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dilluns, 28 de març del 2011

Dos actores y unos más





El cinéfilo escéptico huye cada vez más de los galardones como referencia útil para anticipar el resultado de una sesión de cine y la causa en modo alguno cabe imputarla al paciente espectador acusado por algunos medios como indolente cuando no claramente desconfiado: está claro que los usos y costumbres de la mercadotecnia más salvaje se han apoderado de lo que antaño era una fiesta en la que se distinguía al más notable para reconvertirse en un medio más de conseguir engatusar al respetable a fin que pase por taquilla y deposite unos emolumentos no siempre remunerados desde la pantalla produciendo un cierto desencanto en la ciudadanía cada vez más harta de que intenten darle gato por liebre.

A pesar de la poca fe que concitan los premios, está claro que cuando una persona en su carrera ha recibido bastantes ello suele indicar, además de tener buenas amistades, que algo, aunque sea poco, habrá de tener el premiado para no quedar en evidencia.

Si hay un cierto prestigio añadido por trabajos reconocidos como excelentes solemos acordar que es una suerte contar en una película con colaboradores que de antemano gozan del aprecio popular por el desempeño de su labor.

Cuando se trata de enfrentarse al rodaje de una película en la que no va a haber ni tiros ni efectos especiales, el director querrá tener a su disposición el mejor elenco de intérpretes posible ya que la atención por fuerza deberá residir en los personajes que vivan la historia que la película se dispone a contar.

Claro que también puede ocurrir que quien mande no sea el director y volviendo a los tiempos clásicos en los que quien ponía el dinero distribuía las funciones a su antojo y entendederas, se haga recolecta de un grupo de intérpretes para representar una trama y luego se busque a un director que se haga cargo del rodaje, lo que desde siempre hemos conocido como "película de encargo", usualmente alimenticia para genios como Welles o Coppola por poner dos ejemplos de épocas distantes.

Si la película pertenece al primer o segundo grupo es cuestión que uno decide una vez la ha visto y suele ser una opinión no exenta de controversia que deberá aclararse acudiendo a la contemplación de otros importantes elementos que conforman el todo artístico que vemos en pantalla, no en vano el cine es un arte compendio de muchos otros.

Estas reflexiones se le ocurren a uno cuando ha visto una película y se ha quedado a medias e intentando aclararse da vueltas y vueltas sopesando los pros y los contras en un ejercicio contemplativo buscando una solución que, realmente, no tiene porqué existir desde el mismo momento en que se tiene al cine por el Séptimo Arte y como tal sujeto a apreciaciones particulares de agrado y disgusto e incluso ambas a un tiempo sin que por suerte nada importante suceda como consecuencia.

Si tuviéramos una balanza virtual, en un plato pondríamos todo el peso que figuradamente pueden representar 94 premios y 117 nominaciones recibidas por un grupo de intérpretes como éste:

Premios y Nominaciones

Anthony Andrews 2 y 2
Timothy Spall 3 y 12
Derek Jacobi 11 y 7
Michael Gambon 13 y 7
Guy Pearce 4 y 16
Helena Bonham Carter 23 y 23
Geoffrey Rush 26 y 28
Colin Firth 12 y 22

¿No está nada mal, verdad?

Porque, como decíamos hace un momento, a los premios hay que añadir el prestigio que sin duda tienen todos los componentes de ese grupito, intérpretes forjados en la escuela británica y su prolongación de las antípodas australianas.

Seguro que Tom Hooper cuando vio completo el casting quedó la mar de contento: afrontar a sus treinta y ocho años su tercer largometraje con un grupito así es una suerte.

Hooper se disponía a rodar una película provista de guión escrito por David Seidler quien se inspira en la relación existente entre el que fue Rey de la Gran Bretaña conocido como Jorge VI y el poco conocido logopeda Lionel Logue, australiano domiciliado en el Londres de principios del siglo pasado que ayudó al monarca a paliar su tartamudez.

La película, rodada el año pasado, se tituló The King's Speech (El discurso del Rey) y huelga decir que ha recogido un montón de galardones porque seguro que todos están al tanto.

Si tuviéramos que definir el género al que pertenece las dudas expresadas al inicio aflorarían de inmediato focalizadas en aspectos más detallados, porque insertarla en la categoría de histórica sería pecar de ingenuo ya que no todo lo sucedido en aquellos tiempos coincide con lo que vemos en pantalla. Lo cierto es que es una película de ficción y no tiene porqué ser exactamente fiel a la historia mientras no exagere demasiado la interpretación de unos actos que no constan debidamente contados en parte alguna y que como consecuencia han sido libremente adaptados a la dramaturgia considerada óptima para el producto final que, no lo olvidemos, es un entretenimiento.

Sin embargo, pesa sobre la cinta, en mi opinión, un cierto tufillo de típico producto relator de una superación personal con la ayuda de un personaje que alcanza importancia cabal en la trama, pareja cuando no superior al propio protagonista.

Sin duda la importancia de ese co-protagonista nos viene dada por la circunstancia nada casual de que el actor que le da cuerpo es Geoffrey Rush, que, según consta en la wikipedia en inglés leyó el guión antes incluso que el propio Hooper. Claro que lo que cuenta la wiki puede estar -y remarco lo de puede- mediatizado por la oficina de mercadotecnia habitual.

El guión escrito con cierta libertad por Seidler resulta interesante por el descubrimiento público que hace de la existencia de ese real logopeda pero se queda en medias tintas ya que los personajes están apuntados con poca profundidad: todos ellos son bocetos aceptables de lo que debieron de ser y así como algunos breves secundarios dan un juego muy aceptable -con la excepción de Churchill, que parece una mala caricatura y no por culpa de Timothy Spall- tanto los Duques de York como el logopeda Logue aparecen como si el guionista se hubiera autocensurado, cercenándose a sí mismo la posibilidad de aventurar un estudio psicológico más profundo, aunque se tratara de una simple invención; es posible que Seidler no sea capaz de presentar un contenido con más enjundia en los caracteres.

Y es una pena, porque Hooper cuenta con unos intérpretes de primera fila que se le entregan totalmente: Colin Firth aprovecha las características de ese hombre afecto de un problema que en otro sería anecdótico y explota con gran efectividad el recurso de la tartamudez, reclamo seguro para obtener reconocimiento público, aunque el que pone las castañas en el fuego es Geoffrey Rush que, en un papel mal llamado secundario, despertó la admiración de este comentarista -una vez más- por el enorme despliegue de sutilezas con que adorna su siempre habitual dominio de la expresiva y educada voz que tiene.

Hay una escena en la que el taimado Geoffrey (que actúa también como productor ejecutivo de la película) planta su figura y da una breve lección de interpretar: cuando se presenta el actor Lionel Logue a un casting para representar a Ricardo III, adopta una expresión corporal ridícula y declama con voz rimbombante y uno se da cuenta inmediatamente del trabajo que el amigo Geoffrey está realizando en toda la película, en mi opinión comiéndose con patatas a todos los que tienen la oportunidad de compartir plano con él.

Luego el Oscar al mejor actor se lo dan a Colin, pero debe ser porque ni siquiera pudo Rush aparecer nominado como actor principal: supongo que representar a un Rey tiene sus ventajas. Alguien que disponga del guión original podría contar muy fácilmente las entradas que tiene cada personaje para salir de dudas.

En cualquier caso, la calidad del nivel actoral excede en mucho a la trama que se ocupan de representar, una historia que deambula en el filo de la navaja entre la reinterpretación de unos acontecimientos históricos e importantes en la Gran Bretaña del pasado siglo y la presentación de una lucha de un hombre para dominar un defecto en el habla que le impide desarrollar su función principal: no en vano en la escena dominada por el ladrón (de escenas) Michael Gambon como Jorge V éste le espeta a su segundo hijo que los monarcas han devenido en actores que representan a todo un pueblo y todos sabemos lo importante que una buena dicción es para un actor.

Esa trama de superación personal se articula como cualquier telefilme habitual en la sobremesa procedente de los innumerables estudios televisivos estadounidenses que siguen bebiendo en fuente semejante todavía al Selecciones del Readers Digest en los que la falta de profundidad es casi un sello identificador, y es ahí donde pierde fuelle esta película en mi opinión.

Hooper demuestra conocer su oficio proporcionándonos algunas escenas bien resueltas contando siempre con la intervención afortunada del camarógrafo Danny Cohen que utiliza unos objetivos muy adecuados, sean teleobjetivos para comprimir la niebla londinense y procurar intimidad pública a los personajes, sean grandes angulares con poca distorsión para representar la soledad del personaje frente a una multitud expectante. Le falta sin embargo a Hooper un punto de sencillez cuando en un travelling en vez de dejarlo transcurrir dando continuidad se dedica a fraccionarlo dando trabajo a la moviola de Tariq Anwar quedando una apariencia más televisiva que cinematográfica, salvo por la excelencia del apartado artístico, como siempre en producciones británicas, de primer nivel, en esta ocasión de la mano de Netty Chapman.

Me ha parecido pues una película interesante sobre todo para disfrutar de las buenísimas interpretaciones de los intervinientes, aunque la sensación, pasados unos días de su visionado y rememorada con calma, es que se trata de un mero divertimento, un ejercicio circense que tampoco requiere mayor esfuerzo: ni para interpretarlo, ni para disfrutarlo, acabando por ser olvidable ya que los personajes que viven en pantalla fenecen al encenderse las luces de la platea.






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divendres, 25 de març del 2011

Examen de Cinefilia (Parte XLII)



Estoy seguro que ninguno de los amabilísimos concurrentes a este bloc de notas , gentes despiertas y perspicaces, se llamará a engaño, pues como ocurre a menudo el mes de marzo en que vivimos suele coincidir, fecha por fecha, con el mes de febrero.

Y si el pasado 25 de febrero ya tuvimos la ocasión de ejercitar la neurona cinéfila, está claro que no hay motivo alguno para que, llegada la fecha presente, neguemos la posibilidad de recuperar la buena forma neuronal.

Así que, si os parece bien vamos a comprobar cómo andamos de memoria, o de inventiva, o de agilidad para buscar y averiguar.

¿Preparados?

Pues tomad lápiz y papel y apuntar lo que se os ocurra, porque hay datos muy válidos en todo.

Para esta ocasión volveremos a usar el vídeo como fuente de información.

Se trata de una escena que me resultó atractiva por un concepto nada cinéfilo pero que por su peculiar contenido seguramente será recordada por quien la haya visto en pantalla.

En ella hay información que, reconocida, debe ser suficiente.

La escena en cuestión es esta:







¿A que resulta muy fácil?




¡Ah! ¡Sí! Como es tan fácil, vamos a formular dos preguntas [+/-]


a).- ¿Cuál es el nombre del personaje que reclama la atención de todos los caballeros que están en pie y dando la espalda a los protagonistas de la escena?

b).- ¿Cuál es el título de la película que contiene la escena vista?

c).- Sí, ya sé que he dicho que haría dos preguntas, pero el que lo organiza soy yo, y, además, ¿y si fuera una buena pista?[+/-]
¿Cómo se llama la persona que interpreta al cónyuge de dicho personaje oculto?



Las protestas, quejas y amenazas varias aquí mismo.

Las respuestas, si os place enviar alguna, por favor, a través del formulario:



Espero que, por lo menos, coincidiremos en que la escena vale la pena verla...



Una vez más, la sagacidad de Abril (no en vano su verdadero nombre es Irene A.) le ha permitido avanzarse a los contertulios y averiguar no una, si no las tres cuestiones ofrecidas.
¡Enhorabuena!




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dilluns, 21 de març del 2011

TC (14) Ed Wood



En la que en mi opinión es la mejor película de Tim Burton, la presentación, descubriendo ya una muy cuidada elaboración a base de rutilante blanco y negro, nos muestra la lista de quienes participan en un anticipo de lo que será la superficie de la pasión de su protagonista, del que me temo, muchos de los que por aquí pasan, y yo el primero, no andamos muy lejos: la pantalla blanca, la oscuridad repentina y las imágenes que nos cuentan una historia.

El cine, vaya.






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divendres, 18 de març del 2011

Zemeckis, eres afortunado







Porque te ibas a llevar una somanta de palos que ni te lo puedes imaginar.

¿Pero a tí quién te dijo que eras capaz de llevar a cabo semejante empresa?

¿Es que te crees todo lo que te dice tu coleguilla Steven?

Venga, hombre, que ya eres mayorcito para dejarte enredar en según que aventuras.

Además, seguro que tú, como yo, pudiste ver hace años lo que nadie, ni tú con todos los medios a tu alcance ofrecidos como canto de sirenas por la todopoderosa Disney, es capaz de reproducir: solo imitar sin lograrlo.

Porque tú sabes bien, Robert, que la magia no se puede copiar: sólo disfrutar.

Anda, déjate de tonterías y disfruta un ratito:




Y date por contento, que te has salvado por los pelos.








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dilluns, 14 de març del 2011

Secuelas con química



En no pocas ocasiones los cinéfilos (y algún crítico también) usamos la palabra química para representar en un eufemismo que jamás he llegado a comprender del todo el especial entendimiento que parece existir entre dos intérpretes de una película.

Esa sintonía artística se da realmente en contadas parejas y las más de las veces es fruto de una mercadotecnia que busca ganchos comerciales con los que engatusar al público porque cuando realmente el fenómeno ocurre, es un placer verlo en pantalla.

Una de las parejas en las que se percibe de inmediato una sincronización perfecta en el tempo de la actuación es la formada por la siempre fotogénica y bella Mirna Loy y el polifacético y elegante William Powell. Ambos trabajaron juntos en catorce ocasiones, pero hoy nos detendremos únicamente a contemplar su espléndida representación del matrimonio Charles, Nick y Nora, ese par de dipsómanos inteligentes creados por la afilada pluma de Dashiell Hammett en la que sería su quinta y última novela.



William Powell y Mirna Loy protagonizaron seis películas desde 1934 hasta 1947 basadas en las andanzas del matrimonio Charles y en todas ellas el placer del espectáculo gira constantemente alrededor de esa pareja dotada de una ironía ingeniosa que la hace atractiva y un humor suave, un punto malicioso y libertino, que se convierte en un huracán de aire fresco cuando uno se sienta a ver cualquiera de esas seis películas.

Porque la MGM del siglo pasado ya había descubierto el negocio de las secuelas como forma de rentabilizar un éxito comercial, aunque lo cierto es que hace ya setenta años lo hacían mucho mejor que ahora. Porque a pesar que los personajes de Nick y Nora Charles los creó Hammett con todo su cariño al ser casi epónimos de él mismo y de su amada Lilian Hellman, lo cierto es que aun conociendo el éxito de la novela y de la primera película que se basó en ella (The Thin Man), Hammet se negó en redondo a escribir ni una línea más con esa pareja protagonista y por lo tanto fueron los guionistas de la Metro los que fueron acumulando aventuras de los Charles en los años siguientes, siempre contando con el soporte idóneo de la misma pareja protagonista.

Si bien es cierto que Mirna Loy y William Powell fueron intérpretes prototípicos del sistema de los estudios cinematográficos, no por ello sería justo dar por sentado que su coincidencia en diferentes películas debía dar buen resultado: en comparación con otras muchas parejas cinematográficas (ponga cada cual la que le parezca) Mirna y William representan en pantalla de forma más que brillante única a los Charles: es un gozo ver una y otra vez cómo las miradas que se dirigen, los mohínes, muecas y gestos familiares como alzar las cejas o guiñarse un ojo, darse un beso, un tirón de orejas e incluso una zancadilla, se producen con una fluidez naturalísima que refuerza la intención de las palabras apenas susurradas, gritadas o quizá dirigidas a un tercero extraño y ese especialísimo entendimiento entre la pareja es percibido de inmediato por el espectador que caerá en la cuenta de una pista importante del caso a resolver o soltará la carcajada ante una situación hilarante e inesperada y poco a poco irá permitiendo que esos dos simpáticos personajes se adueñen de su atención e interés, no importa cuan enrevesada y tramposa sea la trama, porque, ¡caramba! esa pareja es fantástica.

El otro día estaba con poco tiempo disponible y muchas ganas de ver una película que no me aburriera, así que consulté mi base de datos filtrándola alrededor de la medida aúrea y hete aquí que me dí cuenta que tenía en la estantería The Thin Man Goes Home (1944), en la colección de esa media docena de películas citadas, y que no había visto todavía.

Es la quinta película en la que aparecen Nick y Nora Charles, y su director fue Richard Thorpe, solvente y eficaz artesano de la casa, que se limita a mostrar con eficacia la trama inventada para la ocasión por los muy profesionales Robert Riskin y Harry Kurnitz que, una vez más, recrean un entorno de amable comedia en el que las ingeniosas e irónicas bromas de los Charles destacan mientras el patio de butacas está expectante por el misterioso crimen que sin duda acontecerá y que nuestro inteligente detective resolverá en la última escena en una reunión en la que estarán todos los sospechosos.

Habiendo dado con una mecánica que atraía al público, tratar de inventar era un peligro tan grande como decepcionar el interés, con lo que la secuela debía rodarse con gracia para no romper ese hilo invisible que unía al público con la caja registradora. La pareja protagonista sin duda constituye un gancho ineludible: el que ha visto alguna de esas seis películas ya sabe a qué atenerse y también sabe lo que espera encontrar: diálogos y situaciones de comedia ligera, alguna que otra burla relativa a la desmesurada afición al alcohol (recordemos que la novela inicial se refiere a la época de la prohibición, vigente la llamada Ley Seca) y también con un punto de picante sexualidad servidos de forma magistral por Mirna Loy y William Powell que se convierten en prototipos que ya dejaron en evidencia una pobre imitación televisiva de hace bastantes años y, si nadie lo remedia, en un par de años serán de nuevo recordados con añoranza.

En esta quinta ocasión la pareja vuelve por sus fueros: demostrando escasa sensibilidad familiar, han dejado a su hijito en la guardería y se van de vacaciones a casa de los padres de Nick, el Dr. Charles y su esposa Martha, que viven en Sycamore Springs, y los abuelos ni se extrañan ni se cabrean porque no pueden ver a su único nieto. Lo que importa es que Nick ha decidido impresionar a su padre y para ello ha abandonado el bourbon por la sidra, aunque, tropezando de veras cada dos por tres, todos, excepto Nora, le toman por ebrio trastabillante.

Habrá una muerte y en consecuencia una investigación por parte de Nick aunque éste se resistirá -aparentemente- con todas sus fuerzas alegando estar en vacaciones.

Lo que importa al espectador, una vez más, es hallarse frente a una película medida al máximo para ser placentera: dotada de un metraje modélico, cien minutos que pasan en un suspiro, el guión es denso por la cantidad de datos que aporta, pinceladas simples e inteligibles que nos llegan e interesan, atrapando el interés y obligándonos a soltar alguna carcajada repentina: la pareja protagonista encantadora como era de esperar e incluso algún secundario se luce en su momento de gloria, no en vano es una película de lo que conocemos como "star system" cuyos detalles se cuidaban con profesionalidad: baste señalar que de la cámara se ocupaba Karl Freund y del posterior montaje Ralph E. Winters

No es desde luego una obra maestra y en la propia saga ya las hay mejores, pero sobre lo que no hay duda alguna es que, no habiéndola visto, aun conociendo cualquiera otra de la serie, bien vale la pena dedicarle esa hora y media porque uno se reconcilia con aquel cine de antaño en el que la industria comprendía que, para hacer caja, debía ofrecer productos interesantes, capaces de encandilar una vez más al público que paga su entrada; para el cinéfilo puede ser una fuente de ideas comparar el modo de rodarse unas secuelas hace setenta años manteniendo en buena parte la chispa original, pues la pareja protagonista, principal reclamo y señuelo, no demuestra en absoluto cansancio: muy al contrario: saben mantener la llama de esa química tan especial, ese entendimiento que enamora desde una pantalla en blanco y negro que no permite un minuto de aburrimiento.






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divendres, 11 de març del 2011

MM 45 The Best Little Whorehouse in Texas



Una comedia con pretensiones gamberrillas pero dentro de un orden, muy localizada, con una temática poco original procedente de las tablas escénicas neoyorquinas, que extrañamente -o tal vez no, visto lo visto últimamente- será objeto de revisión, simple vehículo al servicio de sus dos protagonistas: un Burt Reynolds cuyo declive como sex symbol varonil empezaba a ser notorio se aliaba con una efervescente Dolly Parton en su segundo largometraje de una carrera poco notable como actriz pero que aprovecha el momento idóneo para demostrar su valía musical:




La canción, titulada I will always love you, la compuso Dolly ocho años antes y ha sido versionada en distintas películas, como todos sin duda ya sabrán.




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dilluns, 7 de març del 2011

Asesino + 30 = matachín




Treinta años son muchos: para algunos demasiados, para otros pocos, para todos bastantes. Por lo menos, es un tiempo que permite tomar distancia y observar con frialdad cualquier acontecimiento, incluidos los artísticos que en un momento dado se pueden admirar como resultado de circunstancias ajenas a la propia obra y a su autor.

En el cine, tres décadas son un mundo: los medios a disposición del artista han variado a velocidad constante en un avance tecnológico que en demasiadas ocasiones no va parejo a lo sustancial y de forma harto sorprendente uno, que ha visto algunas películas estrenadas entonces, se encuentra con que harto de peliculitas sosas, de repente emerge como mejor de lo que permanecía en el recuerdo una pieza añeja y, reflexionando, entiende porqué alguna película actual produce insatisfacción.

Hace más de treinta años, justo a principio de la década de los setenta del siglo pasado, se estrenó en las carteleras una película perteneciente al género de cine gangsteril que ya llevaba unos pocos años funcionando óptimamente en las salas, con antecedentes muy exitosos que ya hemos comentado: por ejemplo, The Killers (1964) y Point Blank; un tipo de cine en el que se relata una trama que transcurre en ambientes al margen de la ley donde la moralidad es escasa y la ética se rige por valores sujetos al beneficio egoísta la mayoría de las veces.

Los británicos no quisieron quedarse al margen de ese tipo de cine y se aprestaron a llevar a la pantalla una novela escrita por Ted Lewis titulada Jack's Return Home (Jack vuelve a casa) y la división británica de la Metro decidió producirla y encargar al hasta entonces televisivo Mike Hodges que se ocupara de escribir el guión y dirigir su primer largometraje, que se titularía Get Carter (Asesino Implacable) y se estrenaría en 1971 con buen resultado en taquilla.

La trama se basa en la breve estancia en su ciudad nativa de un asesino profesional, Jack Carter, cuando desoyendo la sugerencia de sus patronos se traslada desde Londres a Newcastle con motivo de asistir a las exequias de su hermano, fallecido en extrañas circunstancias que motivarán la sospecha de Jack iniciando una espiral de violencia en busca de venganza.

No es pues una película en la que esperar grandes diálogos ni conceptos filosóficos, moviéndose en el nihilismo negativo característico de tantos personajes del cine negro, malhechores carentes de sensibilidad y emociones, si acaso un oculto y profundo sentimiento del honor como pertenencia grupal, rasgo atávico que resuelve la intromisión ajena por medio de la violencia explícita.

Para representar su historia el novato Hodges contó con la interesada presencia de Michael Caine (que ya disfrutaba de rango de estrella imparable) como productor y desde luego inolvidable protagonista, dando imagen y presencia a ese Jack Carter impávido y decidido, asesino imparable que deja tras de sí un reguero de muertes cual Atila legendario, sembrando de cadáveres el camino que ha transcurrido.

Hodges mide con presteza el tempo narrativo y sin dejarse nada en el tintero desgrana poco a poco el iter criminalis del protagonista que descubrirá tras la muerte del hermano una conspiración en la que el submundo de la pornografía de adolescentes será clave para entender lo sucedido, presentando una serie de caracteres típicos pero dotados de presencia e interés suficientes para sostener la trama y hacerla verosímil y atractiva.

La muy setentera banda sonora compuesta por Roy Budd al que vemos en plena faena, acompaña y realza las escenas de acción filmadas con nervio por Hodges sin alharacas ni descubrimientos pero sin miedo a cortar lo sobrante obteniendo una economía visual que se agradece, huérfana de rimbombantes efectos que en ocasiones similares se observan fruto del pasado televisivo del director novel, iniciándose pues Hodges con buen paso en esta su primer película de cine, consiguiendo una pieza cuyo valor, curiosamente, el paso del tiempo acrecienta.

Porque una vez más el salto del charco, el traslado de la vieja y liberal Europa a la nueva y timorata Hollywood, conlleva, como ya comentamos hace tiempo aquí, una degradación incomprensible que convierte en injustificable la decisión de rodar, treinta años más tarde, una nueva versión de la misma trama, lo que unos llamarán con el vocablo anglosajón "remake" cuando lo más apropiado sería usar refrito, que es lo que hace el supuesto autor musical con la banda sonora original, como puede comprobarse en unos títulos de crédito que no me gustan nada de nada.

Es curioso comprobar que en este refrito del año 2000, esa mala película titulada también, como no, Get Carter (no hay traducción al castellano), el número de productores aumenta de forma casi exponencial: si en la anterior estaban dos -y uno de ellos era el protagonista- en esta ocasión son nada menos que quince los que constan en el equipo de producción; presuponiendo como es lógico que todos cobran su buen salario y viendo lo que han conseguido producir, uno ya empieza a entender la quiebra de algún que otro estudio hollywoodiense.

Porque parece que ninguno de esos quince sujetos tuvo el buen sentido de elegir ni un guión bien hecho ni tampoco un director que supiera siquiera imitar el trabajo realizado treinta años antes: Stephen Kay al igual que Hodges provenía de la televisión, pero no debió aprender otra cosa más que estilos videocliperos sin sustancia, porque aunque aparenta oficio en alguna persecución automovilística, un vistazo desapasionado permite observar que hay un exceso de planos en el montaje y la acción queda congelada por el truco, máxime cuando uno sin esforzarse se da cuenta que el careto del nuevo Jack Carter al volante perseguidor no coincide mucho con el que tiene el inexpresivo Sylvester Stallone que pretende cargar sobre sus anchísimos hombros el peso de la película fracasando en el empeño, porque por mucho que lo piense el maduro Stallone (54 años contra 38 de Caine en su momento) su aspecto no da miedo y además tocarse levemente la nariz o la perilla falsa no son (contra lo que Sly pueda pensar) recursos interpretativos ni mucho menos ademanes que puedan salvar la nula expresividad a que nos tiene acostumbrados y que llega a cansar y adormecer al más entusiasta.

Por si fuera poco, cuando uno ya ha visto la primera versión fílmica de la novela de Lewis, espera cuando menos que en el inicio de este siglo XXI se mantengan las escenas de alto contenido sexual y violento que aderezan la trama, evidentemente destinada a un público adulto y curado de espantos: es una historia par adultos sin dudarlo un instante, pero resulta que el refrito una vez más peca de timorato y auto censurado quedando a medio camino entre lo que debería ser y no es sin la ganancia de una calificación que permita a los infantiles acceder al cine a verla, dejando al cinéfilo pasmado por el aburrimiento primero y por la endeblez de la historia presentada que se podría calificar como pánfila, acabando por enaltecer la primera versión los evidentes defectos del refrito, resultando que el curso del tiempo ha llegado a convertir a un asesino profesional desalmado y eficaz en un botarate repleto de testosterona, un feo e inexpresivo matachín de pacotilla que ni folla ni bebe y además deja de fumar para dar ejemplo a una sobrina casquivana arrepentida.

Está claro que, puestos a elegir, mejor la "vieja": mucho mejor.



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divendres, 4 de març del 2011

ESD 28 M



Hace ya ochenta años Fritz Lang conocía al dedillo como escribir en redondilla en lo que este comentarista viene a denominar caligrafía cinematográfica.

Muy lejos de los excesos visuales pletóricos de efectos especiales y trampas de cartón piedra o para el caso digitalizaciones variadas, el maestro vienés, dos años antes de su periplo hacia el oeste impulsado por una genuina invitación del criminal Goebbels a ocupar un cargo oficial en la Alemania nazi, se afanó en retratar la maldad de un criminal de ficción (encogiendo el ánimo de los afortunados espectadores que la vieron el cine) por medio de una película en la que la elipsis no es una excepción sino una forma de comunicar sentimientos con elegancia.

Veamos el inicio de M (1931) en una brillante escena sin apenas diálogos que no podía faltar en esta mini-sección:









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