La letra gana, una vez más.
Todavía andaba coleando la Gran Depresión cuando en 1935 Horace McCoy publicaba la que ha sido su novela más famosa, They Shoot Horses, Don't They?, traducida como ¿Acaso no matan a los caballos? y desde que en los años cuarenta los intelectuales franceses pletóricos de existencialismo se apropiaron su descubrimiento el éxito de crítica y público no ha mermado pues sus ediciones se siguen produciendo hasta nuestra época, quizás no tan lejana como quisiéramos de la que le sirvió de inspiración para su texto en buena parte autobiográfico, porque McCoy en 1935 ya había trabajado en el Hollywood que trata de erigirse en fábrica de sueños imposibles para una clase de ciudadano que padecía los efectos económicos de una crisis que se alargó más de lo imaginable causando hambre y desespero en la sociedad estadounidense y de rebote por entendible repercusión en diferentes países del orbe, causando la aparición de populismos y nazionalismos que aprovecharon el descontento del pueblo para manipularlo a su antojo.
Horace McCoy se plantó a primeros de los treinta en la costa californiana buscando trabajo en la industria cinematográfica y dejó su primera huella como actor en 1932 y parece que al año siguiente colaboró con los guionistas de un clásico como King Kong, así que cuando en 1935 decide escribir una ficción protagonizada por un aspirante a director de películas que en 1932 anda buscando quien le permita acceder a los rodajes en la calidad que sea para aprender el oficio y de paso poder comer por lo menos una vez al día, sabía muy bien de qué estaba hablando.
Quizás lo sabía demasiado bien porque esa aventura del joven Robert Syverten tan amable que accede a ser la pareja de baile de una extraña desconocida, Gloria Beatty, contiene una inusitada violencia que viene a ser como la multitud de púas que pueden encontrarse en chumberas medio secas en las que tan sólo un higo imposible de alcanzar tienta al hambriento.
El autor, experimentado en las novelas pulp que prepararon la eclosión de la novela negra, toma un doble riesgo que le aleja inmediatamente del camino tradicional que supone una intriga bien pergeñada y lo hace en un salto al vacío metaliterario en primer lugar titulando cada capítulo con una parte de un pronunciamiento judicial; el primero: "El preso se pondrá en pié" y en los primeros párrafos de presentación:
"El fiscal se equivocó cuando dijo al jurado que había muerto sufriendo, desvalida, sin amigos, sola salvo por la compañía de su brutal asesino en medio de la noche oscura a orillas del Pacífico.
Estaba muy equivocado. No sufrió. Estaba completamente relajada y tranquila y sonreía. Era la primera vez que la veía sonreír.
¿Cómo podía decir pues el fiscal que sufrió? Y no es verdad que careciera de amigos.
Yo era su mejor amigo. Era su único amigo. Por tanto, ¿qué era eso de que no tenía amigos?"
Es evidente que McCoy no andaba buscando cuando escribió esta novela complacer al típico lector de aventuras de acción, de crímenes, con o sin trasfondo social, aspecto éste que se fue consolidando posteriormente y que sin duda lo hizo en deuda con esta magnífica pieza que atrapa al lector no por la intriga de cómo acabará todo sino por verse envuelto en una espiral insana de violencia por momentos física pero siempre ética y moral porque cuando el bueno de Robert, que físicamente no está en sus mejores días a causa de la debilidad por la mala alimentación es seducido por Gloria con la promesa que en aquel baile podrá comer varias veces al día, no podía imaginar que se trataba de un maratón de baile en el que los competidores abandonaban la pista de baile diez minutos cada hora de las veinticuatro que tiene el día y que el premio prometido, mil dólares (de los de 1932) para la pareja, lo ganarían los dos que no sucumbieran a todas las pruebas accesorias que les iban a proponer para ir eliminando concursantes y todo en un ambiente enrarecido por el cansancio y la miseria de un grupo de gentes variadas, algunos incluso expertos en competiciones semejantes, aunque denominarlas así no era más que un eufemismo para evitar la sugerencia de hallarse ante una muestra de la degradación humana, la de los que necesitan sufrir para sobrevivir y la de los que pagan por ver quién aguanta más y quién sucumbe.
De pasada y como quien no quiere la cosa nos enseña los trapos sucios, el esqueleto del armario de una sociedad en torno a una industria que pretende un brillo irreal, el Hollywood que enmascara unas penurias reales observables en todos esos aspirantes a estrella, a director, quizás simplemente a tener un trabajo de extra en una superproducción que necesite de mucha gente para poder comer cada día, para poder pagar el alquiler de un camastro en un cuarto inmundo compartido con otros que están a la búsqueda de un sueño que no es más que una entelequia, una idea perversa que les ha hecho salir de la pobreza de sus casas para situarse en la miseria angelina en la que siempre hay cochazos de lujo y grandes mansiones, donde siempre hay gente que acude a competiciones inhumanas para dejarse ver, para recibir los aplausos envidiosos de un pueblo que acude para sentirse bien consigo mismo, porque ellos pueden pagar la entrada a un show que les muestra un grupo que están mucho peor, que necesitan humillarse y someterse por un plato de comida tres veces al día.
McCoy consigue atraparnos con un estilo literario sucinto, breve y directo que nos sitúa en la perplejidad de observar la descripción de naturalezas humanas muy distintas con necesidades perentorias en su totalidad ejerciendo a la fuerza un juego en el que se mezcla lo lascivo con la dominación más abyecta cual si la humillación de los congéneres fuese un espectáculo en el que de vez en cuando los espectadores toman parte lanzando monedas de céntimos a los pobres desgraciados que han ejecutado alguna gracia particular, con el añadido que a cada día que pasa los protagonistas están más agotados, más débiles y van cayendo poco a poco en manos de un equipo de enfermeras y un doctor que deciden si pueden o no seguir siendo partícipes del aberrante show.
Entretanto McCoy también nos presenta ése Robert que mientras va escuchando las voces en el tribunal que le juzga rememora todo lo acontecido y desgranando de entre sus recuerdos tomamos conciencia de su forma de ser, de su calidad personal, amable y servicial para todos y especialmente para Gloria que conforme avanza la narración se muestra como pertinaz negativista al punto que la Sra. Layden, que declara públicamente sus preferencia por la pareja 22, Robert y Gloria, le advierte que ella "no está deprimida: está amargada y odia todo y a todos. Es cruel y peligrosa."
Las relaciones interpersonales de Robert y Gloria con el resto de competidores oscila entre el compañerismo en la desgracia y las ganas de vencerlos para conseguir la recompensa y McCoy con pluma ágil diseña un grupo variado en el que cada pareja tiene su punto diferencial, desde la embarazada que insiste en proseguir el suplicio hasta el malhechor que pensaba ocultarse en medio de un grupo de desventurados y emerge precisamente por su mal carácter, lo más inapropiado para soportar todas las adversidades que surgen de forma natural o que idean los que rigen la competición para dar más emoción a los que pagan por ver en qué parará una exhibición deshumanizante en grado sumo.
La tensión está muy bien calculada por McCoy que nos lleva en volandas sin pausa alguna, sin descanso, en poco más de ciento sesenta páginas magistrales que se encadenan hasta llegar a un detonante amargo, una desilusión conmovedora que causará todavía algún daño más para cerrar unos días aciagos en la desgraciada vida de unas pobres gentes que tratan de sobrevivir a una situación económica que ni comprenden ni pueden solventar por sí mismos.
La tragedia personal de Robert Syverten que pretendía llegar a ser un día afamado director de cine y ha servido de hilo conductor y excusa para una feroz diatriba social la resume de forma ejemplar Horace McCoy en los últimos párrafos de su magnífica novela:
"Un policía iba sentado a mi lado en el asiento posterior del coche, otro conducía. Íbamos a gran velocidad y la sirena chillaba. Era la misma sirena que usaban para despertarnos en la competición de baile.
—¿Por qué la has matado? —me preguntó el policía que iba sentado a mi lado.
—Ella me lo pidió.
—¿Has oído eso, Ben?
—Es un muchacho muy servicial —dijo Ben por encima del hombro.
—¿Es eso lo único que puedes alegar?
—¿Acaso no matan a los caballos?"
Seguramente la descarnada literatura de Horace McCoy deteniéndose sin contemplaciones en situaciones agrestes de una procacidad inadmisible en el cine hasta que no se liberó a medias del Código Hays (precisamente de 1934 a 1967) fue la causa que hasta 1969 no se presentara su versión cinematográfica (no ha habido otra, que yo sepa, aunque sí traslación al teatro) y fue Sydney Pollack el encargado de dirigir una película basada en la novela original bastante retocada por dos guionistas que probablemente a instancias de los productores modificaron la trama, los protagonismos, los hechos cruciales y dejaron el final idéntico después de suavizar el personaje de Gloria para reconvertirla de espoleta de dolor a protagonista en honor y gloria de una Jane Fonda que volvía al redil hollywoodiense después de paridas cinematográficas y reales debidas a su relación con Roger Vadim, lo que hace que They Shoot Horses, Don't They? (Danzad, danzad, malditos, 1969) sea una película interesante, fuerte y floja a un tiempo, débil en comparación con la letra original. Muy débil.
Cabe imaginar fácilmente que Sydney Pollack tuvo una alegría cuando le encomendaron el trabajo porque la novela en los años sesenta ya era muy conocida y respetada en los mismos Estados Unidos de Norteamérica e incluso si me apuran en la industria hollywoodiense tan capaz, como ya hemos visto anteriormente en otras ocasiones, de asimilar las puyas y hacer negocio con ellas, aunque se moderó en buena parte los apuntes incisivos de Horace McCoy respecto al negocio cinematográfico y sus efectos colaterales y disponer de una estrella en alza como la Fonda, provista de buenas espaldas, tampoco era para rechazarlo y ponerse quisquilloso aunque me huelo que al bueno de Sydney le hubiese gustado más atenerse a la estructura de la novela, precisamente dotada de un tempo idóneo para ser llevada a la pantalla sin mayor esfuerzo que cuatro apuntes y un buen guión cinematográfico.
Precisamente en esta ocasión el trabajo del director sobresale al de los guionistas porque Pollack sin duda planificó meticulosamente el rodaje consiguiendo una sensación de agobio casi claustrofóbico para todas esas gentes que se encierran en una carpa de baile con música machacona, gentes sufriendo y otras mirando complacidas la desgracia de los demás, todo ello bajo la dirección eficaz de un jefe de ceremonias que al no haber sido manipulado respecto a la novela original mantiene su fuerza intacta y es un bombón interpretativo que el inteligente Gig Young aprovechó exprimiéndolo a fondo para dejarnos comprobar, una vez más, que cuando en una película los secundarios obtienen los reconocimientos, algo habrá quedado en la despensa por repartir.
Pollack consigue transmitir por momentos dinamismo en una situación que cinematográficamente es difícil porque carece de elementos visuales de relieve y los personajes son muchos, quizás demasiados: en el guión la figura de Robert (Michael Sarrazin) queda un tanto deslavazada y no consigue la empatía que sí produce en la novela y en lo que hace a Gloria, su dulcificación no le hace ningún favor tampoco porque ni siquiera vislumbramos el amargo pozo que hay en su interior y la falta de fuerza de esos protagonistas lleva de rebote la necesidad de fijarnos en el resto de los personajes, afortunadamente muy bien ejecutados por una serie de secundarios de lujo que componen un grupo de miserables en busca de una supervivencia que les permita alcanzar su sueño imposible en el mejor de los casos y en cualquier otro, simplemente pasar un día para empujar el siguiente aguardando que mejore la situación y por lo menos no pasar hambre.
Quizás consciente Pollack de la diferencia con la novela deja un poco de lado esos dos protagonistas a los que filma con poca energía como temiendo que se le vayan a desmayar, incapaces de mostrar la desesperación que les otorgó su creador y se dedica a crear lo que hemos venido en llamar una película "coral" que sitúa al espectador en una realidad social de una época concreta que en 1969 era una situación extraña e irreal y que quizás en este siglo que vivimos se verá con otros ojos gracias a la proliferación de espectáculos en los que se puede observar a grupos de gentes desarrollando alguna actividad -o ninguna- durante todas las horas del día bajo los focos y objetivos de unas cámaras que trasladan las sillas y palcos de esa carpa de la playa de la Santa Mónica de 1932 a los sofás y butacones de algunos domicilios absortos en una practica que en 1969 nadie hubiese imaginado.
La película de Pollack visualmente es tan procaz como podía serlo en 1969 y la denuncia social permanece pero ha quedado mermada, debilitada su fuerza interna porque el amargor de la letra que penetra en la mente del lector y le hace entender la magnitud de la tragedia no aparece en esta pieza cinematográfica que sigue siendo altamente recomendable como paso previo a la deseable búsqueda y obtención del original literario.
No se la pierdan. Ni la una ni la otra.
Pues con tan buena reseña, y viniendo de tu buen gusto, me das ganas tanto de leer el libro (por supuesto, antes) y de ver la película (luego).
ResponEliminaEn este momento tanto en libros como en películas tengo dos pilas de pendientes, pero ya te contaré qué tal me va.
Abrazos, querido Josep
Esta recomendación, amigo Frodo, es muy fácil de proponer porque difícilmente puede dejar indiferente a nadie y, siendo ambas piezas de una eṕoca poco conocida, merecen el tiempo que se les dedique a revisarlas.
EliminaUn abrazo.