Si contemplamos en su conjunto la historia cinematográfica comprobamos que la práctica del refrito, homenaje, plagio, imitación o uso de ideas conocidas y desarrolladas anteriormente se sucede con una regularidad constante con tantas variables que se podría escribir una tesis doctoral sobre la cuestión, pero lo que resulta insólito es que lleguen a pasar más de tres décadas desde la aparición en pantallas de una pieza que podríamos asegurar ha devenido en clásica sin que todos sus ejemplos alcancen categoría suficiente para equipararse a un original literario clásico que a punto de ser centenario, todavía está a la espera de una versión cinematográfica que le haga justicia.
Cerramos con este comentario la trilogía de películas basadas remotamente en la novela de Dashiell Hammett titulada Cosecha Roja en la que se presenta el Agente de la Continental, ése detective, hombre de acción y pocos discursos cuyo nombre quedará en el anonimato y el cierre nos lo da, de momento, la película que en 1996, hace casi treinta años, dirigió Walter Hill con el título de Last Man Standing protagonizada por Bruce Willis, intérprete que en los años 90 estaba casi que permanentemente en cartelera, un reclamo comercial de primera línea.
Walter Hill, digámoslo de entrada, se curó muy bien de salud judicial de forma preventiva y dejó muy claro en los títulos de crédito que su película bebía de la fuente literaria de Hammett, del guión de Akira Kurosawa y de alguna idea tomada de Sergio Leone, así que todos contentos y tranquilos y un problema menos a tomar en cuenta.
Contra lo esperado, esta tercera versión de las andanzas del detective, hombre de acción y pistolero de nombre desconocido se limita a ofrecernos una actualización del escenario, pero no del desarrollo de los personajes que creó Hammett, y así podemos asegurar que ése "Agente de la Continental" incorporado por Willis sin cambiar de expresión más de dos veces en esta ocasión se mueve en un entorno más parecido al diseñado por Hammett, en una localización desértica de los U.S.A. donde la llamada Ley Seca favorece el contrabando de licores desde tierras mexicanas y de ése modo tenemos una versión más moderna que la del Japón decimonónico de Kurosawa o del western de principios del siglo XX de Leone, un salto temporal que se acerca a la fecha en que el mundo tuvo cabal conocimiento de la peculiar moral de ese tipo que se vale de argucias para colocar a unos contra otros para sacar beneficio, pero, una vez más, el guión se centra casi que únicamente en el tipo que engaña a unos y otros: su única verdad es que tiene muy buena puntería con dos pistolas y muy mala leche a la hora de dispararlas porque dejará un reguero de sangre por donde va, más semejante a un Atila moderno que al detective que se vale de fuerza pero mucho más de argucias.
Walter Hill devuelve la trama a los U.S.A. después de su itinerario japonés y europeo pero bebe directamente y a morro del guión de Kurosawa y pilla algo de Leone pero desecha la posibilidad de emplearse a fondo y, ya que reconoce el origen en Hammett, uno esperaba que aprovechara la oportunidad para engrandecer el relato, pero no.
Una vez más y ya son tres, hay un olvido de la presencia de la mujer como motor de ideas sugerentes para el protagonista: los personajes femeninos apenas tienen un punto de valor intrínseco en Yojimbo y luego, en Leone y en esta tercera ocasión, pasan a ser víctimas al abandonar la posibilidad de introducir un carácter muy bien escrito y perfilado por Hammett, lo que quizás nos abre la esperanza que, algún día, alguien se ocupará de llevar Cosecha Roja al cine como se debe, con todas las de la ley.
Dejando de lado las carencias del guión que resultan más evidentes al tomar en consideración un original literario tan rico de sentidos, es de reconocer que la película de Hill nos ofrece una trama no por conocida menos estimulante, lo que viene a ser una recreación de la historia conocida en un ambiente distinto con algún aditamento y cambio que puede agradar más o menos pero que en cualquier caso no será significativo porque es evidente que la intención no es otra que proveer al respetable público de un entretenimiento honrado y efectivo durante una hora y tres cuartos y en verdad el veterano Walter despliega sus virtudes de artesano solvente capaz de ofrecer a la estrella del momento un vehículo de lucimiento para que todos sus admiradores puedan contemplar con cuanta eficacia deja tras de sí un enorme rastro de cadáveres, eso sí: todos, mala gente.
No puedo decir que sea imperdible, pero sí que, si se deciden a verla, probablemente no se aburrirán y tampoco se molestarán por los huecos garrafales de algunos guiones modernos: no será una maravilla y podría ser mejor, sí, pero no es tan horrible como lo que se puede ver en los cines ahora mismo.
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Uno se dispone a ver una vez más la película de Sergio Leone Por un puñado de dólares (1964) y siguiendo con el vicio de leer todos los títulos de crédito que se ofrecen al principio, de repente piensas que algo no cuadra, porque consta un tal Dan Savio como compositor de una música que tú sabes perfectamente es de Ennio Morricone: ¿estaré viendo una mala copia del original?
Nada más lejos de la verdad: el gran Morricone, en sus principios colaborando con su amigo y colega Leone, se sirvió de seudónimos que nos acreditan le faltaba merecida confianza en sí mismo, algo de lo que iba un pelín sobrado Leone cuando decidió fusilar sin muchos miramientos la ya entonces célebre película de Kurosawa, Yojimbo. Y lo hizo creyendo que, ya que a Akira le gustó la versión estadounidense de Siete Samurais, porqué no iba a gustarle otra traslación al western, ya que de un western se trata aunque desde el principio recibió la denominación entre jocosa y despectiva de espagueti western que acabó por definir un género que triunfó de forma espectacular a finales de los sesenta y primeros de los setenta del siglo pasado, dando pingües beneficios a las productoras italo-germano-españolas que arrancaron la distribución internacional de unas películas rodadas en su mayoría en tierras españolas.
De hecho lo más original de esta película es la música de Morricone que creció en fama y fortuna de forma exponencial permaneciendo fiel a sus colaboraciones con Leone en sucesivas películas y no sería muy atrevido reconocer que sus estribillos musicales se han convertido en verdaderos clásicos que se pueden escuchar en los lugares más inesperados.
Del atrevimiento de Leone al recrear con tanta integridad la película de Kurosawa ya se arrepintieron él y los productores cuando el original les venció judicialmente y logró resarcirse económicamente, lo que no deja de tener su punto irónico pues, como se ha apuntado, la creación de ese tipo de antihéroe valiente, letal y sin nombre quizás se debería reconocer en favor de Dashiell Hammett cuando creó al Agente de la Continental.
Leone no fue muy original cuando decidió dejar los peplum por el western porque en la Italia de su época eran muchas las películas de western que se rodaban allí y se estrenaban con cierto éxito popular y cotidiano, como se reflejó en una película que vimos aquí, pero cometió dos errores: primero, copiar a Kurosawa sin pedir permiso y segundo, copiarlo mal.
Por un puñado de dólares se estrenó en 1964 y puedo dar fe que tuvo un gran éxito popular y comercial; tanto, que incluso se reestrenó con inusitada rapidez quizás apresurada por la presentación de sus dos secuelas que acabaron por configurar lo que se llamó "la trilogía del dólar" en las que un joven Clint Eastwood incorpora con estolidez hierática un tipo sin nombre, parco en palabras y leve en el gesto, desalmado y con una ética muy peculiar y, eso sí, certero y rápido matando con su revólver.
No hay en esta película, a pesar de los muchos comparecientes como copartícipes del guión, ninguna idea novedosa ni peculiar: dejando aparte la figura del protagonista, nada hace sospechar relación con el agente de Hammett porque nada en su entorno presenta la riqueza de componentes complejos: al igual que en Yojimbo, la acción domina la narrativa y en esta ocasión la técnica cinematográfica de Leone se muestra todavía muy primeriza en comparación con la riqueza cinematográfica del original, con lo que lo más interesante de Yojimbo no lo hallaremos de ninguna manera en la pieza de Leone, que podríamos decir está un poco influenciado por el lenguaje televisivo que irrumpía en los hogares abusando un poco de los movimientos de encuadre a base de zoom y primeros planos que carecen de carga interna y expresividad del intérprete: nunca nadie podrá decir que Clint Eastwood se acerca ni a medio metro de la intensidad que otorga Toshiro Mifune a sus personajes, pero el viejo Clint ha tenido toda su vida un aparato publicitario mejor a su espalda.
Lo que sí es cierto es que en esta película y en las dos que le siguieron hay un cambio en la forma de afrontar un género archiconocido: los que antes de ver en 1964 lo que nos mostraba Leone llevábamos en la retina y la memoria cinéfila todos los ciclos de cine que nos ofreció la única televisión a nuestro alcance nos quedamos un poco dubitativos porque no hay en estos western ni rastro de la profundidad argumental de los clásicos que incluso dos años antes (El hombre que mató a Liberty Valance, 1962) todavía daban grandes satisfacciones al cinéfilo amante de un género tantas veces dado por finiquitado, que en los modos visuales de Leone recibe una carga adrenalínica que revolucionaba las salas de cine consiguiendo que el público en general disfrutara de un ritmo trepidante en forma de montaña rusa con altos y bajos y con la sorpresa de una cantidad de tiros inesperada por inusual.
También es cierto que las películas de Leone fueron creciendo en contenido una tras otra y que los guiones sucesivos fueron mejorando, así que podríamos decir que esta película fue la que situó a Leone en el mundo cinematográfico y que para el cinéfilo puede ser interesante comprobar su crecimiento con el paso de los años, pero ésta, su primer western, permanece en la historia por todo lo apuntado, así que verla después de disfrutar de Yojimbo puede resultar provechosa ocurrencia.
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No hay duda alguna que Akira Kurosawa fue un enfervorizado lector de buena literatura y de ello dio buena prueba tanto por sus consejos a todos quienes deseaban ser algún día como él -un gran director de cine- como por sus películas que beben en muchas ocasiones de clásicos sean de la literatura japonesa como también de la occidental: su actividad como guionista evidencia sus gustos literarios y también, porqué no decirlo, su habilidad de aprovechar ideas leídas en autores consolidados, lo que, contra lo que algún meapilas ignorante pudiere afirmar, no es ninguna novedad ni en Kurosawa ni en muchos grandes autores que saben usar, recrear, diversificar y aumentar puntos de partida para obtener una pieza que está muy lejos de lo que sería un plagio y que ni siquiera cabe disimular con el mal traído eufemismo de "homenaje".
Kurosawa se apresuró en 1960 a felicitar a John Sturges por su versión de Los siete Samurais (1954) y podría ser que para entonces ya estuviese rodando o ultimando los preparativos de Yojimbo (1961) que no recibió en su momento ningún apunte relativo a ideas del guión tomadas de alguna parte conocida y sigue oficialmente y seguirá por siempre sin aclarar el origen de la inspiración que recibió el director y guionista para crear de la nada un personaje que, cuando uno está más que viendo disfrutando de Yojimbo, de repente se da en la frente y se dice:¡pero si ése es el agente de la Continental!
Kurosawa, que se inició en esto del cine en 1936 y dirigió su primera película en 1943, llevaba en 1961 los hombros muy bien cubiertos de toda clase de galardones y parece que se dijo a sí mismo: voy a rodar una película con mucha acción pero lo haré en una pantalla panorámica y contra lo que todos esperarán, me voy a dedicar a explotar las fuerzas de mis actores con primeros planos que les harán sudar de lo lindo y así conseguiré que, más allá de una película de criminales delincuentes, el espectador podrá reflexionar sobre la maldad: la maldad intrínseca, la maldad interesada, la maldad enloquecida.
Un hombre deambula sin rumbo en parajes agrícolas pero su aparejo es un sable que por su tamaño apunta a que se trata de un ronin, es decir un samurai que ha caído en desgracia por cualquier motivo y ahora malvive pobremente: la pantalla panorámica (2,65:1, ríete del 1,94:1 de tu televisor: en los sesenta del siglo pasado el cine peleaba así con la tele, creyendo que ganaría la batalla) incrementa su soledad cuando llega a una bifurcación y para decidir qué camino tomar, lanza un palo al aire.
Cuando llega a un pueblo solitario se cruza con un perro que lleva en la boca una mano de un hombre.
Sin palabras Kurosawa nos señala que la fatalidad ha llevado a ése hombre a un lugar de muerte. ¿Mala suerte?
No para el extraño ronin que pide de limosna un plato de arroz y asegura al cantinero que le socorre y le aconseja que coma y se largue rápidamente del pueblo que primero se tomará un sake y mientras pensará a cual de los dos bandos de criminales acudirá a ofrecerse como sicario, porque ha comprendido que en ese pueblo hay muchos tipos que merecen morir y él está dispuestos a matarlos. Por un precio.
¿Estamos ante una apología de un asesino? Ni mucho menos. A diferencia del tipo creado por Hammet que vimos hace unos días, este ronin se ha topado de casualidad con un pueblo dividido en dos bandos irreconciliables repletos de tiparracos a los que puede manejar a su antojo sacando provecho de ello. No llega con ninguna idea preconcebida, con ningún encargo, ninguna misión: su semejanza se termina en la decisión de aparentar amistad con unos y otros, malmeterlos y acabar con todos y ello sin que nadie logre saber quién caramba es y como se llama de verdad ese tipo tan enojoso y metomentodo.
Hay en ese ronin un aspecto que llama la atención del espectador atento a todo lo que irá sucediendo: resulta evidente que contra las apariencias y sus parcas palabras pidiendo más dinero no siente mucho aprecio por la riqueza material.
Kurosawa nos presenta una trama muy sugestiva en la que las traiciones, las trampas y la codicia mueven voluntades delictuosas mientras algunos se ayudan y auxilian para poder sobrevivir sin siquiera esperar nada a cambio más allá de un gesto amable de agradecimiento porque la carestía deja en la humanidad el valor de la persona que no necesita nada material para mostrar su dignidad.
Lo que mantiene apariencia de historia violenta muestra un subtexto rico en apuntes críticos con la avidez material y un desdén que ese ronin que seguramente conoció tiempos más ricos guarda en su pecho muy hondo originando con su espartana solidez el asombro de sus coetáneos en ese andurrial ruinoso en que se ha convertido un pueblo antaño próspero por la seda y los cereales y que ahora, lleno de jugadores, prostitutas y proxenetas, ha caído en un pozo que llama a voces una revolución, un cambio que ese ronin parece desea provocar pero en ningún modo aprovechar: un tipo peculiar, ese ronin.
El guión de Kurosawa pergeñado mano a mano con su amigo Kikushima trasciende, como es habitual en la filmografía de ambos, la mera descripción de una trama de buenos y malos: centrando la problemática en dos bandos que en sus contiendas aplastan a la ciudadanía honrada, la aparición súbita, inesperada, de un antihéroe complejo, capaz de quitar una vida sin pestañear ni sentir aflicción ni remordimiento, es una circunstancia que lleva a una serie de consideraciones que cada cual se hará por sí mismo, porque el guión no resolverá ninguna duda.
No hay que pretender hallar en esta película ni en su pronta secuela Sanjuro (1962) complejidades en los personajes que rodean al protagonista, ni en un bando ni en el otro, ni tampoco en los pobres aldeanos: no estamos ante personajes dotados de caracteres que en su propia condición alberguen explicaciones que puedan enriquecer unos diálogos ni directamente ni con alegorías, ironías e insinuaciones más o menos perceptibles: hay una situación de necesidad, de desfavorecidos y sometidos, de miedo por la propia vida, pero no hay discurso verbal inteligible: lo hay factual, muy perceptible, pero ello se debe más al guión técnico que al propio guión literario.
La labor de Kurosawa como director se erige en una clase magistral de cine mientras se sirve de la cámara emplazada donde a él mejor le parece para mostrar los personajes y lo que sienten, piensan, hacen: el guión técnico es deslumbrante gracias a una caligrafía visual que aprovecha una pantalla enorme de veras con una facilidad pasmosa sin permitirse ni un sólo momento de lucimientos técnicos epatantes para impresionar al espectador que permanecerá pendiente de una trama dotada de un ritmo pegajoso, que no te suelta ni por un momento, que te lleva de un lado a otro y no te acabas de creer que, de veras, ese letal ronin vaya a terminar como lo hará.
El uso del objetivo panorámico encima de los intérpretes parece una broma cruel de Kurosawa porque a buen seguro deberían sentirse incómodos y probablemente esa era la intención del avieso director, no en vano es otro de los especialistas en sacar todo el jugo de los que se colocan frente a su cámara, bien que luego obtienen reconocimiento por su exhaustivo empeño como es el caso de Toshiro Mifune una vez más afortunado protagonista de otra obra maestra de Akira Kurosawa.
Si no la han visto, no saben la suerte que tienen, porque descubrirla será un gozo. Si ya la vieron, procuren que esta vez sea en una pantalla lo más grande posible, que lo merece.
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