Una lección de cine minimalista
François Leterrier, fallecido hace casi tres meses, el día 3 de diciembre de 2020 a los noventa y un años de edad, era en 1956 un joven veinteañero que ya había cumplido con sus deberes militares después de finalizar sus estudios de filosofía y andaba medrando entre los ambientes cinematográficos de su ciudad natal, París, con el ánimo de aprender lo suficiente para, algún día, dirigir sus propias películas.
El París de la posguerra era un hervidero cultural y en lo que al cine respecta la pasión por el nuevo arte se debatía entre admirar o tratar de superar lo que llegaba de los ya no tan lejanos Estados Unidos de Norteamérica que una apenas una década antes ayudaban a liberar la ciudad y ahora amenazaban con imponer sus usos culturales.
En estas el cineasta Robert Bresson, que por causa de la guerra -en la que estuvo preso varios años- tuvo que esperar a 1943 para iniciarse como director de largometrajes, tenía entre manos en 1956 la adaptación al cine de una novela de André Devigny que precisamente relataba los intentos de fuga de un prisionero francés en manos de los ocupantes germanos y fué el mismo Robert Bresson, experimentado guionista, quien se ocupó de realizar el guión literario y por supuesto también urdió el guión técnico de una película que resumiendo podía tener dos modalidades cinematográficas, dos vertientes creativas y Bresson, claro, se inclinó por rechazar la posibilidad de presentar una cinta de acción que representara la ocupación nazi de Francia y decidió ofrecernos un relato intimista que se erige, sesenta y cinco años después, como una verdadera lección de la expresión cinematográfica minimalista, desprovista de adornos, absolutamente desnuda de artificios.
Seguramente si François Leterrier hubiese sospechado lo que representaba la oferta de Bresson de intervenir como actor en la película Un condamné à mort s'est échappé ou Le vent souffle oú il veut (Un condenado a muerte se ha fugado) se hubiera un excusado un momento y se hubiera largado a recoger la vendimia, porque seguro que Robert Bresson no le dijo que su personaje iba a ocupar prácticamente todos los fotogramas de su largometraje de cien minutos. Tenemos la prueba en el hecho, constatable, que Leterrier no volvió a ponerse delante de la cámara hasta pasados veintidós años y prácticamente para un cameo: debió quedar agotado y satisfecha su experiencia actoral de por vida.
Probablemente Robert Bresson sentía la influencia del neorrealismo italiano en el que el genial De Sica era capaz de presentar obras maestras con actores que no eran tales, como por ejemplo Umberto D (1952) de la que ya hablamos aquí hace unos años y por otra parte la decisión de confiar un personaje como el del Teniente Fontaine a un joven absolutamente desconocido e inexperto en las lides de la interpretación (y deseoso de aprender el arte de dirigir cine) le ofrecía la oportunidad de malearlo a su conveniencia sin rechistar. Está clarísimo que Bresson sabía perfectamente lo que quería y cómo conseguirlo y esa circunstancia, tan rara como necesaria, conlleva a que el resultado sea magistral.
La sinopsis es tan sencilla como breve el guión literario escrito por Bresson: debe tener menos de treinta páginas: Corre el año 1943; Fontaine es un teniente del ejército francés que ha manejado un sabotaje a las fuerzas nazis ocupantes y lo llevan a un presidio cerca de Lyon (una placa actual nos informa que en el lugar los nazis tuvieron a 10.000 hombres presos y que 7.000 sucumbieron a torturas y fusilamientos. Fontaine sabe que tiene pendiente de dictarse una sentencia por su lucha y se imagina que será de muerte. Pero no tiene intención de rendirse y sí de fugarse.
Bresson escribe por su mano un letrero previo advirtiendo que lo que sigue es real y que no va a adornarlo en nada y ya en los primeros minutos nos percatamos que la cosa va en serio porque asistimos al traslado del preso Fontaine hacia el presidio y sin ningún diálogo, sólo con la cámara, entendemos que ése protagonista está absolutamente decidido a aprovechar la más mínima oportunidad de fugarse: sus manos hablan por él y las vemos accionar rápidamente la manija de la puerta del coche y salir pitando cuando el auto debe detenerse para dejar paso a un tranvía: le persiguen, le vuelven a meter a la fuerza en el coche, le esposan y le propinan golpes con una pistola a modo de martillo. Después, llegado al presidio, le reciben con patadas, puñetazos y palos de madera y lo arrastran por el suelo hasta dejarlo encerrado en una celda, siempre esposado. A la que puede, se hará con un alfiler y sabrá quitarse las esposas, que volverá a colocarse al escuchar que se acercan a la puerta de su celda.
Todo sin una palabra; bueno, sí, hay algún comentario pronunciado en off, una especie de recuerdo, que si atendemos bien nos hará pensar que el relato es un largo flashback, pero la fuerza de las imágenes prevalece. Porque Bresson se aplica con la cámara para contarnos la historia íntima de ese prisionero que no quiere darse por vencido; de un hombre que no se rinde, que está dispuesto a luchar y que busca incesantemente la forma de fugarse, de largarse de un lugar que intuye será su tumba si permanece el tiempo necesario. Y la cámara de Bresson se cierne sobre los detalles, sobre la parte antes que en el todo: las manos de Fontaine hablan tanto como sus ojos que expresan determinación y valor pero nunca miedo; si acaso prudencia y temor a ser descubierto en sus pequeños avances en el camino que él mismo se forja hacia la libertad.
Bresson se vale de elipsis, de los sonidos, de los movimientos intuídos, pues los escasos diálogos de Fontaine con sus compañeros de presidio son apenas murmullos guturales y la amenaza proviene de unas gentes de las que apenas atisbamos más allá que su figura, sus botas, sus armas, sus voces militares que resuenan en el silencio obligado del penal interrumpido en ocasiones por ráfagas de tiros que señalan un fusilamiento más. Pero no vemos las muertes, ni las torturas de los otros: el sonido le basta a Bresson para sobrecogernos el ánimo, porque sabe que la imaginación es poderosa y sabe, también, como excitarla. Perfectamente.
Hay en esta película también un relato que atañe a la fe interna del personaje, sus convicciones encadenadas a una esperanza que en un momento le provoca una duda entendible por la proximidad impuesta de un personaje acerca del cual deberá tomar una decisión importante, una determinación resolutoria de sus posibilidades de fuga en la que su vida y la del otro pesan en platos distintos de la misma balanza.
Bresson exprime hasta la última gota toda la esencia que puede proporcionarle el novato e inexperto Leterrier al que rueda en planos siempre muy cercanos en un blanco y negro nada expresionista usando una gama de grises no muy amplia pero diáfana y representativa de cada situación y siempre se ayuda de los sonidos, al punto que rápidamente identificamos los andares, las idas y venidas de uno de los carceleros por su conocida costumbre de repicar los barrotes de las escaleras con su manojo de llaves en un gesto pueril y significativo viniendo como viene de alguien muy capaz de apalear a un preso maniatado simplemente por una orden.
La economía de medios es absoluta y en este caso diríase que deseada, buscada afanosamente por un director que huye como de la peste del ornamento: ya nos lo avisa en su manuscrito inicial y lo cumple a rajatabla: se ciñe a lo que interesa y resulta más que austero casi frugal sin caer en una parquedad muda porque se expresa muy bien y lo entendemos sin problema pues su discurso es inteligible aunque lo pronuncie valiéndose de planos cortos, sonidos, ruidos quizás, omitiendo escenas de acción desagradable y todo para centrar la historia en un protagonista representado maravillosamente por un inexperto, lo que por otra parte nos indica que Bresson, aparte de conocer a fondo su oficio de director de cine, sabía aconsejar a sus actores, o, por lo menos, sabía muy bien qué hacer con ellos ante su cámara.
Absolutamente imperdible para cualquier cinéfilo que se precie y diría que de visión obligada para cualquiera que desee tener mínimas nociones del lenguaje cinematográfico y del uso de todos aquellos elementos del cine que no dependen exclusivamente de la cámara.
Una película deslumbrante del no menos deslumbrante Bresson, que no tiene ni un minuto de filmografía sin aprovechar. Ese gran teórico de eso que hoy no se lleva en absoluto, y que es que cada movimiento de cámara debe significar algo. JUm abrazo.
ResponEliminaY además dotada de lo que podríamos llamar valor escénico, porque se atreve a mostrarnos la parte infiriendo que ya entenderemos el todo, en aras de una brevedad expositiva muy imaginativa. Hasta ahora no había visto nada igual: alguna escena sí, pero no toda una película.
EliminaUn abrazo.
Una de las mejores películas del subgénero de fugas carcelarias. Esa economía de diálogos me recordó a "El ejército de las sombras" de Melville. Curioso título alternativo "El viento sopla donde quiere".
ResponEliminaNo sé porqué no apareció el comentario que hice en tu anterior entrada, te decía que un amigo me había prestado su DvD de la estupenda "El autoestopista" con el magnífico Edmon O Brien al que recordaba como el sudoroso representante de "La condesa descalza".
Saludos!
Borgo.
Hola, Borgo:
EliminaEl subtítulo proviene de una cita bíblica contenida en el Evangelio según San Juan. Sólo lo cito de pasada, pero en la película hay un curso íntimo religioso apoyado por la presencia de dos religiosos que mantienen con Fontaine algunos sucintos diálogos de índole espiritual.
Respecto a la anterior película comentada, es una oportunidad de ver a O'Brien en un protagónico, cuando usualmente le vemos como secundario de fuste en muchas películas célebres como la que citas, especialmente. También es el portador de la acción en la ya comentada The Killers.
Un abrazo.
La vi hace ya mucho. Esta por lo menos no recurre a su acostumbrado "final feliz" (esto es coña; es recordar El dinero, Mouchette. Juana de Arco y otras...creo que he visto casi todas si no todas, y te entra depresión).
ResponEliminaHay algunas que me gustaron mucho en su día (el juicio de Juana de Arco, esta), otras se me han hecho intragables o me parece que han envejecido muy mal (Lanzarote, por ejemplo).
Saludito.
Esta no la había visto nunca y ha sido un placer visual, David, sorprendente por la férrea decisión de lograr explicar la trama de una forma muy sencilla y desprovista de ayudas ornamentales.
EliminaUn abrazo.
Hola Josep querido. No la he visto, pero tus maravillosas palabras me la han vendido, así que voy a buscarla, veré dónde puedo conseguirla.
ResponEliminaMe gusta ese afiche con las letras en amarillo en el rincón sombrío.
Abrazos
En este caso, amigo Frodo, el cartel hace justicia a la película y aunque como el título venga a dar muchas pistas, no le quita un ápice de interés a una película necesaria para los amantes del cine.
EliminaUn abrazo.