Carregant el Bloc...

dimarts, 25 de febrer del 2025

Centauros del desierto



Creo recordar que fue hace muchos años cuando en uno de aquellos añorados programas de televisión cinéfila que presentaba Garci, bien el propio director bien algún contertulio después de haberse recreado con la magistral y fordiana The Searchers declaró con cierta solemnidad que, en su opinión, otorgar a esa pieza el título en español de Centauros del desierto era un absoluto acierto, al punto de señalarlo como quizás el mejor título jamás pergeñado para trasladar al público español el sentido de una película con otro nombre estrenada en los Estados Unidos de Norteamérica, su patria chica.

En este bloc de notas cinéfilas ya nos hemos ocupado en otras ocasiones de películas dirigidas por John Ford y tarde o temprano había que detenerse en una película que resulta apabullante por su caligrafía cinematográfica que le deja a uno sin aliento casi, descubriendo en cada visionado un detalle más que se te clava en la memoria porque sabes que nada es casual excepto cuando la cámara capta algún incidente no planeado que el maestro decide guardar porque es otro punto más de expresividad natural que a algunos tanto les cuesta observar, mimar y guardar.

Gracias al fervor cinéfilo del gran Peter Bogdanovich sabemos por escrito y en documental cinematográfico que dar un visionado anual de The Searchers no es nada extraño, pues Steven Spielberg asegura verla por lo menos dos veces al año: lo mismo que relees un magnífico libro, ¿porqué no ibas a ver de nuevo una gran película?. Spielberg suele contar que, cursando sus estudios de cine, tuvo la oportunidad de visitar a Ford en su despacho: mira aquel cuadro, le dijo Ford; y ahora, mira aquel otro, de la pared opuesta: ¿qué me dices de ellos?¿que has visto? Spielberg,con un pelín de zozobra, le dice: en uno, el horizonte está muy bajo; y en el otro, está muy alto. Muy bien, chico, le dijo Ford: cuando sepas cuando debes filmar el horizonte abajo o arriba, puedes plantearte dirigir una película: ahora, vete.

Siempre decimos que el estilo visual de Ford es directo, sencillo, que planta la cámara y ya. Es una afirmación errónea derivada de la aparente facilidad con que el viejo cascarrabias encadenaba un plano con otro para construir secuencias magistrales una tras otra, sin alharacas ni virtuosismos impactantes pero sí muy elaborados, eficaces, y, en el caso de The Searchers, de una belleza que roza el síndrome de Stendhal exprimiendo de forma apabullante cualquier vericueto del asombroso paraje conocido como Monument Valley.

Sabemos también que en el cine clásico y por supuesto en la obra fordiana la construcción del guión básico es un trabajo realmente laborioso porque todos los personajes llegan a la trama que se nos expone con una historia a sus espaldas, una historia que, además, puede entrelazarse con las de cualesquiera otros personajes que veremos desarrollarse en la pantalla, casi nunca de una pieza, porque en la complejidad de los caracteres está la riqueza -inmensa en los protagonistas de Ford- de unos tipos que se nos asentarán en el ánimo y ya jamás podremos olvidar.

Y lo que resulta asombroso es que en Centauros del desierto (seguro que a Ford le tuvo que encantar esa traslación mitológica) el obstinado Ford lleva casi que al límite su convicción que, si bien es más fácil filmar una película hablada, cuanto menos hablen los personajes, mejor: lo que cuenta la cámara, con el concurso mudo de los intérpretes, es todo.

Precisamente opino que a John Wayne le deberían haber otorgado por su incorporación de Ethan Edwards un montón de galardones y va y asegura que simplemente sostenía la mirada sin pensar en nada y que el espectador se emociona por la carga informativa de planos anteriores y subsiguientes y es entonces cuando me acuerdo de su colega Robert Mitchum asegurando que era un vago y que no se preparaba las películas; nuestro Fernando Fernán Gómez también aseguraba siempre ser un vago irredento. Vaya mentirosos, todos ellos.

Hay en esta obra maestra del cine algún que otro momento que puntúa, que marca un tiempo: todos los cinéfilos estamos de acuerdo en que su apertura es magnífica y su cierre soberbio, con esas puertas que se abren y cierran ante unos parajes inmensos, pero déjenme apuntar otro momento, de principio y final: cuando Ethan levanta con sus fuertes brazos extendidos a su sobrina Debbie: entra ambos momentos hay más de una década que nos emocionará de muy distintas maneras a causa de variadas vicisitudes y tendremos tiempo para ver cómo se desarrollan unos personajes que afrontan su realidad cruda y dura con fortaleza, brutalidad y, a veces, templanza.

La ventaja de asomarse a esta pieza de vez en cuando es que, poco a poco, vas descubriendo o quizás sólo imaginando la forma en que Ford decidió emplazar la cámara porque, contra la leyenda que señala economía visual y simplicidad, en una época en la que la steadicam (1976) ni estaba ni se la esperaba, te encuentras, por ejemplo, que la cámara hace un travelling inverso al retroceder manteniendo el plano medio sobre el siempre eficaz Ken Curtis que, con su guitarra a cuestas, asegura que no pensaba ir a ninguna parte ahora que la guapa Laurie Jorgensen (Vera Miles) acaba de recibir una desastrosa carta de Martin Pawley (Jeffrey Hunter) y la señora Jorgensen le invita a comer asegurando que no aceptará un no como respuesta.

La cámara de Ford siempre está donde mejor servicio presta a la narración: ¿qué me dices del plano sostenido del Reverendo Capitán Sam (Ward Bond, como siempre, excelente) que mientras de pié y deprisa toma un café se percata de cómo Martha acaricia el capote de su cuñado Ethan? ¡Y nosotros viéndolo todo! Y parece fácil.

Esos Centauros del desierto, Ethan Edwards y su sobrino -que no lo es, pero que sí lo es- Martin Pawley son dos personajes empecinados en una búsqueda y ambos se acompañan y se odian por momentos pero someten sus voluntades a un éxito que perseguirán durante una década de cabalgadas interminables erigiéndose ciertamente en mitológicos jinetes que merecen con justicia el apelativo que se les otorgó en buena ley.

En lo que podemos denominar un "tour de force" interpretativo vemos que en Ethan hay una dureza de ánimo que roza en la maldad que surge de un fondo casi dominado cuando ése personaje recién llegado quien sabe de cuantas aventuras sangrientas se controla quietamente al reunirse con su familia y explota agriamente clamando:¡Martha! al regresar y ver el escueto rancho de su hermano Aaron demolido y quemado. ¡Martha!, dice. Y en el recuento, viendo que falta la pequeña Debbie, deciden ir a buscarla: pero Ethan lo que busca es venganza.

Los sentimientos de Ethan y la voluntad de Martin de vigilarlo de cerca se erigen en el motivo de una narración épica que, cuando ya has visto la película varias veces, compruebas que está contada con una multitud de cuadros que rezuman clasicismo pictórico por todos los lados: Ford usa la cámara con perfección y, además, lo hace bellamente.

¿Qué más se le puede pedir a un Director?

Envidio ligeramente a los que se dispongan a ver esta obra maestra del cine por primera vez, augurando que no va a ser la última. Por mi parte, ahora mismo siento unas ganas enormes de volver a revisarla, porque, por ejemplo, me encanta ver al chalado de Mose (fantástico Hank Worden, robando escenas) meciéndose en la mecedora cabe el buen fuego, como debe ser, sí señor. O al bueno de Lars Jorgensen (John Qualen, impertérrito) guardándose en el bolsillo aquella carta de Martin a su hija Laurie que ella ha tirado airada al fuego del hogar y que luego releerá tantas veces, porque las tierras donde viven son duras y peligrosas y las distracciones muy escasas. Si es que te pones a recordarla y se te van las manos al dvd.

Una obra maestra sin paliativos: cine en vena.


Leer más...

dissabte, 8 de febrer del 2025

En la cuerda floja



Karel Cernik es el director de uno de los circos ambulantes más famoso de la historia de Checoeslovaquia: un circo fundado por su bisabuelo, un grupo de artistas talentudos que a lo largo de casi un siglo deambuló no tan sólo por su país sino también por otros en largas giras europeas recibiendo siempre grandes aplausos por la calidad de sus espectáculos, siempre buscando la novedad año tras año, hasta que la mala fortuna proviniente de las grandes contiendas bélicas conduce a que el gobierno checoeslovaco decida la eliminación de la propiedad privada y su adscripción a titularidad pública, estatal, lo que transforma la situación de Karel de propietario a gestor del espectáculo circense.

Karel es llamado por los comisarios políticos a informar del porqué no ha seguido las instrucciones recibidas de presentar como payaso principal unos números cómicos en la forma que le escribieron los funcionarios públicos, al objeto de aleccionar a la población, y él protesta que el público no se reía, que le abucheaban y que así perdía la atención del público, por lo que volvía a su acostumbrado sketch de risas aseguradas, lo que automáticamente comporta una sanción pecuniaria que le duele casi tanto como la intromisión funcionarial en una tarea que para él tiene condición atávica.

A Karel Cernik lo tienen espiado a conciencia porque se resiste a las órdenes que recibe, creyendo los comisarios políticos con razón que no está muy contento con la impuesta condición de expropiado y gerente forzoso de lo que considera patrimonio familiar, tanto como reducto patrio propio, no en vano los circenses residen en camarotes móviles todo el año y Karel se lamenta que en su actual condición ni siquiera puede administrar el circo para que pueda mantenerlo en las condiciones que su propia existencia y función exige, máxime atendiendo a cuestiones de seguridad, así que es muy cierto que lleva tiempo rumiando la forma de librarse de la expropiación que no soporta.

Basada en una historia verdadera publicada por Neil Paterson y pasada a guión por Robert Sherwood, la trama de los sucesos en torno al Circo Cernik (inspirado en el real Circo Brumbach) sin duda fue del agrado inmediato de un Elia Kazan politizado en una época aciaga del cine estadounidense en la que la caza de brujas era mucho peor que una mosca cojonera y el hecho de que su título original Man on a tightrope (1953) fuese traducido en España, Chile y Venezuela como Fugitivos del terror rojo puede inducir fácilmente a confusión alejando las posibilidades de ver una pieza de hace ya setenta y dos años que merece un visionado.

Porque si bien es cierto que presenta como elemento primordial el deseo de alejarse de un comunismo omnipresente, también lo es que se ocupa de presentarnos los rasgos de la condición humana de los personajes conformados con una serie de detalles suministrados poco a poco y advirtiendo que algunos aspectos hoy levantarían enormes críticas no precisamente adscritas a ideologías políticas sino a condiciones humanas tan elementales como condición sexual y limitaciones físicas, todo ello muy matizado y dotado de una ambigüedad, una ambivalencia, una amplitud de miras que se resuelven de formas dispares, muy alejadas de maniqueísmos propios de mentes cerradas.

La personalidad de Karel, representado magníficamente por Fredric March, tanto como la de su joven esposa Zama, incorporada por la bella Gloria Grahame, está lo más alejada posible a una ideología política que no le interesa, porque, como se manifiesta en su encontronazo con su enemigo circense, las gentes del circo sólo tienen una patria y es la que está debajo de la lona, de la carpa, justo al lado de todos los animales que también pretende alejar de los comunistas para que vivan -uy, perdón- mejor.

Kazan dirige con su solvencia reconocida en un blanco y negro tristón, sucio adrede, mostrando una situación mejorable y unas intrigas en un lado y en el otro y se mueve casi siempre en planos medios y cortos y cuando se sirve de los generales es para dejar patente el cochambroso estado del circo y ¡ay, también! de las oficinas de los comisarios políticos, que tampoco se fían mucho los unos de los otros, así que entre los espiadores y los que se saben espiados pero no por quien, hay algún elemento de intriga que se acabará en la emergente, súbita, traición inesperada.

No estamos, desde luego, ante uno de aquellos panfletos de serie B o C que produjo hollywood en aquellos tiempos porque el talento de los intervinientes, capaces de presentarnos entre todos un guión que se aleja de la simplicidad y nos deja unos diálogos por momentos muy acertados, acaban en una película de metraje muy adecuado, hora y tres cuartos que pasan en un santiamén porque ocurren varias cosas y nos las cuentan manteniendo el interés y el ritmo, que no decae en momento alguno.

Si tienen la oportunidad de verla, no se la pierdan.


Leer más...
Print Friendly and PDF
Aunque el artículo sea antiguo, puedes dejar tu opinión: se reciben y se leen todas.