Leo McCarey pertenece a la generación de cineastas que pergeñaron el arte cinematográfico a base de dirigir muchas películas de muy diferentes géneros y con unos medios que iban cambiando conforme los experimentos basados en ideas arriesgadas se consolidaban en lo que ahora podemos llamar caligrafía cinematográfica, primero con el absoluto imperio de lo visual exento de diálogos y luego, poco a poco, con el uso de los textos para apoyar la exposición de una trama.
En el año 1937, Leo McCarey estrenó dos películas que eran los ordinales números 94 y 95 de una extraordinaria carrera fílmica iniciada en 1921 o, dicho de otro modo, en dieciséis años dirigió 95 películas, de las cuales casi la mitad ciertamente son lo que ahora llamamos cortometrajes, que era lo más habitual en los inicios con cine silente, pero ello no quita un ápice al valor que hay que otorgar a quienes se ocupaban de inventar el cine de una forma casi que estajanovista.
Las dos películas estrenadas en 1937 son ambas en blanco y negro, sonoras, con una duración clásica de 90 minutos y aquí se acaban las coincidencias y no exagero ni una pizca si afirmo que son tan iguales como la noche y el día:
Por orden de su estreno, la primera de ellas fue Make Way for Tomorrow (Dejad paso al mañana), basada en una obra de teatro a su vez basada en una novela, siendo la responsable del guión Viña Delmar y encargado de la producción el propio Leo McCarey, lo que no le daba la ocasión de ahorrarse como director las intentonas de la compañía productora, en este caso representada por Adolph Zukor, de parte de la Paramount Pictures, que a mi entender con buen criterio deseaba un final menos amargo a un drama a todas luces buscando la lágrima fácil al punto que, según dicen, Orson Welles aseguró que "hacía llorar a las piedras".
Este cronista se halla en la tesitura de objetar, contra el parecer de distinguidas opiniones, las presuntas virtudes de una película que al parecer Leo McCarey rodó inmediatamente después del fallecimiento de su padre, circunstancia que en mi opinión probablemente influyó negativamente en la confección de una trama que ostenta errores de bulto en su interior por las relaciones mostradas entre unos padres ancianos y sus cinco hijos frente a una situación de quiebra económica que comporta que los ancianos pierdan la posibilidad de seguir viviendo juntos en la casa familiar después de casi cincuenta años de matrimonio fiel y constante y a partir del momento deben vivir separados el uno del otro por unas razones que, examinadas con lupa, no se sostienen demasiado mientras se dejan de lado aspectos de la relación paterno-filial dotados de significados que no se muestran con la intensidad que debería corresponder.
La problemática de la vejez desasistida es presentada en un guión que flojea bastante y la decisión de McCarey de no aprovecharse de las estrellas a sueldo de la Paramount le lleva a valerse de dos intérpretes demasiado jóvenes para representar a la pareja de ancianos, chirriando un poco las composiciones de ambos y el resto del elenco, salvo el siempre eficaz secundario Thomas Mitchell, parece no saber a qué atenerse y la trama discurre dando bandazos hasta llegar a un final inaceptable porque resulta inadmisible que un matrimonio como el protagonista jamás se aviniera a la solución que les dan sus cinco hijos: mejor hubiese sido rematar la faena con una tragedia física y no diré más que por momentos se hecha de menos un poco de lógica en la construcción de los acontecimientos conforme a la personalidad de quienes los viven.
La dirección de McCarey es correcta y no deja de sembrar los detalles visuales de quien sabe expresarse sólo con la cámara incluso rompiendo un instante la cuarta pared; mantiene el ritmo pausado de la narración y se ocupa como todos los clásicos de filmar con extrema economía por ahorrar material de una parte y para evitar que le remonten "su película" en la sala de la moviola, pero las cargas mencionadas no logra evitarlas y, así, la película no logró la aceptación que el cineasta le otorgaba, quizás precisamente por su particular estado de ánimo mientras la dirigía.
Si esa película la estuvo rodando durante casi un año, para la siguiente, rodada bajo los auspicios de la Columbia Pictures (abandonó Paramount rápidamente con el beneplácito y alivio de Zukor), apenas empleó un mes y medio: The Awful Truth (La pícara puritana [otra traducción absolutamente nefasta de las carteleras españolas]) es una comedia de alta sociedad (los protagonistas no tienen ningún problema económico y viven con lujos) basada en una obra de teatro y trasladada a la pantalla también por la guionista Viña Delmar, aunque en esta ocasión Leo McCarey (una vez más ejerciendo como productor y director) decidió optar por la sorpresa como medio idóneo para obtener la frescura que él esperaba de unos personajes de sexo opuesto que entablan una batalla en la que el mcguffin es un lindo foxterrier que los cinéfilos identificamos fácilmente porque parece en no pocas películas que guardamos en la memoria.
A diferencia de la anterior, en esta ocasión McCarey cuenta con un reparto de lujo encabezado por Cary Grant, Irene Dunne y Ralph Bellamy que dominan el difícil tempo de la comedia sometidos a un director que se las sabe todas y que, no en vano siendo de la generación de los pioneros, trata a sus actores con la displicencia necesaria para estimularles y conseguir de ellos lo que no hubiesen imaginado de antemano: los diálogos de Viña Delmar son estupendos y las ironías vuelan como flechas envenenadas en una comedia que usa los trucos de la más pura screwball como campo de batalla de sexos rozando los límites de la censura que entonces empezaba ya a aplicarse pero sin llegar a las barbaridades de Hayes y el resultado es que la sonrisa es habitual en el espectador que también soltará alguna carcajada: una contienda que durará los noventa días que Lucy y Jerry deben vivir separados antes de que se formalice su divorcio y mientras tanto sus relaciones con otras parejas serán saboteadas como quien no quiere la cosa, con la excusa de conseguir los favores de Mister Smith, que es el perro.
En esta comedia Leo McCarey despliega toda su sabiduría: dirige a los actores negándoles un guión previo al día del rodaje solicitándoles que se inventen "morcillas" para situaciones planteadas en un rápido ensayo que en alguna ocasión queda filmado y dispuesto a positivarse: se aprovecha que el terceto protagonista domina el difícil arte de la comedia (mucho más difícil que el drama, donde va a parar) y rueda manteniendo un ritmo preciso, milimétrico, impulsando la narración con toda lógica pese a que tan sólo en su cabeza se mantenía por ser ignorantes el resto de componentes del rodaje de en qué acabaría todo, una forma de rodar que años después todavía diera frutos maduros y ejemplares (pienso en Casablanca, 1942) y que en una comedia en la que la guerra de sexos es patente la trama se resuelve de una forma magnífica y el cinéfilo feliz comprueba de qué forma tan esplendida no tan sólo las frases tienen doble sentido sino que incluso hay que estar ojo avizor porque la cámara también hace sus jugadas, no en vano, recordemos, Leo McCarey filma teniendo presente que debe imposibilitar que luego alguien meta baza en la sala de montaje y cambie lo que él quiere mostrar.
Curiosamente, por esta buenísima comedia le dieron a Leo el oscar al mejor director y él, al recogerlo, aseguró que se habían equivocado de película, que la buena era la otra, el dramón: se equivocaba, Leo, por su querencia particular en la que probablemente era un sentido homenaje a su padre, porque en el fondo él sabía perfectamente que dirigir una comedia como The Awful Truth no es nada fácil y no ha habido muchos capaces de presentar una pieza semejante.
A pesar del aprecio que se pueda tener por una u otra, lo que permanece como muy cierto es que, en 1937, un mismo director fuese capaz de dirigir semejantes obras y más sabiendo que la única coincidencia es la guionista Viña Delmar, porque una y otra pertenecen a productoras distintas y, al parecer, McCarey tampoco quedó contento con la Columbia Pictures, pues inmediatamente la abandonó por la RKO, pero eso ya es otra historia.
Pregúntese usted, ahora, a qué director actual confiaría un dramón lacrimógeno y una comedia desternillante a estrenar el mismo año. Pero antes, procure ver estas dos piezas que ya pertenecen a la historia del Cine con mayúsculas.
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Uno tiene un apunte de optimismo cuando en el inicio de Horizon: An american saga - Capítulo 1 la cámara nos ofrece la visión de un individuo que se dispone a poner estacas en el margen de un río que cruza una enorme llanura y las va uniendo con un cordón con la evidente intención de delimitar lo que a todas luces querrá en un futuro reclamar como propiedad suya.
Una situación que demuestra por una parte la enorme arrogancia del individuo que sin esfuerzo hace suyo un terreno y por otra la inadmisible sensación que deriva de esa apropiación de algo que evidentemente es de todos o por lo menos así lo deben pensar los americanos que desde un alto comprueban sorprendidos e incrédulos que un tipo con la tez tan blanca, evidentemente un extranjero, trata de acotar lo que sencillamente es un abrevadero natural que todo el pueblo americano usa cuando le conviene sin pensar siquiera que la tierra puede tener dueño.
Lamentablemente las posibilidades dialécticas de un inicio semejante se diluyen con inmediatez y uno se dice a sí mismo que no hay nada nuevo bajo el sol y que va a resultar una vez más que el voluntarioso Kevin Costner tiene buenas ideas pero no sabe desarrollarlas como se merecen.
Estoy convencido que el sobrevalorado resultado obtenido por Costner con Bailando con lobos allá en el inicio de la última década del siglo pasado ha acabado pasándole factura: entonces le dieron siete premios oscar por una película que siempre me pareció un peñazo de aburrimiento considerable y creo que dichos premios envalentonaron a Kevin que ha acabado -dicen algunos papeles- casi arruinado por el empeño de una saga epopéyica cuya segunda parte se presentará fuera del plazo anunciado en el poster original que es el que acompaña estas letras.
Cualquier cinéfilo reconocerá escenas inspiradas en clásicos del oeste: la más evidente un clásico fordiano, Centauros del desierto (sin duda la mejor adaptación al castellano de un título inglés), del que calca el asedio y asalto iniciales para luego olvidarse de todas sus enseñanzas, que son muchas: por ejemplo, el magnífico tratamiento de los secundarios, de esos personajes con pocas escenas pero que sirven para marcar un tempo interno de la narrativa.
El guión de esta película que dirige, co-guioniza e interpreta Kevin Costner (quizás demasiado trabajo que atender: quien mucho abarca, poco aprieta) es deslavazado, desnortado, lento, autocontemplativo, provisto de diálogos en su mayoría patéticos y con unos personajes que simplemente se han creado dándoles un nombre, un vestuario y poca cosa más, tan planos como olvidables, seres que además aparecen a salto de mata sin continuidad, como si en la moviola el responsable del montaje hubiese querido esparcir al tuntún las escenas rodadas buscando expresamente una falta de continuidad narrativa no tan sólo visual sino también en una trama que apenas nos cuenta cuatro historietas intrascendentes y para ello ocupa nada menos que ¡tres horas de metraje!, ¡tres! que además, rechazando las costumbres de hace años, no tienen intermedio, probablemente porque los creadores del peñazo, que no son tontos del todo, supusieron que si daban intermedio quizás la sala se vaciaría y nadie vería acabar la película.
Esta primera parte de lo que Costner con muchas ganas pretende ofrecer como una historia épica de la conquista del oeste ha cometido un error garrafal porque imagino que muchos espectadores habrán sufrido tamaño desencanto que no tendrán ninguna intención de acudir a ver en qué acaba el experimento. Desde luego, los veteranos como yo que en nuestra infancia fuimos al ¡Cinerama! a ver La conquista del Oeste y luego la hemos visto de mayores, sabemos que aquella de 1962, dura menos de tres horas y tiene una banda sonora que nos lleva a emociones infantiles aunque ahora, sesenta años más tarde, la película no nos acabe de convencer. Pero puestos a comparar ambas, la del 1962 es mucho mejor cinematográficamente hablando.
Olvidado el optimismo del primer minuto el cinéfilo veterano (por no decir viejo) no puede menos que recordar que hay por ahí otra película larguísima, Misión imposible - Sentencia mortal. Parte uno que, estrenada el año pasado, todavía no ha tenido nadie el valor de presentar la parte segunda, quizás porque muchos, como quien suscribe, ni siquiera pudieron acabar la primera parte y desde luego no vamos a ver la segunda.
Y me pregunto porqué esto está ocurriendo y he llegado a la conclusión que el famoso consejo de Kurosawa a un joven deseoso de ser director de cine: "primero lee mucho, después escribe, después tacha y después haz la película sobre lo que has dejado por tachar" es una recomendación que ya casi nadie sigue y así nos encontramos con guiones que a la postre son imposibles de interpretar (compadezco a los buenos intérpretes actuales) y también de dirigir.
No deja de ser curioso que hace años alguna corriente crítica se ensañaba (en casiones con mucha razón) contra las películas provistas de extensos diálogos reclamando más importancia de la gramática visual y el resultado, lejos de ser un mejoramiento del lenguaje cinematográfico, ha sido un empobrecimiento del guión literario, sin el que un buen guión técnico no es posible, y en ello andamos, aguantando tres horas de película que transcurren como pollos descabezados sin ton ni son y además con el acompañamiento de una banda sonora aborrecible.
En resumen: tal parece que esa saga "americana" (siempre me molesta esa presunción de los estadounidenses de arrogarse la condición única de américa, lo cual no deja de ser una declaración pública de ignorancia), acabará con una segunda parte que según imdb todavía será un poco más larga, cuando lo que hace falta es un paseo por la moviola para recortar, tirar y empalmar con un poco de ritmo lo que quede.
Quedan avisados, porque en nada empezará la campaña de la segunda parte, que no veré. Si les gusta, ya lo dirán.
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El éxito internacional causado por la buena acogida que tuvo tanto a nivel de crítica como de espectadores la película Z no fue desde luego el origen de la decisión de seguir ofreciendo cine político al año siguiente por mucho que Costa-Gravas y su amigo Jorge Semprún se sintieran satisfechos de la recepción de su varapalo dedicado a los gobiernos militares que alejados de las normas democráticas existían en el momento en que estrenaron su película porque evidentemente debían llevar un tiempo buscando el hilo conductor para una nueva muestra de su independencia de criterio político alejado de seguidismos interesados.
En 1968, es decir justo cuando Costa-Gravas estaba filmando Z, apareció en las librerías francesas un libro autobiográfico escrito por Artur London, que pasó de ser brigadista internacional en España a miembro de la resistencia en Francia y luego político y diplomático para su país, la extinta Checoslovaquia (dividida pacíficamente en Chequia y Eslovaquia en 1993) y naturalmente cuando Jorge Semprún lo leyó inmediatamente se puso a escribir el guión de la que iba a ser la siguiente película de cine político de Costa-Gravas, que se tituló, como el libro de London, L'Aveu (La confesión 1970)
Resulta muy interesante para cualquier cinéfilo ver ambas películas tal y como se pudieron ver en sus estrenos porque perteneciendo ambas al mismo género, únicamente la presencia del mismo intérprete protagonista (Yves Montand) es una coincidencia, aparte, claro, del guionista y del director que demuestran ambos su calidad ofreciendo un trabajo totalmente distinto en cuanto a la forma, que no en cuanto a la fuerza de su denuncia política.
Una vez más y siguiendo la práctica iniciada en Z, hay una decidida ambigüedad en las personas y el estado en el que viven, pero no en los cargos y tampoco en los organismos políticos que veremos en pantalla.
Gerard es un hombre privilegiado con un alto cargo en un ministerio que le permite disponer de coche propio y vivir en una casa de varias plantas con su familia en un barrio de aspecto residencial. Se notan sus privilegios porque cuando sale del edificio donde desempeña su labor baja una escalinata hasta su coche, que es el único que está aparcado en una avenida.
¿El único? El único no, porque, como sucede desde hace días, hay otro, ocupado por cuatro individuos, que está esperando que parta hacia su casa para seguirlo, donde serán substituídos por otros cuatro que vigilarán su domicilio y al día siguiente ocurre lo mismo y cuando Gerard se dirige a casa de su amigo que pertenece al ministerio del interior y gobierna la policía estatal para quejarse de la persecución, queda claro que hay alguien que está controlando los movimientos de un grupo de funcionarios políticos que se conocen por haber estado en el partido comunista desde los tiempos de las brigadas internacionales y la resistencia francesa. algunos de ellos ahora con cargos importantes que les permiten saber que ya hay personajes públicos que han sido detenidos y han desaparecido y todos lo achacan a las purgas iniciadas por Stalin, aplaudidas por algunos del partido.
Finalmente Gerard y sus camaradas son detenidos sin importar sus altos cargos ni sus servicios a la causa de su ideología, sin más explicaciones que las sospechas de traición cometidas por todos ellos de diferentes formas, iniciándose un largo proceso previo a un juicio más o menos público.
Tengo para mí que en esta ocasión Costa-Gravas y Jorge Semprún, muy cercanos ideológicamente a Artur London, no supieron cómo recortar un metraje que alcanza casi 140 minutos y llega a agobiar un poco por una cierta reiteración casi redundante que por otro lado incrementa la sensación de claustrofobia agónica que probablemente debieron sentir los individuos sometidos al proceso de investigación que en realidad fue lo que todos conocieron como purgas promovidas por el partido comunista inicialmente soviético que se extendieron por varios países del llamado pacto de Varsovia.
La falta de tránsito del omnipresente protagonista más allá de su celda hasta el lugar donde le torturan y le someten a vejaciones para romper su voluntad de resistir, que se manifiesta en réplicas buscando un debate intelectual fallido por ausencia de razón a todo lo que le sucede, otorga inmediatez a lo que vemos en pantalla y nos hace sentir simpatía inmediata por Gerard, injustamente acusado de trotskista y tratado de espía pro capitalista y titoísta, es decir, también seguidor de Tito, el mandamás de Yugoeslavia, al que Stalin no podía manejar a su antojo: es decir, un maremágnum de motivos a cual más descabellado para conseguir la debacle emocional del preso.
No hay en L'Aveu la inmediatez, la cercanía temporal que hubo en Z, porque las purgas se practicaron en los años cincuenta, pero la situación no era ni mucho menos sencilla ni resuelta a satisfacción de todos los implicados, así que la aparición de la autobiografía de London, detallando todos los excesos cometidos en las purgas, es motivo más que suficiente para expresar con mucha fuerza la desesperación de quien como Gerard mantiene su ideología política por encima de lo que su partido decide es lo que conviene.
La duración del proceso de torturas de Gerard hasta los extremos increíbles que nos muestra la película es la representación más enérgica que se ha podido ver en cine de la opresión que el aparato político puede llegar a ejercer sobre sus propios miembros en aras a unos intereses que nunca quedan ni claros ni perfectamente delimitados.
Las protestas de Gerard chocan contra unos individuos que obedecen órdenes "de arriba" que pretenden, además, una confesión de culpabilidad porque ciertamente sin ella no podrán condenar, pues no hay hechos imputables y ello lo sabe Gerard, lo sabemos nosotros espectadores e incluso lo saben los diferentes torturadores que, sí o sí, deben conseguir esa confesión so pena de entrar ellos mismos en el mismo circuito controlado por "el partido".
Es un alegato formidable contra la corrupción de la figura del partido político que pasa de ser un instrumento de organización de servicio al pueblo para convertirse en una organización al servicio de sus cargos que se cuidan de castigar al que huele a díscolo, al que tiene ideas propias sin importar si esas ideas coinciden o no con la ideología política que teóricamente sería común en cada partido, porque lo que buscan los cargos es permanecer a costa de lo que sea, como ocurrió en la realidad en la Checoslovaquia purgadora.
Esta es una película difícil de rodar porque tiene más letra que acción: el debate intentado y desestimado se presenta reiteradamente en cada interrogatorio y a pesar de unas interpretaciones muy eficaces tanto del protagonista como de los sucesivos interrogadores que le aprietan hasta conseguir su fin, hay una falta de ritmo interno que se podría causar con simples escenas de descanso que no hay: de principio a fin, la opresión sobre Gerard es ominosa y sin descanso y agota un poco y seguramente esa sensación es buscada por el director para que comprendamos bien lo que ocurrió.
Finalmente, se dió una circunstancia inusual porque la realidad produjo unos hechos que puntuaron firmemente el alegato de los firmantes de L'Aveu: en los últimos minutos, Gerard se reúne en Francia con los otros dos acusados que salieron con vida de la purga para celebrar la publicación de su libro contándolo todo y les anuncia que en unos días volvía a Checoslovaquia, que vivía su Primavera de Praga, para presentar allí su libro.
Es agosto de 1968, justo cuando se produce la invasión de Checoslovaquia por el Pacto de Varsovia.
Sin duda ni Costa-Gravas ni Jorge Semprún vieron con buenos ojos unos hechos que los que los vivimos de lejos todavía nos asombran. El año 1968 dio para mucho y Costa-Gravas lo aprovechó con una inmediatez memorable.
Imperdible muestra de cine político indispensable.
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En contadas ocasiones el arte cinematográfico consigue presentar con un envoltorio muy eficaz de entretenimiento cuestiones que atañen a la historia del mundo sin necesidad de acudir a otro medio escrito más allá de las hemerotecas que se han ido convirtiendo en el lugar de trabajo de estudiosos de la realidad que deberán forzosamente filtrar atentamente las medias verdades o directamente mentiras que pretenden enmarañar situaciones dramáticamente vividas por algunas sociedades.
Normalmente es un escritor quien valiéndose del género novelesco suscita en algún cineasta, sea productor, sea director, el interés en llevar a la pantalla una trama real para información del público y servirse de los formatos de la ficción no puede considerarse una añagaza sino una decisión encaminada a mantener la atención al relato mediante la nada fácil tarea de crear una trama que a la vez informe y entretenga al espectador que, en ocasiones, es debidamente avisado, como sucede en el inicio de la película Z (1969) cuando sus guionistas, Jorge Semprún y Costa-Gravas (que es asimismo el director) advierten que cualquier parecido de lo que se va a mostrar con la realidad no tiene nada de casual y mucho de voluntario.
Empezar así una película demuestra el necesario valor de asumir la responsabilidad: la película dedica todo su metraje, poco más de dos horas que pasan muy rápidamente, a desmenuzar hechos políticos que sucedieron a mediados del siglo pasado, en la misma década de los sesenta, lo que significa una inmediatez verdaderamente pasmosa máxime cuando tanto el núcleo central como las derivadas internacionales seguían sin haber cambiado en lo que a la situación política se refiere.
Costa-Gravas define en Z los requisitos que debe tener una película política que permanezca absolutamente alejada del panfleto interesado por cualquier ideología y con ello obtenga una credibilidad popular incontestable: la minuciosidad en la recopilación de hechos mínimos, de las propias expresiones de los personajes que viven en la pantalla, de los gestos y sus consecuencias, enriquece el contenido y ofrece una base muy firme para que con un lenguaje visual comedido a la vez que efectivo y potente la trama se desarrolle en la pantalla en una sucesión imparable de hechos concatenados que apresan el ánimo del espectador y se adueñan de su atención, incapaz casi de respirar porque Costa-Gravas, perfectamente asistido en la moviola por Françoise Bonnot, impone un ritmo de verdadero thriller que, mira por donde, relata verdades como puños: el mundo es un circo y los trapecistas no tienen red.
La dirección artística es escueta porque la veracidad es un punto a tener en cuenta aunque se aleja con muchísima fuerza del semi-documental y se sirve de una banda sonora de Theodorakis que refuerza con mucha habilidad momentos impactantes de tensión porque Costa-Gravas en ningún momento deja de dirigir un clásico de acción sin olvidar la enorme importancia del fondo.
La trama relatada sucintamente se refiere a unos hechos verídicos basados en el asesinato de un político de la oposición de un estado innominado (aunque pronto se sospecha de la realidad a poco que se observen los detalles) en el que el estamento militar y un gobierno títere mantienen relaciones internacionales no deseadas por todo el pueblo que en su oposición se manifiesta como pacifista y hay organizaciones paralelas que hacen el trabajo sucio con el visto bueno de las autoridades policiales y la fiscalía.
De la instrucción de los hechos de la muerte del político encargarán a un joven Juez que pronto se revelará como eficaz servidor de la ley con la independencia y el valor necesarios para discrepar de las diferentes versiones oficiales que tanto la policía como el ministerio fiscal pretenden que admita como buenas dando carpetazo a la investigación que casi de motu propio inicia al tener noticia de forma extraoficial de la existencia de versiones que discrepan ostensiblemente de las apariencias que la fiscalía considera como ciertas.
Resulta curioso para el cinéfilo veterano que vió Z de estreno comprobar hasta qué punto toma importancia la figura del Juez que desestimando las presiones en forma de ofertas alternadas con amenazas por parte de los políticos en el poder, de las autoridades policiales e incluso de un ministerio fiscal que hace gala de un servilismo para con el gobierno que resulta repugnante, porque entonces ni siquiera podíamos sospechar que ese Juez de ficción en ningún momento tiene que luchar con una institución como el aforamiento (de la que en España somos campeones) y ello le permite ir a la caza de los gerifaltes de una sociedad corrupta y llevarlos a juicio sacando a la palestra pública todos sus desmanes.
Costa-Gravas trabaja sobre un guión perfecto que sabe mantener el desarrollo de los hechos al tiempo que muestra detalles personales mediante rapidísimos flashback que complementan las personalidades de los personajes tanto como los detalles mínimos de un gesto lleno de contenido para el avisado espectador que rápidamente percibe que le van a contar una historia mediante apuntes como el pintor puntillista que crea un panorama perceptible sólo en la lejanía que permite ver todo y así las medias verdades, las mentiras, las afirmaciones valientes, desafiantes, debemos enmarcarlas para tener en la mente la complejidad habitual de una sociedad en la que suceden hechos lamentables que algunos rechazan y enfrentan y otros rehuyen porque tienen miedo de los que los apoyan o directamente los cometen, además orgullosamente.
Tiene Costa-Gravas la suerte y el acierto de conseguir un conjunto espectacular de intérpretes que otorgan naturalidad y veracidad a sus personajes: especialmente los que resultan más odiosos deberán ser tenidos en cuenta en una película en la que el concepto de "coral" se debe aplicar como ejemplar.
Si no la han visto no duden en darle un buen repaso porque probablemente sea una de las mejores películas, sino la mejor, del género político alejado de cualquier atisbo de propagandismo e inmerso en la denuncia de cuestiones punzantes de la máxima actualidad en la fecha de su estreno y, según como se mire, también de este siglo, en el que el cine político no está a su altura ni mucho menos.
Y no busquen en internet más datos, porque la historia real está al alcance de cualquiera y, mira por donde, coincide con la película. El original, en francés.
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Intentar acercarse a los mitos tiene algunas consecuencias y la más previsible es que provoque un aumento de la extensión del comentario tanto por la riqueza de conceptos generados por el mito cuanto por la dificultad de aplicar la brevedad que forzosamente implica dejar en el tintero alguna idea, sea buena o mala.
Pero hoy es el cumpleaños de este bloc de notas nacido en 2007 y consciente que no habrá tarta con velas a soplar permítanme los amables lectores que me extienda un poco más de lo habitual ya que vamos a detenernos, ustedes y yo, en el mito de Electra nacido en los tiempos de la Grecia clásica, casi medio siglo antes de que empezáramos a contar los años de la misma forma en occidente, cuando en los hemiciclos pétreos se escuchaban las primeras tragedias que siguen marcando la condición humana.
Dicen los historiadores e investigadores filológicos que más o menos corría el año 418 a.c. cuando en Atenas se estrenaba una tragedia de Sófocles titulada Electra en la que se refieren los sucesos relativos a la muerte de su padre Agamenón a manos de su madre Clitemnestra y el amante de ésta Egisto y la venganza que Electra guarda en su pecho reservada a las manos ejecutoras de su hermano pequeño Orestes, el cual se salvó gracias a ella de la limpieza que Egisto tenía reservada para el linaje de los átridas.
Los mitos griegos son una fuente inagotable de inspiración para los dramaturgos que fundaron el arte de la palabra recitada y, naturalmente, hay más versiones del mito de Electra, entre ellas la de Eurípides que para algunos es anterior y para otros posterior a la de Sófocles, pero nos detendremos un momento en la de Sófocles porque, simplemente, me gusta más su forma de escribir o, para decirlo con propiedad, por la calidad de las traducciones que me han llegado, porque por desgracia no estudié griego en mi lejana juventud y he de fiarme de los traductores, que suelen ser buenos.
La Electra de Sófocles se lee de un tirón aunque no seas amante de los textos dramáticos ni modernos ni clásicos, porque tiene un formato muy ágil y tan sólo se apoya momentáneamente en la figura de los coros tan habitual en el teatro trágico clásico al punto que incluso en alguna pieza de Shakespeare hemos visto ese recurso narrativo.
Esta Electra de hace casi 2.500 años es lo que ahora gentes de poca letra y escaso intelecto vendrían en llamar "una mujer empoderada" porque mantiene a toda costa el ansia de venganza contra su propia madre a la que desprecia acusándola de la muerte de su padre que ella aduce como fleco de la infidelidad conyugal mientras que Clitemnestra impartió su propia justicia sobre Agamenón porque sacrificó a Ifigenia, también conocida como Ifianasia, para complacer a los dioses antes de su partida a la guerra de Troya. Clitemnestra esperó durante diez años a que su esposo volviera (con una amante y dos hijos) para arreglar cuentas sirviéndose de su amante como brazo ejecutor: ello era conocido por el público de la época (a lo que se intuye, bastante culto) y no hace falta que Sófocles se extienda en explicaciones y tan sólo se detiene en la descripción que el desconocido Pedagogo le hace a Clitemnestra de cómo llegó a morir su hijo Orestes, en una competición de cuadrigas que a cualquier cinéfilo le trasladará inmediatamente a la celebérrima secuencia de Ben-Hur, ante el horror de Electra, que confiaba en el retorno de su hermano para que fuese el brazo ejecutor de su venganza, de su justicia particular.
Siendo lo cierto que Orestes se ha valido del convincente lenguaraz Pedagogo para poder acercarse a su madre y llevar a cabo sus propios designios de venganza, su llegada al palacio sorprende y colma de felicidad de Electra, quien con apasionado verbo le convence para que ejecute a su común madre y al amante de ésta por adúlteros y asesinos.
En la pieza de Sófocles todo gira en torno a la figura de Electra capaz de rechazar las ventajas de ser considerada princesa por no querer convivir con su madre y su amante; Electra lamenta la muerte del amado padre y la falta del querido hermano que hurtó a las manos asesinas de Egisto y contra la postura más complaciente de su hermana pequeña Crisótemis, rechaza la posibilidad de contraer matrimonio y tener hijos formando una familia porque se siente atada a su difunto padre y a su ausente hermano, Orestes, cuyo retorno espera ansiosa, rechazando cualquier otra posibilidad. Electra se mantiene firme en su decisión y espera sin temer represalias que podrían ser mortales.
No pasa inadvertida la complejidad de los sentimientos de Electra hacia su padre, apuntados más someramente que los que tiene hacia su hermano, también muy interesantes e igualmente subdesarrollados por Sófocles en una tragedia clásica que ocupa menos de noventa páginas y permanece como un hito de la dramaturgia occidental.
Damos un gran salto en el tiempo y nos plantamos en 1901 cuando Benito Pérez Galdós, que a principios del pasado siglo era un firme candidato a recibir el nobel de literatura por sus magníficas novelas, tiene la mala idea de estrenar una comedia dramática titulada Electra que no guarda influencias del clásico griego porque en el texto galdosiano la figura de Electra no es más que una joven de dieciocho años, es decir muy lejos de gozar de capacidad jurídica alguna y dependiente por completo de las decisiones de sus tutores al ser huérfana y acabará por ser una víctima de intríngulis orquestados por un tiparraco que se las da de beato, amigo de canónigos y abadesas y Galdós, lejos de aminorar la carga, especifica claramente que lo que su obra va a relatar acontece en " el Madrid actual" refiriéndose, claro, al del mes de enero de 1901.
La carga anticlerical orquestada por Galdós en su comedia dramática a lo largo de cinco actos le propició una escandalosa división entre partidarios y adversarios, estos lo bastante poderosos y bien organizados como para impedir que el nobel fuese a para a sus manos al desprestigiarlo con malas artes en ámbitos internacionales.
La pieza dramática de Galdós permanece como una rareza anecdótica para este comentarista, declarado teatrero que, habiendo disfrutado muchísimo viendo a primeros de los setenta del siglo pasado la traslación que de su novela Misericordia hizo Alfredo Mañas con la impresionante actuación de María Fernanda D'Ocón y José Bódalo, esperaba un texto trufado de diálogos mejores de lo que se puede leer, quizás porque en Misericordia el lenguaje es de pobres y en Electra pretende ser de la clase alta madrileña y resulta almibarado, melifluo y falto de energía, y las situaciones casi que increíbles, aunque si uno se traslada a la época de su estreno se comprende el ruido que causó en la sociedad española. Bien cierto es, también, que escribir teatro no es lo mismo que escribir novela y que la maestría en un género no implica facilidad de obtener éxito en otro y si no, que se lo pregunten a Cervantes o a Beethoven.
Nos trasladamos de nuevo a otra época: han pasado treinta años y el 26 de octubre de 1931 se estrena en Broadway la primera de 150 representaciones (hasta 16 de abril de 1932) de la obra de Eugene O'Neill Mourning becomes Electra, una versión del mito griego que O'Neill hace suya de una forma muy peculiar y podemos decirlo porque hemos tenido el placer de disfrutar de dos obras suyas llevadas a la pantalla ( The Iceman Comet (1939) y Long Day's Journey Into Night (1941) y la lectura de su texto siempre ha sido memorable y en esta ocasión hay un componente que nos interesará como cinéfilos que somos.
A diferencia de Galdós, O'Neill sí guarda buena parte de la idea inicial que hallamos en Sófocles y no tan sólo eso: la amplía, la enriquece y la aprovecha para, en su acostumbrada idea de ligar dramaturgia con crítica social, dar unos cuantos palos. No tan severos como los que propina Galdós, es cierto, pero palos al fin y al cabo que se entienden perfectamente al leer su texto que, debido a los intereses ideológicos del autor, se extiende en forma de una larga trilogía que fácilmente ocupa una representación de algo más de cinco horas contando los intermedios, aspecto ése que lógicamente asusta a cualquier productor teatral y que posiblemente sea la razón que esta obra de O'Neill tan sólo se haya representado en Broadway en tres ocasiones que estén registradas en la base de datos de ibdb.
No fue fácil para mí hacerme con esta tragedia de O'Neill, pues su última traducción hallable data de 1952 y se realizó en Argentina, en una gloriosa recopilación de nueve dramas que por suerte compré en el mercado nacional de coleccionista y a un vendedor relativamente cercano: dos volúmenes que iré leyendo poco a poco, conforme vaya encontrando las películas que van ligadas a esas obras, porque O'Neill es un autor que ha sido y es, todavía, prolíficamente llevado a las pantallas, a veces grandes, a veces chicas. Lo apunto no por presumir, que también, sino porque, de estar interesados, ya vale que tomen paciencia: de hecho en alguna biblioteca pública dicen tenerlas.
O'Neill sitúa la acción justo en el final de la guerra civil de los Estados Unidos de Norteamérica y cambia todos los nombres mitológicos guardando sin embargo muchas de sus características: hay una especia de pedagogo en la figura de Seth, el sirviente y hombre para todo de la familia Mannon cuyo patriarca, Ezra Mannon, está al punto de llegar de la guerra donde ha servido como general y trae consigo a su hijo Orin Mannon, que llega algo herido: les esperan con distinta ansiedad Lavinia Mannon, la hija del general y Christine Mannon, esposa de Ezra y madre de los dos hijos mencionados.
La disposición de trilogía de esta tragedia quizás obedece a una idea que rondó en la mente de O'Neill en otra pieza que nunca vió la luz, compuesta de siete sub piezas o capítulos: cada parte podría perfectamente ser representada como función única que sería seguida por la subsiguiente en el relato trágico y así en tres representaciones distintas pero unidas por la misma trama.
Esta idea se me ocurre cuando compruebo que ya desde antes de empezar a leer la tragedia su descripción escénica huele más a cine que a teatro por la exageración de detalles que aporta el dramaturgo, aspecto que ya remarqué anteriormente y que no suele ser habitual ni mucho menos en la literatura teatral: esa minuciosidad que se observa en la descripción inicial requeriría bien un estudio cinematográfico bien un teatro grande y con gran presupuesto, pero es que luego, leyendo los diálogos, hay insertos trufados de indicaciones que no sorprenderían en un guión cinematográfico bien confeccionado, pero sin duda sí resultan extraordinarios en una pieza teatral por bien escrita que esté y ésta, como todas las de O'Neill, es una maravilla leerla. Una verdadera gozada.
Vaya dramaturgo: qué dominio del tempo, qué forma de presentar las situaciones, qué maravilla de crear personajes psicológicamente dotados de una complejidad fantástica, interesantísima. Te pueden caer bien o mal, pero no te dejarán indiferente. Verdaderos bombones para intérpretes de calidad, aún los menores.
No voy a relatar con detalle los aspectos de la trama trágica escrita por O'Neill porque luego me referiré -al fin y al cabo éste es un bloc de notas cinéfilas- a la única película que la ha llevado al cine y no quisiera plantar chivatazos a los amables lectores que hayan resistido hasta aquí, pero baste apuntar que O'Neill se apoya en lo básico de la Electra mitológica tanto en los sucesos como en los caracteres con la particularidad que exacerba discretamente los sentimientos de los jóvenes protagonistas al punto que hablar de síndromes mitológicos no está ni mucho menos fuera de lugar: bien al contrario, me parece explícito, como también resulta evidente la acerada crítica a un modelo de sociedad que era dominante a mediados del siglo XIX y que en 1931 no había sido modificado tanto como O'Neill evidentemente deseaba, así que esta traslación del mito de Electra resulta modélica y ciertamente me parece que no ha perdido vigencia, porque los ajustes sobre el clásico se acomodan en pocos milímetros y la crítica de los aspectos sociales apenas ha variado desde hace noventa años, por desgracia.
Esta magnífica pieza teatral fue representada muy bien a mediados del siglo pasado en España y yo era demasiado pequeño para haber tenido ocasión de disfrutarla, como sí hicieron mis padres (y lo tuve que escuchar a lo largo de varios años) y luego hubo otra versión con un reparto ya no tan atractivo: enfrentarse a los textos de O'Neill no está al alcance de cualquiera y esta pieza en particular, debido a su duración, está reservada sólo a artistas de primer nivel y ahora mismo no los tenemos disponibles, por desgracia. Ni aquí ni en los USA, donde tampoco la representan.
Rosalind Russell literalmente persiguió a Dudley Nichols para conseguir que el magnífico guionista y ocasional director le adjudicara el papel protagonista de la película Sister Kenny que era un biopic de una enfermera que ayudó a muchos enfermos de poliomelitis: a Rosalind la nominaron al oscar a la mejor actriz, pero ella quería interpretar a aquélla enfermera porque un sobrino suyo logró superar la polio siguiendo las recomendaciones. Dudley Nichols le hizo prometer a Rosalind Russell que participaría en su siguiente película y que probablemente sería una traslación de la ya célebre tragedia de O'Neil, Mourning becomes Electra.
Estamos en 1947 y Rosalind Russell ha cumplido 40 años. Ella piensa que hará el papel de Christine Mannon, pero Dudley Nichols, que lleva tiempo trabajando en un guión que permita llevar cinco horas de teatro a dos horas y tres cuartos de cine, siempre que ha escrito los diálogos de Lavinia Mannon tenía en mente a Rosalind Russell. Será Katina Paxinou, contando 47 años, la que hará de Christine: una madre y una hija con sólo siete años de diferencia.
Dudley tiene, en este empeño, una gran ventaja: los diálogos brillantes, tensos de emociones, pasiones y sentimientos, los escribió O'Neill y no se pueden mejorar ni falta que hace intentarlo; las descripciones de los escenarios, están minuciosamente detalladas en la tragedia; algunos movimientos de los personajes, también están muy bien expuestos y relatados por O'Neill. Sólo tiene que decidir lo que deja fuera para aligerar el metraje. Y decidir si rueda en color o en blanco y negro. Y los story board, los emplazamientos de cámara y sus movimientos, travellins, grúas.
Y se equivoca: bastante. Vayamos por lo fácil: la película debería ser en color. O'Neill remarca la diferencia de estado de ánimo entre madre e hija apuntando que Christine luce un espléndido vestido de seda verde mientras su hija Lavinia se viste con ropas oscuras y tristes. La blancura de la mansión Mannon refuerza la sensación que es un mausoleo, un túmulo, y ello se pierde en un blanco y negro que además es adocenado, nada expresionista.
Comete un grave error de reparto de intérpretes: ahí hace falta una Lavinia más joven y despachar bien a Rosalind bien a Katina y también enviar a Michael Redgrave a casa porque con 39 años tampoco da el pego de jovencillo incorporado a filas casi que de casualidad y sus tembleques y temores resultan un tanto difíciles de creer para un tipo hecho y derecho y de 1,90m bien fornidos. Tampoco es ideal el concurso de un casi novato Kirk Douglas como petimetre enamorado desde la infancia de Lavinia porque,con nueve años menos, resulta difícil que jugasen a nada en su infancia respectiva.
Lo peor, lo más lamentable, es que todos esos intérpretes cumplen a la perfección con sus roles, pero hay algo que resulta quebradizo, una sensación de irrealidad incrementada por un tratamiento visual que no consigue evitar la sensación que estamos en lo que en España conocimos en tiempos mejores (cuando TVE se gastaba los dineros públicos en ofrecer cultura teatral de primer nivel) como "Estudio 1" que era teatro bueno bien representado y bien filmado, pero teatro al fin y al cabo.
Así que la pretensión de Dudley de hacer una película sobra la magna obra de O'Neill se queda a medias: eso sí los que somos teatreros olvidaremos por dos horas y tres cuartos que somos cinéfilos y nos refocilaremos con unos textos magníficos y unas actuaciones memorables y sólo lamentaremos, como puede ocurrir en el teatro, que en vez de esta sentados en la mejor fila cinco, estamos sentados en primera fila, donde ves volar los esputos que los esforzados intérpretes sueltan ocasionalmente mientras te deleitan con una vocalización, dicción y declamación alucinantes.
Hay que suponer que a la hora de elegir qué partes eliminar del texto original Dudley, sagaz guionista acostumbrado a lidiar con los censores, ya sabía que las partes que repartían collejas a la sociedad no hacía falta conservarlas porque iban a ser motivo de tachaduras y así, una vez más, el contenido social deseado por O'Neill se iba al garete. O quizás Dudley sí dejó buena parte de esas puyas para conseguir que las indisimuladas flechas que dirigen el intelecto del respetable a cuestiones tan complicadas como ardorosas como el incesto de toda clase pudieran colar sin que la censura tomara nota.
En resumen: vean esa película de Nichols con unos intérpretes magníficos como si viesen un fantástico Estudio 1 y piensen en cual sería su decisión ante la oportunidad de ver una película de cinco horas (o cuatro) que sea una digna traslación de la obra de O'Neill. Y si tienen oportunidad, no dejen de leer las obras de teatro mencionadas. No se arrepentirán.
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Hace ya nueve años que nos detuvimos a comentar la que fue la primera película dirigida por Alex Garland, una incursión en la ciencia ficción titulada Ex Machina que nos dejó la sensación de un futuro prometedor y pasada casi una década y cinco películas más, el amigo Alex sigue ocupándose de confeccionar un guión y dirigir una película y si entonces apunté que a pesar de escribir una trama y unos diálogos interesantes su labor como director era más notable, llegado el final del visionado de su último trabajo, titulado Civil War, la decepción se ha hecho presente, quizás porque uno esperaba encontrarse con una película de ficción distópica con fuertes alegorías políticas propias de la ciencia ficción que parecía agradar al juanpalomero responsable de la pieza años atrás y resulta que nos presenta una película cuya distopía roza el más mínimo nivel que uno ha tenido ocasión de ver en el cine.
Me olía la tostada por haber leído alguna "crítica" que no me convenció, pero pensé que el autor de Ex Machina habría avanzado y se disponía a ofrecernos, por lo menos, la posibilidad de debatir una actualidad que a todas luces se mueve hacia posiciones encastilladas que se alejan de la simple conversación con intercambio de pareceres para instalarse en proclamas identitarias faltas de razones más allá de la adscripción ciega a unas ideas de signos diferentes pero dotadas del mismo sentido totalitario.
Se da la circunstancia que Garland es londinense y que la trama de esta película versa sobre acontecimientos que suceden en una confrontación bélica que al parecer asola los Estados unidos de Norteamérica en la que los ciudadanos se matan los unos a los otros sin que en ningún momento sepamos el porqué y apenas intuímos por meros comentarios que hay más de un bando contendiente, desde el "grupo de Florida" hasta los "patriotas del Oeste", las "potencias occidentales" y un gobierno de los USA que sigue residiendo en Washington, en la Casa Blanca, donde el Presidente intenta resistir.
Garland una vez más se supera a sí mismo como guionista ejerciendo de director pero en este caso el mérito es simple pues el guión es paupérrimo y la dirección no pasa de cualquier meritorio director de encargo de una película bélica con pocas escenas de acción filmadas sin relevancia ni originalidad y su hora y tres cuartos largos de metraje se hacen por momentos soporíferos pues no hay nada que suscite el más mínimo interés, más allá de aguardar si en algún momento el guionista-director se digna poner carne en el asador donde las verduras de acompañamiento ya están casi que carbonizadas.
En un mundo como el que vivimos, aún simplemente dando vistazo a la hemeroteca de todo lo que está sucediendo en los USA, con una polarización creciente a resultas de unos mandatarios que deberían estar en una residencia de jubilados en vez de lanzar proclamas buscando la adhesión popular, los problemas con la justicia de propios y parientes, el recuerdo de masas chaladas invadiendo la sede del legislativo y el desprecio al derecho como bastión de la igualdad entre los ciudadanos, un cineasta que emprende una producción que va titular "guerra civil" debería mojarse bastante y sin pronunciarse por ningún bando, exponer públicamente lo que es incontestable, porque el cine es un entretenimiento pero también un arte capaz de denunciar, de poner en evidencia los errores de la sociedad y Alex Garland nos presenta una película que si algo demuestra es que su autor, pues es guionista y director, o no ha tenido valor para mojarse o es incapaz de formular una propuesta artística que merezca ser recordada y no lo será porque pertenece a la numerosa categoría de lo que pudo haber sido y no fue.
Hay voces que dotadas de una fantasía arrebatada apuntan a que esta película de Garland no pretende inscribirse directamente en el cine político pero sí en el que pone en debate la profesión del periodista de guerra y sacan a colación ¡ay madre! The Killing Fields, probablemente porque el escribidor de turno ni siquiera la ha visto, cuando lo que toca, ahora, es agarrarse los machos y ponerse a escribir y dirigir como lo hacía Costa Gravas, por ejemplo, usando la ficción pero apuntando claramente a personajes políticos de distintas ideologías, gentes que suelen situarse por encima del ciudadano y sus necesidades; y de esa ralea no será que Garland no tenga tipos de este siglo en los que fijarse y en vez de apuntar alto y señalar a quienes están calentando los ánimos sólo para satisfacer sus necesidades sin tener en cuenta que en toda guerra los que mueren suelen ser los más pobres mientras los que las promueven salen indemnes e incluso más ricos, y nos entretiene Garland con los avatares de cuatro periodistas que van en busca de una noticia, simplemente; es decir, hacen su trabajo.
Ya es de traca que Garland haga que una de las protagonistas, una joven que pretende convertirse en fotógrafo de guerra, se aliste en la aventura provista de una cámara que perteneció a su padre, una Nikon (no faltaría más: buenos son para perderse un emplacement, esos) ¡que funciona con carretes de 36 fotos! y lleva consigo una cubeta de revelado de negativos y cabe suponer que lleva su revelador, su ácido acético y su fijador y claro, su agua corriente para lavarlos después del revelado, porque si no, en cuatro horas están para tirarlos. ¡en el siglo XXI, que hace años se inventaron las cámaras digitales con tarjetas capaces de guardar miles de capturas fotográficas.
Este detalle indica claramente el poco cuidado que Garland ha prestado a una película que requiere mucho más trabajo y mucho más valor para poner al descubierto entretelas de cuestiones que ahora mismo son muy relevantes.
Una decepción absoluta, salvada únicamente por el buen hacer de la joven Cailee Spaeny.
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Alguien que albergue el virus de la cinefilia desde este siglo que vivimos y que acabe de ver Killers of the flower moon (Los asesinos de la luna, 2023) puede caer en la tentación de tomar en cuenta que Martin Scorsese, nacido en 1942, busca permanecer en la historia de la cinematografía con una obra mayor que le sitúe en la perspectiva del público actual y si ése fuese el caso, cometería un error que se puede subsanar fácilmente consultando la base de datos de sus trabajos desde medio siglo atrás en el tiempo.
Esa película estrenada el año pasado es, ciertamente, un poco más larga que alguna otra del mismo director, aquejado de una verborrea irrefrenable que inmediatamente muestra la enorme cultura que atesora un tipo bajito y sonriente capaz de estar horas y horas hablando de lo que sea partiendo de una escena de alguna película suya o ajena (probablemente de algún admirado clásico) sin repetirse, sin redundancias, desplegando un abanico de recursos y conocimientos cinéfilos asombroso. Lo difícil es que se calle.
Martin Scorsese probablemente acabará en la historia del cine en un lugar más elevado en el escalafón del que yo le situaría porque aprecio en su carrera una serie de altibajos que no caben en un lugar como éste y que aunque cupiesen tampoco tengo intención de desarrollar, pues mejores plumas hay que ya se ocuparán.
Estos precedentes me sirven para intentar explicar que me ocurre con esta película lo mismo que me sucede con Gangs of New York (2002), porque siento que entre ambas, con veinte años de distancia entre ellas, hay concomitancias interesantes, más allá de un terceto protagonista compuesto por una mujer, un joven y un adulto, y un metraje que me resulta excesivo pero no tanto, dejándome en ambos casos una sensación de afirmar que unas buenas tijeras mejorarían el resultado final, pero sin ser capaz de definir, señalar o apuntar dónde ejecutar una limpieza con la moviola que, insisto, el propio Martin Scorsese es incapaz de usar, llevado por su verborreica condición nativa con la ventaja que visualmente su lenguaje, poderoso, está controlado y no resulta excesivo aunque sí abundante en demasía, que son conceptos muy distintos.
Scorsese con seguridad permanecerá en la historia de la cultura estadounidense como un director capaz de mostrar muy variados aspectos de su época - pues no olvidemos sus trabajos en el mundo de la música - y también momentos del siglo XX que no se ciñen únicamente a hechos luctuosos propios de una criminalidad más o menos encubierta, aunque quizás sea en estos últimos donde ha hallado tramas que nos ha mostrado con una brillantez inusitada comparado con sus coetáneos.
Esta película de 2023 y la anterior de 2002 me dejan la sensación que Scorsese procura dar una pátina antropológica a su película y cuida muchísimo los detalles cotidianos de unos personajes que se mueven en épocas pretéritas en una reconstrucción que gentes más autorizadas podrán decir si obedecen a una realidad o simplemente son una colección de invenciones pero, en cualquier caso, sirven a Scorsese para recrear un ambiente y una época en el que desarrollar una trama que podría resumirse con menos metraje en mi opinión, pero he de advertir que he crecido como lector de teatro, de cuentos y narraciones cortas y tan sólo ocasionalmente novelas que pasen de las quinientas páginas, así que no soy muy amante de las descripciones detalladas y consecuentemente como cinéfilo he de armarme de valor para ver una película de más de dos horas y ésta tiene un metraje de casi tres horas y media.
A pesar del extenso metraje y concluído su visionado (en v.o.s.e., por supuesto) queda en primer lugar la sensación de que es larga en demasía pero sin embargo no aburre: diría que en algún momento de la película estaba deseando que acabara ya, cansado de que no avanzara a mi gusto, pero enganchado porque el maldito Tito tiene visualmente tanta brillantez como verbalmente y te agota pero quieres más.
Esas son sensaciones muy subjetivas y comprendo que ayudarán muy poco a quien tenga previsto afrontar el visionado salvo que apuntemos que la historia que nos cuentan -muy bien- está basada en unos hechos reales que por su importancia y trascendencia son merecedores de una narración menos arqueológica y más dramática en el sentido más literal del concepto, porque la minuciosa descripción de los hechos, tan lenta y detallada, deja en un segundo lugar la fuerza psicológica de los personajes retratados con unos diálogos demasiado ambivalentes y ambiguos sin que ello oculte las maldades que contemplamos, porque la cámara no toma el partido que uno hubiese deseado, no en vano el cine es un arte de entretenimiento capaz de formular con fuerza una denuncia que aquí nos queda como demasiado histórica, como algo del pasado que una vez ocurrió en aquel lejano tiempo.
Cinematográficamente la película no tiene desperdicio -aunque insisto en que va sobrada de metraje- y además de su ambientación brilla por el trío de intérpretes que encabezan el reparto: Lily Gladstone roba todas las escenas con una presencia magnética, Leonardo DiCaprio en su madurez está mejor que nunca y Robert de Niro como casi siempre deja que Scorsese le dirija y controla histrionismos baratos al comprobar que, de hecho, se lleva los mejores diálogos (sin que sean nada del otro mundo, a decir verdad) y el que queda como un pasmarote es Jesse Plemons que tarda media película en aparecer y acarrea la parte menos cuidada de la trama.
Desde luego recomiendo verla (en v.o.s.e., claro) aunque como yo hagan ascos a películas tan largas, porque no pueden dejar que se la cuenten: cuando acabé, pensé para mí: esta la tengo que ver de nuevo dentro de un par de años.
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Promocionada de forma muy lamentable -no hay más que leer la errónea sinopsis de imdb- probablemente por falta de presupuesto dedicado a la cada vez más imperante mercadotecnia, capaz de erigir en películas estupendas verdaderos truños gracias a serviles voceros de toda clase, la muy británica Dead shot, estrenada a primeros del año pasado, anda desde hace muchos meses transitando por los vericuetos de internet y puede aparecer de improviso en cualquier pantalla casera y para su desgracia y mala suerte del cinéfago llega revestida de tristes advertencias que no le hacen justicia.
No le adjudicaré desde luego mi particular clasificación de imperdible pero podría ser que para algún cinéfago fuese una verdadera sorpresa muy por encima de lo que a priori se puede uno imaginar si ha rascado internet en webs británicas que, por lo leído, también adolecen de críticas escritas sin pensar mucho.
La acción transcurre en el principio de los años setenta del siglo pasado y se basa en hechos que muy bien podrían proceder de alguna verdad porque uno, que peina canas, recuerda las noticias que llegaban de aquellos lugares y aquella época y aunque los creadores de la película, los hermanos Charles y Thomas Guard, que intervienen al alimón tanto como guionistas como directores de la película son lo bastante jóvenes como para no haberlo conocido de primera mano, quizás la novela escrita por Steven Moysey The Road to Balcombe Street contiene datos que se ajusten a unos días de sangre y al parecer en ella se inspiró el primer guionista Ronan Bennett.
Los hermanos Guard deciden rodar su película cuando los pocos protagonistas de los poderes enfrentados a tiros hace cincuenta años que no han muerto siguen manteniendo su cuota de influencia en una situación geopolítica que ha variado muy poco salvo por la pacificación y la ausencia de armas en las negociaciones pues no olvidemos que sigue existiendo Irlanda del Norte, ahora con el añadido del brexit que hace patente para algunos la necesidad de formalizar de una vez por todas la reunificación y evidentemente ésa es una cuestión compleja que se trata de suavizar para evitar el retorno a viejas costumbres, así que los Guard precisamente han ido a tocar una tecla que probablemente muchos desean que no suene.
Lejos de promover ansias de enfrentamientos esta película ofrece una sutil denuncia contra el uso de la violencia física como remedio para superar los problemas porque teóricamente nace de un ansia de venganza que siente el irlandés Michael O'Hara (Colin Morgan, interiorizando el personaje) cuando en su huída ve como su esposa Carol, que está casi que parturienta, es acribillada por el soldado inglés Henry Tempest (Ami Ameen, otro de esos británicos con voz estupenda) que llena de plomo el coche en que ambos circulaban, ignorando que quien está en el vehículo es ella y no él, acusado de seis asesinatos.
Es la historia de una venganza, sí, pero es una historia adornada con una serie de elementos que le otorgan cierta complejidad, porque de una parte a Tempest le manipulan para que entre a formar parte de esas "fuerzas especiales" dedicadas a trabajos sucios en pro de la defensa de los ideales británicos y la seguridad pública y de la otra el ansia de venganza de O'Hara es aprovechado sin escrúpulos por quien desde la sombra le reclutó en su adolescencia para convertirlo en asesino buscando la libertad del pueblo irlandés y así, como quien no dice nada, los hermanos Guard nos susurran lo que ya deberíamos saber: que los que mandan tienen sus intereses y que algunos matan y otros mueren alternándose en sus lugares sin fin porque la violencia no proporciona la paz.
Así que en esta película uno puede llegar a ella creyendo que es una película de acción -que lo es- y se encuentra con que el aspecto formal no es lo único que han tenido en cuenta sus creadores.
Los hermanos Guard ruedan de forma muy profesional todas las escenas de acción y también las escenas en las que hay que atender a los diálogos porque allí es donde reside su verdadera intención y aunque lo dejan muy claro, se hecha de menos que refuercen un poco su tesis con un lenguaje visual más cuidado: una vez más, comprobamos que rodar escenas de acción no resulta para el profesional con cierta experiencia muy difícil, pero conseguir con la cámara que la psicología de los personajes traspase la pantalla y llegue a la butaca no es tan sencillo. Esos hermanos están en sus inicios como cineastas y podemos esperar que sus siguientes películas irán mejorando en todos los aspectos.
De momento, demuestran controlar el ritmo y el tempo de la narrativa porque con poco más de hora y media cuentan más de lo que uno esperaba y además saben dirigir a un elenco muy británico en el mejor de los sentidos, que huye de toda exageración y sabe manifestarse con intensidad si necesidad de alharacas aunque por momentos un poco más de intensidad no molestaría.
En definitiva, sirvan estas notas para avisar que, si se encuentran esta pieza de repente, puede que les interese verla de cabo a rabo: será hora y media bien empleada.
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En los U.S.A. durante el período de 1900 a 1920 seis estados abolieron la pena de muerte y tres más limitaron su uso; entre ellos, no está California; en el período de 1930 a 1940, se ejecutaron un promedio de 167 penas de muerte cada año. En 1953, un 70% de la población estadounidense se mostraba partidaria de la pena de muerte.
Stanley Kramer fue un cineasta a recuperar tanto en su vertiente de director cinematográfico como en su labor como productor de películas que demuestran su independencia de criterio y su valentía en sostenerlo sin considerar jamás si lo que hacía era "políticamente correcto" o no, en una época en la que esa expresión entrecomillada todavía no se había acuñado ni empleado con la profusión de este siglo que vivimos.
Edward Dmytryck fue un director que tuvo la desgracia de ser sujeto nombrado en las listas de "rojos y comunistas" lo que motivó su paso por la cárcel y su "arrepentimiento y delación de compañeros rojos" para obtener la libertad en una época triste en la que las libertades de pensamiento fueron casi que canceladas en los U.S.A. y Dmytryck se auto exilió en 1951 a Inglaterra, hasta que Stanley Kramer, que siempre hizo lo que consideró más oportuno, le rescató y se lo llevó a San Francisco, California, para que dirigiera una película que Kramer estaba decidido a producir.
Una película, The sniper (1952), basada en una historia del matrimonio formado por Edward y Edna Anhalt que tomó forma de guión cinematográfico escrito de forma más que notable por Harry Brown: un guión construído con una solidez impecable sin diálogos brillantes pero sin fisuras en el desarrollo de la trama: una base perfecta para que un director de probada calidad (recordemos su anterior Crossfire (1947) que comentamos aquí en 2012) construyera un guión técnico modélico aprovechando en beneficio del lenguaje cinematográfico la ausencia de diálogos innecesarios.
Bajo la apariencia de una película de cine policíaco -la policía se afana por detener a quien se dedica a matar mujeres con certeros disparos- Kramer y Dmytryck presentan un alegato que va contra corriente: va contra el 70% de los estadounidenses, porque nos muestran principalmente todo lo que concierne a un hombre que es consciente de su propia enfermedad mental que le impulsa a vengar afrentas desconocidas dando muerte a mujeres con las que apenas ha cruzado unas palabras en el mejor de los casos: una venganza que tiene como objetivo el género femenino.
Desde el inicio sabremos que Edward Miller (Arthur Franz en una sobria y eficaz actuación) sabe perfectamente lo que le pasa y busca auxilio, ayuda que le detenga y le haga deponer su actitud: cuando no puede contactar con el psiquiatra que le trató en la prisión donde estuvo, se auto lesiona esperando que le internen, pero los médicos de guardia, aún viendo que algo le pasa, no pueden retenerlo por carecer de medios: empieza un itinerario de tiros certeros y víctimas mortales.
Dmytryck se vale de su maestría en la planificación y la colaboración del excelente camarógrafo Burnett Guffey para darnos datos relativos a la historia íntima de Miller sin necesidad de palabra alguna y hace gala de economía visual para mostrar acciones mortales simplemente con un sonido y un cristal inesperadamente roto, manteniendo un ritmo implacable y creciente, sin pausa alguna, mientras se vale de toda clase de planos y travellings hasta finalizar con un impresionante y muy descriptivo primerísimo primer plano que viene a ser un aldabonazo que cierra la película.
Hay que considerar forzosamente el contexto en que la película se estrena en mayo de 1952 y que los escasos exteriores la ubican claramente en la ciudad californiana de San Francisco, precisamente como un antecedente a Dirty Harry (Harry el sucio, 1971), pero con notabilísimas diferencias, pues en The sniper hay una escena reveladora de las intenciones de Stanley Kramer quien claramente abogaba por una modificación de las leyes penales proponiendo una ampliación de medios psiquiátricos necesarios para solventar asuntos criminales derivados de enfermedades mentales: en un encuentro de lo que podríamos definir como "fuerzas vivas" de la sociedad sanfranciscana con el alcalde la ciudad, aquéllos exigen actividad policial y mano dura ejecutoria, mientras el psiquiatra forense les advierte que por la fuerza no se arreglan esas situaciones, que necesitan un tratamiento extensivo, ante lo que los próceres se lamentan de la posibilidad de ver aumentados los impuestos que pagan para sufragar los gastos precisos para mejorar la salud mental.
Ese y no otro es el centro de interés alrededor del que gravita la trama que nos ofrecen Kramer y Dmytryck, el primero por su valentía de producir semejante película contra la opinión popular y además valiéndose de un director maldito por rojo y traidor a los suyos y éste por ejercer su labor de director de forma admirable consiguiendo controlar el ritmo perfectamente al dosificar todos los elementos que nos llevan al punto final que entenderemos simplemente porque con todo lo que nos ha mostrado la cámara la conclusión no podría ser otra.
En menos de hora y media Dmytryck nos ha trasladado una trama que más allá de su formato genérico alberga posiciones claras que pueden dar lugar a debate y posiciones a favor o en contra, pero que difícilmente dejará indiferente a nadie y eso, precisamente eso, es lo que uno espera cuando se sienta a ver una película. Que no es poco.
Absolutamente imperdible.
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El título de este comentario no es, como puede pensar alguien, un gancho equívoco que pretenda incrementar el número de lectores porque quienes acudan por uno de sus significados perderán el tiempo y quizás se molesten, pero esa fué la frase que se me ocurrió después de haber visto una película que Sam Zimbalist produjo para la M.G.M. ¡hace sesenta y ocho años! en íntima colaboración con tres excelentes guionistas: Paddy Chayefsky (autor de la idea original para una pieza televisiva de 1955, año en el que Paddy ganó el primero de sus tres oscar como guionista por Marty); Gore Vidal (en su primer guión cinematográfico); y Richard Brooks, consumado guionista y director de cine declaradamente inclinado a las adaptaciones literarias de fuste, como ya sabemos en este bloc de notas que se ha ocupado de películas de Brooks anteriormente.
Si añadimos que el elenco lo encabezan Bette Davis (Aggie Hurley), Ernest Borgnine (Tom Hurley), Debbie Reynolds https://www.imdb.com/name/nm0001666/(Jane Hurley) y Barry Fitzgerald (Tío Jack) y nos trasladamos a 1956, cuando todos los espectadores recordaban perfectamente los éxitos de Cantando bajo la lluvia (1952) y Marty (1955), cabe suponer que tratándose de la M.G.M. nos encontraríamos con una producción melodramática de ambiente familiar diseñado por Cedric Gibbons sin entrar en mayores problemas y poca cosa más.
Es decir, un producto propio de la época sin mayores complicaciones: una época todavía lejana de una actualidad ensimismada en una mayoría de producciones infantiloides que marcan un lamentable hito en el cine estadounidense.
Pero no: si la época de los cincuenta del siglo pasado es cinematográficamente muy distinta de la actual, en parte es gracias a la existencia de películas como The cattered affair (traducido su título de forma lamentable en España) que aprovecha todos los elementos a su alcance para trascenderlos y ofrecer la posibilidad de cuestionar no tan sólo un modo de vida sino una sociedad mejorable.
La intervención de los tres guionistas referidos es para el cinéfilo avisado garantía de que podrá esperar alguna que otra situación bordeando, digamos, la corrección política que ya entonces presionaba a los cineastas aunque a otro nivel.
Efectivamente, cuando la veinteañera Jane notifica a sus padres que ya ha iniciado los trámites para casarse con su novio de hace tres años Ralph (un primerizo Rod Taylor) y que el próximo domingo el cura de su parroquia notificará a los parroquianos el compromiso y que al cabo de una semana oficiará la boda, estallará una bomba emocional en el corazón de Aggie que de ninguna manera acepta la pretensión de Jane y Ralph de celebrar una boda sencilla, tan íntima que ni siquiera el Tío jack, que vive en la misma casa, estará invitado, por evadir así el enfado de otros parientes que tampoco van a ser invitados.
Aggie se emperra en celebrar una boda entre otros motivos porque ella no la tuvo y quiere que su hija la tenga: será, dice además, la forma de disculparse porque abandonó afectivamente a Jane al producirse el triste fallecimiento en la maldita guerra de Corea del primogénito de la familia, óbito que marcó profundamente a la familia.
Antes de saber la decisión matrimonial de Jane hemos visto a Tom celebrar con su amigo Sam que por fin entre ambos podrán comprar un taxi con su licencia para trabajar en Nueva York: largos años de ahorros esforzados para poder disponer cada uno de cuatro mil dólares y con los ocho mil de ambos pasar de ser taxistas sin licencia empleados a asociados poseedores en propiedad de un vehículo con su licencia: el sueño de una vida, de empleados eventuales a dueños.
El mundo se le viene abajo a Tom que comprende calladamente las ansias de Aggie porque los primeros números representan un mínimo de dos mil dólares y es sólo una aproximación mínima. La idiosincrasia de los padres de Ralph, muy ufanos de una situación económica más que cómoda y la costumbre que la boda la paga el padre de la novia, no harán más que complicar la vida de Tom y también la de la pareja que desea una boda sencilla y largarse de luna de miel aprovechando que un amigo les deja su coche por tres semanas.
El guión literario es brillante y el técnico no le va a la zaga:de forma contundente, clara y precisa sitúa al espectador en medio de una familia de clase trabajadora que en esa doble posguerra que pasó el pueblo estadounidense se las vé y las desea para seguir adelante: Tom trabaja todas las horas que puede: Jane también trabaja porque aunque quiso ir a la universidad su padre no pudo pagarle los estudios:antes al contrario, le pidió que se pusiese a trabajar para poder ayudar a la familia con los gastos habituales, pues además de ella hay otro hijo más joven que ahora precisamente está a punto de irse al ejercito, llamado a filas: por suerte, no hay guerra, de momento.
Con mucho tiento y prudencia no exentos de firmeza y constancia Brooks remarca con realismo los avatares de esa familia tan alejada de lo que habitualmente se observaba en el cine clásico que no acostumbraba a profundizar en aspectos sociales digamos que incómodos para los estamentos dirigentes: recordemos, por ejemplo, las peleas de Wyler en Dead End para mostrar los muelles de Nueva York con su suciedad habitual, "nada cinematográfica" según la censura de lo políticamente correcto: Brooks, después de mostrarnos al padre de Ralph hablar largo y tendido de sus riquezas, hace comparecer a Tío Jack un pelín beodo y cabreado porque no le invitan a la boda que, encarándose con la madre de Ralph, le pide que se levante del sofá porque en realidad es la cama donde él duerme cada noche, realquilado en casa de su hermana Aggie.
Cuando hay talento en el cine no se necesitan muchas palabras para dejar claro un concepto y Brooks, buen guionista y director, sabe usar los encuadres y las situaciones de forma muy expresiva al punto que el espectador va tomando conciencia del mensaje que se le traslada sin necesidad imperiosa de jugarse la posibilidad que la censura intervenga para detener lo que claramente es una firme crítica a lo que se conoce eufemísticamente como "sueño americano" y también se erige contra el consumismo desaforado y el imperio de las apariencias.
Se incardina esta buena pieza pues en la corriente del teatro social presentado por célebres dramaturgos estadounidenses del siglo pasado que adoptando las formas clásicas apuntan a realidades contemporáneas: sin duda los espectadores de 1956 entendieron perfectamente lo que Brooks les mostraba, porque muchos de ellos estaban en situaciones parejas; no es un cine acomodaticio; no es un cine divertido; es un cine serio con la virtud de perseguir y obtener la atención del espectador y lo hace manteniendo un arte cinematográfico impecable.
Brooks planifica de forma asombrosa una narrativa visual que podría fácilmente caer en claustrofóbica al desarrollarse en su mayor parte en escenarios cerrados y aprovecha la obligada cercanía con los personajes para perseguirlos en primeros planos llenos de silencios clamorosos que nos hacen comprender el estado de ánimo de unas gentes que de repente se hallan en una tesitura que ni siquiera habían considerado una semana antes.
Llegados a este punto hay que remarcar muy especialmente el impresionante trabajo que realizan los principales intérpretes que logran comunicar con microgestos intenciones, recuerdos, ansias, pensamientos evidentes al espectador sin que medie palabra alguna: Ernest Borgnine y Bette Davis dominan el gesto quedo dando una clase magistral de contención y economía dramática que luce en sus miradas, harto expresivas que comunican perfectamente cada momento por los que pasan sus respectivos personajes que no son sencillos ni mucho menos: complejos como la vida misma, sin estereotipo alguno.
Evidentemente debemos reseñar que Brooks, célebre por sus guiones y sus películas, también puede pasar por un excelente director de intérpretes, no en vano en sus películas suelen lucirse de forma especial: basta con escuchar atentamente las diferentes entonaciones con que Debbie Reynolds dice: ¡Ralph!, ¡Ralph!, ¡Ralph!
No es ésta una película divertida, ni siquiera amable: no es un cine para niños: es un cine para adultos que sin duda sabrán leer entre líneas una historia que tiene más de real que de ficticia y probablemente más actual de lo que quisiéramos. Absolutamente imperdible y desde luego muy aconsejable verla en v.o.s.e. para poder disfrutar como lo merecen de esos intérpretes en estado de gracia.
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Hace 71 años Luis Buñuel estrenaba en México dos películas que, atendidas sus siguientes obras, podríamos situar en un escalafón medio por simple comparación con lo que iba a llegar en un futuro que para nosotros ya es un pasado lejano, pero ello no debería ser obstáculo para buscarlas y disfrutarlas en una sesión doble que sin duda resultará muy interesante tanto por sus propias virtudes como por sus defectos que los tienen, principalmente en sus guiones, elaborados por Buñuel junto a su entonces habitual Luis Alcoriza, lo que no quita para que en ambas películas veamos escenas que en su tiempo no era tan habituales e incluso mucho más libres que las películas estadounidenses y no digamos españolas por obra y gracia de una censura que entonces ya existía y era más evidente que la actual, más refinada y subliminal.
El Bruto, rodada en 1952 y estrenada el 5 de febrero de 1953, se basa en un guión original de Alcoriza y Buñuel y nos relata en un metraje excesivamente corto de apenas 80 minutos, probablemente forzado por razones económicas, una serie de vicisitudes en torno a un hombretón de nombre Pedro a quien todo el mundo llama por su apodo "Bruto" que le viene que ni al pelo a causa de sus cortas entendederas y su fuerza, que usa para imponer sus razones. Es un simple forzudo que siente gran respeto por Don Andrés, un adinerado carnicero que está casado con una mujer mucho más joven que él, Paloma, con la que matrimonió, al parecer, salvándola de una vida de miserable pobreza en la que viven un grupo de familias que malviven en cochambrosas dependencias propiedad de Andrés, que tiene la intención de cancelar los arrendamientos, derribar las casuchas y vender el terreno con provecho inmediato. Para ello acabará ordenando sutilmente al Bruto que le haga el trabajo sucio de ahuyentar a los inquilinos rebeldes y en ésas, de un mal golpe resulta la muerte del padre de Meche y la cosa se va complicando para el Bruto, mientras sus relaciones con el sexo opuesto son tan variables como definitivas y determinantes.
Rodada en un blanco y negro económico, la merma de presupuestos no es obstáculo para que Buñuel, con la colaboración de Agustín Jiménez como camarógrafo y Jorge Bustos como montador, realice un rodaje en el que los planos están pensados de antemano (no en vano en los títulos de crédito consta Buñuel como autor del guión técnico, dato que muy pocas se puede leer) y las penumbras forzadas por las situaciones habituales de escenarios pobres en los que la luz eléctrica no existe en el interior y en el exterior es apenas una farola, las utiliza para reforzar a conveniencia cada escena particular.
Buñuel se sirve asimismo de las alegorías físicas para significar el paso de algo tan etéreo como el tiempo: una carne chamuscada sirve de cronómetro y también, irónicamente, del efecto del calor al rojo vivo de lo que podemos oir sucintamente pero no veremos, porque aunque México fuese más liberal que España, tampoco daba para tanto como imaginamos perfectamente gracias a la habilidad de Buñuel que ya se sirve de momentos con interpretaciones que el espectador debe hacer, atento a lo que ve en pantalla, como el gallo enhiesto del final de la película.
En El Bruto el espectador de este siglo XXI hallará muy bien representados aspectos que no han sido todavía bien resueltos en todo el mundo: la pobreza rozando la indigencia y el abuso de los poderosos; una dependencia excesiva, casi total, de la mujer con el hombre, que la abandona a su suerte sin remordimiento. Los personajes representan con mucha fuerza unas situaciones, unos caracteres que adivinamos y comprendemos pero que sin duda con un metraje más extenso desarrollarían unas personalidades complejas: hay una evidente intención de Andrés, que hace años dejó atrás la juventud, de sacar provecho de sus propiedades incluso sirviéndose del sistema judicial que manipula a su antojo gracias a su posición. Su esposa Paloma le atiende en lo habitual pero no en lo sexual y sus necesidades eróticas las satisfará con el Bruto (Buñuel remarca con fuerza visual detalles muy expresivos al respecto) que se auto define como provisto de mucho músculo y poca cabeza erigiéndose en un tipo que siente un afecto filial por Andrés, del que incluso llega a dudar no sea su propio padre; la personalidad de ese Bruto tiene muchas aristas y queda demasiado simple, sin profundizar en un carácter que posiblemente de origen fuese más rico, pues sus hechos caen de pleno en el clasicismo trágico y daría para comentarios que no convienen para no desbrozar en demasía una trama que no es simple sino subdesarrollada y a pesar de ello fuerte y sólida, dejando en el espectador la sensación que de ahí podría muy bien salir algo más grande.
Buñuel contó para su película con un elenco fantástico y muy eficaz: Pedro Armendáriz como Bruto está impecable y el trabajo de Katy Jurado rebosa de fuerza y pasión interior. Andrés Soler, Rosita Arenas y especialmente el muy veterano Paco Martínez (que roba todas las escenas) acaban de formar un grupo que a las órdenes de Buñuel no dejan nada que desear.
Estrenada el 9 de julio de 1953, la película Él está basada en una idea original de Mercedes Pinto adaptada por Buñuel y Alcoriza en un relato que alcanza 92 minutos de metraje en el que podemos ver muchas muestras de apuntes irónicos de Buñuel y también nos quedará la sensación que el guión no está todo lo bien rematado que desearíamos por falta de meros apuntes que alimenten posteriores situaciones mientras comprobamos que el de Calanda probablemente había visto una obra maestra de Lubitsch y proporcionaba una idea a Hitchcock lo cual no es raro porque la inspiración viene muchas veces de ver cosas buenas (y a veces incluso malas).
El título no llama a engaño: la película se dedica a mostrarnos la personalidad de un protagonista, Francisco (Arturo de Córdova), que súbitamente se enamora de Gloria (Delia Garcés) cuando en una escena introductoria que con toda seguridad el Vaticano tomó a mal se fija en sus pies e inmediatamente decide abordarla cual Sean Thornton ofreciéndole el agua bendita al salir de la iglesia donde ambos estaban celebrando el Jueves Santo: a pesar de la evidente diferencia de edad entre ambos (Francisco aparenta ser un cuarentón largo y ella treinta justos) la cámara nos muestra que hay una cierta conexión entre ambos. Luego sabremos que Gloria está prometida con Ricardo, un ingeniero que debe partir a las obras de una presa lejana de México D.C. y al poco vemos a Ricardo en faena diciendo a un colega que maldita la gana tiene de volver a México y cuando está de vuelta se encuentra con Gloria en la calle y ésta empieza a explicarle con detalle lo que ha pasado desde que se casó con Francisco.
A pesar que hemos visto anteriormente cómo Gloria y Francisco se besaban antes de la partida de Ricardo, hay una salto extraño en el tiempo sin que se nos proporcione una información que presumimos pero sin certeza hasta que ella empieza su relato. Buñuel se vale de la voz en off de Gloria para ir puntuando su relato que veremos desarrollarse en tiempo cronológico normal y la amplitud del mismo de alguna forma perjudica la tensión creciente por la seguridad física de ella, porque Francisco se revelará como una personalidad paranoica perjudicada por unos celos enfebrecidos que se añaden a la seguridad que todos están contra él y nadie le quiere, excepto su mayordomo Pablo (Manuel Dondé). Mientras el relato de Gloria acontece, sabemos que hasta entonces sigue vía y supera más o menos bien todas las violencias psíquicas y físicas que le inflige su marido.
La personalidad de Francisco es tan compleja y sorprendente que necesitaría de algunos antecedentes ofrecidos oportunamente y a pesar que en algún momento por gentes que le conocen de toda la vida se expresan algunos datos, resulta muy chocante que ya desde la noche de bodas evidentemente sus paranoias y particularmente un excesivo complejo de inferioridad mal llevado le impidan consumar el tálamo nupcial como es de esperar y da la sensación que no llega jamás a satisfacer a su esposa que espera en vano un marido tan normal como todos aseguran es Francisco.
Francisco tiene en común con Andrés (de El Bruto) su fijación en obtener réditos inmobiliarios, en este caso la recuperación de unas propiedades que al parecer perdió algún antepasado suyo en circunstancias que no quedan nada claras pero que por lo que apuntan sus consejeros legales difícilmente podrá recuperar y ello le lleva a mal traer cualquier circunstancia que se le presenta y lo paga con Gloria. La diferencia clara entre Andrés y Paloma y Francisco y Gloria es que los primeros dejaron atrás su virginidad tiempo ha y los segundos todo apunta a que están todavía en el camino.
Otra diferencia, evidente, es el estatus social de todos los intervinientes: aquí hasta la servidumbre del rico tiene una cómoda habitación y los señores no tienen ni idea ni preocupación por los pobres que no aparecen en esta película para nada, como si no los hubiese: no hay duda que lo que cuenta, vista la anterior, se asemeja en lo principal.
Sigue pues una situación en la que la mujer se halla en un segundo plano frente al varón y en este caso ella está perdida porque él, con su apariencia de católico devoto y hombre de bien, tiene el apoyo de todos cuantos rodean al matrimonio, mujeres incluídas, y ella deberá tomar una decisión antes que los desvaríos de él, que guarda un revólver en su mesilla de noche, acabe por cometer alguna barbaridad, como una monstruosidad que Buñuel nos señala visualmente con limpieza.
A pesar de esos pequeños defectos del guión la película se sigue con interés porque gracias tanto a las soberbias interpretaciones de Arturo de Córdova y Delia Garcés como a la muy elocuente caligrafia cinematográfica de Buñuel y su atención de los detalles significativos más allá de las palabras, la enfermedad mental de Francisco y sus amenazas y la subsiguiente indefensión de Gloria llevan un ritmo creciente de intensidad pareja a la empatía por Gloria y el desagrado e incomprensión que Francisco sin duda provoca en el espectador, porque Buñuel recrea la violencia psíquica y física sin ahorrar ningún detalle: ahí no hay elipsis que valga, porque está denunciando la violencia de género real, la que ejecuta un marido sobre su sufrida esposa.
Aquí no tendremos la fotografía en blanco y negro extremo: no hay sombras, porque hay luces en todas partes: pero la fuerza expresiva de la cámara sigue ahí: Buñuel coloca la cámara donde mejor sirve a sus fines, sea para remarcar un fetichismo, una amenaza, un miedo, una mala indiferencia, un mal pensamiento que obscurece el alma por una duda que sabemos infundada, un gesto que puede acabar mal.
Altamente recomendable organizar una sesión doble y ver esas dos películas en su orden cronológico para comprobar cómo hace ya 71 años el cine Mexicano enviaba al mundo películas que han devenido en clásicos, porque ninguna de las dos ha envejecido nada mal: todo lo contrario: imperdibles.
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