Maligno Deforme
Los británicos pueden mostrarse orgullosos de haber contribuído al placer terrenal por varios motivos, algunos de los cuales podrán ser discutidos en función de los gustos de cada cual.
En lo que no cabe debate alguno es en la soberbia aportación calórica de sus famosísimos desayunos, los inigualables "breakfast" , que ya fueron acertada e irónicamente ponderados por el escritor W. Somerset Maugham, del que ya hablé aquí, mediante una ajustada sentencia:"La única forma de comer bien en Inglaterra es tomar un desayuno tres veces al día".
Otra aportación británica indiscutible es la figura y obra de William Shakespeare, cuyas obras teatrales, tragedias, dramas y comedias, consiguen interesar allá donde son representadas; quizás por haber mamado desde siempre los textos del bardo inglés, los actores isleños (los demás son continentales) se caracterizan por un rigor y un dominio de la técnica interpretativa que les permite descollar sobre sus compañeros de reparto, tanto en la tragedia, como en el drama, incluso en la más feroz comedia.
Uno de los más notables actores británicos vivos es Ian McKellen, renombrado intérprete shakesperiano que ha recogido excelentes críticas por sus trabajos en diversas obras y que, desde hace algunos años, está aprovechando, con buen criterio económico, unas oportunidades crematísticas que no le exigen esfuerzo alguno, colaboraciones estelares en productos comerciales que no mencionaré por lo recientes y abundantes.
No es sorprendente que el amigo Ian, en un momento de su vida, albergara la ilusión de protagonizar una obra de Shakespeare en la gran pantalla, después de diversos éxitos obtenidos en la televisión británica, intentando saciar ese gusanillo roedor de almas inquietas que acaba por penetrar en la sangre de algunos afamados intérpretes y, ya que no le surgió la oportunidad en ofertas aceptables, decidió el mismo dar el paso adelante, eligiendo para ello el lucido papel del malvado, contrahecho y conspirador príncipe Ricardo III, cuyo drama se había presentado en el cine cuarenta años atrás.
Así, en 1995, Ian tomó como productor ejecutivo las riendas del proyecto y encomendó la labor de director a Richard Loncraine, quizás una decisión poco acertada.
Como es habitual ya, desde que Kenneth Branagh presentara Much Ado About Nothing en 1993, la traslación cinematográfica de la representación shakesperiana de Ricardo III (Richard III ,1995) se apoya en un elenco de intérpretes de primera línea, todos ellos con papeles de carácter, importantes, pero alejados de sus posibilidades reales de ser protagónicos, lo que beneficia, indudablemente, al resultado final.
Lo cierto es que sobre todos ellos descolla Ian McKellen, tanto por ser el protagonista absoluto del drama, cuanto por su excelente composición del personaje, con un lenguaje corporal magnífico, sobresaliente incluso a la perfecta - y esperable, naturalmente- dicción del texto.
Dicho lucimiento, a ojos de este comentarista, resulta excesivo; la obra original, adaptada por el propio Ian McKellen y por el director Loncraine, es harto extensa como para suscitar dudas en su adaptación a un formato cinematográfico, normalmente más reducido y esa dificultad no ha sido bien tratada en el caso que nos ocupa, acabando por ser una confirmación a la regla que nos dice que pocos son los intérpretes capaces asimismo de tomar las riendas del conjunto sin desmerecer su labor. Da la sensación que Ian McKellen no supo reducir su extenso protagonismo y, evidentemente, el director poco tuvo que contar en el resultado final, dando la sensación que éste fue sólo una figura decorativa sin el pulso ni el nervio necesarios para acometer semejante empresa.
Las obras de Shakespeare, harto conocidas y representadas, han sido, son y serán, objeto de versiones más o menos afortunadas. En el caso de la pieza objeto de este comentario, RICHARD III, se hace una traslación del drama a una época moderna, en concreto finales de los años treinta del pasado siglo XX, modernizando pues el ambiente en que se desarrolla la conocida trama de corrupciones políticas, ambiciones y asesinatos convenientes a los fines del tullido aspirante a rey, que no vacila un instante en mentir, confabular y eliminar sin el menor escrúpulo a los miembros de su propia familia.
La ambientación es magnífica, como suele serlo en el cine británico, con un vestuario adecuado y una banda sonora acertada; a este comentarista no dejan de chirriarle, empero, las connotaciones fascistas en ciertos elementos ornamentísticos y de vestuario militar, en mi humilde parecer un tanto traídas por los pelos, sin ayudar en nada a la historia del pérfido Ricardo, pudiendo producir una cierta confusión entre regímenes autocráticos o totalitarios y la antigua monarquía parlamentaria que todavía rige los destinos de los británicos, dando por sentado que la obra de Shakespeare no versa sobre las formas de gobierno sino sobre la condición humana en su aspecto más evidente de la envidia y la codicia ante cuya satisfacción cede incluso la obligación de preservar en el otro el derecho primigenio a conservar la vida.
La película nos permite disfrutar de la excelente interpretación de Ian McKellen y de aquellos que llamó a su lado, pero nos deja la sensación que, esos mismos intérpretes, en ese mismo decorado, en otras manos más firmes hubieran logrado una versión inolvidable; la traslación al cine de la obra de teatro no es la adecuada, representando un lastre las escenas en que Ricardo, rompiendo el "cuarto telón" se dirige a cámara, es decir, a nosotros, para que sepamos lo que piensa; y resulta ridículo mantener la conocida frase "¡un caballo!¡mi reino por un caballo!", cuando se pronuncia en el fragor de una batalla moderna, con coches, carros blindados, trenes, pero ni un caballo a la vista en toda la duración de la película, que tiene la virtud de contenerse a poco más de cien minutos.
En lo que no cabe debate alguno es en la soberbia aportación calórica de sus famosísimos desayunos, los inigualables "breakfast" , que ya fueron acertada e irónicamente ponderados por el escritor W. Somerset Maugham, del que ya hablé aquí, mediante una ajustada sentencia:"La única forma de comer bien en Inglaterra es tomar un desayuno tres veces al día".
Otra aportación británica indiscutible es la figura y obra de William Shakespeare, cuyas obras teatrales, tragedias, dramas y comedias, consiguen interesar allá donde son representadas; quizás por haber mamado desde siempre los textos del bardo inglés, los actores isleños (los demás son continentales) se caracterizan por un rigor y un dominio de la técnica interpretativa que les permite descollar sobre sus compañeros de reparto, tanto en la tragedia, como en el drama, incluso en la más feroz comedia.
Uno de los más notables actores británicos vivos es Ian McKellen, renombrado intérprete shakesperiano que ha recogido excelentes críticas por sus trabajos en diversas obras y que, desde hace algunos años, está aprovechando, con buen criterio económico, unas oportunidades crematísticas que no le exigen esfuerzo alguno, colaboraciones estelares en productos comerciales que no mencionaré por lo recientes y abundantes.
No es sorprendente que el amigo Ian, en un momento de su vida, albergara la ilusión de protagonizar una obra de Shakespeare en la gran pantalla, después de diversos éxitos obtenidos en la televisión británica, intentando saciar ese gusanillo roedor de almas inquietas que acaba por penetrar en la sangre de algunos afamados intérpretes y, ya que no le surgió la oportunidad en ofertas aceptables, decidió el mismo dar el paso adelante, eligiendo para ello el lucido papel del malvado, contrahecho y conspirador príncipe Ricardo III, cuyo drama se había presentado en el cine cuarenta años atrás.
Así, en 1995, Ian tomó como productor ejecutivo las riendas del proyecto y encomendó la labor de director a Richard Loncraine, quizás una decisión poco acertada.
Como es habitual ya, desde que Kenneth Branagh presentara Much Ado About Nothing en 1993, la traslación cinematográfica de la representación shakesperiana de Ricardo III (Richard III ,1995) se apoya en un elenco de intérpretes de primera línea, todos ellos con papeles de carácter, importantes, pero alejados de sus posibilidades reales de ser protagónicos, lo que beneficia, indudablemente, al resultado final.
Lo cierto es que sobre todos ellos descolla Ian McKellen, tanto por ser el protagonista absoluto del drama, cuanto por su excelente composición del personaje, con un lenguaje corporal magnífico, sobresaliente incluso a la perfecta - y esperable, naturalmente- dicción del texto.
Dicho lucimiento, a ojos de este comentarista, resulta excesivo; la obra original, adaptada por el propio Ian McKellen y por el director Loncraine, es harto extensa como para suscitar dudas en su adaptación a un formato cinematográfico, normalmente más reducido y esa dificultad no ha sido bien tratada en el caso que nos ocupa, acabando por ser una confirmación a la regla que nos dice que pocos son los intérpretes capaces asimismo de tomar las riendas del conjunto sin desmerecer su labor. Da la sensación que Ian McKellen no supo reducir su extenso protagonismo y, evidentemente, el director poco tuvo que contar en el resultado final, dando la sensación que éste fue sólo una figura decorativa sin el pulso ni el nervio necesarios para acometer semejante empresa.
Las obras de Shakespeare, harto conocidas y representadas, han sido, son y serán, objeto de versiones más o menos afortunadas. En el caso de la pieza objeto de este comentario, RICHARD III, se hace una traslación del drama a una época moderna, en concreto finales de los años treinta del pasado siglo XX, modernizando pues el ambiente en que se desarrolla la conocida trama de corrupciones políticas, ambiciones y asesinatos convenientes a los fines del tullido aspirante a rey, que no vacila un instante en mentir, confabular y eliminar sin el menor escrúpulo a los miembros de su propia familia.
La ambientación es magnífica, como suele serlo en el cine británico, con un vestuario adecuado y una banda sonora acertada; a este comentarista no dejan de chirriarle, empero, las connotaciones fascistas en ciertos elementos ornamentísticos y de vestuario militar, en mi humilde parecer un tanto traídas por los pelos, sin ayudar en nada a la historia del pérfido Ricardo, pudiendo producir una cierta confusión entre regímenes autocráticos o totalitarios y la antigua monarquía parlamentaria que todavía rige los destinos de los británicos, dando por sentado que la obra de Shakespeare no versa sobre las formas de gobierno sino sobre la condición humana en su aspecto más evidente de la envidia y la codicia ante cuya satisfacción cede incluso la obligación de preservar en el otro el derecho primigenio a conservar la vida.
La película nos permite disfrutar de la excelente interpretación de Ian McKellen y de aquellos que llamó a su lado, pero nos deja la sensación que, esos mismos intérpretes, en ese mismo decorado, en otras manos más firmes hubieran logrado una versión inolvidable; la traslación al cine de la obra de teatro no es la adecuada, representando un lastre las escenas en que Ricardo, rompiendo el "cuarto telón" se dirige a cámara, es decir, a nosotros, para que sepamos lo que piensa; y resulta ridículo mantener la conocida frase "¡un caballo!¡mi reino por un caballo!", cuando se pronuncia en el fragor de una batalla moderna, con coches, carros blindados, trenes, pero ni un caballo a la vista en toda la duración de la película, que tiene la virtud de contenerse a poco más de cien minutos.
Para mi es la mejor adaptación de Ricardo III que se ha llevado a la pantalla, superior a la demasiado académica de Olivier, y McEllen está sencillamente perfecto en el papel. Yo creo que lo de adaptar las obras de Shakespeare a un tiempo mas actual (y casi se podría decir que intemporal) es algo que se ha ido haciendo con mas o menos fortuna desde que lo hizo Branagh (peor ejemplo, quizás, Titus). Desde luego un reparto inmejorable.
ResponEliminaNo puedo discutirte que sea la mejor adaptación, pues no he visto la de Olivier todavía: está en cartera...
ResponEliminaTampoco he visto Titus: vale, vale, me autocollejo yo mismo...
Creo que el mayor acierto de Branagh está en ofrecer la obra completa, permitiendo mayor lucimiento a sus "partenaires", con el ahorro de tener que andar pensando qué se corta del texto y qué no.
Saludos.
Tengo un recuerdo bastante difuso, compa Josep, de esta peli, con lo cual tu reseña (y aquí irían los piropos, pero no quiero repetirme siempre, aunque no me dés motivo para otra cosa: excelente...) lo que motiva, fundamentalmente, es que me plantee con toda seriedad echarle una nueva miradita, que bien lo merece, desde luego...
ResponEliminaUn abrazo.
Amigo manuel, sin duda disfrutarás de ella ya que en su revisión encontrarás detalles que te habrán pasado desapercibidos; es lo que tienen esas películas tan densas y plenas de simbolismos; desde luego, la labor actoral es para verla no dos, sino más veces.
ResponEliminaUn abrazo.
Muy buena esta reconstrucción de este film que sin dudas es más que logrado. Siempre es un placer leer el trabajo de investigación que haces con los films que traes. Mi versión preferida es la Pacino. Saludos!
ResponEliminaUuuuummmm. Vale, la frase del caballo más que ridícula se hace "rara" en el jeep, pero a mí esta película (no me digas por qué) me encanta. Todos los actores están geniales, y sí, él especialmente (pero bueno, es Ricardo III). Es una película durísima, muy fuerte, y visualmente muy cuidada. Lo del fascismo ya lo había hecho Welles con su Julio César teatral si no recuerdo mal, y a mí me parece que le da un añadido estupendo a la película.
ResponEliminaPelícula que refleja perfectamente la ambición desmedida de este hombre y que ya te digo que me encanta (la he visto unas tres veces), a pesar de que pueda verle algunas de las pegas que le pones.
Por otra parte, lo que nunca mencionamos es que el pobre Ricardo III tuvo la mala suerte de estar en el bando perdedor, y así Shakespeare hizo lo que hizo para agradar a sus soberanos, pero que debió ser un buen monarca.
Lo que ocurre, David, es que venir ahora a usar el fascismo es marcar temporalmente una tragedia que gracias al enorme talento del Bardo es intemporal, con lo que se está rebajando su fuerza, focalizando lo que es eterno, que no es otra sino esa ambición desmesurada.
ResponEliminaEl problema de la pieza es que el personaje de Ricardo es enorme, pero en la película el abismo con los demás se engrandece, injustificadamente además, porque para hacerle sombra a McKellen no había ninguno disponible y ello perjudica el acabado.
De la historia real ni idea, vamos, pero ya se sabe que las historias las escriben los que sobreviven...
Saludos.