Introspección en estado puro
Takeshi Kitano, japonés nacido en 1947, seguramente pasará a la historia cultural japonesa como una sólida representación del arte japonés del tránsito de un milenio a otro, de la capacidad de incorporar muy diferentes ámbitos que abarcan desde la sátira surrealista al drama más íntimo pasando por una obra pictórica muy interesante que quizás ocupe su lugar dentro de un tiempo, cuando ya no podamos esperar ver nada nuevo de semejante artista.
No se pueden comparar sus producciones televisivas con las cinematográficas sin admitir que la humanidad es compleja y variada sin dar un paso que no asuma que hay tipos capaces de todo, cual artistas renacentistas, sin chirriar en obras tan dispares. Es posible que alguien conozca sólo una parte de las actividades de Kitano y llegando al conocimiento de su obra total, quede pasmado.
En lo que más concierne a este bloc de notas cinéfilas, el nombre de Takeshi Kitano va unido a varias películas en las que la violencia física es mostrada de una forma muy especial, seca, dura, escueta, sin florituras ni coreografías; la rapidez y precisión le otorga un punto de veracidad y las cintas de Kitano sorprenden al principio pero luego uno ya espera esa solidez en las tramas y en la forma de presentarlas, siempre con aspectos que obligan a pensar en la idea primigenia del autor, pues Kitano suele dirigir sus propios guiones y su presencia como protagonista es habitual, así que, una vez más, el adjetivo renacentista no le viene muy sobrado que digamos: más bien muy ajustado a sus capacidades.
Tenemos la inmensa suerte que existen otras formas de ver cine más allá de las salas de cine que en ocasiones se tornan en potros de tortura para el cinéfilo que pretende silencio absoluto para adentrarse en una pantalla que nos cuenta una historia.
Gracias a ello, podemos revisitar o descubrir películas que se estrenaron hace mucho tiempo (para algunos, muchísimo) y poco a poco configurar una totalidad cinematográfica en la que pueden aparecer sorpresas, máxime cuando algunas películas no se estrenan en salas de cine a pesar de su calidad innegable.
Takeshi Kitano contaba diez lustros en su calendario vital cuando acometió el rodaje de Hana-bi y en ella deja muy patente haber llegado a un control perfecto de su peculiar narrativa cinematográfica al conseguir captar la atención del espectador por la estimulación de su propia inteligencia que aplica a comprender un itinerario que es lineal en su contenido pero rupturista en su continente, pues las formas de las que se vale Kitano llevan el uso de flashback, de saltos temporales, de enérgicas elipsis y dejación de datos a los que se llega por pura deducción gracias a la virtuosa concatenación ejercida por el maestro Kitano en una exhibición que nos recordará una celebérrima frase: menos es más.
El uso de planos fijos y tranquilos es habitual en la cinematografía de Kitano que suele alternarlos con planos cortos repletos de violencia y usualmente se sirve de ellos para construir la personalidad de su protagonista sin que acabemos de comprender muy bien su estado de ánimo, pero en Hana-bi muy rápidamente percibimos que ése protagonista (el mismo impertérrito Kitano de costumbre) lleva muy dentro suyo no tan sólo una historia -que iremos descifrando lentamente- sino un itinerario íntimo, vital, que nos habrá aprehendido irremisiblemente, al punto que los hechos que se nos muestran sirven, ya, de confirmación continuada y sabemos que nos hallamos no tan sólo frente a un thriller provisto de la violencia seca propia de Kitano sino a una tragedia romántica alimentada por una fatalidad inevitable contada con una precisión quirúrgica que le otorga un clasicismo innegable.
Porque Kitano juega, no lo olvidemos, en la liga japonesa: una liga en la que los sentimientos no suelen mostrarse más que de forma muy liviana, muy pacífica, valiéndose de símbolos y de imágenes: el propio Kitano es el autor de una serie de pinturas que veremos insertas perfectamente en la narrativa visual gracias a un personaje secundario que, como todos los pocos que aparecen, tiene cabal importancia para completar el retrato de un protagonista que apenas tiene diálogos, un tipo cuya complejidad iremos desgranando lentamente hasta ser capaces de anticiparnos a sus actos, porque Kitano ha sabido mostrarnos el interior de ése hombre con una claridad provista de elegancia cinematográfica aparentemente simple y sencilla, como suele ocurrir con los grandes clásicos: como si no hicieran nada.
Ese protagonista, Nishi, (Takeshi Kitano, tan estoico como siempre) es un tipo duro que ha ejercido la violencia sin vacilar en su ocupación de policía en buena parte como respuesta a agresiones de su entorno profesional y también como vía de escape a un dolor interior que le apresa y atormenta por su evidente incapacidad de exteriorizar sus sentimientos, como veremos en sutiles detalles que la cámara nos marca: su situación personal y los acontecimientos profesionales le conducirán a una serie de actos cuya motivación conoceremos en el momento que más interesa a Kitano como guionista y director que no olvida ni por un momento que en toda tragedia la fatalidad debe ser explicada con la debida fuerza inexorable y aquí tomamos conocimiento de ello sin que quepa duda alguna, lo que es de agradecer: no hay trampa ni cartón en un relato dotado de una serie de acontecimientos que nos llevarán a la situación de considerar la inevitabilidad del desenlace propuesto.
A sus cincuenta años el Kitano capaz de orgullecerse de chaladuras televisivas es también capaz de ofrecernos una pieza redonda en la que los diálogos son casi inexistentes y la cámara habla por los cuatro costados porque el autor sabe colocarla, sabe usarla y sabe después trabajar en la moviola para que el conjunto mantenga un ritmo pausado pero inexorable manteniendo una narrativa inteligible para el espectador atento, colgado de la trama en el discurso prefijado por el autor que consciente de lo que hace y de la comunicación que establece con el cerebro destinatario, se vale de saltos temporales, elipsis y todo cuanto le sirve para transmitir su mensaje doliente de forma minimalista: menos es más.
Han pasado ya veintiocho años de las primeras loas recibidas por Hana-bi en certámenes europeos y creo que ya va siendo hora de reconocer que, mucho más allá de ser una película imperdible, es una verdadera obra maestra: menos de dos horas de cine puro. Y duro.
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