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dilluns, 27 de juny del 2011

Maldito teléfono




No descubro nada a ninguno de los amabilísimos lectores de este bloc de notas si aseguro públicamente que no me inclino por gastarme los cuartos viendo películas de miedo. No ya de terror: ni siquiera de miedo.

Han sido contadísimas las ocasiones en que he visto películas cuya motivación principal es la de alterar el sistema nervioso del público que usualmente disfruta con esa agitación y luego asegura sentirse mucho más relajado.

Supongo que será cosa adrenalínica pero esas estimulaciones no cuentan en principio con mi afición, aunque tampoco es que me vaya a largar corriendo del cine cuando me pillan in fraganti o, sinceramente, despìstado cual pulpo en un garaje y metido en una sala de cine repleta de buenas gentes dispuestas a asustarse y pasarlo en grande exudando emociones y soltando grititos.

No me voy corriendo por vergüenza, claro. Porque cuando me pillan, paso un miedo tremendo. Y sufro. Y no me acaba de gustar: ocasionalmente, reconozco, después, que no había para tanto...

Fred Walton se estrenó como director de cine llevando a la pantalla un guión que había escrito él mismo con la colaboración de Steve Feke en el que se contaban una serie de sucesos causados por un psicópata. la película se tituló When a Stranger Calls se rodó en 1979 y se estrenó en España con el título de Llama un extraño.

Sus primeros veinte minutos me dejaron tan impresionado que, tiempo después, todavía andaba yo buscando por todas partes una copia en VHS para verla con calma.

(VHS significa vídeo grabado en una cinta magnética, como las de las cassetes, pero más ancha. Esto, los cassetes eran.... ¡vale ya! trastos viejos, ¡caramba!)

En ese inicio Walton demuestra un oficio que luego fue desapareciendo, empezando ya en el minuto 22. Empieza la historia con una joven que va a cuidar a unos niños a su casa porque los padres se van a cenar y luego quizás al cine: los niños están ya dormidos y es mejor que no les moleste ni les diga nada a menos que se despierten. La joven Jill (Carol Kane) se dispondrá a estudiar en el salón de la casa cuando empieza a recibir llamadas de un hombre que al parecer la está observando, con mensajes parcos y quedos pero cada vez más amenazantes.

Únicamente con la estupenda actuación de Carol Kane y la voz del extraño al teléfono, Walton sabe crear un crescendo de tensión que, hace años, me dejó recuerdo imborrable. El uso de la iluminación, el emplazamiento de la cámara con enorme profundidad de campo incluyendo las sombras de la casa, las luces que entran por los ventanales y la martilleante música de Billy Preston y Dana Kaproff consiguen crear un desasosiego no exento ciertamente de trampa, pero efectivo al máximo y sin acudir al típico susto sonoro ni al montaje sincopado tan frecuentes en cintas del género.

Si en los primeros veinte minutos el peso de la acción cae sobre la muchacha, a partir de entonces y previa elipsis cinematográfica, lo que ha empezado como una cinta de miedo o de terror suave se reconvierte en una policial, ya que sabremos que han pasado siete años y que el extraño que llamaba fue calificado como demente, absuelto de culpa criminal y encerrado en un sanatorio del que, claro, acaba de escaparse. Y el que hace siete años fue el teniente de policía que le detuvo, John Clifford (Charles Durning) es ahora un detective privado que procurará por todos los medios hallarle y dejarlo fuera de combate.

En el segundo tercio Walton, a la vez director y guionista, pierde la oportunidad de profundizar en la compleja mente del perturbado Curt Duncan (Tony Beckley) y a pesar de contar con esos dos buenos intérpretes, se inclina por un tratamiento de la trama que apunta a la figura del justiciero tan en boga en algunos productos comerciales de baja calidad aunque sin caer en el uso de la violencia excesiva y gratuíta de algunos. Mantiene la tensión pero el ritmo se le va un poco abajo, hasta que, llegado el último tercio, recupera el brío con la presencia de Jill Johnson, ahora ya casada y madre de dos hijos, que de nuevo recibirá una llamada de un extraño cuya voz no ha podido olvidar....

Esta película ha permanecido en mi memoria durante tres decenios principalmente por la sensación de agarrotamiento que me produjo asistir a la proyección de sus primeros veinte minutos en la sala oscura: verla ahora de nuevo en casa no ha sido lo mismo, cierto, a pesar que sigo asustándome con cierta facilidad y siguen sin gustarme las de miedo. Seguramente para el cinéfilo acostumbrado a las películas de terror la sensación será distinta, pero habiendo comprobado que hace escasos cinco años se rodó un refrito que al parecer no obtuvo demasiado éxito, he pensado que quizás pueda resultar interesante su revisión para comprobar cómo es posible cargar de tensión el ánimo del espectador -e incluso llegar a producirle la adrenalínica sensación de miedo- sin necesidad de que se vea en pantalla sangre, ni agresiones, ni montajes sincopados, ni ruidos atronadores e inesperados, sencillamente iluminando con naturalidad y emplazando la cámara en el lugar adecuado y, naturalmente, contando con la colaboración de un buen editor como Sam Vitale que ayuda a cortar lo innecesario dejando un metraje ajustado de poco más de hora y media, suficiente para conseguir lo que se buscaba: un entretenimiento digno que, mira por donde, consiguió casi treinta dólares de beneficio por dólar gastado en la producción. Ahí es nada: ya lo quisieran muchos.

Video




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divendres, 24 de juny del 2011

Examen de Cinefilia (Parte XLV)



Ya sé que no estamos exactamente a final de mes.

Ya sé que coincidimos con el siempre atractivo solsticio de verano, las fiestas de la verbena mágica, el fuego purificador, la juerga, el ánimo disperso.

Ya sé que no es el mejor momento para proponer un ejercicio que obligue a pensar un poquito, ahora que el curso ha finiquitado y algunos han merecido un aprobado.

Pero la tradición es la tradición, como decía Tevye, así que, mejor en viernes que en lunes, veamos si este simplísimo acertijo se puede solventar rápidamente y podemos descansar:

Hoy es tan fácil, que casi da vergüenza formular la cuestión:



Se trata de averiguar el nombre de una persona muy, muy famosa, cuya colaboración con el mundo de la cinematografía ciertamente no ha dado los resultados esperados, siendo quizás el mejor ejemplo de vídeo que se pueda ofrecer el todo al que corresponde esta primera pista


Por no confundir, reduciremos la información a una Segunda Pista [+/-]
El personaje, de haberlo conocido, hubiera envidiado y odiado cordialmente y con toda justicia a


Las respuestas a mi correo, y las protestas y maldiciones a la cajita de comentarios.

El lunes, la respuesta para todos.




Estaba cantado. Milady April llega de sus vacaciones, lee el examen, lee las buenas aportaciones de datos en los comentarios de David, envía una respuesta al túntún y acierta de lleno en la diana. Llegar y besar el santo, dicen.


Ya es lunes, así que ahí va la solución [+/-]



1.- El vídeo es de una película argentina. Eso es muy fácil constatarlo simplemente escuchando un poco. Se trata, pues, de una personalidad argentina muy, muy famosa.


2.- En la segunda pista se ofrece información detallada:


a.- Se precisa que la personalidad falleció antes que Obama llegara a ser conocido, y se especifica el género masculino: ¿argentinos famosos? Di Stefano, Maradona, Messi: pero no, esos pibes están vivos aún y sólo son futbolistas: el fútbol, en este bloc, no es tema. Un argentino muy, muy famoso y muerto hace ya un tiempo. Y que no era futbolista.


b.- Y que, además, de haber vivido, hubiera envidiado a Obama con toda justicia:


¿Porqué?


¿Qué puede tener Obama que quisiera tener un argentino que alcanza la fama mundial sin ser futbolista y que, además, ha tenido algo que ver con el cine?


¿Quizás un premio Nobel recibido injustamente e injustamente no recibido?


¡¡¡AAAAARRRRRGHHHHH#@**~|##"@$&@##UUAAUUUUURGGGHHH!!!


Pues claro, si además se han cumplido este mes 25 años de su fallecimiento y se puede leer en todas partes referencias a él.

¿A quién?

A Jorge Luis Borges, por supuesto.

¿A que no era tan difícil?




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dilluns, 20 de juny del 2011

De una pieza







Hubo una época en la que cuando ibas a ver una película el aspecto formal y aparente no era el único aliciente para el espectador: tiempos en los que los efectos especiales estaban al servicio de una trama a contar, sumisos a ella, por increíble que pueda parecer a algunos; y los guiones no se afanaban en exponer de la forma más diáfana posible un mensaje sencillo: los guionistas daban por sentado que el público atendía los diálogos y se contaba con que su inteligencia -la de ambos, público y guión- iba a coincidir y, ocasionalmente, incluso llegaría a ser fuente de una agradable conversación post-visionado.

En esa época, no todas las películas eran buenas: las había incluso malísimas y desde luego que muchas otras, vistas con ojos adolescentes, toman un cariz distinto cuando ya las arrugas adornan las frentes supuestamente pensantes y, revisadas con un puntillo de nostalgia, se descubren como productos que ya quisiera uno ver en cine de estreno cada sábado.

Michael Winner es un cineasta que sin poseer un talento especial sí ha sabido producir y dirigir bastantes películas que han tenido cierto reconocimiento comercial, la mayoría de ellas con temáticas de corte violento, algunas excesivamente maniqueas, especialmente las que rodó con Charles Bronson.

A primeros de la década de los setenta ya existía lo que podríamos denominar el subgénero por excelencia del western, llamado de diversas formas pero todas apuntando al finiquito del género cinematográfico por excelencia que por otra parte sigue vivito y coleando.

Dentro de las supuestas constantes del western agónico están la violencia desatada y la complejidad de los caracteres como si fuesen novedades, pero ahí es donde seguramente el apetito de Winner se fijó para decidir producir y dirigir él mismo un guión escrito por Gerald Wilson recreando una trama mil veces vista en películas del oeste pero dotándola de unos detalles que le otorgan profundidad, dureza e inusual tratamiento de las relaciones entre las gentes que viven en tierras duras e inhóspitas.

La película, titulada LAWMAN (En nombre de la ley, 1971) gira toda ella alrededor de la figura de Jared Maddox (Burt Lancaster), representante de la ley en el pueblo de Bannock, allá por el lejano oeste.

Un buen día, cuando casualmente el sheriff estaba en unas diligencias fuera del pueblo, el ganadero Vincent Bronson (Lee J. Cobb) y sus vaqueros pasan por Bannock celebrando haber hecho un buen negocio con sus vacas y, copa de más y tiro de sobra, organizan un tiroteo ebrio del que resultan cristales rotos, incendios de tiendas y, ailás, una muerte accidental por una bala perdida que un idiota -y no el diablo- cargó en un revólver mal empuñado.

Pasados unos meses, Maddox se presenta en el pueblo de Sabbath, donde residen Bronson y sus vaqueros.

Seguro que el amable y asiduo lector recordará cómo nos detuvimos a contemplar el principio de The Tin Star, la estupenda película de Anthony Mann que ya comentamos entre todos hace muy poco: pues bien, Winner rinde un clarísimo homenaje a ese western clásico en su inicio: Maddox llega hasta la oficina del sheriff de Sabbath cargando un muerto a lomos de otra cabagaldura, y ese muerto es conocido por todo el pueblo, pero el sheriff no es ningún novato: es el veterano Cotton Ryan (Robert Ryan) que cuando lee la lista que Maddox trae consigo, advierte que va a haber problemas.

Maddox pretende llevarse consigo a Bannock a Bronson y todos sus vaqueros para presentarlos ante el Juez. Lo malo es que Sabbath es casi que propiedad en exclusiva de Bronson y todos, incluido el sheriff Ryan, cobran su sueldo del bolsillo del hacendado ganadero que vive en su apartado rancho.

Este planteamiento de la trama, presentado escuetamente en los primeros minutos de la película, casi junto con sus títulos de crédito, podría dar lugar a una de tiros y peleas con acción a raudales, buenos y malos, maniqueísmo barato y ruido en colores.

Pues no: sin renunciar a los tópicos formales del género, los diálogos enriquecen la historia que se nos presenta y lo hacen sin tomar partido por nadie, adoptando una lejanía ideológica que es de agradecer por estimulante: hay unos hechos que hemos visto antes de los títulos de crédito y sabemos que esos vaqueros han delinquido pero no podemos empatizar totalmente con los modos de Maddox por mucho que esté al servicio de la ley: diríamos que se emplea demasiado a fondo: se excede: mucho.

Los tres personajes principales son descritos de forma breve y concisa pero no a grandes trazos: detalles de su carácter van apareciendo dispersos entre los diálogos secos, rudos, cortantes. Alguna escena incide en nuestra atención ofreciendo claridad en el camino a la comprensión del personaje: así, cuando Bronson (estupendo Lee J. Cobb) le explica al joven Crowe el resumen de su vida ante la tumba de sus amigos y parientes, termina asegurándole que se malfíe de quienes le digan que los apaches son mala gente: luchó contra ellos, les robó las tierras, pero, al fin, les respeta: a su edad, ya sólo quiere paz: está harto de luchar.

A su servicio, Ryan ofrece el tipo de pistolero que por fin ha encontrado un pueblo tranquilo y prefiere lidiar con argumentos, ya que ha logrado sobrevivir. Le toman por cobarde, pero no le importa: ha alcanzado su sabiduría, la que le mantiene vivo. Su placa de sheriff le hace colega de Maddox: pistoleros al fin y al cabo, armas letales al servicio de una ley impuesta por el que manda: la mirada de Ryan (fantástica la composición de Robert Ryan) reconociendo en Maddox el peligro que él mismo representó hace años y sin sentir nostalgia del pasado es más que elocuente.

Maddox es de una pieza: o lo parece; pero le sobra crueldad y le falta piedad. Sus actos al servicio de la ley llegan a repugnar. No es, desde luego, ningún héroe; tampoco un villano. Sabe que la comunidad entera de Sabbath está contra él y sus designios: por eso acude a la iglesia, a preguntar al pastor: sabe que es el único que no mentirá. No dudará en matar de la peor forma, pero tampoco vacilará en perdonar una vida joven y atrevida con una advertencia:"tú eres un vaquero que lleva una pistola para matar serpientes y yo llevo la pistola para matar hombres: no importa quien sea más rápido: yo te mataré". Es de una pieza, pero con muchas aristas.

A poco que uno se fije, esta película del artesano Winner bebe fuentes clásicas y también ha servido a algún otro un poco más moderno que, seguro, la paladeó en su momento.

Para muchos puede ser una sorpresa hallarse ante un western casi desconocido, que no brilla en los anales cinematográficos ni listas de lo más ni anaqueles de premios y comprobar que, oído al parche, esas gentes que pueblan la pantalla ni son de una pieza ni lo pretenden y decidirse desde un rasero ético moral a cualificar a alguno es una hazaña que no puede despacharse en un minuto ni mucho menos.

Es muy cierto que el guión podría haber sido un poco más amplio y que su brevedad por momentos queda en cortedad, pero ello sin duda se debe a razones economicistas: no olvidemos que la figura del productor coincide con la del director y que buena parte del exiguo presupuesto se lo llevaría un enorme Burt Lancaster que borda el papel ofreciendo un Maddox vacío de cualquier sentimiento, fija la mirada en el cumplimiento de su tarea legal.

Winner se dedica a rodar con total economía de medios visuales, sin florituras si exceptuamos la moda del zoom, con vigor y sequedad acorde con la violencia que por momentos se desata: violencia que él sabe remarcar y resaltar acertadamente pues el contacto físico apenas tiene lugar; acciones en las que la mirada fulmina almas y las balas corazones; hay más violencia en la mirada que humo en el cañón del revólver mortal.

En poco más de hora y media, Michael Winner desgrana una historia que, acabada, ofrece la posibilidad de entablar una buena conversación ya que no tan sólo existe complejidad en los personajes principales: varios de los secundarios están también muy bien apuntados en sus caracteres por el guión de Wilson, al que, por faltarle, lo que le faltan son diálogos un poco más extensos pero no, desde luego, buenas ideas a exponer, porque en la palestra deja unas cuantas.

No es pues esta película únicamente un western de sesión doble, que es como yo la conocía hace años: es un plato a degustar con calma y el oído muy atento.



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divendres, 17 de juny del 2011

Algo especial



La entrada de hoy es algo especial y puede que a algunos/as les chirríe, pero segurísimo que a otros/as les va a encantar, y, además, lleva una dedicatoria:

Va dedicada al amigo Raúl, porque hoy cumple años; pocos, pero los cumple.

Y como me consta que es un experto amante de los musicales, se me ha ocurrido conciliar la actualidad de la que he tenido noticia a través del imprescindible Txema con mi propio deseo de tener a mano algunos vídeos interesantes, todos ellos correspondientes a la nueva revisión del musical de Cole Porter titulado Anything Goes

Sirve también como reparación al genio de Cole Porter por el mal trago pasado al ver el último biopic que le dedicaron, a él, genio musical que coincidiendo con un libretista como P.G. Wodehouse no podía crear más que un musical de los que hacen época, y éste lleva ya varias, y las que le quedan.

Sobre todo contando con artistas de la talla de la actriz Sutton Foster que acaba de obtener el premio Tony por su trabajo protagonista.

Y para todos aquellos compatriotas que piensan que es fácil triunfar en Broadway, veamos cómo se suda en un ensayo general.

Luego aparecen decoradores, maquilladoras, sastres y toda esta multitud de profesionales excelentes se ponen bajo los focos y sale algo tan aparente como esta escena.


La función parece que la han prorrogado a causa del éxito obtenido hasta enero del año que viene: así que ya sabes, Raúl, amigo: píllate un avioncete y lárgate con viento fresco a Nueva York y dale un vistazo a lo que falta de este estupendo aperitivo.

Y si no, siempre podemos esperar que, algún día, lancen el dvd de la función y lo podamos disfrutar en casa.

¡Felicidades, Raúl!







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dilluns, 13 de juny del 2011

Estoy preparado




Normalmente paso un buen rato eligiendo el título del comentario como representación de la idea que trato de plasmar blanco sobre negro: es un truco barato, supongo, pero me ayuda a meditar y definir el contenido y es lo primero que hago.

En esta ocasión y por prudencia primero procederé a vestirme de la forma más apropiada.



Porque me dispongo a explicar algún defectillo que, ignorante de mí, me ha parecido observar en lo que toda la crítica considera una obra maestra contemporánea, una pieza capital del arte comunicativo de este siglo que hace poco estrenamos y ya está repleto de grandísimos hitos jamás alcanzados por la humanidad.

Voy a referirme a la serie televisiva producida por el canal televisivo estadounidense HBO en cinco temporadas desde junio de 2002 hasta marzo de 2008, titulada The Wire (en España Bajo escucha) de la que no tenía ni idea hasta que documentándome para escribir sobre Luther supe de su existencia al leer inmejorables referencias.

Así que, ávido de buenas sensaciones, procedí a tragarme sus cinco temporadas una tras otra, capítulo a capítulo.

Y acabada que ha sido la ingente y laboriosa tarea hay dos cosas que tengo muy claras:

Nunca más enfrentaré la visión de una serie tan larga de ese modo, y

Tampoco me fiaré demasiado de los críticos televisivos, como no me fío de los de cine.

Aclaremos las cosas: The Wire es una serie que no está mal, pero desde luego en mi opinión está muy lejos de ser una obra maestra por distintos motivos y tan sólo una corriente espeluznante -por el significado que su propia existencia denota- de críticos temerosos de verse alejados del grupo de sabios o privilegiados conocedores de la verdad puede convertirla en una "pieza de culto".

Porque la serie pasó sin pena ni gloria por la audiencia generalista sin conseguir distinciones rimbombantes (ya sabemos que lo de los premios es una tangana amañada, pero...) y ha sido la crítica compuesta por "connaiseurs" de morro fino los que han ido elevando a un altar inexistente un producto para mí claramente sobrevalorado.

Han sido las ganas de decir lo que pienso y ofrecer la oportunidad de debatirlo las que me han movido a confeccionar este sencillo comentario que intentará detenerse en conceptos inéditos en la literatura que en la red puede leerse acerca de The Wire.

Cinco temporadas y sesenta capítulos dan para mucho. The Wire se focaliza en la ciudad independiente de Baltimore. Concretamente, en su barrio oeste y, por una temporada, en su muelle, uno de los más importantes del atlántico en los U.S.A.

Parece ser, por confesión propia, que el guionista, David Simon, pretende con su obra alcanzar la gloria de las tragedias griegas, las más clásicas y desnudas representaciones del ser humano con una potencia de lo abstracto pendiente de superar. Eso es una boutade el amigo Simon que se muestra pretencioso ante un crítico babeante.

Porque el foco de The Wire es tendencioso y mucho.

Los personajes que llenan la pantalla son, de forma étnica descriptiva, y de mayor número a menor, los siguientes: Negros, Polacos, Irlandeses, Griegos y un Italoamericano. De los Wasp hablamos de pasada.

Los negros, por ser mayoría, incluso podríamos diferenciarlos en tres clases: los afroamericanos, los negros y los negratas. Estos últimos son los más numerosos y son los que se instalan en las esquinas de los barrios desastrosos, verdaderos guetos, trapicheando con drogas. Los negros son los que proveen a los negratas de la droga a vender (por cuenta de ellos, claro) y se la compran a los griegos.

Los afroamericanos se dividen entre policías poco preparados pero honrados (aunque la única mujer resultará ser lesbiana), algún dirigente policial chapucero en sus trapicheos y mini corrupciones y unos políticos claramente corruptos.

Los polacos incluso son protagonistas de una temporada casi en exclusiva: la mayoría son borrachines corruptos, holgazanes que roban mercancías en favor de los Griegos, y hay un par de policías: uno espabilado y su yerno que a mitad deja de ser poli para pasar a maestro de niños negratas. No cuentan para nada, pero hacen bulto.

Los irlandeses son dos o tres: un poli borrachín que insiste en ser defensor de la ley pero se salta las normas a la torera mientras abandona su familia y casi que también malogra la nueva oportunidad que le da la única mujer policía blanca que aparece; y un jefazo del que se sabe muy poco salvo que va ascendiendo y que se va a tomar sus copas a un bar de gays: en un episodio así aparece, pero luego el valiente Simon no desarrolla el apunte y queda en agua de borrajas.

Esto me levantó las orejas y me hizo ver que el conjunto es marcadamente tendencioso: como es natural no conozco la ciudad de Baltimore (qué más quisiera) pero incluso para un profano está claro que la coincidencia con la realidad debe ser pura coincidencia, porque no puede ser tan desastrosa, ya que en ninguno de los sesenta episodios se ve más que maldad como si Baltimore fuera una ciudad maldita.

Hay una forma de presentar la trama que produce cansancio: los diálogos carecen de calidad literaria y están repletos de tacos: puede que en algunos ambientes digamos selectos (podríamos decir pijos) produzca asombro comprobar cómo las clases menos privilegiadas y con índices de escolarización deficientes se intercomunican con un vocabulario apenas compuesto de cien palabras mal pronunciadas, pero esto no es ninguna novedad, ni en los barrios de Baltimore ni en los de cualquier metrópolis, lo que demuestra que algunos nunca los han pisado; porque en The Wire la calidad de los diálogos es baja tanto si quienes los pronuncian son negratas o son gentes que se mueven en los salones propios de los conciliábulos políticos: es una masa informe que no ayuda a diferenciar y que si pretende uniformar efectivamente lo consigue pero a la baja. Pero no aparece ningún wasp en esa tesitura.

Dicho de otro modo: no hay que ser muy inteligente para entender todo lo que The Wire pretende comunicar. Pero creo que hay que mirar con calma qué es lo que no dice o qué es lo que enseña precisamente, como ensañándose.

Podríamos resumir telegráficamente: gracias a la mafia de los Griegos, que se vale de las maniobras den los muelles de los Polacos, ingentes cantidades de droga llegan a manos de los Negros que se valen de los Negratas para venderla en las esquinas de los barrios pobres donde los polis Afroamericanos intentan detener el tráfico alentados por un Irlandés borrachín que se enfrenta, día sí día también, a un Irlandés que aparenta ser gay una noche loca.

Pero aparte de algún secundario promotor inmobiliario que lava dinero negro (nunca tan bien dicho) y algún Abogado corrupto que se vale de los fallos del sistema no hay wasp a los que hincar el diente. Como si no hubiera ninguno en Baltimore, a la que repetidamente califican como ciudad negra, siendo así que hasta 1987 jamás hubo un alcalde negro en Baltimore y el primero que hubo fue sucedido por un irlandés que, como el italoamericano de la serie, acabó como gobernador del estado de Maryland.

Si uno se pone al día (muy por encima, claro) de la actualidad de la ciudad de Baltimore siguiendo la wiki, llega a la sensación incrementada que la tendenciosidad observada en The wire no se debe a ningún capricho y que hay un conservadurismo exacerbado en el conjunto, una tendencia maniquea lamentable que la aleja considerablemente del clasicismo que uno espera hallar en una obra maestra porque favorecer un lado en detrimento de otro, ser claramente partidario de una opción, aleja al artista del merecimiento de lo perenne permaneciendo como ejemplo de lo caduco. El olvido que de buena parte de la sociedad se observa en The Wire acaba, en mi opinión, perjudicando al conjunto.

La serie se desarrolla con una lentitud excesiva sin que los diferentes capítulos de cada temporada -comprensiva de una temática diferenciada- signifiquen siempre avances en el conjunto: al modo de las novelas por entregas de la época de Dickens, uno tiene la sensación que algunos capítulos se han pergeñado para rellenar unas horas de emisión, porque nada remarcable sucede ni por sí mismo ni como apunte necesario a una resolución que se sabe fija pues las fechas de emisión de los capítulos jamás se dejan a la suerte: están prefijado y todos lo saben.

Simon demuestra una clarísima falta de valor a la hora de enfrentar las distintas temáticas que pretende consolidar como base de lo que él denomina pomposamente su gran novela visual: el apunte del jefe de policía gay queda en nada, y la crítica al mundo del periodismo (nada que ver, a lo que parece, con el de España) se dulcifica absurdamente pues fijada la atención en un periodista que se inventa las noticias (caso real existente) al final acaba recibiendo el premio deseado y todo resulta de una tibieza extraordinaria: quien mucho abarca poco aprieta, dice el refranero español y parece ajustado como un guante a The Wire.

Punto y aparte merecen la dirección, la producción y la interpretación. En un lamentabilísimo formato tradicional 4:3, los diferentes directores de los sesenta episodios pasan de forma anodina y el trabajo correspondiente a decorados, iluminación y vestuario tampoco sobresale por motivo alguno.

En cuanto a los intérpretes, aparte los múltiples cameos organizados para sacar beneficio de popularidades que a mis ojos carecen de importancia, apenas sobresale el trabajo de Idris Elba por su complejidad (nada del otro mundo, a decir verdad) y la concurrencia de actores aficionados o meramente personajes del pequeño mundo criminal (alguien incluso alababa la labor de integración de ex delincuentes que al parecer posteriormente han reincidido) tampoco es un valor a tener en cuenta si consideramos el resultado final: sacar buen provecho de gentes no profesionales no está al alcance de cualquiera, por mucho que incauto y fatuo, se crea al nivel de grandes genios como De Sica.

En definitiva, si la cinefilia te ha llevado hasta este punto, déjame decirte que en mi opinión -nada modesta, a que vamos a engañarnos- no hallarás ninguna obra maestra en The Wire. Ni siquiera un fresco realista de la situación en los Estados Unidos, me temo. Mucho menos en el orbe, lo que la aleja años luz de la maestría. Pero administrada calmadamente puede llegar a entretener, aunque en algún momento, a menos que vaya muy errado, seguro que te tienta abandonarla a su destino, porque tu ánimo permanecerá frío. Muy frío.

Todavía no tengo título para este comentario, pero creo que estoy mentalmente preparado para recibir algún que otro palo....







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divendres, 10 de juny del 2011

MM 49 Plaisir d'Amour



En la película Love Affair que el injustamente olvidado Leo McCarey rodó en 1939, la excelente actriz Irene Dunne demostraba a su atónito compañero Charles Boyer, francés por más señas, que sabía entonar muy bien cualquier canción que se le pusiera por delante:

Por ejemplo, la famosa canción Plaisir d'Amour, de la cual se pueden ver diferentes interpretaciones en la historia del cine.

Veamos la de Irene Dunne:



Diez años más tarde, en The Heiress (1949), el estupendo Monty agarraba el piano y se disponía a musitar, más que cantar, la misma tonada a una enamoradísima -y solterona- Olivia:



Luego llega el Rey y hace la versión redequetedefinitiva:



Pero de plagios, copias y otras lindezas, ya hablaremos en otro momento.... ¿o no?




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dilluns, 6 de juny del 2011

X-Men Primera Generación




Este viernes pasado tuve la oportunidad de confirmar mis extrañas teorías adivinatorias que me permiten anticipar el estado de ánimo al salir de la sala de "mi cine" en algunas ocasiones y siempre me quedo -escéptico al fin y al cabo- con la duda relativa a la mala influencia que una imaginación desacertada puede significar en la supuestamente quieta labor de aquilatar muy subjetivamente como cabe esperar la mal llamada obra artística de un tipo al que no conozco de nada.

Porque salvo grave error de memoria hasta hace unas horas no había enfrentado jamás una película dirigida por Matthew Vaughn y acabo de apuntarme su nombre en esa libretita tan maja que tengo con las tapas negras.

Su última -y cuarta- película se denomina X-Men: First Class aunque a mí me la presentaron como X-Men: Primera Generación en riguroso multiestreno nacional lo que ya de por sí me colocó la mosca detrás de la oreja.

Antes que salga nadie a llamarme con epítetos degradantes he de asegurar que alguno de los motivos de acercarme -y entrar- a la sala de exhibición de "mi cine" fue la curiosidad, los días que no iba y el hecho que he visto todas las películas de esa saga proveniente de los tebeos, tanto como la esperanza que se tratara de un producto de entretenimiento digno.

El amigo Vaughn ayudado por unos cuantos amiguetes se ocupa del guión y ahí reside el origen de todas las castañas que luego nos irán ofreciendo una tras otra.

Ya va siendo una costumbre aceptada que la industria estadounidense se vuelca en productos destinados a espectadores cada vez más jóvenes y lamentablemente lo hace aprovechando las carencias culturales de esa masa engullidora de palomitas para presentar retazos de su propia historia de forma alterada mediante la inyección de moralina edulcorante disfrazada de invenciones fantásticas en las que héroes imaginarios provenientes de tebeos de cualquier calidad toman parte decisiva en el desarrollo de hechos que deberían contrastarse en las bibliotecas públicas más a menudo.

Ya sé que la pretensión de conciliar entretenimiento y cultura es tarea difícil pero lo que no se puede admitir es que ante la incapacidad de respetar la historia ésta sea reinventada de forma chapucera como si no hubiera otra posibilidad de pergeñar un guión con aventuras fantásticas sin necesidad de apoyo historicista alguno.

Da la sensación que Vaughn, incapaz de rodar un producto que respete su propia lógica interna se ha abocado a referencias históricas para obtener una pátina de respetabilidad que hubiese obtenido si su película hubiera sido divertida por sí misma sin necesidad de imitar a Watchmen ni rendir pálido homenaje (en realidad desastrosa imitación) a Doce del patíbulo, es decir, si se hubiera dedicado a explotar el imaginario que acompaña a todos esos personajes extraordinarios, mutantes dotados de las más extrañas características, poderes o cualidades, llámenles ustedes como les plazca, que van compareciendo e incorporándose al elenco conforme avanza el metraje gravemente lastrado por un guión deslavazado y una dirección carente del ritmo necesario para otorgar brío a la función.

Pero resulta que el amiguete Vaughn se pierde en un marasmo de ideas propias y ajenas y por momentos uno se queda con la sensación que a una escena igual podría haber seguido otra diferente de la que ve y ello no es muestra de innovación y sorpresa sino falta de lógica en el guión y la planificación de secuencias, buscando una originalidad que se les escapa como arena entre los dedos quedando la mano sucia de polvo.

Esta moda de basar el cine comercial en los tebeos que hace décadas se venden con cierto éxito me parece que ya ha agotado todas sus posibilidades de permanecer digamos que en el nivel de sala de cine y le correspondería la producción directa a soporte multimedia y quizás el pase por un canal temático de corte infantil de una televisión que debería ser controlada por adultos porque la estupidez de la presentación de la historia real debe ser combatida de forma eficaz: el problema del armamento nuclear, joven amigo, jamás residió en las ideas locas de un mutante: para invenciones al respecto, mejor acudir a Kubrick.

No soy conocedor de los tebeos de los X-Men: si acaso hace años puede que leyera alguno, pero ni me acuerdo: seguramente, acudir a algunos de aquellos guiones añejos y trasladar su imaginería gráfica en blanco y negro al rutilante color digitalizado de la pantalla actual hubiera dado un resultado más placentero y divertido y se hubieran ahorrado los sueldos de tanto guionista y Vaughn no hubiera tenido que extenderse hasta poco más de dos horas para contar la precuela de lo que pretenden convertir en una saga a la que desde ahora mismo proclamo mi renuncia.

Tráiler





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divendres, 3 de juny del 2011

TC (17) Charade



Hoy vamos a detenernos, si os place, en los títulos iniciales de una película que, aparte de gustar muchísimo al compa Manuel, consigue confundir a extraños a este vicio de la cinefagia (que siempre piensan que la dirigió Don Alfred) y excitar la conversación de los cinéfilos de pro, reconocibles en el acto cuando mascullan en la voz más alta posible que "fue Donen, Stanley Donen, quien la dirigió" para acto seguido lanzarse a comentar lo guapísima que estaba Audrey, lo acertadísimo que aparece Cary en su ambivalencia y la sorpresa de Matthau y vamos a dejarlo así por no contar más de la cuenta, pero casi seguro que más de uno se equivocaría si en vez de ser esta entradita perteneciente a la mini-sección de títulos de crédito fuera un acertijo-examen y se me ocurriera preguntar a quién pertenece la autoría de estos estupendos títulos de crédito:





Vale, vale: no digo nada más....




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