Pigmalion (3)
A mediados del siglo pasado, se presentó en los escenarios una versión teatral en clave de comedia musical: con un libreto de Alan Jay Lerner (basado en el guión cinematográfico pergeñado por Shaw para la película de 1938) y la música de Frederick Loewe, la comedia se estrenó en Broadway en 1956 y también en Londres en 1958; en Broadway, superó las dos mil setecientas representaciones.
En el año 1962 Jack L. Warner , uno de los dueños de la Warner Bros. pagó la escalofriante suma de $5.500.000 por los derechos cinematográficos del éxito de la escena; además, decidió encargarse él mismo de la producción, lo que aseguraba un rodaje con todos los medios al alcance de los estudios.
Warner puso manos a la obra: contactó con Vincente Minnelli, quien se equivocó al pedir una elevadísima contraprestación salarial; el productor entonces ofreció la dirección a George Cukor que al acto comprendió la importancia de la oportunidad para sacarse de encima la frustración de haber quedado fuera de Gone with the Wind, al constatar que Warner estaba dispuesto a casi todo en su empresa.
Warner quería hacer una adaptación fiel de la comedia musical, pero no quería el lastre que suponía la comparación con la misma; por ello, solicitó de Cary Grant su intervención para representar a Higgins: Grant le aseguró que, además de rechazar el papel porque entendía que su dicción era más semejante a la de Eliza que a la de Higgins, si no era Rex Harrison quien incorporaba a Higgins, ni tan solo se iba a molestar en ir al cine a ver la película que iban a rodar.
Hay que decir que Rex Harrison había creado el personaje de Higgins en el teatro, de forma más que brillante excepcional y que incluso varios de los cantables y, especialmente el último, fueron escritos y compuestos por la pareja Jay-Loewe pensando directamente en Harrison.
Pero Warner no quería dar su brazo a torcer: comentó que le parecía que Harrison era demasiado viejo para incorporar a Higgins; Harrison le mandó una carta explicándole que estaba en plena forma y para demostrarlo acompañó la misiva con dos fotos suyas desnudo, a bordo de una barca, tapándose los genitales con una botella de wisky y un periódico; las fotos las tomó el hijo de Harrison. Warner al final cedió y contrató a Harrison.
Para el papel de Eliza, Warner quería a toda costa a Audrey Hepburn, pese a que Harrison le recomendaba encarecidamente, día sí, día también, que contratara a Julie Andrews, compañera en las tablas, que había conseguido gran reconocimiento de crítica y público. Pero Warner no quería a una desconocida en el cine y, además, adujo la mayor fotogenia de la Hepburn.
Audrey Hepburn se pasó meses aprendiéndose las canciones de la comedia musical y al final fue doblada por Marnie Nixon, lo que le causó doble enfado, pues al engaño sufrido -pensó que su voz iba a ser respetada- se añadió la circunstancia que, aquel año, Julie Andrews ganó el Oscar por su labor en Mary Poppins.
Otro que se equivocó al rechazar la oferta de trabajar en el inminente rodaje fue James Cagney, capaz de cantar y bailar, lo que procuró a Stanley Holloway la oportunidad de llevar a la pantalla su irrepetible creación en escena del barrendero Doolitle, padre de Eliza.
Dispuesto como estaba Jack Warner a meter toda la carne en el asador, confió a la pareja Gene Allen y Cecil Beaton el diseño de la producción, decorados y vestuario. Ambos artistas se compenetraban mucho, ofreciendo una serie de ideas brillantes que Cukor, igualmente soltero, adaptó a su querencia particular, lo que provocó no pocos encontronazos entre los tres; después del rodaje, nunca jamás Cukor dirigió la palabra a Beaton.
Cukor ya era un veterano y reconocido cineasta que no olvidaba sus inicios como director teatral; estaba consolidada su fama de "director de actrices", aunque lo cierto es que también sabía sacar el mejor partido de sus actores. Los medios que Warner puso en manos de Cukor y compañía fueron casi ilimitados: se construyeron en siete estudios siete decorados independientes, con un detalle y una munificiencia asombrosos, al punto que toda la película se rodó en ellos, sin salir para nada al exterior. Este aspecto no marca en absoluto la condición cinematográfica de la película que se titularía, como la comedia musical en la que se basaba, My Fair Lady (My Fair Lady, 1964).
George Cukor se ciñe literalmente a la comedia musical que contiene gran parte de los propios diálogos de la pieza teatral escrita por George Bernard Shaw, permaneciendo pues en la trama todas las claves del pensamiento de su autor; se trata de una comedia musical que contiene gran número de piezas cantadas al tiempo que su mensaje permanece incólume ofreciendo un resultado atípico en el género, ya que el sentido de la obra, acabada la música, permanece en la memoria del espectador.
No obstante, la forma en que es representada la pieza teatral merece una consideración aparte; Cukor, lejos de pretender ahuyentar la sensación del origen teatral, lo refuerza mediante una serie de cuadros escénicos inmóviles convenientemente ubicados a lo largo de la narración, una especie de recordatorio-homenaje del origen escénico, con una elegancia y un ajuste cronométrico dentro del ritmo de la película que le sirven para reforzar aspectos puntuales de la condición de los personajes cuya historia veremos desarrollarse ante nuestros extasiados ojos.
Esos contrapuntos teatrales de Cukor hacen destacar aún más, si cabe, la oportunísima utilización de la cámara servida por un siempre excelente Harry Stradling que casa perfectamente con la enorme labor de montaje de William Ziegler
Porque aún reconociéndose el origen teatral de la película, en modo alguno ello significa un lastre para el resultado final: los movimientos de cámara y los encuadres, perfectos y adecuadísimos, demuestran que Cukor se sabía a la perfección todos los recovecos íntimos de la obra de Shaw, sabiendo reforzarlos con una maestría inigualable, bien por medios puramente cinematográficos bien por una sobresaliente dirección de actores: la labor de Harrison, temeroso que su costumbre de representar el personaje de Higgins en el escenario acabara por marcar el resultado final, fue adecuadamente conducida por Cukor, que supo marcarle el tempo cinematográfico, estableciéndose una especial química con el compañero de fatigas Coronel Pickering, representado por Wilfrid Hyde-White, una feliz pareja de locos por la lingüística que se volcarán en la educación de Eliza.
De los ocho premios Oscar que recibió la película, sin duda el más justo es el de Cukor como director, ya que su trabajo roza la excelencia como maestro de ceremonias de esa representación inolvidable de la pieza de Shaw.
El afán perfeccionista de Cukor en esa traslación a la pantalla grande (grande, grande de verdad: panavision 70) se comprueba en la famosa escena de presentación de Eliza en las carreras de Ascot donde podemos comprobar también el delirante mundo visual de Cecil Beaton que creó para la ocasión cientos de vestidos diferentes, todos en blanco y negro; Cukor realizó diferentes tomas de la escena: siempre veremos al público casi inmóvil, pasando frente a ellos, en la imaginada lejanía, el grupo de jinetes y sus caballos en carrera lanzada (recordemos que se hizo en estudio), ofreciendo un contrapunto muy teatral de acción/quietud plástica. Ante las dudas de Cukor, que pretendía seguir rodando una vez más la escena, Jack Warner ordenó que derribaran todo el decorado.
Cukor, que también contó con actores británicos para los caracteres secundarios (Jeremy Brett como el enamorado Freddie; Gladys Cooper como la Sra. Higgins y Mona Washbourne como la indispensable ama de llaves Sra. Pearce) supo articular el rodaje de forma progresiva siguiendo la continuidad de la acción ordenadamente, para favorecer el trabajo de Audrey Hepburn y lograr así que su conversión de patito feo a dulce cisne fuera real y equilibrada, otro acierto más de Cukor en una dirección de actores que se vislumbra como magnífica en todo momento, sin dejar nada al azar: los cantables de Higgins, muy bien llevados a cabo por Harrison, que no sabe cantar pero entona y declama puntuando el ritmo de la canción, los rodó Cukor con dos cámaras, permitiendo al actor afrontar las escenas sin cortes: así de maravillosas resultan la escena de la suntuosa librería (yo quiero una igual para mí) y la del último cantable de Higgins, cuando pensando en voz alta se enfrenta a la posible pérdida de la compañía de Eliza...
Cukor demuestra, en fin, que sabe filmar de forma extraordinaria los números musicales, favoreciendo a sus intérpretes, disfrutando el espectador de una música embriagadora, muy bien adaptada y conducida por el maestro André Previn, logrando un conjunto de notable interés para el cinéfilo amante de los musicales al tiempo que nos regala con una estupenda representación de una obra teatral eterna.
En el año 1962 Jack L. Warner , uno de los dueños de la Warner Bros. pagó la escalofriante suma de $5.500.000 por los derechos cinematográficos del éxito de la escena; además, decidió encargarse él mismo de la producción, lo que aseguraba un rodaje con todos los medios al alcance de los estudios.
Warner puso manos a la obra: contactó con Vincente Minnelli, quien se equivocó al pedir una elevadísima contraprestación salarial; el productor entonces ofreció la dirección a George Cukor que al acto comprendió la importancia de la oportunidad para sacarse de encima la frustración de haber quedado fuera de Gone with the Wind, al constatar que Warner estaba dispuesto a casi todo en su empresa.
Warner quería hacer una adaptación fiel de la comedia musical, pero no quería el lastre que suponía la comparación con la misma; por ello, solicitó de Cary Grant su intervención para representar a Higgins: Grant le aseguró que, además de rechazar el papel porque entendía que su dicción era más semejante a la de Eliza que a la de Higgins, si no era Rex Harrison quien incorporaba a Higgins, ni tan solo se iba a molestar en ir al cine a ver la película que iban a rodar.
Hay que decir que Rex Harrison había creado el personaje de Higgins en el teatro, de forma más que brillante excepcional y que incluso varios de los cantables y, especialmente el último, fueron escritos y compuestos por la pareja Jay-Loewe pensando directamente en Harrison.
Pero Warner no quería dar su brazo a torcer: comentó que le parecía que Harrison era demasiado viejo para incorporar a Higgins; Harrison le mandó una carta explicándole que estaba en plena forma y para demostrarlo acompañó la misiva con dos fotos suyas desnudo, a bordo de una barca, tapándose los genitales con una botella de wisky y un periódico; las fotos las tomó el hijo de Harrison. Warner al final cedió y contrató a Harrison.
Para el papel de Eliza, Warner quería a toda costa a Audrey Hepburn, pese a que Harrison le recomendaba encarecidamente, día sí, día también, que contratara a Julie Andrews, compañera en las tablas, que había conseguido gran reconocimiento de crítica y público. Pero Warner no quería a una desconocida en el cine y, además, adujo la mayor fotogenia de la Hepburn.
Audrey Hepburn se pasó meses aprendiéndose las canciones de la comedia musical y al final fue doblada por Marnie Nixon, lo que le causó doble enfado, pues al engaño sufrido -pensó que su voz iba a ser respetada- se añadió la circunstancia que, aquel año, Julie Andrews ganó el Oscar por su labor en Mary Poppins.
Otro que se equivocó al rechazar la oferta de trabajar en el inminente rodaje fue James Cagney, capaz de cantar y bailar, lo que procuró a Stanley Holloway la oportunidad de llevar a la pantalla su irrepetible creación en escena del barrendero Doolitle, padre de Eliza.
Dispuesto como estaba Jack Warner a meter toda la carne en el asador, confió a la pareja Gene Allen y Cecil Beaton el diseño de la producción, decorados y vestuario. Ambos artistas se compenetraban mucho, ofreciendo una serie de ideas brillantes que Cukor, igualmente soltero, adaptó a su querencia particular, lo que provocó no pocos encontronazos entre los tres; después del rodaje, nunca jamás Cukor dirigió la palabra a Beaton.
Cukor ya era un veterano y reconocido cineasta que no olvidaba sus inicios como director teatral; estaba consolidada su fama de "director de actrices", aunque lo cierto es que también sabía sacar el mejor partido de sus actores. Los medios que Warner puso en manos de Cukor y compañía fueron casi ilimitados: se construyeron en siete estudios siete decorados independientes, con un detalle y una munificiencia asombrosos, al punto que toda la película se rodó en ellos, sin salir para nada al exterior. Este aspecto no marca en absoluto la condición cinematográfica de la película que se titularía, como la comedia musical en la que se basaba, My Fair Lady (My Fair Lady, 1964).
George Cukor se ciñe literalmente a la comedia musical que contiene gran parte de los propios diálogos de la pieza teatral escrita por George Bernard Shaw, permaneciendo pues en la trama todas las claves del pensamiento de su autor; se trata de una comedia musical que contiene gran número de piezas cantadas al tiempo que su mensaje permanece incólume ofreciendo un resultado atípico en el género, ya que el sentido de la obra, acabada la música, permanece en la memoria del espectador.
No obstante, la forma en que es representada la pieza teatral merece una consideración aparte; Cukor, lejos de pretender ahuyentar la sensación del origen teatral, lo refuerza mediante una serie de cuadros escénicos inmóviles convenientemente ubicados a lo largo de la narración, una especie de recordatorio-homenaje del origen escénico, con una elegancia y un ajuste cronométrico dentro del ritmo de la película que le sirven para reforzar aspectos puntuales de la condición de los personajes cuya historia veremos desarrollarse ante nuestros extasiados ojos.
Esos contrapuntos teatrales de Cukor hacen destacar aún más, si cabe, la oportunísima utilización de la cámara servida por un siempre excelente Harry Stradling que casa perfectamente con la enorme labor de montaje de William Ziegler
Porque aún reconociéndose el origen teatral de la película, en modo alguno ello significa un lastre para el resultado final: los movimientos de cámara y los encuadres, perfectos y adecuadísimos, demuestran que Cukor se sabía a la perfección todos los recovecos íntimos de la obra de Shaw, sabiendo reforzarlos con una maestría inigualable, bien por medios puramente cinematográficos bien por una sobresaliente dirección de actores: la labor de Harrison, temeroso que su costumbre de representar el personaje de Higgins en el escenario acabara por marcar el resultado final, fue adecuadamente conducida por Cukor, que supo marcarle el tempo cinematográfico, estableciéndose una especial química con el compañero de fatigas Coronel Pickering, representado por Wilfrid Hyde-White, una feliz pareja de locos por la lingüística que se volcarán en la educación de Eliza.
De los ocho premios Oscar que recibió la película, sin duda el más justo es el de Cukor como director, ya que su trabajo roza la excelencia como maestro de ceremonias de esa representación inolvidable de la pieza de Shaw.
El afán perfeccionista de Cukor en esa traslación a la pantalla grande (grande, grande de verdad: panavision 70) se comprueba en la famosa escena de presentación de Eliza en las carreras de Ascot donde podemos comprobar también el delirante mundo visual de Cecil Beaton que creó para la ocasión cientos de vestidos diferentes, todos en blanco y negro; Cukor realizó diferentes tomas de la escena: siempre veremos al público casi inmóvil, pasando frente a ellos, en la imaginada lejanía, el grupo de jinetes y sus caballos en carrera lanzada (recordemos que se hizo en estudio), ofreciendo un contrapunto muy teatral de acción/quietud plástica. Ante las dudas de Cukor, que pretendía seguir rodando una vez más la escena, Jack Warner ordenó que derribaran todo el decorado.
Cukor, que también contó con actores británicos para los caracteres secundarios (Jeremy Brett como el enamorado Freddie; Gladys Cooper como la Sra. Higgins y Mona Washbourne como la indispensable ama de llaves Sra. Pearce) supo articular el rodaje de forma progresiva siguiendo la continuidad de la acción ordenadamente, para favorecer el trabajo de Audrey Hepburn y lograr así que su conversión de patito feo a dulce cisne fuera real y equilibrada, otro acierto más de Cukor en una dirección de actores que se vislumbra como magnífica en todo momento, sin dejar nada al azar: los cantables de Higgins, muy bien llevados a cabo por Harrison, que no sabe cantar pero entona y declama puntuando el ritmo de la canción, los rodó Cukor con dos cámaras, permitiendo al actor afrontar las escenas sin cortes: así de maravillosas resultan la escena de la suntuosa librería (yo quiero una igual para mí) y la del último cantable de Higgins, cuando pensando en voz alta se enfrenta a la posible pérdida de la compañía de Eliza...
Cukor demuestra, en fin, que sabe filmar de forma extraordinaria los números musicales, favoreciendo a sus intérpretes, disfrutando el espectador de una música embriagadora, muy bien adaptada y conducida por el maestro André Previn, logrando un conjunto de notable interés para el cinéfilo amante de los musicales al tiempo que nos regala con una estupenda representación de una obra teatral eterna.
Aquí prime yo!!
ResponEliminaPero, ¿cómo nadie te comentó esta entrada? Es maravillosa. Como la película.
Fíjate que no has contado lo de la bicicleta y lo simpática que estuvo Audrey para que Rex la perdonara por el mosqueo de que no hubieran cogido a Julie... Pero ¿quién va a estar enfadado con Audrey?
Lo de las fotos que tomó el hijo de Rex en el barco no lo sabía (ja,ja). Este Rex era genial.
Creo que Minnelli se "desquitó" de esto con la de Gigi. Y si bien me gusta bastante más My fair lady, creo que el trabajo de Vincent hubiera sido también maravilloso teniendo este material y estos colaboradores.
Lo de James Gagney tampoco lo sabía o no lo recordaba (sí que era bailarín y cantante aparte de un gran actor (oh yanki dudel lo que sea... Y es que todavía recuerdo su Oscar de cuando la vi de crío..pero, pero!! Si este siempre hace de gangster. No lo entiendo!!! (ja,ja)
Es una película que me encanta y maravilla. Y el número final de "I've grown accustomed to her face" y la interpretación de Rex son maravillosas. Esos cambios cuando baja la voz. Esa melodía potente que entra cuando él va a llegar a casa.
Una obra maestra, que no ha envejecido nada (al contrario de lo que me decía un amigo).
Un saludo.
Bueno, David: por una parte, al aparecer todo junto, y legible en la misma página, Alfredo y Alicia dejaron su comentario en el que estaba en primer lugar, que era el de la pieza. Nadie más quiso dejar rastro o quizá nadie más hasta ahora se lo ha leído.
ResponEliminaCelebro que te haya gustado. La película me parece excelente y no sé lo que hubiera podido hacer Minelli, pero está claro que Cukor realiza una labor inigualable, fantástica, a pesar de no ser un especialista en el género, lo que demuestra claramente, por si hiciera falta, su enorme categoría.
Saludos.