida a los infantes, sino que tiene claves para adultos; además, una pieza que lleva representándose en Broadway desde 2003 no puede ser mala. Y salen Michelle Yeoh y Jeff Goldblum. No puede ser mala, en imdb tiene casi un ocho.

No es que sea mala: es que es malvada.

He de comprobar si la banda sonora de la película se parece poco o mucho o nada a la banda sonora del musical escénico. Porque las canciones de la película son paupérrimas: nadie hará una versión de ninguna dentro de tres años; no de veinte o cincuenta, no: tirando largo, quizás cinco años, pero lo dudo mucho.

Las coreografías, una vez más, carentes de talento y gracia.

Los colorines, el escenario, los trucos informáticos, bien, como era de esperar, pero nada nuevo.

El ritmo interno de la narrativa visual, adocenado, sin fuerza; que se mueva por momentos, no quiere decir que posea tensión, Mr. Jon M. Chu.

La trama, teóricamente dotada de apuntes reivindicativos como el amor por los animales, los derechos de las personas, los tejemanejes de los poderosos, adolece de una presentación propia de textos dirigidos a jóvenes que abandonaron la lectura para fijar su neurona en un teléfono móvil, sin profundidad, ni mala leche, ni dardos punzantes, ni nada de nada: ni siquiera sus diálogos son interesantes.

No hay nada que consiga atrapar la emoción del espectador.

Para rematar la faena, alguien decidió que Cynthia Erivo, con treinta y siete años, y Ariana Grande, con treinta y uno, eran ideales para representar a dos adolescentes que iban a la escuela de brujerías del Mago de Oz.

¿En serio?¿Se han vuelto locos, o qué? ¿Acaso no hay en todos los U.S.A. dos actrices que sepan cantar y tengan veinte añitos?

Las dos elegidas sin duda dan lo mejor de sí, pero es poco. Muy poco. Da la sensación que ellas mismas no se creen que puedan representar sus personajes y no les falta razón. Hay una gran falta de autenticidad, de empuje, de energía propia de unas criaturas con veinte años menos que las actrices que las deben representar y eso se nota demasiado.

Ha sido un desengaño total porque me esperaba una digna competidora al otro "musical" de esta cosecha, y ha sido una pifia, un fiasco.

Avisados quedan: cuando presenten la segunda, que no cuenten conmigo.


Leer más...

dilluns, 30 de desembre del 2024

Victor Erice en libertad



Desde hace unos años la voluntad de ofrecer a la afición cinematográfica unos comentarios que animen a ver una película contemporánea se ha encontrado con unas dificultades tan impensables como crecientes y en el caso del cine español en particular, el catálogo de buenas películas para sacar a colación queda reducido a los grandes clásicos de una cinematografía que, como casi todas, vivió sus mejores tiempos en el siglo pasado, hace ya más tiempo que el que quisiéramos.

Tenemos en España el caso de un director que ha llegado a la condición de "maldito" -cabe que para el entendimiento de los productores, los que arriesgan dinero- partiendo de un éxito internacional que se alumbró en 1973; un silencio de una década inexplicable; otro gran éxito en 1983, acompañado de una polémica que tuvo alguna aclaración años más tarde y ahora, cincuenta años después del primer largometraje de ficción, aparece Víctor Erice con la que muchos nos tememos vaya a ser su última contribución al cine de ficción español: sólo tres películas va a dejar el que en mi opinión es el mejor director de los últimos lustros, un tipo que con toda seguridad provocará en un futuro más de una tesis doctoral que hurgará en los misterios de una sociedad que ha permitido semejante pérdida mientras aplaude productos deleznables.

Los afortunados que hemos visto estrenar El espíritu de la colmena y El sur y les hemos guardado un hueco en nuestra memoria puede que seamos unos nostálgicos y puede, incluso, que seamos aquellos espectadores para quienes Erice ha escrito y ha dirigido su última película, su tercera obra cinematográfica de ficción, porque nos regala con un montón de apuntes autobiográficos que percibiremos, unos más y otros menos, guiños cómplices que al tiempo son alfileres clavados en el alma del maestro, momentos de dolor y gozo que permanecen ya en la memoria colectiva de los cinéfilos que entendemos que el cine antes que nada es un arte y como tal carece de objetividad, porque su fin primordial es sugerir.

Erice siempre se ha quejado que su fantástica segunda película, El sur, era simplemente la primera mitad de lo que él tenía planeado mostrar: en su tercera incursión se ha cuidado mucho de presentarnos una pieza que supera con creces el ajustado minutaje de las dos primeras, alcanzando casi las tres horas de metraje.

Ocurre con Cerrar los ojos lo mismo que con piezas de semejante metraje en manos de grandes directores: que uno las ve sin que, a diferencia de otras ocasiones, se dé un vistazo al reloj, porque el maestro capta la atención por completo y pese a mantener un tono pausado y relajado durante toda la exposición, su perfecta caligrafía cinematográfica nos tiene presos en la pantalla porque nos está contando cosas, lentamente, sí, pero cosas que hacen avanzar la narrativa, que nos mantienen más que alerta en suspense, porque sabemos que hay una acción que no para, una apisonadora de sensaciones que conformarán un camino hasta un final que, como sucede en algunas grandes ocasiones, queda abierto a la espera que sea el propio espectador el que lo cierre según su propia idiosincrasia, porque Erice, como muchos de los grandes del séptimo arte, no pretende dar lecciones: sólo quiere suscitar sensaciones: y vaya que sí lo consigue.

Basándose en una inteligente trama de una súbita e inexplicable desaparición de un famoso actor veinte años atrás, Erice desgrana un camino, una procesión emotiva, sugerente y a salto de mata trufada de apuntes cinéfilos propios y extraños que se erige en un memento de su sentir de cineasta con raíces clásicas y tropiezos varios a los que no ha sabido o podido, o querido, quizás, enfrentarse con la debida proporción pero que no olvida, como nadie tampoco.

Y ello nos permite disfrutar una vez más de su peculiar arte cinematográfico, de esa forma de filmar tan suya, tan perceptible, tan bella y eficaz al mismo tiempo: qué pocos directores quedan ya que se atrevan a rodar con poca luz suave sin intención de atemorizar, de causar miedo; simplemente porque las pupilas de los intérpretes se dilatan al máximo y sus miradas ¡ay, las miradas de los actores de Erice, ay! cuentan mucho más que sus palabras y fíjate que estamos ante una película dotada de un guión magnífico y unos diálogos sorprendentes, y va el tipo, ése Erice, y nos cuenta las cosas con las miradas en silencio de sus intérpretes, a los que somete a primeros planos pacíficos y sostenidos. Ya no se hacen películas así. Seguro que todos los intérpretes de esta maravilla guardarán en su corazón un lugar preferente a la experiencia y Ana Torrent ¡soy Ana! en particular, más.

Podría escribir muchas más cosas de esta película porque las suscita sobradamente pero me parece que ya habré cumplido con la autoimpuesta obligación de trasladar el ánimo de verla y disfrutar de ella antes que se pierda en el olvido por el machaque del consumismo que trata de imponernos la mercadotecnia. Añadiré, por si hacía falta, que es total y absolutamente imperdible y no la califico de obra maestra porque aún no la he visto cinco veces y no quiero precipitarme, pero lo que es casi seguro es que dejar de verla sería craso error para quien sienta la cinefilia en vena.

¡Y feliz año 2025!


Leer más...

dissabte, 7 de desembre del 2024

Otro bluf



Que podemos apuntar en la ya vasta filmografía lamentable que nos presenta Netflix acompañada, eso sí, de un despliegue de publicidad abierta y encubierta -ésta en forma de críticas cinematográficas evidentemente subvencionadas, por no decir directamente compradas- que ya empieza a erigirse en una advertencia para el cinéfilo que espera se le ofrezca una película interesante y se encuentra con un cúmulo de errores, pifias, desaciertos y momentos que casi causan vergüenza ajena y casi que la sensación que te están dando gato por liebre.

Cuando en la campaña publicitaria previa comprobé que era Jacques Audiard el que se había encargado de dirigir Emilia Pérez recordé que ya habíamos comentado en 2019 su película Los hermanos Sisters que resulta ser un western con muchos puntos en su favor y conociendo en el bombardeo mercadotécnico que quizás el galo era capaz de presentar de forma convincente y original una trama en la que se aúnan la música, el cambio de sexo y la violencia inherente al narcotráfico mexicano, la perspectiva de verla en este fin de semana tan largo era sin duda un acicate para el cinéfilo de buena fé.

Craso error: una vez más -y ya van unas cuantas- el poderío mediático de Netflix deja patente que un certamen antaño prestigioso como el de Cannes ha otorgado unos galardones que no tienen justificación alguna y que pasarán a la historia de los despropósitos, así que ojito con las recomendaciones de los premios porque la cosa está que arde: se acabó confiar en la crítica "especializada" y en el diagnóstico de unos "jurados" que no cumplen con su deber de aplicar sus conocimientos para destacar la excelencia.

Resulta redundante traer a colación el daño que la cultureta "woke" está causando al punto que afortunadamente en los últimos meses cada vez se oyen más voces señalando sus prácticas inaceptables y una de ellas es, como todos sabemos, que hay que aceptar y aplaudir todas aquellas manifestaciones "artísticas" que supuestamente encaminan sus pretensiones a divulgar las virtudes de algún aspecto que se ha determinado de singular importancia y al que se queje o se atreva a discutirlo, hay que situarlo en el lado de los adversarios de la verdad uniformemente prescrita y así cuelan como innovadores progresistas autores de truños como el presente producto cinematográfico que en mi opinión intenta sacar tajada de la buena fe y la falta de valor de un consumidor de cine que deja que le tomen el pelo a conciencia sin quejarse, olvidando sus derechos de espectador, aquellos que grandes del Cine como Wilder o Hitchcock siempre tenían presente: el público no es tonto. O no lo era.

Mira que me olía la tostada porque después de comprobar en cabezas ajenas que hice muy bien en evitar el experimento musical del joker me temía dificultades con esa Emilia y ahora, vista, me arrepiento de no haber hecho caso a esa vocecita que me advertía del peligro: todos sabemos que el género musical es difícil en el cine porque siempre choca que un personaje empiece a cantar para expresarse, pero bien mirado, también lo hacen en la ópera y bien que me gusta; y mis reparos en la adolescencia contra los musicales se acabaron cuando ví piezas memorables como My Fair Lady o West Side Story o Cabaret que son obras maestras del género y que, tomadas como ejemplos a seguir, rápidamente comprobaremos que sus elementos no coinciden para nada con esa Emilia Pérez que algún desvergonzado ha calificado con cinco estrellas sobre cinco para engañar al personal.

Porque los defectos que tiene Emilia Pérez son perfectamente percibidos ya en la primera media hora de su interminable metraje, casi dos horas y cuarto que parecen cuatro y sin intermedio y vamos a enumerarlos tratando de no cansar y de no dejar ninguno en el tintero:

1.- La música es horripilante: no es que sea de un tipo que dices: no me va, no me encaja, no me gusta. No. Es mala, espantosa, no tiene ritmo, no tiene melodía. en menos de un año nadie será capaz de acordarse de ella. Y los de Cannes van y la premian.

2.- Si la música es mala, ver que la canta alguna de las protagonistas con un coro propio de tragedia griega entonando todos ellos, personaje y coro, la canción como si quisiera Audiard despejar cualquier duda de lo horrorosa que es la canción, es una situación que uno podría aceptar en una función de aficionados, pero no en un musical de este siglo con tantos ilustres antecedentes en los que los intérpretes además de actuar cantan muy bien. ¿No les hicieron pruebas de canto a las protagonistas?¿No las vio y escuchó después Audiard?¿Hubo amenazas que impidieron eliminar los números musicales?

3.- Los bailes. De hecho, siguiendo la costumbre de las últimas décadas, las coreografías están a años luz de lo que era capaz de concebir Bob Fosse. Por momentos, detrás de la actriz en funciones de cantante hay un grupo de jóvenes que parece están haciendo una clase de gimnasia casi que grotesca pero comprensible su fealdad por basarse en una canción nefasta, ofreciendo una impresión de novatada, de algo improvisado en un festejo regado con calimocho.

4.- El guión y los diálogos parecen mantenidos para demostrar que el enorme valor de Audiard de ofrecer una película hablada en español (imagino que en Francia no la doblaron y la vieron toda ella con subtítulos y que en los U.S.A. la van a doblar enterita para que los gringos que quieran mostrarse como acérrimos wokes puedan verla y guardando el original para la mayoría hispanohablante suponiendo que les interese, que es mucho suponer) merece la pena de sentarse a seguir la trama, pero resulta que las ideas corren por la pantalla como pollos sin cabeza y los diálogos, más paupérrimos que interesantes, logran que una oportunidad de integrar algo tan de la época que vivimos como es el cambio de sexo en una película de género se pierde en un marasmo adocenado que no consigue que el espectador sienta interés en lo que le están contando, de tan mal como lo hacen.

5.- Las actuaciones de las tres actrices protagonistas son malas:por momentos resulta difícil entender lo que pronuncian (a los listillos defensores del diablo que apunten a que su español es el corriente en México les recordaré inmediatamente que al genial Cantinflas se le entiende siempre requetebién) y además lo hacen con una falta de convicción alarmante:¿no les han pagado por ese trabajo? Porque no lo sudan. Parece que no les interesa, con unas actuaciones planas, uniformes. Una vez más, el jurado de Cannes les otorga el premio a la interpretación y uno se pregunta qué está pasando en Francia.

6.- Una decepción comprobar como Jacques Audiard dirige este engendro en el que lo único respetable de su función como máximo responsable es el atrevimiento de usar un musical para una representación en la que los intérpretes hablan en español y buena parte de la trama gira en torno al hecho que una de las protagonistas es una mujer que nació como varón, circunstancia que decide cambiar: los entresijos del guión por momentos parecen interesantes aunque con algún que otro agujero y luego, conforme avanza el pesado metraje, la trama declina imparable sin que Audiard haga nada por remediarlo: se le va de las manos y lo que podría ser una innovación más que un experimento queda en agua de borrajas.

De lo que sí es ejemplo esta película es de la inmensa capacidad de las industrias multimedia de orquestar campañas de publicidad engañosa y de la degeneración de la crítica cinematográfica que se ha convertido en servil instrumento dotado de linda palabrería encaminada a convencer mediante el engaño a un público que ya no puede confiar en profesionales que presumiblemente se dejan influenciar por esas industrias, olvidando que se deben a sus lectores, que en justa correspondencia, cada vez son menos. Luego se quejan.

Ya saben a qué atenerse.


Leer más...

dissabte, 30 de novembre del 2024

Cuando el guión es bueno........



............ la película no defrauda: si además ya desde la elección del nombre de uno de los protagonistas masculinos, nada menos que Archibald "Archie" Leach [+/-]
verdadero nombre de Cary Grant
, el cinéfilo ya entra en la difícil vereda del terreno de la comedia porque el guionista claramente pretende homenajear un género que en las últimas décadas se ha visto presentado con productos que fácilmente podríamos calificar como ejemplos de mediocridad, aceptamos una propuesta que podrá resultar exitosa o un fracaso.

En el caso que nos ocupa, resulta que uno de los cuatro protagonistas de la película cuando leyó el guión de la mano de su amigo promotor de la idea y asimismo protagonista (reservándose la incorporación del mentado Archie Leach) pensó que de tal engendro no iba a salir una buena película y su primera sensación no era precisamente de alguien ajeno a la comedia, porque se trata de Michael Palin considerando una trama escrita por su colega John Cleese, ambos partícipes de los celebérrimos Monty Python que ambos fundaron a finales de los sesenta del siglo pasado.

Quizás las sensaciones de Palin estaban condicionadas por sus intervenciones en los guiones de los Monty (a título de ejemplo, Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (1975) y La vida de Brian (1979) porque efectivamente el guión de A fish called Wanda (1988) es, diríamos, más civilizado, precisamente porque a pesar de mantener la autocrítica británica a los mismos niveles habituales, las ironías, parodias y dagas voladoras mantienen una contención que en las anteriores estaban desatadas, evidenciando la intención de Cleese de crear una comedia de tipo más clásico, menos gamberro, sin renunciar mucho a todo ello.

La historia ha dejado como siempre las cosas en su lugar y Palin muy pronto reconoció que su primera impresión no estuvo a la altura de las circunstancias: permanece la sensación que Cleese estaba decidido a producir una película que rindiera varios homenajes empezando por quien iba a ser el director de la película: Charles Crichton era en 1988 un de los veteranos directores de cine de la industria británica que llevaba apartado de los platós desde 1965 porque la vida le llevó a los televisores; Cleese estaba decidido a que esa película la debía dirigir Crichton y estuvieron ambos preparándola durante casi cuatro años y al fin Cleese terminó las gestiones asegurando que él iba también a dirigir la película, porque las financiadoras no querian invertir en una película dirigida por un hombre de más de setenta años. Cleese siempre ha dicho que apenas dirigió cuatro escenas, al final del rodaje, para que Crichton pudiese empezar a trabajar en el montaje final.

Archie Leach (John Cleese) es un abogado penalista que tiene éxito en su trabajo pero que, como él mismo dirá, tiene una esposa que prefiere trabajar en el jardín que hacer el amor apasionadamente y una hija que ve en su padre una cuenta bancaria y poco más, así que su vida íntima sufre una conmoción cuando de la nada parece surgir la muy pícara Wanda (Jamie Lee Curtis) que es una estadounidense que tiene enamoradísimo a George Tomason (Tom Georgeson) quien ha preparado un audaz robo de diamantes por valor de 13 millones de libras esterlinas de las de hace cuarenta años, una verdadera fortuna a repartir entre cuatro, porque con el amigo fiel de George, Ken (Michael Palin) y el experto en armas Otto (Kevin Kline) estadounidense que se hace pasar por hermano de Wanda, forman un cuarteto muy singular que verá interrumpida su rápida huida por culpa de una señora que pasea sus tres perritos y recordará, irritada, la faz de George.

Otto es un psicópata chulesco, violento y engreído porque asegura leer un libro de Immanuel Kant, aunque rápidamente percibimos que su estupidez es ilimitada, su libido irrefrenable y sus comentarios hilarantes en este siglo que vivimos probablemente conseguirían que la mayoría de resabiados patológicos clamaran por unas tijeras censoras que afortunadamente hace cuarenta años no podían ejercer su castradora función.

Hay una violencia en la trama que produce carcajadas en el espectador porque se mantiene un tono casi surrealista, gamberro, que se destila magníficamente en el personaje de Ken, que añade a su muy expresiva tartamudez las complejas contradicciones de ser desalmado asesino de humanos y defensor a ultranza de los animales, capaz tanto de llorar incontroladamente como de matar a sangre fría mientras mantiene la vana ilusión de alcanzar el amor con Wanda.

Ella sí que sabe lo que quiere: Wanda focaliza sus intereses en los diamantes y por poseerlos está dispuesta a todo; sabe usar su argumentos y su capacidad de seducir la tenemos patente al comprobar que besa libidinosamente a los cuatro compañeros de una aventura que tiene como mcguffin una bolsa de piedras millonarias y como desarrollo el que conviene para mostrar con mucha fuerza y enorme eficacia unos tipos psicológicamente complejos que actuarán en teoría de forma lógica pero en realidad muy alocada, con un ritmo endiablado adornado por las carcajadas que de vez en cuando asomarán de forma irresistible.

Esta es una comedia de altura de miras muy medida y engrasada que funciona como un reloj, como debe ser en una buena comedia, la representación más difícil: provocar la risa manteniendo las formas sin que la función decaiga nunca ha sido fácil y apartarse de lo chabacano buscando la complicidad directa del espectador es una postura que permite que el resultado final, pasados cuarenta años, siga resplandeciente; diría que incluso muy por encima de lo que se estrena en carteleras en estos aciagos años en los que la libertad de expresión se coarta por unas mayorías realmente estúpidas.

Charles Crichton se ocupó en la que a la postre fue su última película cinematográfica de que todo encajara a la perfección: el ritmo es brillante, el tempo de la comedia envidiable, y en cuanto a las interpretaciones, el conjunto es una maravilla que aprovecha un guión irrefrenable provisto de unos diálogos en ocasiones mordaces, paródicos, irónicos, unas situaciones hilarantes que ahora casi nadie se atrevería a filmar y todo con una pasmosa naturalidad y un despliegue de facultades histriónicas que obligarán al cinéfilo apasionado a ver la película en versión original ni que sea para comprobar qué bien vocalizan y cómo alteran su expresión según el momento que convenga, todo ello a una velocidad ajustada a la más que estimable comedia que tenemos la suerte de poder disfrutar.

Absolutamente imperdible para quien sienta la cinefilia en sus venas. Abstenerse partidarios de la cultureta "woke": acabarán como Saulo de Tarso.


Leer más...

dijous, 31 d’octubre del 2024

Leo McCarey en el año 1937




Leo McCarey pertenece a la generación de cineastas que pergeñaron el arte cinematográfico a base de dirigir muchas películas de muy diferentes géneros y con unos medios que iban cambiando conforme los experimentos basados en ideas arriesgadas se consolidaban en lo que ahora podemos llamar caligrafía cinematográfica, primero con el absoluto imperio de lo visual exento de diálogos y luego, poco a poco, con el uso de los textos para apoyar la exposición de una trama.

En el año 1937, Leo McCarey estrenó dos películas que eran los ordinales números 94 y 95 de una extraordinaria carrera fílmica iniciada en 1921 o, dicho de otro modo, en dieciséis años dirigió 95 películas, de las cuales casi la mitad ciertamente son lo que ahora llamamos cortometrajes, que era lo más habitual en los inicios con cine silente, pero ello no quita un ápice al valor que hay que otorgar a quienes se ocupaban de inventar el cine de una forma casi que estajanovista.

Las dos películas estrenadas en 1937 son ambas en blanco y negro, sonoras, con una duración clásica de 90 minutos y aquí se acaban las coincidencias y no exagero ni una pizca si afirmo que son tan iguales como la noche y el día:

Por orden de su estreno, la primera de ellas fue Make Way for Tomorrow (Dejad paso al mañana), basada en una obra de teatro a su vez basada en una novela, siendo la responsable del guión Viña Delmar y encargado de la producción el propio Leo McCarey, lo que no le daba la ocasión de ahorrarse como director las intentonas de la compañía productora, en este caso representada por Adolph Zukor, de parte de la Paramount Pictures, que a mi entender con buen criterio deseaba un final menos amargo a un drama a todas luces buscando la lágrima fácil al punto que, según dicen, Orson Welles aseguró que "hacía llorar a las piedras".



Este cronista se halla en la tesitura de objetar, contra el parecer de distinguidas opiniones, las presuntas virtudes de una película que al parecer Leo McCarey rodó inmediatamente después del fallecimiento de su padre, circunstancia que en mi opinión probablemente influyó negativamente en la confección de una trama que ostenta errores de bulto en su interior por las relaciones mostradas entre unos padres ancianos y sus cinco hijos frente a una situación de quiebra económica que comporta que los ancianos pierdan la posibilidad de seguir viviendo juntos en la casa familiar después de casi cincuenta años de matrimonio fiel y constante y a partir del momento deben vivir separados el uno del otro por unas razones que, examinadas con lupa, no se sostienen demasiado mientras se dejan de lado aspectos de la relación paterno-filial dotados de significados que no se muestran con la intensidad que debería corresponder.

La problemática de la vejez desasistida es presentada en un guión que flojea bastante y la decisión de McCarey de no aprovecharse de las estrellas a sueldo de la Paramount le lleva a valerse de dos intérpretes demasiado jóvenes para representar a la pareja de ancianos, chirriando un poco las composiciones de ambos y el resto del elenco, salvo el siempre eficaz secundario Thomas Mitchell, parece no saber a qué atenerse y la trama discurre dando bandazos hasta llegar a un final inaceptable porque resulta inadmisible que un matrimonio como el protagonista jamás se aviniera a la solución que les dan sus cinco hijos: mejor hubiese sido rematar la faena con una tragedia física y no diré más que por momentos se hecha de menos un poco de lógica en la construcción de los acontecimientos conforme a la personalidad de quienes los viven.

La dirección de McCarey es correcta y no deja de sembrar los detalles visuales de quien sabe expresarse sólo con la cámara incluso rompiendo un instante la cuarta pared; mantiene el ritmo pausado de la narración y se ocupa como todos los clásicos de filmar con extrema economía por ahorrar material de una parte y para evitar que le remonten "su película" en la sala de la moviola, pero las cargas mencionadas no logra evitarlas y, así, la película no logró la aceptación que el cineasta le otorgaba, quizás precisamente por su particular estado de ánimo mientras la dirigía.

Si esa película la estuvo rodando durante casi un año, para la siguiente, rodada bajo los auspicios de la Columbia Pictures (abandonó Paramount rápidamente con el beneplácito y alivio de Zukor), apenas empleó un mes y medio: The Awful Truth (La pícara puritana [otra traducción absolutamente nefasta de las carteleras españolas]) es una comedia de alta sociedad (los protagonistas no tienen ningún problema económico y viven con lujos) basada en una obra de teatro y trasladada a la pantalla también por la guionista Viña Delmar, aunque en esta ocasión Leo McCarey (una vez más ejerciendo como productor y director) decidió optar por la sorpresa como medio idóneo para obtener la frescura que él esperaba de unos personajes de sexo opuesto que entablan una batalla en la que el mcguffin es un lindo foxterrier que los cinéfilos identificamos fácilmente porque parece en no pocas películas que guardamos en la memoria.



A diferencia de la anterior, en esta ocasión McCarey cuenta con un reparto de lujo encabezado por Cary Grant, Irene Dunne y Ralph Bellamy que dominan el difícil tempo de la comedia sometidos a un director que se las sabe todas y que, no en vano siendo de la generación de los pioneros, trata a sus actores con la displicencia necesaria para estimularles y conseguir de ellos lo que no hubiesen imaginado de antemano: los diálogos de Viña Delmar son estupendos y las ironías vuelan como flechas envenenadas en una comedia que usa los trucos de la más pura screwball como campo de batalla de sexos rozando los límites de la censura que entonces empezaba ya a aplicarse pero sin llegar a las barbaridades de Hayes y el resultado es que la sonrisa es habitual en el espectador que también soltará alguna carcajada: una contienda que durará los noventa días que Lucy y Jerry deben vivir separados antes de que se formalice su divorcio y mientras tanto sus relaciones con otras parejas serán saboteadas como quien no quiere la cosa, con la excusa de conseguir los favores de Mister Smith, que es el perro.

En esta comedia Leo McCarey despliega toda su sabiduría: dirige a los actores negándoles un guión previo al día del rodaje solicitándoles que se inventen "morcillas" para situaciones planteadas en un rápido ensayo que en alguna ocasión queda filmado y dispuesto a positivarse: se aprovecha que el terceto protagonista domina el difícil arte de la comedia (mucho más difícil que el drama, donde va a parar) y rueda manteniendo un ritmo preciso, milimétrico, impulsando la narración con toda lógica pese a que tan sólo en su cabeza se mantenía por ser ignorantes el resto de componentes del rodaje de en qué acabaría todo, una forma de rodar que años después todavía diera frutos maduros y ejemplares (pienso en Casablanca, 1942) y que en una comedia en la que la guerra de sexos es patente la trama se resuelve de una forma magnífica y el cinéfilo feliz comprueba de qué forma tan esplendida no tan sólo las frases tienen doble sentido sino que incluso hay que estar ojo avizor porque la cámara también hace sus jugadas, no en vano, recordemos, Leo McCarey filma teniendo presente que debe imposibilitar que luego alguien meta baza en la sala de montaje y cambie lo que él quiere mostrar.

Curiosamente, por esta buenísima comedia le dieron a Leo el oscar al mejor director y él, al recogerlo, aseguró que se habían equivocado de película, que la buena era la otra, el dramón: se equivocaba, Leo, por su querencia particular en la que probablemente era un sentido homenaje a su padre, porque en el fondo él sabía perfectamente que dirigir una comedia como The Awful Truth no es nada fácil y no ha habido muchos capaces de presentar una pieza semejante.

A pesar del aprecio que se pueda tener por una u otra, lo que permanece como muy cierto es que, en 1937, un mismo director fuese capaz de dirigir semejantes obras y más sabiendo que la única coincidencia es la guionista Viña Delmar, porque una y otra pertenecen a productoras distintas y, al parecer, McCarey tampoco quedó contento con la Columbia Pictures, pues inmediatamente la abandonó por la RKO, pero eso ya es otra historia.

Pregúntese usted, ahora, a qué director actual confiaría un dramón lacrimógeno y una comedia desternillante a estrenar el mismo año. Pero antes, procure ver estas dos piezas que ya pertenecen a la historia del Cine con mayúsculas.


Leer más...

diumenge, 29 de setembre del 2024

Horizonte infinito



Uno tiene un apunte de optimismo cuando en el inicio de Horizon: An american saga - Capítulo 1 la cámara nos ofrece la visión de un individuo que se dispone a poner estacas en el margen de un río que cruza una enorme llanura y las va uniendo con un cordón con la evidente intención de delimitar lo que a todas luces querrá en un futuro reclamar como propiedad suya.

Una situación que demuestra por una parte la enorme arrogancia del individuo que sin esfuerzo hace suyo un terreno y por otra la inadmisible sensación que deriva de esa apropiación de algo que evidentemente es de todos o por lo menos así lo deben pensar los americanos que desde un alto comprueban sorprendidos e incrédulos que un tipo con la tez tan blanca, evidentemente un extranjero, trata de acotar lo que sencillamente es un abrevadero natural que todo el pueblo americano usa cuando le conviene sin pensar siquiera que la tierra puede tener dueño.

Lamentablemente las posibilidades dialécticas de un inicio semejante se diluyen con inmediatez y uno se dice a sí mismo que no hay nada nuevo bajo el sol y que va a resultar una vez más que el voluntarioso Kevin Costner tiene buenas ideas pero no sabe desarrollarlas como se merecen.

Estoy convencido que el sobrevalorado resultado obtenido por Costner con Bailando con lobos allá en el inicio de la última década del siglo pasado ha acabado pasándole factura: entonces le dieron siete premios oscar por una película que siempre me pareció un peñazo de aburrimiento considerable y creo que dichos premios envalentonaron a Kevin que ha acabado -dicen algunos papeles- casi arruinado por el empeño de una saga epopéyica cuya segunda parte se presentará fuera del plazo anunciado en el poster original que es el que acompaña estas letras.



Cualquier cinéfilo reconocerá escenas inspiradas en clásicos del oeste: la más evidente un clásico fordiano, Centauros del desierto (sin duda la mejor adaptación al castellano de un título inglés), del que calca el asedio y asalto iniciales para luego olvidarse de todas sus enseñanzas, que son muchas: por ejemplo, el magnífico tratamiento de los secundarios, de esos personajes con pocas escenas pero que sirven para marcar un tempo interno de la narrativa.

El guión de esta película que dirige, co-guioniza e interpreta Kevin Costner (quizás demasiado trabajo que atender: quien mucho abarca, poco aprieta) es deslavazado, desnortado, lento, autocontemplativo, provisto de diálogos en su mayoría patéticos y con unos personajes que simplemente se han creado dándoles un nombre, un vestuario y poca cosa más, tan planos como olvidables, seres que además aparecen a salto de mata sin continuidad, como si en la moviola el responsable del montaje hubiese querido esparcir al tuntún las escenas rodadas buscando expresamente una falta de continuidad narrativa no tan sólo visual sino también en una trama que apenas nos cuenta cuatro historietas intrascendentes y para ello ocupa nada menos que ¡tres horas de metraje!, ¡tres! que además, rechazando las costumbres de hace años, no tienen intermedio, probablemente porque los creadores del peñazo, que no son tontos del todo, supusieron que si daban intermedio quizás la sala se vaciaría y nadie vería acabar la película.

Esta primera parte de lo que Costner con muchas ganas pretende ofrecer como una historia épica de la conquista del oeste ha cometido un error garrafal porque imagino que muchos espectadores habrán sufrido tamaño desencanto que no tendrán ninguna intención de acudir a ver en qué acaba el experimento. Desde luego, los veteranos como yo que en nuestra infancia fuimos al ¡Cinerama! a ver La conquista del Oeste y luego la hemos visto de mayores, sabemos que aquella de 1962, dura menos de tres horas y tiene una banda sonora que nos lleva a emociones infantiles aunque ahora, sesenta años más tarde, la película no nos acabe de convencer. Pero puestos a comparar ambas, la del 1962 es mucho mejor cinematográficamente hablando.

Olvidado el optimismo del primer minuto el cinéfilo veterano (por no decir viejo) no puede menos que recordar que hay por ahí otra película larguísima, Misión imposible - Sentencia mortal. Parte uno que, estrenada el año pasado, todavía no ha tenido nadie el valor de presentar la parte segunda, quizás porque muchos, como quien suscribe, ni siquiera pudieron acabar la primera parte y desde luego no vamos a ver la segunda.

Y me pregunto porqué esto está ocurriendo y he llegado a la conclusión que el famoso consejo de Kurosawa a un joven deseoso de ser director de cine: "primero lee mucho, después escribe, después tacha y después haz la película sobre lo que has dejado por tachar" es una recomendación que ya casi nadie sigue y así nos encontramos con guiones que a la postre son imposibles de interpretar (compadezco a los buenos intérpretes actuales) y también de dirigir.

No deja de ser curioso que hace años alguna corriente crítica se ensañaba (en casiones con mucha razón) contra las películas provistas de extensos diálogos reclamando más importancia de la gramática visual y el resultado, lejos de ser un mejoramiento del lenguaje cinematográfico, ha sido un empobrecimiento del guión literario, sin el que un buen guión técnico no es posible, y en ello andamos, aguantando tres horas de película que transcurren como pollos descabezados sin ton ni son y además con el acompañamiento de una banda sonora aborrecible.

En resumen: tal parece que esa saga "americana" (siempre me molesta esa presunción de los estadounidenses de arrogarse la condición única de américa, lo cual no deja de ser una declaración pública de ignorancia), acabará con una segunda parte que según imdb todavía será un poco más larga, cuando lo que hace falta es un paseo por la moviola para recortar, tirar y empalmar con un poco de ritmo lo que quede.

Quedan avisados, porque en nada empezará la campaña de la segunda parte, que no veré. Si les gusta, ya lo dirán.


Leer más...
Print Friendly and PDF
Aunque el artículo sea antiguo, puedes dejar tu opinión: se reciben y se leen todas.