dissabte, 31 de maig del 2025

Jaque mate



Hace unas semanas acababa un breve comentario declarando que tenía ganas de disfrutar de alguna película clásica de espías y a esa comezón cinéfila se añadió la literaria y el resultado lógico me llevó a hurgar mis estanterías justo donde descansan las aventuras de George Smiley del que ya nos ocupamos hace bastante tiempo, primero en sus celebérrimas andanzas televisivas y luego en una versión cinematográfica un poco falta de brío que no se debe confundir con el término "acción" pues tratándose de tramas pergeñadas por John Le Carré, ya sabe el aficionado al género que las prisas brillarán por su ausencia.

Hete aquí que tenía pendiente la lectura de la tercera novela escrita por John Le Carré titulada El espía que surgió del frío (1963) precisamente porque dos años más tarde de su publicación ya fué llevada al cine por Martin Ritt en película titulada de forma homónima The spy who came in from the cold (1965)

John Le Carré grabó su nombre a fuego con esta su tercera novela que uno tiene la oportunidad de leer como una avanzadilla a la que sin duda será jubilosa costumbre de acudir a sus textos pues aúna una serie de cualidades que producen adicción en el aficionado a la novela de intriga inserta también de algún modo en el género negro pues el autor no pierde jamás de vista la recreación de unas realidades aparentemente cotidianas y vulgares cuando son continentes de ideas, voluntades y percepciones muy singulares y encaminadas a la obtención de un fin discreto.

La forma de escribir de Le Carré se adapta perfectamente a la trama que ha ideado: no pierde el tiempo ofreciendo descripciones innecesarias pero sabe recrear en la mente del ávido lector los escenarios abiertos y cerrados en los que se desarrollan unos actos que tan sólo ocasionalmente son violentos sin que la fatalidad letal deje de asomar en cualquier rincón de la mano de unos personajes psicológicamente complejos, gentes que pueden ser amables, sugerentes, amenazantes o amigables y nunca estarás seguro de si mienten poco o mucho o si quizás, sólo quizás, dicen la verdad, porque pronto se instala en el ánimo del lector la zozobra, la incertidumbre relativa a todo lo que está viviendo, porque ya Le Carré te ha atrapado en una tela de araña y no soltará hasta el final de la trama.

Para el simple aficionado -como este comentarista- que conoce las andanzas de Smiley, leer su nombre, el de Peter Guillam y naturalmente, el de Control, la situación tiene aires conocidos y sabes que la trama tendrá acción física en dosis mínimas pero imparables y que hay que estar ojo avizor, pues Le Carré no da puntada sin hilo y su estilo literario, aparentemente sencillo y simple, está trabajado para obtener un resultado perfecto sin fardar: va al grano y de qué manera.

Martin Ritt trabaja sobre un guión preparado por Paul Dehn y Guy Trosper que apenas toca nada de la novela de Le Carré, encantado de la vida con esos guionistas y con un director que entiende perfectamente el tratamiento que debe darse a una trama de espionaje de las de verdad, es decir, todo lo contrario a las andanzas rimbombantes, ruidosas y espectaculares que en ocasiones llenan de buen movimiento las pantallas pero no dejan poso: a poco que uno lo piensa, el espionaje verdadero, el buen espionaje, es aquel que no percibes, aquel que en vez de parecerse a un partido de fútbol americano se parece a una partida de ajedrez: en el ajedrez, gana quien mata al rey contrario: gana el que da jaque mate.

Los personajes inventados por Le Carré tienen su corporeidad inmaculada en unos intérpretes muy bien dirigidos que hacen gala de una naturalidad encaminada a conseguir un verismo que conquista al espectador que se convierte en una especie de mirón privilegiado situado con la cámara de Ritt justo donde mejor se sigue la trama, sin perder detalle, una posición que aprisiona la atención, que engancha sin sustos ni sobresaltos, una historia que lleva unos derroteros intrigantes en pos de un fin que se supone, se imagina, pero del que falta la certeza: de la misma forma que el novelista presenta capítulos cortos de extensión y llenos de significados crecientes, así Martin Ritt desarrolla su película adecuando la caligrafía visual de cada escena a su situación dentro de la total trama, cada vez más oscura y contrastada.

Uno no puede menos que advertir que posiblemente Martin Ritt disfrutó muchísimo dirigiendo esta película porque se observa un dominio, un control exhaustivo, minucioso, completo e íntegro de la trama ideada por Le Carré y a pesar de ello, el resultado final es mucho más que una mera traslación de la literatura a la pantalla: es una recreación perfecta con su propia fuerza visual ex novo.

Recomiendo por ello encarecidamente que nadie lea la novela antes de ver la película, porque ésta es una magnífica traslación del texto literario a la caligrafía visual: de entrada, la decisión de rodar en un magnífico blanco y negro repleto de grises variadísimos creados por el gran Oswald Morris cuando sin duda podría haberse hecho todo el rodaje en color evidencia que el director percibe la profundidad intrínseca del relato que, más allá de entretener, persigue y consigue trasladar al espectador una idea que permanecerá una vez acabado el metraje, una toma de conciencia que fácilmente derivará en disquisiciones complementarias que tendrán como foco una situación social quizás más real que imaginaria, acaso perteneciente al clásico ejercicio del poder ejecutado por el príncipe maquiavélico que sigue presente aunque desapercibido, como debe ser.

Martin Ritt recrea con su cámara los ambientes descritos por Le Carré añadiendo una cierta sensación de encerrona, de duda, una invitación a la vigilia que captura el interés del espectador y sin acabar de sellar con la empatía el discurrir vital del protagonista Alec Leamas (un magnífico Richard Burton) que mira a cámara procurando que la duda se expanda en la pantalla pero capturando la atención con la ayuda de unos primeros planos que resiste como un titán y uno no sabe muy bien a qué atenerse porque te hueles un asunto pero quizás sea de otra forma y el amigo Ritt mantiene el tono sin que te percates y te atrapará irremisiblemente durante casi dos horas en las que se desarrollan unos personajes que oscilan entre héroes y traidores, unos vaivenes cuidadosamente calculados que llenan la cabeza de ideas e imágenes hasta que, al final ¡hale hop! te dan jaque mate y te quedas a cuadros, ojiplático, porque te han enseñado lo que de verdad de la buena debe de ser el submundo del espionaje.

Y todo con una lógica aplastante que reconocerás a poco que rememores toda la trama, sin trampa ni cartón, una historia repleta de astucia y decidida fortaleza en la que a fuer de sincero, reconocerás que ni siquiera han tenido que mentirte, porque lo que han conseguido es que llegues a tus propias conclusiones diciéndote medias verdades, pero al fin pensarás que puede que, en realidad, el mundo funciones así. Y puede que no te guste. Pero tú tomarás tu decisión, porque ni John Le Carré ni Martin Ritt están ahí para dar sermones: ahí lo dejan, a tu albedrío.

Magistral la película, magistral la novela: no hay excusa para perderse ni la una ni la otra, porque leer la novela completará la sensación y recreará en la memoria la película.


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