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dilluns, 25 de desembre del 2023

La tragedia de Macbeth


Hijo.- ¿Qué es un traidor?
Lady Macduff.- Pues uno que jura y miente.
Hijo.- ¿Y son traidores todos los que hacen eso?
Lady Macduff.- Quienquiera que lo haga es un traidor, y debe ser ahorcado.
Hijo.- ¿Y debe ahorcarse a cuantos juran y mienten?
Lady Macduff.- A todos.
Hijo.- ¿Quién debe ahorcarlos?
Lady Macduff.- Pues los hombres de bien.


Acto IV, Escena II (trad. Luis Astrana Marin)



Todos, quien más quien menos, tenemos alguna idea relacionada con el personaje de Macbeth que cobró fama gracias a la pluma de William Shakespeare quien basándose en personajes reales históricos pertenecientes a la lejana Escocia (tanto física como temporalmente habida cuenta que la tragedia se estrenó en Inglaterra en 1606) nos ofrece una pieza teatral muy breve (cinco actos que en edición tipo biblia de Aguilar no alcanzan sesenta páginas aún con las referencias y anotaciones del traductor), dotada de una fuerza inusitada en los personajes y sus acciones violentas que se concatenan en una sucesión de crímenes a cual más horrendo encaminados a satisfacer una ambición que tan sólo el poder absoluto podrá colmar adecuadamente.

Queda así pues Macbeth en la memoria como ejemplo de una ambición desmesurada si nos atenemos únicamente a las muchas referencias que hallamos por doquier y si acaso ampliamos a Lady Macbeth la designa de ejemplo de consorte tan o más hambrienta de poder que su esposo jurándose ejercer sobre el varón toda la influencia que su indudable talento para la argucia y la estrategia criminal señalarán el camino para satisfacer la ambición que ya será de ambos.

En manos de otro dramaturgo los acontecimientos que originarán las profecías de tres brujas que no fueron llamadas y dejaron simientes en las almas de Macbeth y su amigo Banquo (que históricamente es antepasado de la dinastía de los Estuardo, gobernantes que fueron de Escocia y de Inglaterra) cuando al primero le auguran que será rey de Escocia y al segundo que sin serlo engendrará dinastía real, podría ser la base para un drama de luchas fraticidas muy realista, un argumento básicamente conocido por el público inglés de la época, pero el Bardo por excelencia no se queda ahí y amplía la psicología de los personajes gracias a un trabajo exhaustivo que adorna y completa el interés que provocan Macbeth y su esposa mediante una amplia panoplia en la que todo encaja para causar cambios en las decisiones que tomarán y más en el efecto que sus acciones provocarán en ellos mismos y todo ello sin abandonar un hálito fatalista porque el observador, en este momento más ávido lector que espectador teatral, no puede olvidar que las malvadas nigrománticas no han hecho más que anunciar posibilidades, que no certezas con lo cual el albedrío sigue libre y su deriva de maldad viene dada por la voluntad y ése error de juicio permanece ostensiblemente diáfano durante toda la tragedia, que lo es porque nos relata, como es habitual, un fatum que podría haber sido muy distinto.

No es habitual leer obras de teatro y aún menos los clásicos; aún siendo teatrero confeso, hasta ahora no había leído Macbeth pese a disponer de la magnífica edición de Aguilar de las obras completas desde que la conseguí en mercado de ocasión en septiembre de 1993, así que no puedo exigir conocimiento previo a nadie, pero me animo a invitar a su lectura como paso previo a la contemplación de alguna versión cinematográfica, que las hay, como veremos en otro momento y otro día.

La inusual brevedad de esta tragedia ni por asomo significa que no debamos estar atentos a todo lo que nos van contando, que es mucho y muy interesante y no hay momento escénico ni línea de diálogo que Shakespeare inserte únicamente por lucirse, que no es el caso: aquí su escritura es recia, nada florida y huérfana casi de llamadas a la cultura popular de su época, absolutamente diferente a As you like it, que ya vimos aquí hace años, concentrándose con una fuerza impresionante en Macbeth y su esposa sin abandonar el resto de personajes que son más que meros comparsas o secundarios de lujo piezas de un engranaje que de forma inexorable vemos rodar a un fin intuído.

Uno lee esa tragedia y comprende porqué no ha tenido ocasión de verla en un teatro y no es desde luego por la grandiosidad del escenario: son los complejos protagonistas los que de una parte provocan admiración y de otra más que miedo pánico escénico, porque afrontar su representación no está al alcance de cualquiera; uno andaba pensando que será una tarea difícil cuando se topa con un comentario del traductor abundando en ése aspecto y señalando que, puestos a representar un personaje de Shakespeare, cualquier actor prefiere el que sea menos Macbeth, porque el Bardo lleva al personaje a una desesperación creciente hasta el borde de la locura y se basa precisamente en el sentimiento y certeza de ser un traidor, cuyo apelativo va cargado con el honor propio mancillado por una cobardía inadmisible, puesto todo al servicio de una ambición sin más límite ¡ay! que el incuestionable oráculo que acertará en todo.

La impresionante traducción de Luis Astrana deja en verso las intervenciones de las brujas al ser sus rimas más sencillas y el resto lo leemos en cómoda prosa y uno siente no poder leer el original como desearía, que tampoco debe ser fácil, porque el texto, sin ser compendio de apuntes temporáneos, requiere lectura tranquila y atenta ya que el autor no deja nada al azar y más allá de exponer acontecimientos originados por una ambición también nos propone una reflexión relativa a la traición que, bien mirado, suele ir aparejada a la consecución de un fin que seguramente sin su concurso no sería posible, así que una vez leída con detenimiento esta tragedia podemos llegar a la conclusión que Macbeth, más allá del relato de una ambición, lo es también de una traición: de hecho, de más de una, todas ellas, eso sí, al servicio de la primera.

Muchas son las lecturas que se pueden hacer del texto que no por nada es un clásico: nada de lo que va aconteciendo en el mundo conforme pasan los años le será ajeno, porque mal que nos pese es cierto que en 1606 los ricos se desplazaban en carruajes y ahora lo hacen en aviones particulares, pero la humanidad no ha cambiado tanto y siguen existiendo traidores ambiciosos dispuestos a lo que sea con tal de obtener sus fines y a poco que lo pensemos, es perfectamente comprensible que la co-protagonista, esa Lady Macbeth que le ofrece su apoyo, le ayuda, le da ideas, le reclama su valor guerrero y varonil para ejecutar sus crímenes, esa esposa igualmente ambiciosa de poder, no puede parecernos ni mucho menos lejana a este siglo que vivimos y casi podría decirse que ya en 1606 el Bardo reclamó para la mujer el reconocimiento de cómplice y coautora de unos hechos relacionados con la ambición de ser rey en lugar del rey por los medios que sean necesarios sin parar mientes en su ética pero sí en su oportunidad y beneficio inmediato.

Es lo que tienen los clásicos: que vas leyendo, leyendo, y te quedas pasmado al ver lo actuales que son.

Carezco de conocimientos para extenderme con el debido rigor respecto a esta célebre pieza y además tan sólo pretendo con estas líneas apuntar la conveniencia de leerla para poder ver alguna que otra versión cinematográfica que de la misma se han hecho, ya que verla en teatro en directo suele ser harto difícil.



2 comentaris :

  1. De verdad que Shakespiere, en esta obra, se sumergió en la sique humana hasta el mismo horror. Por cierto, esta pareja se me semeja tanto a una que "gobierna" a Nicaragua... Caray... esto es más actual que nunca

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    Respostes
    1. Jajaja....... los clásicos, Alí, no lo son precisamente por pasar de moda: la condición humana, en síntesis, no ha cambiado tanto como las indumentarias, los útiles y las armas y con una sutil traslación y ejercicio de observación, las coincidencias afloran...
      Un abrazo.

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