Una novela, tres películas: ( III ) 1946 The Postman Always Rings Twice
Acabada la guerra, la situación era como sigue: en 1944, la Paramount obtuvo un exitazo con Double Indemnity y al año siguiente, 1945, la Warner triunfó con Mildred Pierce. Los de la Metro-Goldwyn-Mayer se apretaron el cinturón y se hicieron con los derechos de la primera novela del exitoso James M. Cain, por mucho que su atrevido planteamiento ya le hubiera proporcionado el rechazo de la creciente mayoría silenciosa que a ciegas confiaba en el buen hacer de los vigilantes del llamado Código Hays.
La novela, El cartero siempre llama dos veces, seguía siendo un éxito de ventas más de una década después de su publicación y los malditos europeos ya la habían llevado al cine en dos ocasiones, en dos países distintos, por suerte sin palabra entendible, pero probablemente algún productor de la Metro puso sobre la mesa la posibilidad que la muy británica Ealing Studios, buscando temáticas lejanas de la guerra, decidiera filmar su propia versión y la cosa se aceleró.
Carey Wilson era un veterano cineasta curtido en labores de guionista y productor y recibió el encargo de llevar adelante el rodaje de la primera versión estadounidense de The Postman Always Rings Twice (El cartero siempre llama dos veces) y para ello recabó la presencia de su viejo conocido Tay Garnett, tan veterano como él mismo, no en vano se conocieron como guionistas ambos en el lejano 1922, pioneros del cine mudo conocedores del arte cinematográfico desde todos los rincones.
La cuestión era representar la novela y pasar la vigilancia censora y para ello Wilson se trajo a Harry Ruskin y a Niven Busch, ambos también bregados en muchas lides y visto el resultado, uno tiene la sensación que aprovecharon las mayores coincidencias con la novela en cuanto a las concesiones moralizantes del relato, no en vano según el hipócrita código Hays podían representar adúlteros siempre que su mala conducta tuviese el correspondiente castigo.
Dada la archiconocida sensualidad dimanante de la novela, qué mejor que elegir una pareja protagonista icónica de la belleza, tanto femenina como varonil y en aquel momento Lana Turner y John Garfield gozaban de una popularidad incuestionable, así que la elección resultó fácil.
El tándem Wilson & Garnett tampoco se atiene a la literalidad del texto de John M. Cain: ya de inicio se observa una pulcritud en el vestir que llama la atención: en lo que hace a la Cora Smith incorporada por la Turner, su presencia es atildada, elegante, diría que impropia para la esposa del dueño de un merendero gasolinera en la soleada California de la posguerra y Frank Chambers desde luego no parece un vagabundo, con su americana y su camisa descendiendo de un coche que amablemente le ha llevado de un lugar a otro en autostop: ni hablar de viajar oculto debajo de mercancías en un camión, sucio, andrajoso. El tirón mediático de ambos protagonistas parece obligar a la Metro a presentarlos lo mejor posible atendidas las circunstancias y ello, vista la película tantos años más tarde, sin el efecto del tirón, deviene en defecto: Cora está magnífica, desde luego: demasiado guapa, diría. Claro que, así, nadie duda que Frank caiga locamente enamorado de ella, por mucho que sepa que está casada con Nick Smith (interpretado por Cecil Kellaway) que de griego no tiene nada y de cantante tampoco y además presenta unas circunstancias que le alejan del prototipo creado por Cain, seguramente porque Garnett pretende difuminar un poco lo que va a ocurrir.
El relato coincide formalmente con la novela en el uso de una voz en off del protagonista masculino apuntando sensaciones y pensamientos ocasionalmente pero desecha el planteamiento de la ilicitud de los actos en los diálogos de la pareja, rehuyendo la consciencia culpable adherida al apasionamiento carnal, seña identitaria de los personajes, en cierto modo dulcificados tanto por su vestuario como por la forma de filmarlos, incidiendo más esta versión en un enamoramiento irresistible, una relación que mantiene un hálito romántico, aunque no desdeñan jugar al límite de lo permitido, motivo por el cual en España tardó en estrenarse y parece que fue en el televisor y así, puedo decir que la vi de estreno....
En esta película la figura de la mujer fatal, la que lleva consigo la fatalidad, la que domina al hombre para conseguir su propósito sin importarle las consecuencias, está considerablemente dulcificada: persiste, cómo no, la voluntad de Cora Smith de obtener la libertad y el precio a pagar es alto y pretende que su enamorado Frank la ayude: pero hay en su actitud una cierta vacilación que no llega a alcanzar el sometimiento compartido a la fuerza del destino pleno de consciencia de los actos cometidos, un sentimiento de la culpa que no busca redención pero permite entender que la pasión ha podido más que la razón. Esa Cora Smith se nos aparece decidida, no en vano es ella la que llama la atención de Frank mediante un subterfugio muy femenino que se repetirá mucho más tarde en opuesta circunstancia (detalle de Garnett, por descontado, muy cinematográfico) y uno piensa que podría haber elegido a cualquiera como servidor de sus fines, porque la soledad de Frank, su hambre de mujer no se nos ha presentado debidamente y bien podía apartarse: hay quizás demasiada elegancia en ella y demasiado comedimiento en él, aunque luego las apariencias suben el tono y vamos entrando en materia, lentamente, cuidadosamente, como vigilando al vigilante.
Como era habitual en la época, el elenco está trufado de buenos secundarios: la composición de Kellaway como Nick es muy buena (aunque alejada del original) y la presencia de Hume Cronyn como el Abogado defensor también tiene su importancia, no en vano ambos actores sabían lo que hacían y ello redunda, en definitiva, en mejorar el conjunto, que deja, tantos años después, una sensación de haberse quedado un poco a medio camino, guardando las formas en exceso, faltando un poco del excelente ritmo narrativo de la novela: es curioso, porque la pieza de Garnett se limita a un metraje más contenido y sin embargo tiene una sensación de lentitud en el desarrollo de una trama que finaliza con una moralina semejante a la de la novela pero sin la sensación de que todo se ha producido por la fatalidad como contrapeso al apasionamiento de los protagonistas, añadiendo los guionistas unas frases alusivas al título que acaban por sonar artificiosas.
La falta de tensión de esta película no le resta valor en conjunto pero sí la aleja de la consideración de cine negro en mi particular aprecio de la circunstancia de la fatalidad ominosa como requisito indispensable y aquí uno acaba teniendo la sensación de la mala suerte, pero no de un destino maldito.
Aún así, imperdible muestra de un cine bien hecho, apoyado en un guión trabajado teniendo en el horizonte la línea censora marcada y unos actores que saben transmitir pasiones, dudas y renuencias con claridad, sin que haya en realidad ningún personaje que consiga la empatía necesaria para ponerse a su lado, aunque, eso sí: ¡que guapa está la Turner!
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