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diumenge, 18 de març del 2018

Joan Chamorro: Amor al Jazz






Esta versión del clásico Undecided sin duda abrirá el apetito del aficionado al jazz que guste escuchar el sonido de una banda consistente, con empaque, provista de solistas capaces de improvisar y acometer sus particulares diabluras sobre una composición sólida, lo que podríamos denominar una Big Band.

La sorpresa viene cuando además del oído ejercitamos la vista y nos damos cuenta que, aparte de los dos corpulentos músicos que flanquean una niña impensable en tal situación, únicamente el que lleva sombrero, en tareas de director requiriendo caña, el resto son apenas adolescentes de ambos sexos, con clara mayoría de chicas.

El vídeo que encabeza se grabó en el Palau de la Música de Barcelona el día de San Andrés del año 2011 en el marco del 43º Fetival de Jazz de Barcelona y la que toca es la Jazz Band de Sant Andreu y su director, Joan Chamorro, un músico de largo recorrido y extensa experiencia, probablemente debería pasar a la Historia del Jazz por el amor que siente a esa música y por cómo ha sabido transmitir esa pasión a una serie de jovencísimas personas que se han reconocido libremente en la misma pasión y han podido crecer personal y artísticamente gracias a las buenas ideas y convicciones jazzísticas de Joan Chamorro, gran músico y enorme pedagogo.

¿Creen que exagero? Pueden acudir a youtube y leer los comentarios que dejan los aficionados al jazz de todas partes del mundo, algunos incluso asegurando que a Joan Chamorro deberían darle el premio Nobel por su revolución pedagógica musical que ha conseguido en doce años procurarnos grandes momentos de jazz de toda clase, desde el añejo dixie hasta el bebop, del contagioso swing a la hermosa bossa brasileira, siempre valiéndose de composiciones potentes.

Habrán visto la pequeñaja tocando la trompeta entre los dos colosos: pues bien, la niña ha crecido y no sólo en tamaño: también se va superando con la trompeta; sigue siendo una niña, pero Elsa Armengou tiene un sonido propio que en 2017 le permite afrontar otro clásico como es What's New

Vamos a situarnos un poco, porque podría dejarme en el tintero información que doy por sabida: en Barcelona hay un barrio, Sant Andreu, y en él hay una Escuela Municipal de Música y dentro de ella hay una sección en la que Joan Chamorro se dedica a impartir su magisterio: hay que suponer que consiguió en su día permiso para enseñar música a su modo y manera, muy diferente de lo habitual, y habría que dar las gracias a quien le apoyó en sus inicios porque las lisonjas, ahora, caen por su peso: a nadie, en su sano juicio, se le ocurriría criticar el método de Joan Chamorro, vistos y escuchados los resultados.

En el excelente documental Kids and Music patrocinado por TV3 y emitido en su Canal 33 se pueden hallar varias de las muchas claves de una formación jazzística que ha conseguido atraer la atención internacional y sorprender incluso a músicos que en sus países también practican la enseñanza del Jazz incluso en las universidades.

El secreto, para mí, reside en el amor al Jazz de Joan Chamorro y su forma de trasladarlo a unos infantes que deciden dejar de lado otras ocupaciones más "divertidas" para trabajar su instrumento favorito en la seguridad que acabarán por dominarlo y obtendrán placer al tocarlo junto a sus colegas de la Jazz Band, produciendo música y conectando con el buen humor que transmiten a sus oyentes, felices de la ocasión.

En esa joven orquesta se entra a los seis años y se sale a los veinte. Como es natural, hay varios miembros que son hermanos, primos, parientes, amigos todos.

Alba Armengou también toca la trompeta y además posee una delicada voz que sabe aplicar a todo un clásico de Antonio Carlos Jobim, Triste en una versión de jazz suave.

Con el transcurso de los años, todos esos músicos van alcanzando la mayoría de edad de forma inexorable y Joan Chamorro, en una decisión que le honra, se cuida de procurarles una buena despedida, grabando un disco en el que cada uno tiene su lucimiento personal con el acompañamiento de otros y todos juntos suelen acudir a la sala con más solera de Barcelona, la Jamboree, donde el aficionado puede disfrutar de unos jóvenes que están prontos a dejar el nido y volar por sí solos.

Por ejemplo, podemos ver una de las piezas con la que se presentaba la cantante, saxofonista y violinista Èlia Bastida, nada menos que una pieza de Canonball Adderley,Wabash

Lo mejor del trabajo de Chamorro es que ha conseguido que todos los miembros de la Jazz Band sepan liderar en una pieza y en la siguiente colaborar con todas sus fuerzas: así, podemos ver a la excelente bajista y cantante Magalí Datzira interpretar de forma muy personal el clásico Nature Boy y colaborar de forma espléndida con el disco presentación del trompetista Joan Marc Sauqué en otro clásico con el que todos pueden lucirse a fondo, Tenderly

Además de ser un adalid del Jazz en Barcelona consiguiendo que unos jóvenes normales y corrientes (no son cracks, asegura Chamorro: ¿cómo me iban a tocar veinte cracks para formar una Big Band?) que se aficionan y entregan al Jazz, Chamorro se cuida de recuperar composiciones que casi han caído en el olvido incluso en sus propios países de origen, presos como están todos los mercados musicales de unas compañías discográficas que van a lo que van: dejaremos para cerrar esta sucinta nota en este bloc una versión del clásico brasileiro compuesto por Alfredo da Rocha Viana Filho (Pixinguinha)con letra de João de Barro, en la jovencísima voz de Rita Payés, que nos asombra con Carinhoso, muy bien acompañada a la guitarra por Elisabeth Roma, al bajo por Joan Chamorro y a la batería por un sorprendido Jo Krause.

No hay más que ver la cara de Joan Chamorro para comprender que el hombre sí puede alcanzar la felicidad.





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dimarts, 13 de març del 2018

La muerte de Stalin




Los rusos (los que mandan, se entiende) le han hecho un favor a Armando Iannucci con los impedimentos que han colocado al estreno de la película de ese escocés hijo de italiano y oriunda de Glasgow que evidentemente ha mamado desde su más tierna infancia el humor británico, especialmente en lo que a la política se refiere.

Según cuenta el mismo Iannucci, fue leer la novela gráfica escrita por Fabien Nury y dibujada por Thierry Robin y sentir las ganas de llevarla al cine; que haya coincidido su estreno casi como un aniversario se entenderá como una casualidad pues hace sesenta y cinco años que falleció Stalin y por descontado que ni la novela gráfica ni la película tienen intención de convertirse en una elegía dedicada al dictador soviético.

La novela gráfica apareció en Francia en octubre de 2010 en un primer volumen de sesenta páginas y concluyó en mayo de 2012, con una segunda parte de semejante extensión. Desde entonces se adquiere en un volumen, tal como se presentó en estos lares hace poco más de dos años.

Iannucci junto a David Schneider, Ian Martin y Peter Fellows, todos ellos viejos conocidos y colaboradores en anteriores proyectos se inspiran directamente en el tebeo y escriben un guión que podríamos adjetivar clásico en la línea mordaz y sarcástica que contempla el estamento político con la cercanía propia de un cirujano armado de afilado bisturí para cortar por lo sano y sacar tajada de unos hechos que se basan en la historia del siglo pasado, añadiendo al guión de la novela gráfica algunas perlas que provocarán cuando menos la sonrisa cómplice sin que por ello se dulcifique la trama ni se resienta la feroz crítica.


The Death of Stalin (La muerte de Stalin, 2017), última película de Armando Iannucci es una pieza que de antemano provocó en sus creadores la sensación que no iba a dejar indiferente a nadie y evidentemente ésa ya es una virtud rara en las pantallas de cine actuales, tan llenas de guiones anodinos rodados con muchas ínfulas y escaso talento las más de las veces aunque el cinéfilo avisado en este caso acude al cine provisto de la grata experiencia que supuso en 2009 el visionado de In the loop en la que los tortazos se reparten por igual entre británicos y estadounidenses. No es el caso de la presente, dedicada absolutamente a recrear ficticiamente (eso aseguran) los hechos acontecidos en torno a la fecha del súbito fallecimiento de Stalin.

Dado que la película se estrenó el otoño pasado, el espectador que pretenda informarse antes de acudir a la sala de cine hallará sin duda críticas abundantes en el mundo anglosajón (en USA se acaba de estrenar al tiempo que en España) y a grandes rasgos se pueden dividir, de entrada, en dos clases: las que se quejan de la falta de rigor histórico y la falta de compromiso político al dejar inadvertido el aspecto genocida de Stalin y las que pasan de la historia y se dedican a glosar la película. Estas letras, por falta de conocimientos históricos acerca de la muerte de Stalin y la lucha por su sucesión y por convicción propia de quien suscribe se van a dedicar al aspecto cinematográfico, que no por ello abandona los personajes recreados a su suerte, presentándolos bajo un prisma que apunta a la caricatura mínima sin desfigurar la esencia de unos tipos que ya pertenecen a la historia, una historia que cada quien cuenta a su modo y manera y que Iannucci apoya firmemente en la novela gráfica referida dándole su particular toque.

El humor británico siempre ha tratado al especímen político con poca consideración y se ha cebado oportunamente en el más nimio aspecto criticable, en ocasiones con saña y crueldad pero también con elegancia no exenta de humor corrosivo. Iannucci y sus amigos se emplean a fondo con la camarilla del Comité que mandaba en la Unión Soviética hace sesenta y cinco años y los exponen a la luz pública bajo una lupa no tan distorsionada y surrealista como la que hubiesen usado los del Monty Python pero no por ello exenta de una impiedad que intenta desnudarlos ante todos los espectadores para elevar el tiro y apuntar más allá de unas gentes que confabularon hace ya tantos años, en la conciencia que lo mismo que se dice que la historia se repite, para bien o para mal, los sujetos que influyen en los hechos históricos tienen, pasado el tiempo, quienes les emulen en su comportamiento más allá de supuestas ideologías.

No he tenido ocasión de leer la novela gráfica (de la que no sabía su existencia) pero buscando sus referencias compruebo la finura de Iannucci al aplicarle su tratamiento caústico por medio de la ironía cómica, visible en los primeros compases de un metraje de hora y tres cuartos que pasan en un santiamén: el inicio de la historia retrata el poderío de Stalin: está repasando las últimas listas de la postrera purga a aplicar a amigos, enemigos y conocidos varios mientras escucha en la radio el Concierto para piano nº23 de Mozart y de repente el director de la emisora recibe el encargo de llamar a un número de teléfono al cabo de diecisiete minutos exactamente: llama y es Stalin que le dice van a ir a buscar la grabación del concierto, que le ha gustado mucho. Lo malo es que, como era emisión en directo, no había grabación. Pánico. Solución: volver a tocarlo y grabarlo.

Podemos ver ése arranque tal cómo fue pergeñado por los autores de la novela gráfica:



Iannucci le añadirá unos toques de humor que enriquecerán el relato y reforzarán la descripción de todos los personajes, demostrando de paso cómo un director de cine es capaz de tomar como perfecto storyboard una novela gráfica de altura y ofrecer un producto cinematográfico que va más allá y no tan sólo por el cambio de la cinética estática por el movimiento enloquecido, que no es el caso.

Y así como en la lectura el ritmo lo marca la pasión del lector, en el cine es el director, auxiliado por el montador, quien ha de imprimir la velocidad ajustada y en esta película, mucho más que en la anterior, Iannucci acelera que da gusto: no hay un minuto de descanso, no hay tiempo para carcajearse tranquilamente, porque ya está dando caña otra vez, sin parar, sin desfallecer. Y no es un correcaminos en absoluto: no hay precipitación en el discurso: hay precisión y mucho mimo, mucha atención al detalle más nimio, tanto físico como residente en unos diálogos ametrallados en los que las parodias y las ironías juegan papel protagonista, como cuando Kruschev frente a una burla por comparecer ante el caído Stalin llevando todavía el pijama en lugar de camisa, replicará que él ha acudido de inmediato y no tomándose el tiempo necesario para bañarse en colonia.

La muerte de Stalin, ocurrida al poco de haber sufrido un ataque cerebral o una embolia, sin poder recibir asistencia médica de primera mano porque pasó horas encerrado en su cámara acorazada, provocó toda suerte de movimientos políticos interesados en su sucesión y todos sabemos quien se hizo cargo de la U.R.S.S. y lo que les pasó a algunos, pero lo que realmente ocurrió es objeto de la ficción en la que las ambiciones políticas se mezclarán con las prisas de adelantar al contrario porque ¡ay! llegar tarde puede representar perderlo todo, incluso la vida. Los políticos y sus intereses personales combinados con un pueblo masificado que oscila entre los que adoran al "padrecito" y los que le odian como consecuencia de alguna "purga" juegan en apenas cinco días un partido en el que alguien vencerá y alguien acabará en el polvo, literalmente.

Iannucci no pretende aleccionarnos y toma la decisión correcta porque aquellos días históricos merecen una atención detallada que el cine no puede prestar a menos que nos movamos en el género documental y no es el caso: la pretensión es clara: sacarle punta a lo sucedido, llamar la atención sobre ello y aprovechar para reírse de los políticos a menudo endiosados y por el camino ponerlos a nivel del suelo y dejarlos en ridículo.

Eso sí: con absoluta seriedad: ya sabemos que el humor es cosa muy seria y no hay que tomarlo a coña, porque entonces se convierte en indigesto y de eso sabemos mucho por aquí: Iannucci hila muy fino y tiene la suerte de contar una vez más con Sarah Crowe como directora de reparto, porque hay ahí, en ese largometraje, una colección de intérpretes que usualmente se ocupan de personajes secundarios en el cine (y protagónicos en las series televisivas) que ofrecen un trabajo insuperable aprovechando el más mínimo apunte de unos personajes dotados todos ellos de gracia, de oportunidades de lucirse que nadie pierde, una sinfonía coral de primera calidad, un reparto que agarra la metafórica bomba de mano y se la van pasando los unos a los otros con una precisión y celeridad que merecen, desde luego, su degustación en versión original, aunque advierto que los subtítulos van a toda castaña y hay que estar muy acostumbrado porque, amigos, esta película bebe directamente de las mejores comedias políticas, permaneciendo Iannucci como un más que digno representante de tan reducido sector cinematográfico. Mejorable, sin duda, pero inapelable juguete cómico que ocupa el lugar del bufón que entre risas y chanzas apunta con su dedo los defectos y vicios del político, quizás mejor definido politicastro.

En definitiva, una película recomendable, de visionado obligado para cualquier cinéfilo que pretenda disfrutar de un guión inteligente, una reconstrucción histórica inventada y muy bien ambientada, unas interpretaciones de verdadero lujo y un ritmo sobresaliente, sin momentos bajos: todo ello compone una pieza cinematográfica inusual en los tiempos que corren. Imperdible. Véanla y eviten los tráilers de youtube.








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diumenge, 4 de març del 2018

Dos obras maestras con siete estrellas




Que no lo son, advierto: que no son obras maestras, digo. Que eso gritan los de costumbre, propiciados por los mercachifles que pretenden confundir al personal. Que no. que no son obras maestras, mal que lo digan algunos carteles y algunos mal autodenominados críticos de cine.

La más antigua del lote, el último truño producido por la mente calenturienta de Christopher Nolan, otro que tal calza, otro Juan Palomo que se ha creído tocado por la gracia de los dioses del séptimo firmamento. Yo debo ser un tipo raro, porque he visto varias películas dirigidas por Nolan y ninguna me ha gustado y sigo cayendo en la trampa, acuciado por la malsana curiosidad: malsana porque ya sé que al final acabaré por lamentarlo. Es lo que me ha sucedido con Dunkerque y mira que ya estaba advertido de antemano, pero es lo que hay.

Nolan una vez más se nos muestra grandilocuente, excesivo, innecesario, usando todos los planos imaginables sin ningún sentido del orden ni la proporción y ni siquiera logra sorprendernos con una propuesta que acabe por ser una construcción sólida y moderna a la vez: es pretenciosa como acostumbra y marea como siempre al personal con idas de olla sin venir a cuento: baste recordar que usa los flashback sin atenerse a la lógica más elemental, buscando el ¡oh! papanatizado que le encumbre como el genio que debe pensar es, cuando no es más que un tipo con suerte al recibir fondos suficientes para películas que van sobradas de todo menos de inteligencia: porque mira que el tipo tiene medios a su alcance, materiales e incluso artísticos incluyendo un elenco que podría dedicarse a cosas más provechosas, todo para intentar epatarnos una vez más con una sarta de insensateces cinematográficas que no pasarán veinte años sin caer en el ridículo.

Una hora y tres cuartos perdidos de mal recuerdo. Si es que no aprendo: la próxima de Nolan, no la veo. Lo apunto aquí par acordarme. (El año que viene, más risas)

Lo que me duele es que me ha decepcionado -y mucho- la tercera película (cuarta, si sumamos el excelente corto) de Martin McDonagh, dramaturgo de peso que se dobla en cineasta de interés, porque como ya he dejado escrito anteriormente, sus dos largometrajes anteriores me gustaron mucho; más la primera que la segunda, pero esta tercera era esperada como la confirmación y algo ha pasado que ha frenado lo que parecía una interesante forma de entender el cine.

McDonagh es conocido como dramaturgo por la dureza de las situaciones que formula en sus piezas y tanto en Six Shooter como en la espléndida Escondidos en Brujas y luego en la más extraña Siete psicópatas mantiene unas tramas en las que la violencia es parte integrante pero no principal y siempre mantiene unos personajes con ricos matices que se comportan de forma un poco rara pero con una lógica aplastante que cuadra con el motivo de la trama, usualmente por encima de los propios personajes.

No ocurre lo mismo en esta Tres anuncios en las afueras que me ha dejado con una sensación extraña: la trama no parece escrita por Martin McDonagh: apenas hay violencia y la intriga brilla por su ausencia: el asesinato de la hija de la protagonista es apenas una mera excusa para dedicarse a ofrecer planos y secuencias en los que se luzca Frances McDormand y pueda enfrentarse a tipos duros de pelar como Woody Harrelson y Sam Rockwell, siempre preparados para robar una escena al más pintado.

Cuando aseguro que apenas hay violencia no me refiero únicamente a que no hay muertos por la mano de nadie y a que no se huele la violencia en el ambiente, lo que sí existe en las anteriores películas de McDonagh. Uno tiene la impresión que el autor (escribe y dirige acertadamente) ha dejado de lado su carácter británico para americanizarse, me temo que bajo la interesada influencia de los Coen, que no aparecen pero cuyo aliento se huele y no sólo porque la película sea un vehículo al servicio de la McDormand (que le darán el premio sin merecerlo) sino porque el guión no tiene la firmeza de las anteriores ocasiones y rechina perdiendo aceite lo mismo que buenas oportunidades, quedando todo en una mera anécdota que pretende pasar por un retrato de la américa profunda pero que permanece como el retrato de una mujer profundamente estúpida e injusta y un imbécil con permiso de armas con menos cerebro que un mosquito, plagado de ideas machistas y racistas, tan simple que se hace imposible encuadrar la idea que tiene para conseguir un ADN, porque es que el tipo no da para tanto.

Diría que el único personaje salvable es el del sheriff incorporado por Woody, eficaz como siempre, provisto de las frases más inteligentes de todo el guión y eso, teniendo en cuenta que es un secundario de corto recorrido, ya nos dice mucho de la película en conjunto.

Una pena, porque, no siendo mala película, hubiese podido ser mucho mejor: pretende ser crítica y queda en anecdótica.








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Lo que sea del agua




Hasta esta última ocasión no había sentido curiosidad por ver ninguna película de Guillermo del Toro porque siempre que había leído las correspondientes elegías publicitarias destinadas a obtener público fiel me había tirado para atrás la sensación que el mejicano suele mezclar fantasía con terror y a mí, eso de pasar miedo, no me gusta un pelo; luego leía críticas y según algunas voces no me había perdido tanto como se afirmaba de antemano.

Este año leí de todo, desde entusiasmos hasta satíricos adjetivos y para rematar acabé leyendo en los papeles que había alguna amenaza de demandas por plagio, lo que ya es extraño, porque los "homenajes" están en muchos platós y suelen pasar inadvertidos las más de las veces por la mayoría de espectadores, así que incluso fue un acicate para incrementar la natural curiosidad: tantos años leyendo del "tercer mejicano a tener en cuenta" (a los otros dos les regalaron un premio por dos castañas que muchos aseguran eran marron glacè) y me dije: esta la vas a ver, que ya toca.


Así que, efectivamente, he visto La forma del agua y ya que en la noche de hoy a mañana le van a dar alguno de los trece oscar a los que está llamada (lo contrario sería la repanocha), dejemos sitio para unas notas apresuradas:

Cuando llevaba apenas veinte minutos de las dos horas largas que dura ya me entraba sueño: qué manera de alargar una película, por favor; luego parece que se anima un poco y conforme se acerca al desenlace mejora. De todas formas, no veo en Del Toro nada que le confiera un estilo propio como cineasta, pues el emplazamiento de la cámara en ocasiones es caótico (hay alguna secuencia con la cámara tan baja que se diría que el espectador será un gato) y casi siempre gratuíto o fortuíto, sin mostrar intención alguna, y mira que la idea daba para más.

El guión desde luego no es original pero tampoco es que nadie vaya buscando novedades importantes sobre una trama que es variación de otras, pero sí esperaba por lo menos algo de mordiente: está claro que no es el estilo del director y guionista. El final, a pesar de lo edulcorado, quizá sea el mejor cierre elegido para esa trama.

Estoy convencido que sin el trabajo de Sally Hawkins con el imprescindible apoyo de Octavia Spencer y Richard Jenkins la película no hubiese tenido el éxito comercial que ha recogido, así que espero se les reconozca la importancia: de las tres que he visto, la mejor actriz, sin duda: sin mediar palabra, expresa lo que siente el personaje de maravilla y sin caer en excesos histriónicos. En su contra que es británica, of course.

La película, en suma, una fantasía romántica con un poco de movimiento, algun fallo clamoroso de guión y poco más.





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Una adolescente más




Ha sido la última en llegar a nuestras pantallas y no me extraña en absoluto. La cosa esa que ha escrito y dirigido Greta Gerwig ha recibido nada menos que cinco nominaciones a los premios oscar y la única que podría sostenerse por los pelos es la de la sufrida laurie Metcalf en el papel de madre de una insoportable adolescente que se empeña en que la llamen Lady Bird y en fastidiar a su madre.

El guión es propio de un telefilme de sábado o domingo por la tarde destinado a propiciar la siesta, lleno de lugares comunes sin interés y lo que es peor filmado con una especie de autocomplacencia (que chachipiruli y supermoderno a que sí lo que estamos haciendo) que pretende hacernos creer que estamos ante un ejemplar más del timo acomodaticio del cine indie cuando se trata de una historia plasta de una niña plasta.

La única duda que me corroe es si la actriz Saoirse Ronan, un pelín crecidita para el papel, es así realmente o se ha esforzado en aparentarlo, pero, desde luego, el resultado, atendido el guión, no da para tanta nominación, así que podríamos decir que la última no la han colado bien colada, cuando todos andábamos buscando algo que sobresaliera un poco, vistos los anteriores estrenos.

La película no da para mucho más ni siquiera en un bloc de notas como éste y tampoco la brevedad autoimpuesta resulta apremiante: baste señalar que el metraje es el más sensato de todo lo visto, poco más de hora y media y aún así, se hace larga, siendo la responsable absoluta la directora que actuando como Juan Palomo escribe el guión y lo rueda ella misma en un alarde de autosatisfacción que hubiese merecido la intervención de unos ojos distintos y quizás entonces la trama hubiese desprendido más autenticidad y hubiese enganchado al espectador, porque lo lamentebla es hallarse ante una historia personal y no poder sentir empatía alguna por la protagonista.

A lo mejor es que es una película destinada a jovencitas en la edad del pavo. Puede que sea eso, que no era para mí. Ya saben: tomen nota, que esta todavía está por llegar a algunos cines.







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Yo me largo de aquí




Siguiendo la tónica general de la temporada de 2017, también Jordan Peele se nos presenta cual Juan Palomo y pretende erigirse en autor (o sea, guionista y director de su propio guión) a las primeras de cambio: ya que me pongo, a por todas, vaya. Ni que fuese tan fácil.

El caso es que en contra de mi costumbre de no ver lo que llaman películas de miedo, también me atreví con Déjame salir porque me dijeron que valía la pena, que si tal y cual. Luego, van y la nominan a cuatro oscars y entonces, aparece por aquí, redondeando una sensación de abulia que no me abandona.

El tema racial en los Estados Unidos de Norteamérica no es por desgracia flor de temporada: ya hace muchos años que vimos en el cine un excelente alegato basado en una cena en la que una joven blanca presenta a sus padres a su prometido negro y en aquella ocasión el listón cinematográfico quedó muy alto.

La actualidad, los papeles, las radios, las teles, nos dicen a gritos que el problema que existía hace cuarenta años todavía subsiste aunque quizás ha mejorado un poco, pero no ha sido eliminado.

Jordan Peele, que es negro, toma la pluma y escribe un guión que presenta una cena en la que una joven blanca lleva a casa de sus padres a su prometido negro: esto ya lo hemos visto hace cuarenta años, dirá alguno. La novedad es que hay un giro que no llega a ser terrorífico pero sí un pelín inquietante, un giro que podría muy bien incardinarse en las historias que hace años también se nos presentaban en la tele, de la mano de Rod Serling en su dimensión desconocida de grato recuerdo, historias dotadas de una intriga que en ocasiones rozaba el terror.

La ventaja de los episodios producidos por Serling es que duran cincuenta minutos y Jordan Peele tiene que rellenar como sea más de una hora y media, con lo cual nos hallamos ante una historia que en cincuenta minutos sería entretenida y al añadirle sesenta minutos más acaba por ser irrelevante y cansina, con el añadido de la falta de lógica en el guión, cometiendo lo que es el peor defecto: desaprovechar el buen trabajo del negro británico Daniel Kaluuya en una trama que no hace nada en absoluto para lograr la efectiva igualdad interracial poniendo en solfa los reales defectos de la sociedad.



Esta va a quedarse en blanco, porque, desde luego a su protagonista no le dan el premio y a su director tampoco. Tal parece que la industria del cine se ha querido cachondear de las reclamaciones en el aire del colectivo negro...


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