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dijous, 31 de desembre del 2015

Cambiando de año





No vamos a cambiar de costumbres y por lo tanto dejaremos perder la oportunidad de hacer una lista de lo mejor o de lo peor que hemos visto en la pantalla en este año que finiquitamos hoy.

Ha habido, como siempre, cosas buenas y cosas peores y me parece que quizás lo más apropiado sea olvidar lo malo y esperar con todo el optimismo posible que el año que viene, ése sí, la cosa del cine vaya a mejorar sustancialmente, que ya le toca.

Hoy no vamos a reseñar ninguna película.

Pero no vamos a olvidar del todo el cine.

Hace poco uno de los comentaristas de este bloc aseguraba que iría a ver una película sólo por escuchar la banda sonora y, como su onomástica fue hace dos días, he creído que hacerle a él un pequeño obsequio nos iba a beneficiar en definitiva a todos:

De pura casualidad me topé hace un tiempo con un vídeo en youtube que ofrece, con muy buena calidad de audio, el homenaje realizado al maestro John Williams: Gustavo Dudamel ejerce de director con su brillantez habitual y también de insólito entrevistador: hay algún que otro invitado célebre: estos americanos, cuando se ponen a homenajear, se ponen bien.

Para verlo, basta hacer click aquí

Hay algún trozo gastado, porque lo he repetido varias veces.... ;-)

Y si para después de las campanadas todavía hay ganas de seguir con un poquito más de marcha, propongo que el buen jazz sea el acompañante y que mejor que recordar la celebración del día internacional del Jazz del año 2015





¡Feliz Año Nuevo!







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dimarts, 29 de desembre del 2015

Henri & Peter ( I )






Hoy, cuarto día después de celebrar la navidad, hace exactamente ochocientos cuarenta y cinco años que las piedras del altar de la catedral de Canterbury se tiñeron de rojo por la sangre vertida en el asesinato del que era el Arzobispo titular, un Thomas Becket que como resultado de tan luctuoso suceso alcanzó sitio en el santoral de la Iglesia Católica y manteniéndose asimismo en igual condición en la Iglesia Anglicana, siendo el día de hoy, 29 de diciembre, el dedicado a celebrar su memoria.

Varios siglos más tarde, en 1934, el ya célebre poeta y dramaturgo Thomas Stearns Eliot, nacido en Estados Unidos pero nacionalizado británico en 1927, conocido como T.S. Eliot, recibió, como él mismo relata en el prólogo de la traducción española de su pieza la invitación "a escribir una obra para el festival que anualmente celebran los amigos de la Catedral de Canterbury. Me pareció muy a propósito escoger como asunto algún hecho de la historia de dicha catedral, centro tradicional de la Iglesia de Inglaterra. Y de toda esta historia no hay hechos más conocidos para un público inglés que el asesinato y canonización del arzobispo Becket".

T.S.Eliot escribió Asesinato en la Catedral, pieza dramática en dos actos y un intermedio, corta de extensión, apenas setenta páginas de poesía dramática imposible de traducir en lo que se refiere a la música del texto, con el añadido de una forma elegíaca que bebe en las fuentes más clásicas del teatro griego, sirviéndose T.S.Eliot de un coro de lamentaciones para describir situaciones, hechos y sentimientos, en lo que siempre se ha conocido como una obra hagiográfica dotada sin embargo de unos apuntes históricos que sitúan dudas en el trasfondo a partir de una mirada desapasionada. La obra se sigue representando ante el público angloparlante precisamente por la belleza de su poesía.

Sin duda alguna el dramaturgo francés Jean Anouilh había leído la obra de T.S.Eliot cuando en 1959 publicó su propia versión de los hechos históricos: Becket o el honor de Dios se estrenó recibiendo un éxito extraordinario perfectamente explicable por diversos motivos:

El texto de Anouilh, también corto, es una delicia para los aficionados al teatro: formalmente mucho más moderno, incluyendo acotaciones que tardaron en verse por estos lares, como la intervención de los personajes secundarios moviendo elementos escénicos, ofrece al lector experto una visión estimulante y adictiva de los hechos acontecidos hace tantos años ya, sin que el rigor histórico aprisione el arte del autor, que modifica a su conveniencia dramática detalles que críticos tiquismiquis refieren.

A diferencia de la pieza más rancia, Anouilh sí nos presenta la figura del monarca Enrique II de Inglaterra, de la dinastía Plantagenet: su personaje se llama El Rey. El antagonista, de quien toma título, se llama Becket.

Fuerzo la interpretación de la pieza cuando adjetivo de antagonista a Becket, primero amigo y valido, luego Canciller del Reino y, acabáramos, Arzobispo de Canterbury, mientras que Henri de Plantagenet, siempre es El Rey (de Inglaterra).

Me ha costado media vida darme cuenta que, en realidad, el protagonista no es Becket, por muy santificado que esté.


Cuando en mi adolescencia tuve la suerte de ver en pantalla grande (dichosos reestrenos de antaño) la película dirigida por Peter Glenville titulada simplemente Becket (1964) quedé muy impresionado por las actuaciones de ambos protagonistas, Richard Burton como Becket y Peter O'Toole como El Rey, aún en la condición de asistir a media interpretación por el doblaje, excelente por demás, como los de la época.

Ha sido ahora cuando gracias a los dvd que se pueden hallar en mercadillos de ocasión a precios justos que he podido disfrutar de la versión original y la experiencia me ha movido a saber más.

Peter Glenville fue, más que nada, un excelente director teatral: en 1960 dirigió la obra de Anouilh que se estrenaba en Broadway con unos datos escalofriantes para cualquier aficionado al teatro: Laurence Olivier como Becket y Anthony Quinn como El Rey. Después de gran éxito, hicieron unos bolos, no siguiendo Quinn por problemas de agenda, interviniendo Arthur Kennedy como sustituto: en la extensa gira por el país, como a Olivier le gustaba tanto el personaje, alternaban ambos actores sus personajes: cuentan las crónicas que la gente iba a verles dos veces, para disfrutar del todo.

Para hacerse una idea de lo que es la pieza, baste saber que en Londres la interpretaron Eric Porter y Christopher Plummer y que en España, dirigida por José Tamayo, nada menos que Fernando Rey y Francisco Rabal se encargaron de los protagónicos. Así que la cosa tiene miga y, por descontado, dificultad: un verdadero reto para cualquier actor que se precie.

De la traslación de la obra teatral a la pantalla se ocupó también Peter Glenville y según la ficha consta que del guión se ocupó Edward Anhalt que, a la postre, obtuvo un Oscar por su "labor" que, leída que ha sido la obra, se debió reducir a una mera traducción del texto. Cosas que pasan en Hollywood.

Esta es una película que debe pues su origen al teatro y se puede vislumbrar por la calidad de los diálogos pero no por las formas del conjunto. Aunque haya una cierta claustrofobia anímica en el Real personaje, preso de sus decisiones y sus anhelos dirigidos a satisfacer una visión inédita en su época, no hay modo alguno para que el espectador sienta, visualmente hablando, que se halla ante una adaptación de una pieza de teatro.

Aquí, por desgracia, se acaban los méritos de la labor de Glenville como director de cine, quizás más pendiente de sus actores que de otra cosa, olvidando que existe un lenguaje cinematográfico con el que se puede enfatizar, remarcar, apuntar, mostrar y compartir toda clase de sentimientos. Una dirección plana, sencilla, olvidable. Incluso, leída la obra original, diríase que Glenville sufrió un temor, un pánico escénico al agarrar la cámara, porque el conjunto de la película reviste en su apariencia menos modernidad que el texto teatral y sus acotaciones.

El punto fuerte, fortísimo diría, de esta película, es la oportunidad de asistir a una representación ineludible de un texto estupendo, una recreación de personajes que seducen desde el primer momento, que mantienen la atención sin esfuerzo y el ánimo tenso, maravillado: si hay gusto por las buenas interpretaciones, sin duda, ésta es una película a guardar en primera fila.

Richard Burton y Peter O'Toole, amigos del alma espirituosa, están sobresalientes en un guión que pertenece a Jean Anouilh por méritos propios; Burton, en una interpretación medida y calmada, gesto prieto y voz pausada y cariñosa (siguiendo al pie de la letra las instrucciones que hallamos en el texto teatral) otorga una ambigüedad a su personaje que lo enriquece y le da profundidad; O'Toole, una vez más, expone su magnetismo histriónico y medido, su mirada que hiere como cuchillo al rojo y su voz seductora para componer un Rey que sabe lo que quiere y lo que debe y que no puede olvidar pese a la soledad que le viene impuesta: ambos ejercen su magisterio interpretativo, que les valió a cada uno sendos premios en nuestro país en diferentes certámenes, al servicio de unos personajes que se alejan de la hagiografía mediante una biografía inventada a medias en un conjunto en el que, una vez más, pese a que el título lleva el nombre de uno, el que se lleva la memoria es el otro.

Ese Rey Henri II que siéndolo de Inglaterra apenas hablaba inglés, que durmió la mayoría de sus noches en lo que hoy es Francia y que desarrolló una serie de iniciativas que perduran aunque no en la memoria popular, está representado en el texto de Anouilh con unos ribetes de veracidad que dejan un punto mal parado a su amigo Becket, frente a cuya tumba se inicia y se acaba la narración, en un flashback apenas percibido, ya presente en la pieza teatral, punto de coincidencia entre Anouilh y T.S.Eliot pues ambos, desde un principio, nos anuncian la muerte de Thomas Becket, tal día como hoy.

Los caracteres de ambos personajes, aún sabiendo que hay erratas históricas, cautivan porque siendo como son contradictorios en su fase final, quizás lo son porque ambos sienten la obligación de ejercer un poder que proviene del título para el que han sido ungidos y debido a ello se ven abocados a una confrontación que dinamitará una relación amistosa muy estrecha, íntima. Precisamente esa amistad y la forma en que la misma es observada desde cada uno de los componentes de la misma es el eje sobre el que Anouilh construye su drama: es evidente que para el todopoderoso Rey la amistad es sincera y nada interesada aunque por momentos dominada por la autoritas real que se impone por ejemplo en caprichos carnales sin mediar más razón que la lascivia inmediata mientras que en el lado más débil, sea cortesano, sea Canciller, hay una astucia calmada que procura una supervivencia interesada mezclada con una sincera lealtad y comprensión de la grandeza del desempeño del otro: dicha calma se torna en resistencia pasiva cuando ya las necesidades mundanas se han olvidado y abandonado en un pasado de juventud alegre exenta de responsabilidades que ahora ciñen imaginariamente la cabeza del que se contempla a sí mismo como protomártir de una causa que, de veras, tampoco acaba de merecer el estatus que se le otorgará.

Frente al autocontrol de Becket, que se aleja, el Rey clama, grita, se exaspera, doliéndose de sus errores: mientras el uno es un antecedente de la resistencia en pasividad, el otro ruge como león herido y sus zarpazos infunden terror; pero ambos siempre son conscientes de su cargo, de su potestas y de las obligaciones que ello conlleva.

La pieza de Anouilh, aparte de ser un desafío para cualquier actor capaz de afrontar con garantías obras mayores, constituye un estudio psicológico de caracteres que, en el fondo no son tan diferentes, porque ambos se hallan con gusto sometidos a las servidumbres del poderoso imbuido de un deber destinado a satisfacer a quienes dependen jerárquicamente y esperan no verse defraudados. No entra mucho Anouilh en los detalles, pero lo suficiente se nos ofrece con claridad a fin de que podamos aquilatar las disyuntivas; el autor prefiere cargar el peso en la relación de ambos personajes y en el inexorable cambio que la misma sufre con los acontecimientos, con una brevedad y concisión que ofrece, en pocas páginas, hechos realmente acontecidos a lo largo de más de una década.

Esta película, deudora absoluta del autor teatral francés, aparte de ser una gozada para los sentidos del aficionado a las excelentes interpretaciones, es un acicate para que el ignorante en historia como este que firma abajo sienta curiosidad por la personalidad de un rey lejano que, al parecer, merecería más películas que las que se han ocupado de parte de sus hazañas vitales.

Imperdible, por supuesto, en v.o.s.e.





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dilluns, 21 de desembre del 2015

Laureano, ¿no has aprendido nada?




En la noche dominical del estruendoso multi estreno y por la gracia de la dueña de "mi cine" he asistido por primera vez a una exhibición en v.o.s.e. de una película de la saga galáctica más popular desde que en 1977 inicié mi relación particular con el invento de George Lucas, a partir de entonces reconvertido en una especie de tío Gilito, amante del dinero que, mira por donde ha acabado en las fauces de la Disney.

Curiosidades de la vida, fíjate.

Una buena amiga me advirtió que, ya que pensaba verla en v.o.s.e., no se me iban a cansar las retinas de leer. Pero que por caña, no iba a faltar. Un buen aviso, un resumen magnífico.

Las he visto todas. Ni una de la saga me he saltado. Ni una, tampoco, ha conseguido satisfacer totalmente mi cinefilia: ya en la primera, vislumbré demasiados "homenajes" y por mucho que busqué tan sólo hallé originalidad en los trucos técnicos, asombrosos para la época.

Han pasado casi cuarenta años y no ha habido avance alguno en cuanto al guión y lo que es peor, en los avances técnicos apenas hay diferencia. O sea: más de lo mismo: no hay avances. De hecho hay avances si comparamos con las malditas tres precuelas, pero eso, visto lo malas que son, tampoco es ningún mérito.

La aparición de la Disney con sus millones de publicidad ha provocado que, aparte de los enfermos de cinefilia que no pueden resistir la tentación para satisfacer su curiosidad aunque se barruntan que lo van a lamentar, millones de personas han acudido a las salas de cine, incluso comprando las entradas con antelación, como si se tratara de una primicia irresistible, de un hito cinematográfico imperdible.

Nada más lejos de la realidad.

Este nuevo episodio de la saga, Star Wars El despertar de la fuerza apenas supone un simple avance en una trama que se va hilvanando de casualidad sin un plan previo preconcebido. Sorprende comprobar que consta como guionista Lawrence Kasdan quien escribió los guiones de El Imperio contrataca (1980) y El retorno del Jedi ((1983) en unos inicios como guionista y director bastante estimulantes que luego fueron decayendo y su última muestra sirve para constatar que en estos treinta y cinco años su pericia como guionista no tan sólo no ha avanzado mucho sino que, además, ha desaparecido cualquier atisbo de lógica constructiva e imaginación novedosa. Kasdan se copia a sí mismo y lo hace mal.

El otro guionista es el propio J.J.Abrams, director de la película y por tanto su máximo responsable. Del mismo, como director, lamento haber visto en su día Mision Imposible III que precisamente hace una semana "casualmente" la tele nos ofrecía y ya iba avisado con lo que me iba a encontrar: escenas de acción frenética estiradas al límite y escasa inventiva cinematográfica cuando la acción cesa. Lo malo es que incluso la acción está resuelta con una falta de lógica insultante ya desde el ámbito visual, faltando a la pulcritud necesaria en la concatenación de acciones que, aún en la mayor ficción, promuevan un sentimiento de verosimilitud en el respetable que ha pagado su entrada para divertirse, no para que le traten como a un infante inocente de cinco años.

No quiero entrar mucho en materia porque detesto la posibilidad de insinuar siquiera un chivatazo de la trama, pero me gustaría que alguien entendido en la materia, un verdadero frikkie, me dijera porqué:

Ya que uno de los protagonistas es negro (no puede ser afroamericano porque ya no existe ni américa ni áfrica y el eufemismo deja de tener sentido) porqué es el único en toda la película, salvo un extra que aparece en los abrazos finales.

Ya que hay una capitana entre la soldadesca imperial, porqué se nos priva su rostro y se la olvida tan rápido: ¿es que las mujeres sólo pueden ser buenas y heroicas?

De repente resulta que lo que todos intuíamos hace más de treinta años acabó sucediendo y nos meten con calzador (hablo de memoria -poca- pero creo que no hay antecedentes) una familia y una descendencia que ya, ya: fíjense (ojito: dice Milady en los comentarios que esto es un "spoiler", aunque yo sigo creyendo que no, pero....) en este árbol genealógico que, además, está mal diseñado. Es erróneo, pero da pistas.

¿Es prima de E.T. la dueña de ese antro con forma de bar multirracial? ¿Ya lo sabe Steve, esto, George?

Ya no se acuerda Laureano de los ímprobos trabajos que le impuso a Luke, en el que la "fuerza" se hacía ostensible de forma natural, y ahora llega una niñata y en un plis plás controla que te cagas y además de repente se convierte en experta espadachina para la que el sable láser no oculta secretos. Un poco infantil, ¿no?

Hay que reconocer que J.J.Abrams mantiene siempre que puede el ritmo alto y que la mayor parte de la película es visual: todo se entiende fácilmente y el discurso, aún siendo y sonando a falso, tiene la movilidad suficiente como para que los 136 minutos -que son más de dos horas y cuarto- transcurran con alegría y sin provocar cansancio, pero ello, también, puede deberse a la buena voluntad del espectador.

En definitiva: para fans de la saga galáctica y para cinéfilos impenitentes que no se pierden una, así como para quienes son incapaces de explicar el porqué no la han visto.







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dilluns, 30 de novembre del 2015

Espías 2015





La cosa va de espías

No sé si será cosa mía, pero finiquitando el undécimo mes de este año de 2015 y dando vista atrás tengo la sensación que he visto más películas de espías de lo acostumbrado y eso que todavía queda pendiente alguna por falta de ocasión así como por esperar su aparición en nuestras pantallas.

Seguramente saldrá alguien y me dirá que ando perdiendo el tiempo pues las muestras del conocido género, como en otros, han perdido la fuerza y el interés de lo que podríamos llamar “clásicos” y lo entrecomillo adrede porque, evidentemente, cada quien tiene su propia lista de favoritos.

Por si algún amable lector padece del mismo gusto por las aventuras de agentes secretos, me ha parecido que podía simplemente ofrecer unos apuntes de algunas películas, relatados siguiendo el orden con que fueron vistas:




Kingsman: Servicio secreto

Estrenada a primeros de año, con un poco de retraso en España, la película de Matthew Vaughn, basada en guión del propio director y de Jane Goldman, inspirado en un tebeo de Mark Millar y Dave Gibbons, representó, para el que como yo no tenía ni idea del origen ni por tanto siquiera información relativa a la trama, una verdadera sorpresa.

Valga decir que el principal aliciente era comprobar cómo se iba a desenvolver el estirado Colin Firth como agente secreto o espía en una película de acción, vistos los trailers y anuncios.

Lo que no suponía es que precisamente el guión es lo más cercano al surrealismo que uno pueda imaginar, prácticamente al servicio de un humor más que negro macabro, en un ejercicio de parodia llevado a los límites de paroxismo, con toda suerte de inusuales acciones criminales imaginativas en su crueldad sin perder un punto de flema británica como queriendo restar importancia a las masacres.

En este caso, el aficionado a la adrenalina queda satisfecho porque, además, el amigo Matthew demuestra poseer el pulso necesario para mantener con brío la sucesión de dislates que, con toda elegancia y pulcritud, eso sí, irá desgranando, como si quisiera mantener en el respetable la sensación que la cosa va en serio.

Si nos la tomáramos seriamente como ejemplo del género, evidentemente significaría recomponer absolutamente todos los promedios habidos y por haber. Juega en otra liga, pero lo hace taimadamente, porque, además del elegante Colin, se sirve de veteranos como Mark Strong y Michael Caine, conocidos por los amantes del género: la participación de Samuel L. Jackson por momentos tentó la memoria esperpéntica de su delirante Octopus de hace unos años, pero por suerte quien manda supo dosificar y no acaba de destrozar la parte final, pero casi.

Ciertamente, sin llegar a ser una imperdible, sí cabe destacarla por su honradez y construcción sólida: no engaña (por lo menos cuando ya eres consciente de su tono hiperbólico) y mantiene muy alto el nivel artístico cuidando los detalles sin escatimar: un juguete inglés bien acabado, que, según últimas noticias, va a tener por lo menos una secuela protagonizada, claro, por el emergente Taron Egerton.





Spy

Los antecedentes de Paul Feig me impulsaban muy lejos de su última película, escaldado como estaba por experiencias anteriores. En ocasiones -que levante la mano quien disienta- uno se encuentra en la imposibilidad de evadirse y se produce el trágala: así estaban mis ánimos al sentarme a ver la dichosa Spy, con el añadido de saber que estaba protagonizada por una histriónica comedianta estadounidense, Melissa McCarthy, de la que ya había quedado hasta la coronilla en las dos experiencias anteriores, a saber, La boda de mi mejor amiga y Cuerpos especiales. ¡Uff!

La prueba del nueve se rompió casi de inmediato y hete aquí un cinéfilo veterano que, pasmado, debe reconocer que los prejuicios no sirven como prevención para elegir película.

Spy, por mucho que lo diga el título, no es, desde luego, una película de espías: en todo caso, lo es como puede serlo la del Superagente 86 o la de Anacleto -que aún no he podido ver- desde una vertiente absolutamente humorística, aunque al principio, por unos minutos, uno llega a pensar que igual irá en serio y que, desde luego, Jude Law daría el pego como 007.

Es una locura y te partes de la risa, porque Melissa está desatada y una vez has entrado en su juego no hay freno y la montaña rusa está servida. Y para adornarlo, como guinda aparece Jason Statham en un personaje alejadísimo de lo que cabría esperar, con unas locuras y tonterías que aún ahora, tantos meses después de haberle visto, me arranca una carcajada.

Resulta curioso, pero, vista, uno llega a pensar que, de haberla tomado en serio y sin tanta astracanada, una versión de la trama más trágica y seria podría interpretarse como una reclamación al papel protagonista de la mujer en el mundo de los secretos, porque todos los personajes fuertes de la película son femeninos y no deja de haber, en algún momento, cierta vindicación.

Es de esas películas que si no entras, la maldices; pero si entras, te partes el pecho muy a gusto; tuve la suerte de hallarme en medio de la locura hilarante y estoy seguro que si vuelvo a verla de nuevo las risas aflorarán.

Paul Feig, a la sazón guionista y director, ofrece un buen trabajo en ambos aspectos aunque sin duda en el primero habrá chascarrillos, réplicas, morcillas y ocurrencias de los intérpretes, un poco llevados del histrionismo, acompañando las escenas de acción que en ocasiones recuerdan las correrías humorísticas del cine de siempre. El conjunto hubiera ganado con unas tijeras, pero eso ya está siendo un tema recurrente desde hace unos años.

Si no la has visto: ¿a qué esperas? Lo único malo que puede suceder es que no te guste, pero si te gusta, seguro que pasas un buen rato riendo. Que no es poco, a estas alturas del guión.

Acabemos con lo que pretendía ser un homenaje sin sentido:



The Man from UNCLE cuyo título original, idéntico al de la serie que pretendía emular, en España se conoció como El hombre de CIPOL y que el tonto de turno dejó como Operación UNCLE lo que deja diáfana su capacidad. La del tonto, digo.

Una emulación u homenaje que a priori carece de oportunidad y sentido, porque la serie data nada menos que de mediados de los sesenta del siglo pasado lo que claramente señala que la población cinéfila con alguna referencia es más bien escasa y menguante. Quizás por eso -y no por no haberse documentado, como suele- el amigo Guy Ritchie acomete el intento buscando semejanzas con la serie de Bond en lo que se refiere a la trama y planteamiento de la acción.

Por las experiencias habidas con las “traslaciones/traiciones” sherloquianas, saber que Ritchie estaba tanto en el guión como al mando de todo me producía escalofríos, porque me apetecía mucho una revisión moderna de la serie.

(También ví el intento de The Equalizer y andaba escamado. Denzel Washington se está pareciendo cada día más a Nicolas Cage.)

Total, que me pudo la nostalgia seriéfila. Curiosamente, lo peor de esta película, aparte de intentar remedar las pautas bondianas, es que Ritichie, el gran Guy, no domina las escenas de acción, su especialidad, acabando por resultar cansinas por inacabables, agotadoras, más increíbles que inverosímiles, aunque puede que Guy, de tan poco leído, no perciba la diferencia.

Lo mejor, desde luego, el vestuario: esta película está aquí, digámoslo ahora, por el vestuario. Si de esta no le dan el Oscar a Joanna Johnston, ya no se lo dan nunca. Una recreación modélica y fastuosa de las modas pop, apoyada en cuatro modelos que visten la ropa de sus abuelitos como si fuera la propia, porque aparte de las perchas el reparto formado por Henry Cavill como Napoleón Solo y Armie Hammer como un desconocido y reforzado Illya Kuryakin junto con Alicia Vikander y Elizabeth Debicki cumplen sobradamente con los papeles otorgados, mucho más atléticos ellos en una aparente pugna por llevar el mando de la cuestión que, una vez más se refiere a una siniestra voluntad que acabará con la paz mundial y otras lindezas.

O sea, una película de acción que agota en la que lo más interesante es el aspecto visual sin que la trama despierte interés alguno, falta de intriga, emoción y sentido.

La falta de originalidad en el género de espías que ha acabado por ser únicamente de aventuras remite una y otra vez al mismo esqueleto y ya cansa: únicamente las “especialidades” consiguen atrapar el interés y por lo visto en la industria piensan haber hallado otro filón, porque las secuelas parecen promesas y dudo mucho que la repetición de la “especialidad” pueda despertar las mismas ganas. Ya se verá, en todo caso.

¿Ustedes piensan que las que me faltan por ver de este género este año, van a subir el listón?






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dissabte, 31 d’octubre del 2015

La catarsis de Jules







Acostumbrados los ojos de este veterano cinéfilo -no por más viejo más sabio- a combatir la somnolencia que produce la misma historia contada con más ruido, más vértigo, más efectos, más publicidad y menos talento, súbitamente, apenas terminado el clásico metraje destinado a la presentación (para el caso que nos ocupa, diría que un cuarto de hora) de los personajes que pululan por una película estrenada en el lejano 1964, arrancando ya la formación del nudo de la trama, ojiplático permanecí constatando que, contra lo que es uso y costumbre en el siglo que vivimos, estaba recibiendo señales evidentes que acababa de descubrir una pequeña joya adornada con diálogos inteligentes que iban construyendo una sólida acumulación de ideas que sin desmayo alcanzan a elevarse en un guión ejemplar que es sin duda el elemento de más interés de una película rodada en clave de western.

Pero, ya que he hecho los deberes, vayamos por partes:

Hal Goodman & Larry Klein así, tal cual, fueron una pareja de guionistas que trabajaron muchísimo en diferentes producciones televisivas estadounidenses del siglo pasado: estuvieron años trabajando para muy diversos y conocidos cómicos: Bob Hope, Red Skelton, Jerry Lewis, Carol Burnet, etcétera, así como siendo proveedores de humor para Johnny Carson: en definitiva, unos redomados “negros” fabricantes de momentos hilarantes para personajes populares. Unos “negros” bien conocidos y bien pagados, a los que se invitó a participar en un episodio de la serie televisiva Playhouse 90 que a lo largo de cinco temporadas ofreció al público estadounidense 134 historias diferentes con una calidad de contenido y de intérpretes notable. La temática era variable, sujeta únicamente a la voluntad de los guionistas convocados: baste decir que la segunda temporada se inició con un episodio titulado The Death of Manolete.

Hal Goodman & Larry Klein escribieron una historieta titulada Invitation to a Gunfighter, dirigida por Arthur Penn y protagonizada por Hugh O'Brian, Gilbert Roland y Anne Bancroft (¿a que apetece esa serie añeja?) que se emitió el 17 de marzo de 1957, episodio 23 de la primera temporada: la trama, podría resumirse con facilidad: salir de la sartén para acabar en las brasas. Un pueblo se halla sometido a un pistolero: contratan a otro para que lo expulse; hecho, el expulsador les sojuzga a base de bien; acaban por buscar al primero y le convencen para que regrese.

Esta trama, por mucho que he buscado, no he podido averiguar si disponía de tono irónico, quizás sardónico, en su puesta en escena: si algún lector pudiera aclararlo, tendría mi gratitud.

Sobre esa idea, siete años después, el matrimonio Wilson, Richard & Elizabeth, con la ayuda de Alvin Sapinsley más la revisión de los diálogos del también actor Clarke Gordon, confeccionan un guión que sustenta la película cuyo título Invitation to a Gunfighter (1964) fue correctamente traducido como Invitación a un pistolero que es el que consta en el cartel dibujado por el gran MAC como se puede ver.

La película, dirigida por el propio Richard Wilson que asimismo ejerce como productor con la asistencia de su esposa, contó con el apoyo de Stanley Kramer y se realizó en el entorno de la United Artists y en el equipo podemos constatar que, en lo que a elementos humanos se refiere, intervinieron profesionales de la máxima solvencia. Económicamente con toda probabilidad su presupuesto fue adecuado a lo que conocemos como “serie B” y me atrevo a proclamar que la primera prueba de ello la observamos en el propio director, Richard Wilson, que realiza un ejercicio de dirección muy funcional, práctica y efectiva, pero indefectiblemente por debajo de las posibilidades que ofrece el guión escrito por él mismo. Quizá hubiera debido solicitar ayuda a su amigo Orson Welles al momento de confeccionar el guión cinematográfico.

La trama ideada por los Wilson sobre el esqueleto televisivo de Goodman & Klein sobrepasa en mucho la mera anécdota y ofrece diversos itinerarios que exponen al cinéfago atento las muy distintas personalidades de los individuos, mujeres y hombres que conviven pacíficamente -es un decir- en una aldea, Pecos, en el estado de Nuevo México, en 1865, acabada la guerra llamada de la Secesión, donde al mismo tiempo llegan dos hombres avezados con las armas: uno es Matt Weaver, que regresa a su casa después de haberse alistado en el llamado ejército rebelde, lo que significa que pertenece al bando de los perdedores y el otro es un tipo muy moreno, cabeza rapada, elegante de negro, que atiende al nombre de Jules Gaspard d'Estaing pero no consigue que los paletos del oeste le conozcan más allá como Jewel, fonéticamente hablando (Jül).

Matt se encuentra con su granja expropiada y adjudicada a otro y su novia casada con un tullido demasiado aficionado al wiskey. Su airada protesta frente al cacique del pueblo, Sam Brewster, acabará con la contratación de Jules para dar matarile al protestón recién llegado, cuando todos pensaban que con la guerra se habían librado de él. Todos menos los mexicanos que viven en su barrio aparte, como si no pertenecieran a la comunidad.

Para terminar de complicarlo todo, el primer motivo que Jules tiene para quedarse en Pecos es, precisamente, la belleza serena de Ruth, la amada de Matt. En un momento de enfrentamiento, Jules le espetará a Matt: “Te interpones entre mi y lo que quiero”....

Para definir visualmente la sensación que me produce esta película, simplemente diría que, cuando pienso en ella, la recuerdo en blanco y negro. Se rodó y se exhibe en color, por supuesto, como se habrá visto en los carteles. Tal es la capacidad de transmitir ideas del guión con una celeridad apremiante para cumplir con un ajustadísimo metraje de hora y media que uno siente la abstracción que en el blanco y negro pretende alejarse de las florituras innecesarias: es más, seguramente, rodada en blanco y negro en manos del propio Joseph MacDonald, hubiese obtenido mayor intensidad si cabe, reforzando la encomiable labor del elenco encabezado por Yul Brynner como ese pistolero de designios ocultos que se avergonzará de la lastimosa dependencia de los pueblerinos de Pecos, incapaces de protestar siquiera en defensa de su propia estima.

A todos aquellos que ven el género del western como simple oportunidad de pasar un rato de aventuras y acción, de tiros y batallas, esta película les ayudará a comprender que el género no es tan simple como parece y que la metáfora es un arte difícil de pergeñar y acaso, ahora, también difícil de hallar. Ése pistolero letal elegante y culto trae consigo una historia que apenas apunta y pondrá patas arriba la aparente tranquilidad del poblacho, en ocasiones actuando como provocador de respuestas con preguntas interesantes: “¿Porqué eres el único rebelde de un pueblo unionista?”


El guión, lejos de acoplarse a los típicos personajes de los westerns de la serie B, bien delineados usualmente quizás en mérito ajeno debido a la imitación que acaba depurando virtudes y defectos en la prolongada reiteración, alberga intenciones bastante claras que apoya en las frases a cargo de cada elemento del microcosmos que interactúa en una aldea exprimida y expoliada por la reciente guerra viviendo en una aparente normalidad expuesta a la luz por el adjetivado como rebelde cuya decisión ofrece por lo menos interrogantes a la vista de ser prácticamente el único que, no habiendo tenido nunca esclavos, además, es el mejor amigo de los mexicanos alejados en su propio barrio al que además se accede por un puente sobre un lecho polvoriento, más sirviendo ese puente como marca de lejanía y diferenciación que como paso sobre un inexistente curso de agua.

Detalles como el relatado enriquecen un discurso que se cobija en el género del western quizás porque en otro hubiese resultado demasiado evidente: el contenido social de la trama ideada por los Wilson se sublima en la apariencia de un western de serie B al punto de provocar un torrente de sensaciones en la mente del cinéfilo que se percata del discurso subyacente con absoluta firmeza reforzado por la lógica de los hechos, incluso los más catárticos.

En el poco tiempo disponible Wilson nos ofrece sin prisas pero sin pausas una visión amplia de las diferentes personas que conviven incluyendo un curiosísimo terceto de lisiados de guerra que, en un imaginario literario, serían los depositarios de la historia que luego irían contando, de pueblo en pueblo, hasta alcanzar los protagonistas, por lo menos, el prototipo.

Yul Brynner ofrece su magnética estampa y su acostumbrada interpretación basada en el hieratismo del gesto y el fulgor de la mirada para componer un personaje que se autodefine a sí mismo como alejado de toda humanidad (los diálogos son muy buenos) lo que algunos posteriormente han conectado con la posterior Westworld que ya vimos aquí hace cuatro años sin caer en la cuenta que mayor semejanza hay en el hecho que, en ambas, director y guionista son la misma persona, lo cual, vistas, parece mayor similitud, por la enjundia del guión y la sensación que la película podría haber tenido más fuerza.

Wilson no tiene como excusa la falta de calidad de sus colaboradores, todos ellos de probada profesionalidad, incluyendo al estupendo compositor David Raksin que además actúa como director de la orquesta interpretando sus composiciones, una banda sonora muy adecuada y al servicio de la historia. Cuando uno ve la película, la sensación es la de un telefilme de calidad, pero no de un largometraje al uso. Partiendo de la convicción mía que el director es el máximo responsable de una película y esto no admite discusión aquí al coincidir con el productor, queda el ánimo dispuesto a pensar que el guión, los intérpretes, la música, todo, en fin, hubiese merecido un jefe con más brío.

A pesar de esa sensación mía, ésta es una película que por sí sola merecería el adjetivo de imperdible: pensar que la estrenaron en 1964 y que en este siglo la puedes ver y sorprenderte con ella y disfrutar del cine como si la hubieran estrenado ayer (¡ojalá!) le otorga de inmediato esa calificación y ninguna otra. No te la pierdas, si no la has visto.










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divendres, 4 de setembre del 2015

Condon: ¿Nadie te habló de Irene Adler?






Parece que la autosuficiencia ha devenido en virtud absoluta del artista contemporáneo que rechaza con orgullo cualquier tipo de influencia de una obra anterior, por célebre que sea, en un afán indiscutido pero muy cuestionable de obtener una originalidad basada en la ignorancia, la estulticia y el desprecio de la historia cultural.

Curiosamente no parece haber tampoco en la pléyade de comentaristas profesionales, antes llamados críticos (porque eran capaces de criticar) y ahora mejor adjetivados como voceros, muchos que opten por expresar libremente un criterio discordante, salvo que, en realidad, esos opinadores se hallen en la misma circunstancia del artista: que carezcan de antecedentes básicos. También puede ser, claro, que sean émulos de Esaú. Quizás sus descendientes.

En este bloc de notas ya estuvimos constatando que, contra lo que muchos pensamos, las estupendas novelas de Arthur Conan Doyle no son leídas por todos con satisfacción y divertimento y, a pesar de que como muchos sabrán, las aventuras del detective Sherlock Holmes son mundialmente famosas y han obtenido incluso prolongaciones extemporáneas de la mano y pluma de muy diversos autores, ello no obsta ¡ay! a que algún facineroso aparezca de vez en cuando, se apropie del mito y malamente haga como que escribe una moderna reinterpretación.

El neoyorquino Bill Condon debe pertenecer a esa clase de listillos que reinterpretan los mitos a su manera sin haberse tomado la molestia de leer. Está claro que lo suyo es basarse en novelistas que del mismo modo, escriben desechando las influencias culturales y así, antes de hogaño, Condon nos presentó cosas como Dreamgirls y los mordisquitos adolescentes del Crepúsculo, reinterpretando a su modo y manera historias ya conocidas.

En su última prueba de esfuerzo innovador, Condon se apoya en la novela de Mitch Cullin que relata momentos de la senectud de Sherlock Holmes, contando ya noventa y tres años de edad, aquejado de una senilidad galopante. Este enfoque hubiera merecido un poco -o un mucho, quizás- de trabajo por parte del escritor y una mayor dosis de lectura de las novelas de Conan Doyle y desde luego una mayor humildad y una menor autosuficiencia que quizás, sólo quizás, le hubiesen permitido sortear con ligereza los obstáculos propios del mito y no caer en el más espantoso de los ridículos.

Porque vamos a ver, señores Cullin y Condon (éste por ser el director y por ende responsable último del todo) : ¿Es que no saben que el amor único de Sherlock Holmes fue Irene Adler? ¿La Mujer? ¿La que lo venció claramente en todos los campos, intelectual y psicológico? Andamos finos...

Mr. Holmes : Poster by Alisa Krutovsky
Bill Condon dirige una película basada en una novela de Mitch Cullin pasada a guión por Jeffrey Hatcher -que tampoco se ocupa en deshacer el entuerto- y la titula Mr. Holmes (2015) al igual que la novelita de marras origen del despropósito.

Reconozco que en esta ocasión me proclamo más subjetivo que nunca, porque como lector y admirador de la obra de Conan Doyle, admitiendo que puede ser reinterpretada en los tiempos modernos (y de ello dan fe sendas entradas, para el caso especialmente ésta) como cualquier clásico, me molesta mucho que se olviden partes básicas de los mitos, que lo son no por nada, sino porque se elevan en iconos de conceptos identificables.

La misoginia de Holmes es un concepto inherente a su personaje únicamente dudoso cuando uno recuerda precisamente a Irene Adler, sobre cuya importancia en el entorno vital del personaje central es tan clamorosa que ha provocado extensa bibliografía; valga como apunte este magnífico artículo que tanto Cullin como Condon deberían haber leído antes de iniciar esta aventura fílmica.

En la trama que Condon nos presenta con buenos modos, eso sí, el personaje de Holmes está en sus últimos días y la poderosa mente del detective se pierde en limbos indeseados. Ése detalle, desarrollado de otro modo, hubiera podido dar lugar a una película dramática con resultados muy distintos y hubiese podido ser una metáfora muy actual porque lo que Sherlock reconoce como senilidad ahora se llama alzheimer y es una preocupación para un amplio espectro de la sociedad y ha sido tratado en otras películas, así que mostrar la terrible realidad de la enfermedad como capaz de anular a un intelecto superior, no es mala idea.

Lo malo es cuando desechando la oportunidad de presentar a un Holmes viejo y acabado intelectualmente se liga toda la trama a un supuesto último caso tan mal resuelto treinta años antes (por tanto con Holmes contando sesenta y tres años) que provocó la huida y el tránsito de la vida en Baker Street hasta una mansión solariega, dedicado a la apicultura con una docena de enjambres para pasar el rato.

Cualquier holmesiano de pro se habrá tirado de los pelos ante tamaña propuesta, máxime cuando, a la postre, Holmes se declara solitario por la falta del amor de esa mujer, una Ann Kelmot que en modo alguno reviste las gracias y virtudes de Irene Adler. La película gira en torno al ímprobo esfuerzo de Holmes por recordar las vicisitudes y detalles de ése último caso, porque está seguro que el relato que del mismo hizo Watson (ya fallecido, oportunamente) así como la ridícula película que sobre el cuento se hizo, no coinciden con la realidad, que se esforzará en desbrozar hurgando, ahora, pasado tanto tiempo, en su memoria llena de huecos temporales.

La película de Condon está bien rodada, dispuesta de medios suficientes en la ambientación, no en vano hay británicos por en medio, así que en lo que hace a la época no hay objeciones; igual ocurre en las interpretaciones, muy medidas: Condon tiene la suerte de contar con Ian McKellen que incorpora perfectamente la senectud del héroe, capaz todavía de ver detalles imperceptibles pero incapaz de recordar donde estuvo ayer, esforzado trabajo con el que afrontar la impecable actuación de Milo Parker, un chaval de trece años que se come la cámara interpretando a Roger, el hijo de la ama de llaves representada por Laura Linney, tan eficaz y comedida como siempre.

Un terceto sin el cual la película acabaría por cansar ya que ni se decanta por el drama que puede representar la senilidad ni consigue emocionar por la intriga acerca de la dama cuyo retrato Holmes atesora, una especie de macguffin que no funciona en pantalla y que además a algunos llega a parecer un auténtico disparate, máxime cuando no hay asomo de las capacidades deductivas del maestro, más allá de cuatro tonterías propias de timadores y engañabobos.

Puede que sea por casualidad, pero Condon, sabiéndolo o no, se vale de Hattie Morahan para incorporar a la tal Ann Kelmot; Hattie, este mismo año, ha sido vista en la pequeña pantalla representando a Jean Leckie, supuesta amante de Arthur Conan Doyle en la serie Arthur & George y también Condon hace aparecer, casi en un cameo, a Philip Davis, que en el primero episodio de la serie televisiva Sherlock a punto está de convencer al detective para que tome un veneno (o no). Dado que no creo en las casualidades, aunque existir, existen, lo apunto por si es de interés. Cualquier holmesiano lo habrá visto ya, por otra parte.

En definitiva, una película que pudiendo haber sido original e interesante como drama en torno al imparable efecto que el tiempo y las enfermedades pueden producir concretados en una senilidad que no distingue en la capacidad del cerebro en el que se asienta, por querer incluir una trama detectivesca propia del protagonista, acaba desarrollando una historia que atenta a la lógica y a la historia del mito en torno al cual se construye toda la película, quedando en consecuencia ésta perjudicada. Con lo fácil que hubiese sido respetar lo que todos damos por sentado...


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dilluns, 31 d’agost del 2015

Ex Machina




Hallar a estas alturas del calendario una película de este mismo año que sea capaz de captar la atención contando únicamente con tres personajes que comuniquen ideas automáticamente convierte el evento en una excepción y uno no puede menos que sentarse a teclear para avisar a los cinéfilos tanto o más despistados que uno mismo, porque el estreno no es reciente aunque me temo, por las características del producto, que habrá pasado, si es el caso, rápidamente por las cada vez más breves carteleras. Puede que, con retraso, aún pueda satisfacer la cinefagia de cada quien.

El británico Alex Garland, después de ver en la pantalla grande ocho de sus guiones, decidió que el noveno lo iba a dirigir él mismo. En buena hora. Quizás porque al tratarse de una trama adscrita al género de la ciencia ficción, pensó que otro director no acabaría de trasladar a imagen lo que él sintió al pergeñar una trama que en su mayor parte satisfará las ansias del cinéfilo que es o ha sido lector de la ciencia ficción clásica, aquella en la que primaban las ideas por encima de los hechos.

Ya el título elegido, Ex Machina (2015), afortunadamente conservado en nuestras carteleras, apunta en una dirección infrecuente que puede atraer lo mismo que repeler comercialmente desde el momento en que se expresa en latín con todo lo que ello puede significar y no me refiero al literal etimológico que vendría a ser "más allá de la máquina".

Muy lejos de las aventuras galácticas e incluso de la frenética acción en un futuro incierto, Garland presenta una trama cuya mayor virtud es la densidad de ideas expresadas mediante unos diálogos de calidad infrecuente aunque ciertamente alejados del común de los mortales pero decididamente atractivos como lo son los de esas películas clásicas que todos recordamos, cuyos personajes hablan con una gracia y un vocabulario que ya quisiéramos poseer: o sea, nada de tacos y bastante de lógica aplicada al razonamiento que trata de entender qué es lo que está ocurriendo.

Los personajes, tres, son: Nathan (Oscar Isaac), un superdotado creador en su adolescencia de un complejo programa informático que le ha convertido en millonario y poseedor de una finca enorme en plena naturaleza, rodeada de montes y glaciares; Caleb (Domhnall Gleeson), un joven informático al que por un sorteo le corresponde pasar una semana con el primero; Ava (Alicia Vikander) un ¿prototipo? de la robótica, con una inteligencia artificial con caracteres desconocidos. Está también Kyoko (Sonoya Mizuno) que se dedica a atender a Nathan, pero ni entiende ni habla inglés, dice Nathan, para evitar que algún día pueda contar nada de lo que vea en las instalaciones, perdidas en medio de la nada agreste: Caleb, al preguntar al piloto del helicóptero que le transporta si falta mucho para llegar a la propiedad, recibe como respuesta: llevamos dos horas volando encima de la propiedad: ya casi llegamos; le dejaré cabe un riachuelo, porque tengo prohibido volar cerca de la casa.

En la moderna mansión, totalmente domotizada, no se vislumbra a nadie más aparte de los citados. Caleb recibe una tarjeta que le permite acceso libre a algunos lugares y firmará un contrato de confidencialidad antes de ser aceptado como único invitado. Su tarea consistirá en entrevistarse con Ava desde un cubículo de cristal blindado y contar luego sus impresiones a Nathan. Caleb, evidentemente, está alucinado por su suerte.


Garland ha escrito una trama que desarrolla fraccionada y simétricamente a lo largo de los siete días de la estancia de Caleb incluyendo unos letreros que nos advierten de la sesión que va a ocurrir entre Ava y el joven informático: luego, cada día, Caleb da cuenta a Nathan y éste, interrogándole, va ofreciendo nuevos datos y sensaciones.

Pero el discurso aparentemente lineal y ordenado contiene sorpresas que se van desarrollando y que se perciben tanto en los ricos diálogos como en detalles visuales, ofreciendo perspectivas que incrementan el interés de la historia conforme ésta se acerca a su fin anunciado, pues sabemos que la tarea de Caleb finaliza al séptimo día.

Garland, en la mejor tradición de la ciencia ficción, juega con la metáfora, la sugerencia,la confusión de ideas. Quizás le falte un poco de lógica práctica y un mucho de valor para finalizar su relato, pero es un placer atender una propuesta que no precisa de naves espaciales ni rayos láser ni super poderes para recabar la atención del espectador.

Curiosamente y contra lo esperado, me ha gustado más el desempeño de Garland como director de cine que como guionista: para ser su primer rodaje hay que remarcar que consigue una experiencia visual muy potente, creando un escenario que parece un laberinto de cristal con puertas de franco acceso y otras bloqueadas, jugando muy bien con la iluminación para crear espacios, usando los efectos especiales con una moderación impropia de un novato y una pericia asombrosa que consigue maravillarnos por un momento para inmediatamente seguir el curso de la trama, porque si el escenario, la luz y los trucos son perfectos, el ritmo no decae en ningún momento y la cámara se mueve con agilidad ofreciendo todo el detalle preciso para ir entendiendo que hay más de lo que se escucha.

Garland se decanta por la economía visual tendiendo al clasicismo cuando otro hubiera fácilmente caído en propuestas videográficas próximas a la psicodelia y ello redunda en la seriedad que la trama ofrecida mantiene durante casi todo el metraje, ayudado especialmente por la estupenda labor de los jóvenes intérpretes elegidos que procuran fuerza y convicción a sus personajes insuflándoles veracidad gracias a una labor medida y muy natural, debiendo resaltar la dificultad que supera Alicia Vikander reducida -es un decir- a un rostro y unas manos excelentes.

Una película muy interesante que ofrece un juego de personajes atrayente en el marco de un espacio grande pero cerrado: el laberinto de cristal citado trae a colación la buena pieza de Anthony Shaffer (de la que ya hablamos aquí) que puede haber influido en la estructura dramática, repleta de giros y sorpresas, más, desde luego, que el sentido de la lógica que domina las obras de Asimov, consecuente con su propuesta hasta el fin, cuestión que Garland parece desechar aunque no descarto que por parte de la productora haya habido un entrometimiento que causa un final que se precipita comercialmente contra toda razón, quedando este cinéfago un poco decepcionado pese a reconocer que la propuesta tiene, por su enjundia, difícil conclusión.








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dilluns, 10 d’agost del 2015

Cornudas



Dando tumbos por la red etérea hace ya bastante hallé dos imágenes que archivé por curiosidad.

Ambas guardan cierta semejanza y tienen por protagonistas figuras muy conocidas gracias a la gran pantalla.

Propongo un simple entretenimiento: una especie de encuesta; un motivo para una breve -quizás no tan breve- conversación de contenido cinematográfico y empiezo con la formulación de siete preguntas:

1.- ¿Qué fotografía se tomó antes, cronológicamente hablando?

2.- ¿Pertenecen las imágenes a alguna película?

3.- En caso afirmativo: ¿Título? ¿La viste? ¿Entera? ¿O te dormiste?

4.- ¿Piensas que entre ambas hay un origen / causa o un afán de imitación o emulación?

5.- ¿Dirías que hay una intencionalidad en cada una de ellas? ¿Implícita, subliminal o explícita? ¿Para qué edad?

6.- Si pudieras pagar los fastos, ¿A cual de las dos invitarías a cenar mañana?

Ahí van las fotografías:

Esta es la primera imagen y esta la segunda imagen


7.- Se me olvidaba: ¿Sabes quienes son, verdad?



¿Cómo lo ves?








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dijous, 30 de juliol del 2015

Carmín en la mejilla




Estamos tan acostumbrados a sentarnos en la butaca a oscuras y recibir de inmediato destellos luminosos y ruidos y estruendos y síncopes visuales que enfrentarnos a una narración pausada, ágil, comedida, plácida, acaba por convencernos que nos hallamos ante un producto más propio de la pantalla televisiva familiar que de una sala de cine y caemos en el error de catalogar una pieza donde no le toca.

Luego, cuando el cinéfilo rumiante va machacando los recuerdos de lo visto empieza a hallar sabores inesperados y como ocurre con las películas de corte clásico bien hechas, se da cuenta que el taimado director ha aderezado muy bien el plato presentado y aparecen en la memoria detalles que confirman nuevos aspectos de una trama teóricamente predeterminada a cuya apariencia ayuda no poco el título elegido para la exhibición.

Mike Binder ejerce como guionista y director a un tiempo lo que produce en el desconfiado cinéfilo un temor demasiadas ocasiones confirmado: la demostración que el juanpalomismo (de Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como) existe y causa estragos, temor a desechar de inmediato en el caso que nos ocupa porque el bueno de Binder se aplica mucho para acercarse a la autoría real: podemos afirmar que trabaja a conciencia la trama ideada, que los diálogos son bastante buenos y que además sabe dirigir la película, eso tan aparentemente sencillo que significa que con su cámara nos cuenta cosas.

Ahí es nada.

No obstante, Binder actúa como un pillo porque se acoge a un título a todas luces engañoso: Black or White (2014) desprende una sensación errónea simulando una propuesta plebiscitaria, una elección forzosa entre dos conceptos claramente antagónicos, simples incluso en su apariencia cromática: el traductor de títulos al castellano rechaza la imposición y se decanta por Lo mejor para ella ofreciendo una alternativa a mi entender demasiado blanda y acomodaticia aunque más cercana a la realidad, sin que dicha cercanía sea deseable, como ocurrió con Rosemary's Baby.

Si seguimos el itinerario señalado por el título original probablemente esperaremos hallar una película que nos hable de la problemática racial en los E.E.U.U. y acabaremos por encontrar una trama que no la muestra como suponíamos: tengo para mí que el título se aprovecha del tirón mediático pero Binder trasciende y amplía considerablemente la propuesta ideológica y ofrece mucha más materia de la que vemos en primer término.

Hagamos un alto para una somera sinopsis: Elliot Anderson (Kevin Costner, fantástico) acaba de enviudar y se hace cargo del cuidado de su nieta Eloise (Jillian Estell, perfecta), de siete años, que lleva viviendo con él desde que nació (su madre falleció en el parto y su padre está en presidio) y en el mismo momento de celebrar el funeral en su casa después del sepelio de su esposa, la abuela paterna, Rowena "Wewe" Jeffers (Octavia Spencer, fantástica), le da un beso en la mejilla y le dice que lo mejor para la niña sería irse a vivir con su abuela, porque con el abuelo no es lo mismo, y que tiene una amplia familia.

El añadido es que Wewe es negra, Elliot es blanco y Eloise, claro, es una dulce y guapa niña mulata.

Elliot dice que nones y Wewe se va contrariada asegurando que eso no va a quedar así.

Y Elliot, automáticamente, se saca un pañuelo del bolsillo y se quita el carmín que en la mejilla le ha dejado Wewe.

Porque sabe que le ha dejado carmín en la mejilla. Porque lo hace siempre. Hay una costumbre pacífica en el gesto. Una normalidad.

Binder, como decimos por aquí, no da puntada sin hilo: los diálogos de su guión están depurados para acercarse a una realidad cotidiana expresando ideas y sentimientos huyendo de la ramplonería simplista que se aboca al uso de palabrotas: cuando Rick, socio y amigo de Elliot comparece en el hospital, recién notificado el deceso, actúa como lo haría cualquier buen amigo: ofreciéndose y sintiéndose incapaz de consolar por la gran pena presente y lo manifiesta sin necesidad de tacos e incluso, para lo acostumbrado en el mundo anglosajón, físicamente, con un sentido abrazo.

Al aparecer el padre de la niña, Reggie (André Holland), súbitamente liberado, la cosa se complica y más aún cuando se cierne la amenaza de un pleito.

El seguimiento del proceso tendrá sus particularidades, notables en cualquier caso para una sociedad que acostumbra a judicializar en exceso sus relaciones casi mostrándose incapaz de solventar por sí mismos sus problemas con un buen arreglo.

Binder no focaliza la atención en la acción judicial, que se desarrollará a lo largo del metraje (dos horas) y llegará a una conclusión difícil de evaluar sin considerar todos los aspectos que el astuto director y guionista nos va plantando uno tras otro de forma muy cinematográfica, sin apenas diálogos, únicamente con gestos y actitudes y el uso de una caligrafía cinematográfica sólida y económica, adecuada y mantenida en el ritmo, sin enfatizar especialmente nada, como pretendiendo que las señales, los signos de su narración, afloren en el recuerdo del conjunto.

Los caracteres pergeñados por Binder revisten una riqueza psicológica que les aleja de los meros prototipos tanto como del maniqueísmo presente en productos de baja calidad: Elliot es un dipsómano creciente desde su viudez y frente al peligro de perder su nieta; Reggie es un adicto al crack capaz de mentir a todos; el primero odia al otro porque le considera causante indirecto de la muerte de su niña (a la que recuerda más que a su propia esposa, lo que refuerza el poder del afecto paterno) y Reggie miente incluso a su madre, Wewe, mujer de negocios que con su esfuerzo ha conseguido poseer dos casas, una frente a otra, donde vive toda su numerosa familia, la mayoría a su costa.

Pero cuando Elliot va a casa de Wewe y se hace acompañar como chófer por Duvan, africano inmigrante que trabaja mucho y tiene varios títulos académicos (es el profesor particular de matemáticas y de piano de Eloise), entra en el lugar como pedro por su casa y lo presenta, jocosamente, como ¡su guardaespaldas! mientras abraza, uno tras otro, a los parientes de su nieta.

Más tarde irá a buscar a su niñita porque el padre se la llevó mediante engaño y, sin alterarse al ver a Eloise tocando el piano con sus primos, en una improvisada jamm session, con la abuela Wewe rezumando alegría, va a por Reggie y le espera en la puerta de atrás porque sabe que saldrá por allí.

Después de unos manotazos y empujones, Elliot, antes de irse, recoge los cubos de basura que se vuelcan en la refriega. Un detalle que no puede, no debe, pasar desapercibido.

Binder pues se sirve muy bien de la cámara para ir contando una historia nada lineal, compleja como lo es la realidad de unas gentes que tienen aciertos y errores sin que ni el odio ni la mala fe empañen una relación que se mueve por derroteros distintos a los planteados a priori, con unos afectos y rencores que, como en la vida, se van modulando, muy lejos de los extremos, en la gran zona de cientos de grises que florecen a cada hora de las veinticuatro que cuenta un día.

Ambos abuelos desean lo mejor para la niña pero cada uno lo hará desde una perspectiva que contiene razones pendientes de la propia satisfacción, sin tenerla mucho en cuenta: Elliot, que es un abogado adinerado, por una parte ansía una sustitución de su fallecida hija al tiempo que pretende alejar a la nieta de la perjudicial influencia de su padre, Reggie : de hecho, la oveja negra de su familia. Porque Wewe, que se ha hecho a sí misma, es una férrea mujer de negocios que mantiene a un grupo de zánganos que siquiera la ayudan y se lamenta de no haber educado bien a Reggie: pero en el fondo, subyace el convencimiento que, fallecida la abuela materna, corresponde a la abuela paterna criar a la niña, con el añadido de crecer con su numerosa familia.

Pero lejos de las típicas películas de pleitos similares, Binder aboga por un alejamiento de las instancias oficiales y completa con retazos vitales el curso de los acontecimientos en los que se ven involucrados unos personajes que, realmente, se aprecian. Aunque sea en el fondo: son la familia de Eloise: son familia.

Esta riqueza de los personajes la puede mostrar Binder gracias al elenco escogido con muy buen tino porque todos realizan un trabajo elogiable, comedido y sobrio sin exagerar más de lo que haría el personaje en cada momento, lo que permite suponer que, además de notable guionista y director de cine, Binder sabe dirigir a sus actores: los múltiples detalles, nimios, que acaban conformando una personalidad, no serían posibles sin el ojo avizor de quien demuestra claramente saber llevar las riendas de un carruaje que esperábamos trazara una línea clara y acaba dejando varias huellas a seguir, quedando, por supuesto, a un nivel muy superior a la típica telecomedia familiar al uso.

En definitiva, una película imperdible para el aficionado a tramas bien urdidas, sólidas, en torno a personajes muy reales: un plato para paladares educados acostumbrados a gozar de los matices.



Quien no haya visto la película, cuídese de los comentarios: algunos contienen spoilers




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dimecres, 15 de juliol del 2015

Dos historias




Dando tumbos por la red, buscando otra cosa, hace unas semanas me dí de bruces con esta imagen que de inmediato cautivó mi atención.




Le veía algo especial: algo que no acaba de entender hasta que, nueva búsqueda mediante, ésta ya centrada en la imagen, conseguí verla a un tamaño más razonable y entonces lo que parecía una intuición se confirmó, contemplando un diseño gráfico que por fuerza debería tener alguna explicación, algún origen.

Veámosla a tamaño más grande: casi parece un acertijo, ¿verdad?. Llama la atención. Miradla tranquilamente.


Curioso por naturaleza, quise saber de dónde venía y como dice el refrán, quien la sigue y la persigue, al fin la consigue:

Veamos el terceto protagonista.




Supongo que el sencillo acertijo ofrecido como reclamo ya habrá sido resuelto en el acto y, si no fuese así, basta con detener el puntero del ratón sobe la imagen para leer, abajo, el título descriptivo de cada cartel.


Porque son carteles publicitarios de promoción de una campaña de Colsubsidio destinada a promover el intercambio de libros.

La campaña "Vienes con una historia y te vas con otra" intentaba que los colombianos se acercaran a las Bibliotecas Colsubsidio con un libro leído para llevarse otro de su elección, dejado por algún lector.

El trabajo fue encomendado a la compañía publicitaria de Bogotá Lowe SSP3 que por su trabajo obtuvo en el Festival de Publicidad de Cannes de 2012 el León de Bronce

Posteriormente hicieron una nueva campaña con la misma técnica y otras piezas, pero el trío que hemos visto fue la constatación que la publicidad, a veces, no es únicamente comercial y sirve perfectamente para extender una buena idea.



(Lo que no acabo de comprender es lo arduo que resultó hallar los carteles con la frase escrita en castellano.)







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divendres, 10 de juliol del 2015

Me gusta que lo diga Shirley







En una entrevista realizada telefónicamente por Luis Martínez y publicada en el diario el Mundo que puede leerse en este enlace, la legendaria actriz, que puede presumir de una filmografía variada e interesante, dos de cuyos títulos, La calumnia y Dos en el balancín ya comentamos extensamente hace tiempo, suelta una frase que, viniendo de alguien que conoce como pocos las entrañas del cine por haber trabajado con grandes productores y grandísimos directores, quizá habría que tener en cuenta:



L.M.: Puede ser más explícita sobre cuánto y cómo ha cambiado Hollywood desde los 50 a ahora?

S.M.: No sé si vamos a tener tanto tiempo, pero resumiendo le diré que la única preocupación de Hollywood ahora son las franquicias y los superhéroes. ¿Cuántas películas de Spiderman, Los Vengadores o Superman se pueden hacer? Hollywood ahora es una actividad empresarial más en manos de grandes corporaciones. Han desaparecido los productores que sabían de cine y hacían películas valientes; más preocupados por el poder de la imaginación que por cuánto dinero podían ganar.


Para que luego a algunos cinéfagos nos llamen recalcitrantes.....








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dimarts, 7 de juliol del 2015

Un amor inesperado




Cuando hace ocho años inicié el camino que me ha traído hasta aquí lo hice en la intención de poder volcar blanco sobre negro las impresiones que el cine, principalmente, me provoca: y pensaba únicamente en buenas películas: luego vinieron los estrenos, las actualidades y con ellas las decepciones, el hastío y las pocas ganas de escribir sobre algo que no acaba de enganchar el ánimo.

Por eso y por otras razones estas páginas se han visto aletargadas y me duele, ciertamente, porque la pulsión por escribir -por lo menos intentarlo- no es, evidentemente, sujeto de dominio fácil y la dejadez comporta una sensación de vacío melancólica.

Aunque no sé porqué habría de decirlo quedando como arrogante, cuando prácticamente quienes por aquí circulan saben por lo menos tanto y seguramente más que yo mismo de la cuestión.

Vayamos pues al grano y centrémonos en la propuesta de ideas a considerar en torno a una película que he visto en dos ocasiones únicamente, la postrera hace muy poco por fortuna en v.o.s.e. y la primera hace muchos años, juraría que a primeros de los setenta en una sesión noctámbula del UHF aunque no pondría la mano en el fuego si me aseguraran que la vi en un cine de estreno, porque, amigos, tardó en estrenarse en España la friolera de ¡veintitrés años!.



Brief Encounter es una película que David Lean estrenó en Gran Bretaña en 1945 y no fue sino hasta 1968 que se estrenó en España con el correcto título de Breve Encuentro. Nos pilló el estreno un poco fuera de marco, sin duda, peor en los madriles que aguardaron unas semanas quizás por ver qué pasaba en la entonces menos pazguata cartelera barcelonesa.

Muchos temas afloran en una consideración de la película y empezaré por el más íntimo y tonto: durante años, prácticamente hasta que pude corroborarlo a través de internet, me juraba a mí mismo que la magistral actriz que protagoniza la cinta no era otra que Wendy Hiller y así vacilaba de cinefilia cuando veía a Wendy en, por ejemplo, Elephant Man. Quede claro que Dame Hiller no comparece en esta película que descansa principalmente en los delicados pero firmes hombros de Celia Johnson quien poco o nada tiene que envidiar a la erróneamente citada que aparece únicamente como auto castigo a mi propia ignorancia.

Lamento no recordar cuando vi la película en la primera ocasión, porque fue cuando constaté que las películas románticas también podían ser muy buenas y desde entonces incluso empecé a contemplar los ciclos de Douglas Sirk de otro modo. Me dejó una impresión honda (y como he confesado, poco minuciosa) al punto que, habiendo existido ocasiones de verla nuevamente en la televisión, nunca quise repetir, por no hallar un declive. Ha sido hace muy poco, gracias a la fortuna, que he podido verla en versión original y ante esa posibilidad no había excusa.

Hay un dato objetivo que arroja alguna perspectiva quizás no tenida en cuenta por quien ve la cinta de Lean en este siglo sin un bagaje previo: Breve Encuentro es la cuarta película dirigida por el entonces joven David Lean que estaba tutelado por Noël Coward quien codirigió la primera película de Lean e intervino de una forma u otra en las siguientes, incluyendo la que estamos tratando hoy.

Brief Encounter es un guión pergeñado por Noël Coward basándose una pieza de un sólo acto titulada Still Life (que no he podido encontrar gracias a la abundante desinformación que vierten los buscadores) que el muy británico autor escribió en 1936 cuando con Gertrude Lawrence decidieron irse a las tablas londinenses a presentar el espectáculo teatral con el que triunfaron en Broadway, "Tonight at 8:30", compendio de diferentes piezas cortas, algo que alguien hubiera debido (¿quizás lo hicieron?) filmar para la posteridad.

Recordemos que en Broadway, en los treinta del siglo pasado, Noël Coward triunfó con Design for Living, llevada al cine por el maestro Lubitsch, como ya vimos aquí en su momento. La película de Lubitsch, de 1933, se estrenó de casualidad en España en 1934, pero pasado 1940 desapareció del mapa, tanto aquí (que no volvió a estrenarse en cine) como en el resto del mundo "civilizado".

Hay datos objetivos a tener en cuenta: en 1945, en la Gran Bretaña, a los tipos como Noël Coward, los metían en la cárcel con bastante facilidad: que se lo pregunten a Alan Turing, protagonista que ha sido hace poco de una película a reseñar.

El usual tratamiento libre de las relaciones emocionales entre las personas de que hizo gala Noël Coward en los escenarios neoyorquinos en la era pre-macarthy desaparece como por ensalmo en la breve Still Life de la que su autor siempre se sintió muy orgulloso, aunque hay quien asegura que no había para tanto. Habría que leerla, por lo menos, de poderse.

Lo que sí está claro es que en 1945 el nombre de Noël Coward era ya muy conocido y gozaba de una solvencia que David Lean se estaba trabajando y ello se apunta únicamente porque es de ver que en los posters de la época del estreno aparece resaltado el nombre Noël Coward y en los carteles más recientes ha desaparecido por completo, incidiendo de forma errónea en el aprecio de la autoría de la película por el espectador no avisado, que pensará en Lean como máximo responsable, no siendo exacto.

Porque amén de comparecer como guionista de su propia pieza teatral, Noël Coward interviene como productor, en una época, no lo olvidemos, que los productores tenían mucha importancia en el resultado final, en lo que acabamos viendo en pantalla. Como productor, están en su cajón de premios la elección de la banda sonora, el Concierto para piano II de Rachmaninoff interpretado por Eileen Joyce y el haber convencido a Celia Johnson para que interpretara a la protagonista Laura: la actriz, poco inclinada a los rodajes, cedió a la invitación del escritor cuando éste le leyó el guión y, cabe suponer, le empezó a sugerir formas de afrontar la interpretación.


La trama se puede explicar, supongo, porque será conocida: una mujer (casada y con dos hijos) conoce casualmente a un hombre, médico, al asistirla éste cuando una brizna de hollín del tren se aloja en el ojo de ella, causándole molestias, de las que el facultativo la libera fácilmente: él también está casado y tiene tres hijos. A partir de ahí, una vez a la semana, cuando ella va a la ciudad a solazarse y a comprar lo que no halla donde vive, coinciden en el bareto de la estación. Y hacen planes de comer juntos y de ir luego al cine y de darse un garbeo por la campiña inglesa y....

Esa sinopsis, en manos de un tipo capaz de escribir Design for Living una década antes, ahora nos chirría terriblemente.

Debemos situarnos históricamente en la Inglaterra de 1945, un paso atrás muy grande en comparación con las libertades de los treinta iniciales neoyorquinos, parejo, en fin, a la censura imperante en casi todo el mundo "civilizado", para comprender que Coward no tenía alternativas.

Curiosamente, hay recientes trabajos de corte académico que sostienen que Coward escribe las líneas de Laura con la intención de declamarlas como propias en la sinrazón del homosexual que se ve privado por los condicionantes sociales -y en su caso, por las leyes imperantes, represivas y censoras- de satisfacer y completar sus anhelos amorosos. Me parece una interpretación un poco traída por los pelos aunque sin duda sirve para apaciguar la sensación de envejecimiento súbito que uno tiene al ver la película habiendo transcurrido treinta años, con todos los cambios habidos.

Creo que Breve Encuentro debe verse, entre otros motivos, porque es una cinta modélica de expresión de una realidad social que perturba, interfiere y anula una pasión amorosa que, activa, introduce el peligro y la inestabilidad de la institución matrimonial: es el relato de un flechazo que surge sin haberlo buscado, es el nacimiento de una pasión amorosa nada sensual, basada en el sentimiento de coincidencia, de identificación, unas miradas que se auto definen en la pupila del otro, un reconocimiento del ser en el otro y un sufrimiento al constatar que el deseo no podrá ser cumplido, que el anhelo amoroso no triunfará, que será cercenado socialmente, que es imposible, que no puede ser.

Hay que trascender la literalidad del guión escrito por Noël Coward entendiendo que, pese a no ser una película española de la época, sigue sujeta a una censura férrea: el autor debe ingeniárselas para expresarse mediante conceptos y, gracias a su buen hacer como productor, el tipo ése joven al que le encargan que dirija la película toma las riendas y se encarga de demostrar que, antes monaguillo que fraile, David Lean mueve la cámara con una solvencia espectacular y planifica la historia más romántica jamás contada como si se tratara de un drama oscuro mediante una fotografía dura, por momentos espeluznante por su contraste, reforzando la tragedia de los dos enamorados amantes insatisfechos aprovechando el ruido del tren sobre las vías para esconder un beso y un gemido furtivos en el solitario paso de peatones, justo antes de la avalancha de pasajeros que circulan raudos ignorantes del sufrimiento amoroso de ambos protagonistas.

David Lean subraya con firmeza y mucha inventiva las ideas que surgen del espléndido texto de Noël Coward, repleto de frases memorables, dosificando con habilidad en el montaje los riesgos de una narración en flashback y el peligro de caer en un exceso de teatralidad por la abundancia de lugares cerrados que por momentos confieren una sensación claustrofóbica que refuerza la opresión sentida por los enamorados protagonistas ante la imposibilidad de ejecutar libremente sus deseos, situación reforzada por la muy descarada relación de la pareja "cómica" en la que Stanley Holloway se luce a modo, una contrafigura del escueto Trevor Howard que pasa perfectamente por el hombre sensible mucho más apocado que los personajes rotundos que luego darían mucha fama al actor.

La elección del joven Trevor Howard, casi inédito, es también un acierto, como lo es asimismo la intervención de Cyril Raymond como el esposo que acaba mostrándose como todo un personaje, más atento y despierto de lo que parecía, un secundario que se luce lo justo. El elenco es sobresaliente en esta producción y muy justamente fue reconocida la labor de Celia Johnson, que habla más con el gesto y la mirada que con sus palabras, pronunciadas con elegancia y sentimiento notables.

Sin llegar siquiera a la hora y media, esta película, que ahora queda fuera de toda lógica por los cambios sociales producidos, permanece sin embargo como ejemplo de la representación de un verdadero amor imposible, lo que hoy sería una rara avis, entonces en buena parte por los condicionantes sociales pero también por la decisión de ambos protagonistas de someter su amor inesperado a las necesidades de sus respectivas familias: una actitud de respetar un compromiso previo aceptado libremente por encima de la conducta sensiblemente egoísta de perseguir la propia felicidad a cualquier precio sin tener en cuenta a los demás.

En la imposibilidad de acertar cual sea la actitud a tomar con mayor justicia, el flechazo queda relegado, pero jamás olvidado:

Alec: I do love you, so very much. I love you with all my heart and soul.

Laura: I want to die. If only I could die...

Alec: If you'd die, you'd forget me. I want to be remembered.

Imperdible. Si no la has visto: ¿a qué esperas?









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