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divendres, 29 d’octubre del 2010

Pobre Tim




Resulta curioso comprobar cómo el cine se ha ido desarrollando con el paso del tiempo.

En las pantallas actuales rara es la película que no contenga escenas de acción frenética provista de una planificación acelerada, en ocasiones casi sincopada, y las imágenes sangrientas suelen servir de refuerzo a las ideas que el director pretende transmitir, y no me refiero en absoluto al denominado "cine gore" del que nada puedo decir por desconocerlo por completo.

Hace cuarenta años uno podía ver una película que versara sobre negocios más bien macabros y escabrosos sin temor a que sus pupilas se dilataran o empequeñecieran súbitamente y sus tímpanos tampoco corrían peligro de explotar aunque, eso sí, su ánimo podía encogerse porque un director con lo que siempre se ha llamado "oficio" sabía llevarle de la mano y contarle una historia de la mejor forma, contando con la inteligencia de ambos, espectador y artista.

Uno de esos directores de oficio, también conocidos como "artesanos", fue un estadounidense sobre cuyas películas, mirando mi propio Índice, me doy cuenta que ya me he detenido en tres ocasiones, con lo que a buen seguro no será un extraño para los habituales y desde luego para ningún cinéfilo que se precie de serlo: me refiero a Richard Fleischer un verdadero trotón ganador del cine, capaz de rodar cualquier clase de película con distinción de género y época y salir como mínimo indemne del empeño y en más de una ocasión obteniendo el beneplácito de crítica y público.

Fleischer tenía ya sobre sus espaldas una serie de películas muy buenas cuando a primeros de los setenta del siglo pasado se le presentó la ocasión de rodar una película basada en unos hechos verídicos: una muy truculenta historia ocurrida en la Gran Bretaña, en concreto en el Londres que vivió los avatares de la segunda gran guerra y especialmente su posguerra, centrándose la trama en la figura de un hombrecillo que asombró a sus coetáneos.

El escritor y guionista Ludovic Kennedy escribió una novela y el experto Clive Exton la adaptó para la pantalla grande, y Fleischer, convocado expresamente por la productora, dirigió la que se titularía 10, Rillington Place (1971) traducido su título al castellano como El Estrangulador de Rillington Place, (evidentemente para apoyarse en la anterior película de Fleischer) de cuyo estreno en España no tengo recuerdo ahora mismo y no hallo el dato fiable, porque la vi en televisión hace tiempo, pero no en el cine, y ya me extraña.

Fleischer se decidió por reforzar desde el primer momento el carácter documental de una película que, sin abandonar el componente artístico de una obra de ficción, se dedica a recrear con la mayor veracidad posible los hechos que acontecieron en el número 10 de la calle Rillington Place de Londres desde 1944 hasta bien entrados los cincuenta, todos ellos de la mano de un hombrecillo insign
ificante que atendía por el nombre de John Reginald Christie (Richard Attenborough) que vivía en la planta baja del caserón, en régimen de alquiler con su esposa Ethel (Pat Heywood) y que un buen día reciben a unos nuevos inquilinos, la pareja formada por Timothy John Evans (John Hurt) y su joven y guapa esposa Beryl (Judy Geeson) y la hijita de ambos, Geraldine.

Todo parecería insulso, quizás propio de una película de cine social, por el lugar y la forma de vivir de los protagonistas, si no fuera porque en las primeras imágenes, pertenecientes a unos años antes, 1944, en plena contienda mundial, hemos visto al honorable Mr. Christie dejar sin sentido a una mujer gaseándola con una mascarilla rudimentaria, poseerla sexualmente y luego enterrarla en el jardín en un hoyo donde se ven restos de otro cadáver.

En apenas tres minutos Fleischer nos ha dado tal cúmulo de información que uno podría decir: apaga y vámonos.

Pero no.

Porque rehuyendo la pos
ibilidad de contar una trama sanguinolenta pletórica de escalofríos y sustos fáciles, Fleischer, apoyándose en un guión muy bien estructurado y escrito, se cuida de presentar no ya la historia terrible del señor Christie y sus demasiadas víctimas, todas ellas confiadas mujeres, si no que se centra en la única víctima masculina, el varón que morirá por culpa de Christie, no directamente por su mano, pero sí por su culpa, aunque habrá una serie de elementos que, coincidentes en su mala praxis, conducirán a un resultado injusto.

Fleischer consigue transmitir la desazón de esas gentes que sufren y viven en el número 10 de Rillington Place, una calle que pocos años después del rodaje de la película fue derribada y cambiado su nombre. La intención de obtener la máxima veracidad llevó a Fleischer a rodar muchas escenas en el lugar de los hechos y desde luego consigue retratar, gracias al buen hacer del director de fotografía Denys Coop, unas estancias paupérrimas, desoladoras, angostas y sucias que provocan un sentimi
ento claustrofóbico, un deseo de salir corriendo de esa casona maldita, aunque en el exterior las cosas no avancen en el mejor de los sentidos que uno pudiera desear.

Cuando nos detenemos a conversar sobre las películas de Fleischer solemos incidir en su forma de rodar perfectamente adaptada a cada género en concreto, sabiendo escribir visualmente con el ritmo adecuado a la trama; pero en pocas ocasiones se incide en una cuestión que me parece de cabal importancia y que, después de habernos detenido ya en tres películas, no dejaremos esta cuarta sin contemplar sinceramente que el amigo Fleischer, además, era también un buen director de intérpretes; cualquier cinéfilo viendo la lista de películas dirigida por Fleischer se da cuenta que a sus órdenes han trabajado -y muy bien, siempre- grandes artistas estadounidenses: Orson Welles, Henry Fonda y Tony Curtis, Charlton Heston y Edward G. Robinson, por recordar los ya conocidos en este sitio; en la ocasión presente, Fleischer se encuentra con un elenco absolutamente británico y, evidentemente, logra extraer de sus intérpretes un trabajo memorable: si Attenborough logra componer a un asesino psicópata inimaginable, Hurt no le va a la zaga en su personificación del desgraciado Timothy, Tim para los amigos.

La relación que se establece entre ambos personajes al principio resulta chocante e inverosímil, pero lentamente se va cayendo en la sensación que uno se halla ante una excursión cinegética en la que hay una presa confiada y débil y un depredador con escasas fuerzas pero con una determinación propia de un bulldog inglés, una presa constante y paciente que, atrapada la víctima, no la deja hasta que se halla exangüe y terminal, finiquitada.

Ambos actores realizan lo que hoy se publicitaría como un "tour de force" excepcional, un enfrentamiento melodramático que hay que paladear en versión original: son dos actuaciones sensacionales, medidas y contenidas hasta límites impensables, demostrando una técnica perfecta en la que no puedo menos que imaginar la atención focalizada de Fleischer buscando un realismo que refuerza el tono documentalista querido para presentar una historia que nos habla mucho más que de crímenes abominables que se nos ha sugerido más que mostrado, proliferando la elegante elipsis encima del gratuito plano visceral, el suave movimiento y el ángulo clave, detenido, perfecto, por encima del montaje frenético, porque la intención apunta más allá de lo que vemos, hacia una sociedad que no puede lavarse las manos impunemente, responsable mucho más allá del error que pretende subsanar con un cambio de emplazamiento y una lápida de mármol barato.

Una película absolutamente imprescindible para el cinéfilo consecuente con su afición: obligado verla en versión original y recomendado proveerse de una buena taza de té, porque serán tantas las que se vean en pantalla, que acabará apeteciendo y no se hallará el momento de darle a la pausa.





Addenda:

Escena Película


Para consultar después de haber visto la película[+/-]






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dilluns, 25 d’octubre del 2010

Examen de Cinefilia (Parte XXXVII)



Hoy sí. De verdad de la buena.

Anímense, pasen y vean, atrévanse a enfrentarse a un simple acertijo que les hará pasar el rato y como lo van a acertar -seguro, seguro, seguro- les dejará con un sentimiento de satisfacción y de orgullo cinéfilo colmado y podrán decir a sus amistades más íntimas (y algún día a sus nietos) que, antes de la castañada del año 2010, una simple respuesta les supo a gloria.

¿Qué respuesta?

¿Pero qué dice?

¿Esto qué es?





Tranquilidad: se trata de averiguar la identidad de una persona cuya contribución al universo del cine se cifra en bastantes películas; no diremos cuantas por no dar pistas demasiado evidentes, pero a buen seguro que cualquier cinéfilo conoce tanto su nombre como.... ¡su apellido! ....

Y para facilitar el camino hacia la solución del acertijo, nada mejor que unas cuantas pistas:

Van a ser diez pistas: tiene cada concursante, por voto de confianza, diez puntos en su haber; vayan restando puntos según las pistas necesarias para hallar la respuesta correcta:


PISTA Nº 1

PISTA Nº 2

PISTA Nº 3

PISTA Nº 4

PISTA Nº 5

PISTA Nº 6

PISTA Nº 7

PISTA Nº 8

PISTA Nº 9

PISTA Nº 10


Jamás le dieron uno de estos:



Una pifia más de los académicos....




Hoy ha sido fácil, no se quejarán....

Adjudíquense su propia puntuación...

Las respuestas pueden enviarse usando el siguiente formulario:





La amiga Marguis ha sido la primera en enviar una respuesta correcta y aunque no ha querido dejar rastro de su intervención en la casilla de colaboradores, ello no obsta para que se le reconozca la celeridad en la respuesta, en una ocasión en la que todos los participantes han acertado.


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divendres, 22 d’octubre del 2010

Cazadores y víctimas





Cuatro hombres: uno de ellos un veinteañero que está aprendiendo el camino de la vida: los otros tres, mediana edad, antiguos amigos.

Hoy quizás ya solo conocidos.

O socios.

O siquiera simplemente asociados por un interés común.

Puede que ni eso, ya.

El tiempo cambia muchas cosas. Para bien, y para mal.

Los que seguro van para mal son los conejos que viven en ese árido paisaje donde los cuatro han decidido plantar sus reales para divertirse cazando una calurosa tarde del estío de mil novecientos sesenta y cinco.

Una partida de caza particular de sencillas dimensiones pero con todos los elementos de una buena cacería: páramo propio, armas atronadoras, siervos prestos y bichos a los que apuntar y disparar.

Y crueldad. Bastante crueldad.

Con estos elementos como base de partida el entonces joven director Carlos Saura consiguió de su padre un préstamo de un millón de pesetas y habiendo convencido también al productor Elías Querejeta para que pusiera otro millón (un dineral en la época) agarró los bártulos y se trasladó durante cuatro semanas a un terreno que había visto casi por casualidad y que le inspiró el guión de una película que acabó titulándose La Caza, rodada en los días agosteños de 1965, como quien dice aprovechando las vacaciones, con escasos medios de producción y mucha voluntad y talento.

Una cámara Airflex y un travelling fueron los útiles con los que el llorado Luis Cuadrado trabajó a las órdenes de Saura sin que fuera necesario un solo foco; si acaso pantallas reflectoras y pare usted de contar, porque el sudor de los personajes era el propio, genuino, de Ismael Merlo, Alfredo Mayo, José María Prada y Emilio Gutiérrez Caba, esos cuatro cazadores que se reúnen a pasar el rato una tarde calurosa pegando tiros a los conejos sin importarles un ardite si tienen o no la mixomatosis, aunque a la hora de comerse la paella hay que vigilar el bicho que se cuece.

Cuatro cazadores que en la hora y media de metraje van desgranando sus propi
os pensamientos y el motivo por el cual se hallan en ése páramo caldeado, esa hondonada en la que los alacranes pasean y los conejos se ocultan en sus madrigueras protegiéndose del sol; ese terreno en el que todavía hay alguna gruta que oculta vestigios del pasado guerrero cercano en el que la lucha fratricida dejó restos visibles en las rocas horadadas; una tierra baldía, condenada por el duro clima y por la decisión de su dueño a destinarla a sus pequeñas cacerías de conejos, émulo ambicioso y envidioso de las grandes monterías: aquí solo hay un sirviente tullido y una niña que nunca recibirá más educación que la de servir: jornaleros de campos yermos que deben agradecer además el cobijo de cuatro piedras y un techo que se desmorona.

Los cuatro llegan en su Land Rover Santana provistos incluso de maletín con vasos de cristal y bebidas frescas y hielo, cargados de sed y de armas prestas a ser montadas y
disparadas.

Saura recrea en apenas cien metros cuadrados de campo abierto un lugar en el que los cuatro se sentirán comprimidos, apretujados, incomodados, provocando que la artificial familiaridad inicial recordando tiempos pasados, cese y deje paso a cuestiones personales que preocupan y alejan a unos de otros ante los ojos atónitos del más joven, que se convierte en una especie de mirón que ocupa el lugar del espectador por momentos.

Lo que se presenta como una tarde de diversión se va convirtiendo en un dislate violento verbalizado en diálogos cada vez más punzantes, hirientes, provocando una gran incomodidad.

Saura inserta unas imágenes cinegéticas reales que resultan violentas en grado máximo, por lo menos para el que no sea cazador. Cuenta Saura que Buñuel le aseguró q
ue hubiera usado conejos mecánicos. El efecto es desasosegante y seguro que hoy no se podría filmar.

Esa violencia es el motivo de la película: Saura realiza con esos escasísimos medios un ensayo acerca de la violencia humana: hay en los diálogos un cierto desprecio como antesala a la violencia; se apunta la lucha como superior a la caza que habrán de practicar menospreciando de antemano los conejos que van a morir para su diversión: en una frase de uno de ellos se enaltece la caza humana, del hombre por el hombre, como la más intensa, la mejor, la de
verdad.

La violencia soterrada sale a la luz en conversaciones banales y en confidencias apartadas y pugna por hallar una expresión física más allá de los gritos y las frases insultantes.

Poco a poco, Saura construye un universo de violencia tensa entre cuatro hom
bres que se hallan en un entorno agreste al que han acudido teóricamente de buen grado pero de cuya decisión todos, menos uno, demuestran arrepentirse.

Saura demuestra conocer los secretos de la planificación: primeros planos se alternan con planos generales muy descriptivos en unas secuencias rodadas en blanco y negro fa
stuoso gracias a los buenos oficios de Luis Cuadrado que sabe aprovechar esas luces altísimas y dominarlas a su conveniencia, incluso aumentando en ocasiones el contraste, probablemente gracias a un buen filtro rojo, aprovechando las escasísimas nubes de un verano seco con un sol que cae como una losa sobre los protagonistas, esos cuatro tipos perfectamente representados por ese pequeño grupo de actores españoles de los de antes, de aquellos que sabían pronunciar el castellano de forma perfectamente audible e inteligible y, además de vocalizar perfectamente, se permitían el lujo de entonar las frases conforme al estado emocional de sus personajes, verdadero escenario de una película que puede tener múltiples lecturas pero que, en palabras de su autor, desde el primer momento fue ideada como un ensayo alrededor de la violencia humana, sin connotaciones políticas -y partidistas- que luego le han sido añadidas por algunos, cuando en mi opinión su tratamiento, centrado en el ser humano y su entorno, hace que, tantos años después de su estreno, siga siendo actual, pues no ha envejecido nada.

Totalmente recomendable su revisión para el cinéfilo veterano para reconciliarse con el cine español de calidad y absolutamente imprescindible para el cinéfilo que aun no la haya visto, para comprobar que, efectivamente, ha existido un cine español de categoría universal que con dos millones de pesetas de 1965, un páramo y cuatro actores y sin subvención alguna, consiguió impresionar en Europa y Estados Unidos hace ya bastante tiempo a un público mucho más exigente que el de hoy.



Dedicada a mi amigo Paco "Killer", que me regaló el dvd de esta gran película junto a varios más de una colección de cine español.









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dilluns, 18 d’octubre del 2010

Ni Fundidos ni Fénix




Ya era hora que alguien se ocupara de la figura de Don Félix Lope de Vega y Carpio, uno de los más grandes escritores de esa época tan gloriosa, el llamado Siglo de Oro, cuya vida y obras han recibido hasta ahora un tratamiento bastante pobre entre nosotros sus compatriotas.

Quizá recordando lo provechoso que resultó detenerse anecdóticamente en la figura de otro célebre escritor, Shakespeare, la musa inspiradora de Jordi Gasull e Ignacio del Moral se posó en el retrato de Don Félix incitando a españolizar el invento y lo cierto es que el personaje lo merece y nada malo hay en imitar las buenas ideas de otros.

Con un simple vistazo a la wikipedia ya habremos comprobado que el protagonista, Lope de Vega, fue un señor longevo y de vida más que interesante, con toda clase de sucesos y aventuras, con lo que, como suele decirse, el plato está servido de antemano: solo hay que saber escoger la buena vianda apetecida y saber cocinarla.


La película se ha titulado, simplemente, Lope, obviando más datos. El cúmulo impresionante de personas que aparecen en el apartado correspondiente a los productores de la película cabe suponer es una muestra de las diversas empresas que han intervenido en su financiación, más el innecesario Ministerio de Cultura y el inexpugnable ICO que siempre aparece en estos tinglados.

Alguien debió decidir que la persona idónea para dirigir la película era el brasileño Andrucha Waddington. Supongo que sería alguien con poderío económico; lo que ya no supongo es que ese alguien, de cine, no sabe tanto como piensa.

Porque Waddington demuestra en Lope que sus ideas cinematográficas ni siquiera llegan al nivel de simples y como consecuencia todo se le va de las manos, derramándose sin sentido ni fuerza perdiendo a cada minuto la pulsión necesaria para mantener con brío una historia que hubiera podido ser interesante y que acaba aburriendo al espectador más voluntarioso.

La forma de filmar de Waddington es andrajosa, pobre, inconsecuente y embarullada; ni siquiera parece saber que existen diversos efectos conocidos como fundidos que suelen usarse para dar una transición de un cuadro a otro, sobre todo cuando la iluminación de ambos, pertenecientes a escenas distintas, es diametralmente opuesta: lo más claro: del día a la noche, de la noche al día; no se puede cegar al público con saltos de escenario nocturno a diurno sin transición, ni en un sentido, ni en otro. Hay que pensar en el acomodo visual del espectador: la película se rueda, se filma, para ser vista por miles de personas que estarán en una sala oscura, Waddington. Oscura. Con la única iluminación que procede de la pantalla. Si es que ni siquiera ruedan con gracia el truco de la noche americana, quedando todo empastado.

La planificación carece de ritmo salvo en un par de escenas de acción bien resueltas, pero cuando se trata de filmar escenas con diálogos, no hay fuerza visual que ampare a los personajes.

Éstos, además, están retratados de forma muy dispar; de hecho, da la sensación que el director de fotografía, Ricardo Della Rosa se dedica única y exclusivamente a realzar la natural belleza de Elena Osorio (Pilar López de Ayala) dejando a los demás a su suerte, con lo que existe un fuerte desequilibrio en el tratamiento de las dos mujeres que ocupan el corazón del protagonista, quedando la que en teoría es más noble -y por tanto con más posibilidades de ostentar galanuras- en una casi perpetua oscuridad y falta de luminosidad, una afrenta real contra la belleza de Isabel de Urbina (Leonor Watling) que a la postre será la esposa de Lope (Alberto Ammann) al que le plantan unas greñas y barbas realmente horrorosas.

El conjunto le queda grande a Waddington y me refiero a él porque, como ya he expresado en diferentes ocasiones, considero que el director es quien se lleva las palmas y los palos según sea el resultado final, porque para eso se le contrata: para que mande y ponga orden y concierto.

Aceptemos que la responsabilidad relativa a los decorados caiga en el séquito de productores que racanean recursos en un quiero y no puedo ya demasiado habitual y demos por buenos los figurines que realiza Tatiana Hernández con tanta economía; pero la sección de maquillaje y estilismo es francamente horrorosa: Waddington parece caer en la teoría que extiende a toda la antigüedad la mugre de forma excesiva, porque el oficio de barbero ya era conocido en la época de Lope de Vega (su paisano Cervantes toca su héroe con una bacina de barbero, Waddington) y los peines eran utensilios archiconocidos: carece de lógica que Lope se agencie un traje vistoso prestado y no se arregle ni pelambrera cochambrosa ni barbas despeinadas para ir de visita buscando trabajo.

En la parte técnica Waddington demuestra no estar a la altura de la producción que se supone dirige, pero es en la parte humana, la que corresponde a la dirección de actores, cuando el brasileño se define como incapaz de llevar adelante el trabajo que le han confiado.

Lo cierto es que no quisiera hallarme en la tesitura de tener que elegir un actor para representar dignamente a Lope de Vega; pero de lo que sí estoy seguro es que, caso de encontrarme con la imposición de Alberto Ammann como protagonista, le haría sudar mucho hasta conseguir una interpretación mínimamente acorde al personaje. Supongo que la graciosa concesión de un premio por su labor en Celda 211 es lo que ha inducido a alguien a pensar que sería capaz del empeño, pero no. Craso error.

Da la sensación que Waddington se ha limitado a rodar sin más dejando al elenco que hiciera lo que le viene en gana; o lo que es peor, dándoles indicaciones que acaban por ser nefastas: hay momentos en los que los personajes se hablan en susurros y están totalmente solos, y la falta de calidad de los intérpretes acaba por producir murmullos ininteligibles.

Seguro que saldrán voces -no aquí, pero sí en foros más concurridos- que pretendan defender a capa y espada la cinematografía española actual: no hay más que ver con calma esta película con el grupo de actores secundarios para caer en la cuenta de lo mal que estamos, porque ninguna de esas supuestas figuras del cine español consigue levantar pasión alguna en sus intervenciones como secundarios: ni siquiera el veteranísimo Juan Diego se salva, porque sin nadie que le corrija las más de las veces se le va el acento andaluz cerrado y no se le entiende nada, él que ha sido capaz de emocionarnos en el pasado; el único secundario que merece mención es Antonio Dechent porque demuestra voz y oficio, sin ser una maravilla, pero sobresaliendo por encima incluso de los protagonistas.

Porque aunque el guión no sea mucho más allá que una colección de lugares comunes sin demasiada fuerza ni en la trama ni en los diálogos, hay cuatro contadas ocasiones, con textos del real Don Félix Lope de Vega, que ponen a las claras la capacidad de cualquier actor que se precie de serlo; aprovechar unas letras clásicas para robar una escena es un truco tan viejo como el propio cine hablado y si nos referimos a unas letras archiconocidas, ya tiene delito que se malgaste la oportunidad ofrecida. Y esto es lo que hace el tal Ammann cuando destroza la métrica rítmica de uno de los sonetos más conocidos:

Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tal aprieto;
catorce versos dicen que es soneto:
burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto
no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aún sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.

(Soneto de repente, de Don Félix Lope de Vega y Carpio, El Fénix de los Ingenios.)

Por si hay dudas, un soneto se compone de dos cuartetos y dos tercetos, todos ellos con versos endecasílabos: léase con calma y verán qué bien suena, mientras los suman y comprueban cómo se cuentan.

Si será famoso el soneto que incluso en otros países se dedican a traducirlo y se cuestionan la mejor forma de hacerlo.

Y va el argentino Ammann y quizás más preocupado por ocultar su acento natural, lo declama con más pena que gloria. Antes, en Argentina, también había buenos actores capaces de declamar con pasión. En esto, cada día nos parecemos más a Hollywood.

El conjunto resulta una vez más decepcionante y se queda a medio camino de lo que pudo haber sido y no fue: un personaje como el Fénix de los Ingenios con una vida tan azarosa y un talento tan desorbitante puede dar para una buena historia que prenda la atención del espectador y le incite a conocer más; la idea de centrarse en un período corto de la vida de Lope de Vega es muy acertada, pero el desarrollo de la trama por parte de los guionistas se muestra débil y poco interesante y los elementos que deben representarlo, orquestados con mano débil por Waddington, no logran alzar el vuelo.

Otra oportunidad perdida. Otra vez será.





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divendres, 15 d’octubre del 2010

Leonard Bernstein





Ayer se cumplieron ya veinte años desde el fallecimiento del gran músico Leonard Bernstein, uno de los más grandes de su país natal, Estados Unidos, pero también del mundo en el pasado siglo XX.

Un hombre apasionado por la música desde que la descubrió siendo un infante y a la que dedicó toda su energía y saber, que fue mucho, ya que Leonard Bernstein, como otros genios en otras artes, hizo buena la afirmación que casa genialidad con sudor.

Su vida seguramente daría para una película biográfica más que entretenida y placentera para los melómanos y no comprendo como es que a nadie se le ha ocurrido, salvo que haya por en medio derechos que probablemente sumen muchos guarismos: basta dar un vistazo al resumen de la wikipedia para hacerse una idea aproximada de la frenética actividad de todo tipo que desempeñó Leonard Bernstein a lo largo de su vida.

Además de buenísimo director de orquesta fue gran compositor y excelente pianista, aspecto éste en el que quizás se le haya visto en menos ocasiones.

Por eso me ha parecido interesante, como recuerdo, disfrutar de su versión de la composición de George Gershwin : Rhapsody in Blue, cuya grabación, realizada en directo en la sala del Royal Albert Hall londinense en el año 1976, puede verse y oirse en dos partes:

Parte 1

Parte 2

Y ya que su composición más conocida entre los cinéfilos con toda seguridad es la banda sonora de West Side Story, veamos y comprobemos que el maestro, además de saberse de memoria su obra, defendía su ejecución perfecta con uñas y dientes en este video que por suerte está subtitulado y nos permite apreciar su genio en su plenitud.

Si es que tampoco quedan gentes así....


Bueno, va, un poupourri, que no sea dicho.... ¡EA!







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dilluns, 11 d’octubre del 2010

MM 41 Memorias de una Geisha




No acabó de convencerme demasiado la película que Rob Marshall dirigió en 2005 adaptando a la pantalla la novela Memorias de una geisha, que se erigió en un superventas y alcanzó una fama quizás desproporcionada a sus méritos literarios. como ya dejé escrito hace un tiempo aquí, pero ello no quita que me quedara gratamente impresionado por una escena musical en la que la protagonista se presenta en sociedad, por así decirlo, y lo hace ejecutando la denominada Danza de la nieve

Ignoro si la música y la forma son respetuosas con el arte nipón, pero el resultado me encanta.

¿Y a ustedes, qué les parece?







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divendres, 8 d’octubre del 2010

Grande, grande, grande





Recuerdo muy bien que a primeros de los setenta del siglo pasado, cuando mal compaginaba mi obligación de estudiante universitario con mi afición de lector voraz e insaciable así como incipiente cinéfilo y cinéfago en ciernes, leía en alguna revista artículos que los sesudos críticos de cine basaban en las teorías de los sabios parisinos del Cahiers de Cinema y levantaba la ceja dándome aires de entendido discutiendo con mi padre cuestiones tan importantes como el exagerado aprecio que mi progenitor sentía -y todavía siente- por el director William Wyler, asegurándole yo, memo poco ilustrado y falto de experiencia visual, que el tal Wyler no pasaba de ser un mero artesano y jamás un gran director.

La ventaja de cu
mplir años es que uno va cargando sus alforjas de buenas películas y, atemperados los ánimos (vaya mentira más gorda), recapacita y trata de corregir errores de juventud.

En este bloc de notas ya nos hemos detenido en tres películas de Wyler, cada una con una temática distinta: El Coleccionista, La Calumnia y Horas Desesperadas tienen no obstante un punto en común basado en el elemento de la claustrofobia que Wyler trabaja a fondo para conseguir en cada trama su resultado particular, dando una lección de cómo hay que afrontar un rodaje en ambientes cerrados, en escenarios de rodaje construídos siguiendo sus instrucciones.

Ha quedado en los comentarios de la películas citadas bastant
e claro, supongo, que este cinéfilo siente en su etapa adulta un gran aprecio por la filmografía de William Wyler y trato en la medida de mis posibilidades de contrarrestar esa mala fama de mero artesano que hace años se le adjudicó y para ello nada mejor que repasar sus películas y comprobar que John Ford supo definir al competidor y amigo muy certeramente con una frase que, más o menos, venía a decir:

"William Wyler es incapaz de entender que la perfección es imposible de conseguir."


El tesón de Wyler fué legendario, casi tanto como el excelente resultado que dicha determinación conseguiría en muchas ocasiones.

Mientras unos veían a Wyler como artesano con oficio suficiente para unir el arduo conglomerado que significa la multitud de gentes trabajando en un rodaje, otros vemos a un genial artista que sabe mantener tensa la larga cuerda con la que maniata a todos los que están a sus órdenes, desde
el más renombrado protagonista hasta el último de los carpinteros, siempre con una idea en mente: la suya propia; su mirada sobre una historia y el estudio concienzudo, minucioso y exhaustivo de la mejor forma de contarla.

Wyler ciertamente resultó incomprendido y casi desconocido incluso mientras vivía, porque hay muchas notas y comentarios que se refieren al que de hecho es su último western como si fuera uno de las escasas contribuciones al género filmadas por Wyler, olvidando que fue uno de los pioneros y que rodó bastantes en la época silente, albores de la cinematografía, por lo que el lejano oeste imaginado en la pantalla grande no le podía resultar extraño en modo alguno.

Cuando se dió a conocer la noticia del estreno de The Big Country (1958) que en España se tituló Horizontes de grandeza, los publicistas de la United Artists se apresuraron a buscarle significados acordes con la época de guerra fría que preocupaba al pueblo estadounidense y se recalcaba una y otra vez que era un alegato pacifista, buscando una taquilla que no acabó de cuajar sin ser catastrófica.



Tan mal se presentó la película que incluso he sido incapaz de hallar ningún cartel con un mínimo de calidad y para
la época no deja de sorprender que el cartel español sea cualitativamente superior al que se manufacturó en Hollywood.

Pasados más de cincuenta años, el cinéfilo puede abstraerse tranquilamente de cualquier significado temporal y disfrutar -eso sí: con una pantalla lo más grande posible- de una gran película que mediante un arranque impecable e inolvidable nos ofrece unas cuantas claves interesantes para entender y apreciar en su justa medida el talento de Wyler, incluso en el caso que no hubiera diálogo alguno:

Repasemos con calma lo que hemos visto para recordar lo que Wyler nos ha mostrado:

Una diligencia que se mueve continuamente de derecha a izquierda, es decir, en la situación normal, de Este a Oeste: el viaje es largo, pues son muchas las imágenes y siempre vemos recorrido semejante, con lo cual damos por sentado que el fin de trayecto está en pleno oeste; el viajero es un caballero del este: lo de caballero lo sabemos por su indumentaria y porque es el único que se molesta en ayudar a la dama a bajar de la diligencia, ante la indiferencia del resto, incluído el empleado que les abre la puerta.

Sabemos también que es un extraño visto por los aldeanos como un bicho raro, llamando la atención su indumentaria, precisamente su sombrero. Un paisano llega a recogerle tras el largo viaje y le mira con desafío: ambos son de considerable altura, dos grandullones cara a cara.

Se encuentran con otro ganapán corpulento que les hace burla: mal asunto. Y el recién llegado besa apasionadamente a una joven mientras su receptor le mira fríamente, de forma bien distinta a otra joven que está en una casita.

El ganapán corpulento, vago, haragán, juega con un cuchillo peligrosamente mientras vemos, en plano abierto pero jugando con la profundidad de campo el maestro Wyler, como se va acercando el carricoche del recién llegado y su dama y sabemos que algo va a pasar.

Aunque esos primeros minutos se hallaran privados de sonido, la presentación de los personajes seguiría siendo perfecta, inteligible por completo, diáfana.

Claro que nos perderíamos, sin sonido, la estupenda composición de Jerome Moross y los acertadísimos títulos de Saul Bass perderían parte de su encanto.

Wyler extrae de todos su mejor esencia, como lo hace constantemente con el director de fotografía, en este caso Franz Planer que se luce tanto en los bellísimos exteriores como en los difíciles interiores.

Resulta cuando menos chocante que casi todo el mundo concuerda en lo tenaz que era Wyler a la hora de rodar repitiendo una y otra toma hasta conseguir que los intérpretes actuaran como a él le gustaba, porque también casi todo el mundo da por sentado que el resto de colaboradores de Wyler como director, es decir, el fotógrafo, el guionista, el montador, el iluminador, disponían a su libre voluntad y antojo con el inmediato beneplácito de Wyler, que lo aceptaba todo sin rechistar aprovechando las geniales ideas de sus colaboradores. Esta versión me parece inaceptable y estoy en el convencimiento que Wyler, que era un hombre modesto para el lugar que le correspondía, dejaba que cada uno hablara como quisiera miientras hicieran lo que él deseaba. Así de simple.

Porque hay una evidente cohesión en la forma de narrar de Wyler que automáticamente deriva en el reconocimiento de un estilo propio: un dominio apabullante de la técnica cinematográfica totalmente depurada
hasta obtener la difícil sencillez al alcance de unos pocos. Estos sencillos planos del inicio, esos saltos de eje bien medidos, la colocación de la cámara baja abarcando al atajo de haraganes permitiendo ver en el horizonte el lento trote del carricoche que se acerca, visto antes por el espectador que por los sujetos en pantalla, infunde un temor de lo que ocurrirá y lo consigue el maestro Wyler simplemente enfocando lo que desea, apenas moviendo la cámara, contando mucho con la mayor economía.

La trama de la película se basa en una novela escrita por Donald Hamilton y fue convenientemente retocada por cinco estrechos colaboradores de Wyler, entre ellos su hermano Robert, que actuó también como productor asociado al propio Wyler y al protagonista, Gregory Peck.

Peck se ocupa de interpretar a James McKay, hijo de una familia de importantes armadores del este y capitán de barco él mismo con experiencia en navegaciones por todos los mares del planeta, que se desplaza al oeste con la intención de casarse con la joven Patricia Terrill (Carroll Baker) que es la única hija y por tanto heredera de Henry Terrill (Charles Bickford) un rico hacendado que posee un rancho muy, muy, muy grande, que rige con la ayuda de su capataz Steve Leech (Charlton Heston) al que quiere como a un hijo adoptivo.

Los Terrill tienen como archienemigos a los Hannassey, clan que vive en un desfiladero bajo la dirección de Rufus (Burl Ives) que no acaba de estar muy contento con los avances que su primogénito Buck (Chuck Connors) asegura mantener para conquistar a la dulce Julie Maragon (Jean Simmons) que es la propietaria de unas tierras con agua durante todo el año, y es la mejor amiga de Patricia Terrill.

Aun reconociendo que el metraje de la película es generoso, nadie será capaz de negar que los recovecos del guión y las muchas líneas abiertas mantienen la atención del espectador que nunca llegará a despistarse ni aburrirse y se mantendrá al tanto de las variadas vicisitudes que ocurrirán, casi todas ellas en torno al recién llegado McKay, bien sea directamente por su mano, bien indirectamente por hechos acontecidos en los que su figura influye decisivamente.

Ese McKay recién llegado del este ha sido comúnmente entendido como un adalid del hombre pacífico que trata de adaptarse a las circunstancias y que prefiere pasar por cobarde antes que pelearse por una nadería.

Esa imagen es la que indudablemente sustenta la teoría que Wyler pretendía con esta cinta construir un alegato pacifista en un momento en que la paz mundial parecía estar en el filo de una navaja.

Sin embargo, permanecen en el personaje unas características que superan ese esquematismo y conformadas por aspectos positivos y negativos,le humanizan y nos lo hacen más cercano. Lo que sí es indiscutible es que Wyler construye ya en 1958 lo que luego se llamará western crepuscular, anunciando no la muerte del western ni como género ni como medio de expresión cinematográfico, pero sí mostrando un oeste menos mitológico y más cercano a la realidad, andando un primer paso en el camino a la normalidad en su representación: el personaje de McKay es educado, culto e inteligente y desde el primer instante Wyler se ocupa de mostrarlo como superior al grupo de patanes que viven en el oeste del que se salvará únicamente la maestra.

Los modales de McKay y sus simples conocimientos como marino de los siete mares le colocan en un estadio al que los aldeanos que le rodean no alcanzan y el rudo comportamiento de éstos resulta risible por tontorrón: Wyler se burla escena tras escena de los paletos que pueblan el lejano oeste y los pioneros que despojaron a los indios de sus tierras quedan retratados como zafios ignorantes y nuevos ricos incapaces de entender como funciona un mecanismo tan simple como una brújula. Y, además, arreglan sus asuntos a base de trompazos y tiros.

Wyler redime a su protagonista al permitirle un error humano: McKay no puede resistirse a tratar de demostrar al bruto Leech, bárbaro pero noble, que no le tiene miedo y que pegarse no conduce a nada, pero su orgullo le hace ceder al uso de la violencia en una magnífica escena en la que Wyler se luce de nuevo: suponiendo que Planer usó el truco de la noche americana hay que reconocer que supo mantener durante los tres días de rodaje que fueron necesarios el mismo tono y cabe suponer que Wyler se cuidó muy mucho de rodar a la misma hora del día, porque realmente uno diría que es una noche de espléndida luna llena: fíjense en cómo se filman los enormes planos generales desde el porche y en cómo la línea del horizonte no se quiebra a pesar del trucaje.

No pensarán que fue trivial la decisión de que la pelea se moviera en la parte más baja de la hondonada, al abrigo de las dependencias de Leech y con el fondo elevado del resto de su entorno: Wyler sitúa en lo más bajo la pelea provocada por McKay como tratando de esconderse de esa luna llena que pesa sobre cada uno de los golpes que resuenan en el silencio de la noche, palabras de una escena sin diálogos que permanece en la memoria colectiva como una de las luchas más significadas del cine; a diferencia de las peleas ruidosas de Ford, estos golpes secos, estos gemidos apagados, no concluyen con el refuerzo o el nacimiento de una amistad, aunque sí con un cambio de actitud que pasa de desafiante a respetuosa y a la satisfacción de un orgullo mal contenido. Es otro tipo de violencia, más seria y amarga.

Hay en la trama un mcguffin que ya hemos visto en alguna otra película, cual es el enfrentamiento generacional de clanes, nada nuevo bajo el sol, que en este gran, gran, gran país al que ha ido a parar el marino McKay, huyendo de la rutina de los mares oceános, es nada más y nada menos que el agua, bien preciado sobre todo cuando de dar bebida a las reses se trata.

Los Terrill y los Hannassey se enfrentan desde hace años por el agua: ambos son muy distintos: los Hannassey viven en un desfiladero asolado y Terrill se construyó en medio del páramo una mansión en la que no podían faltar esos escalones tan apreciados por Wyler, otra más de sus marcas de estilo: en la mansión Terrill, la escalera principal la usa Wyler para que la protagonista de la fiesta, la joven Patricia, descienda desde sus habitaciones particulares hasta el salón repleto de invitados ansiosos por verla exhibiéndose engalanada con un suntuoso vestido llegado por correo del mundo civilizado y se muestre ufana junto a su prometido que es presentado en sociedad.

Pero el salón tiene otros escalones, que llevan a la puerta principal y a la puerta trasera: y por ésta, y permaneciendo gracias a los escalones en situación más alzada y privilegiada, irrumpe Rufus Hannassey sorprendiendo a todos reclamando un trato justo.

Wyler, como quien no quiere la cosa, aprovecha esos escasos escalones para permitir que Rufus arroje sus verdades sobre los estupefactos asistentes a la fiesta, invitados de Terrill que escuchan como vilipendian a su huésped y al mantener el plano en ligero contrapicado hacia Rufus le enaltece otorgándole fuerza moral en su reclamación airada: cuando baja a la palestra ofreciéndose sin temor al enfrentamiento la cámara le sigue y de nuevo los escalones y la profundidad de foco nos muestran como lentamente se va dando la espalda a todos menos a nosotros, espectadores que no hemos perdido detalle de su rostro.

Wyler es un genio: está claro: y lo es, porque su cine todavía emociona.

Estas breves muestras de una película que es grande, grande, grande, parafraseando los adjetivos aplicados a la tierra en la que se asienta imaginariamente, podrían complementarse con muchas otras escenas que también merecen ser revisadas con calma y disfrutadas a placer: en todas ellas, el componente humano es importantísimo. No podría cerrar este largo texto olvidando siquiera una mención para el excelente trabajo interpretativo de todo el elenco y el acierto de Wyler a la hora de dirigirles a todos: la elección de tres tipos enormes, Peck, Heston y Connors es un componente de fisicidad importante en varios momentos y las bellas Carroll y Simmons se lucen a conciencia, sobre todo Jean porque Wyler se ceba en ella al exigirle en varias ocasiones interpretar sin pronunciar palabra; ya hemos visto que Burl Ives está enorme como Rufus e incluso Alfonso Bedoya en su último trabajo está muy bien como el peón Ramón, depositario de secretos ajenos que ....

Una película que ha crecido con el paso del tiempo sin envejecer lo más mínimo, impresionándome muy positivamente en cada revisión, por lo que en mi particular clasificación la situaré como obra maestra y por lo tanto huelga suponer que la recomiendo fervorosamente y a ser posible en pantalla lo más grande que se pueda alcanzar y, naturalmente, en versión original subtitulada.

Plus: Ahí van unos vídeos que deberían estar en el dvd, pero no..

Los recuerdos de Gregory Peck, Charlton Heston,y Jean Simmons






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dilluns, 4 d’octubre del 2010

No ha pasado nada




Pero nada de nada.

Una de las peculiaridades de la industria cinematográfica es la posibilidad y ejercicio de autocrítica por medio de una obra del llamado Séptimo Arte que, aceptémoslo de buen grado, es la base del negocio, con lo que sacando los trapos sucios al sol se pueden obtener pingües beneficios, se aclaran ideas, se pone a caldo al enemigo y todos tan contentos.

Eso ha ocurrido por supuesto
en escasas ocasiones y como es lógico el resultado es variable; en este bloc de notas ya se comentaron tres películas que se detuvieron a observar el mundo específico de los que se ganan el sustento diario con esto del cine: Sunset Boulevard (1950), The Player (1992) y America's Sweethearts (2001)

Hay alguna otra, claro: pero si nos detenemos a meditar en las tres señaladas, creo que coincidiremos todos en que conforme pasa el tiempo se va perdiendo acidez en la mirada y la crítica pierde virulencia: Wilder mantiene un punto amargo en su cinta mientras Altman se sujeta a una visión bastante objetiva y Roth se dedica a burlarse con toda la desfachatez posible, imponiendo el ridículo como penitencia.


En estas, llega Barry Levinson y decide que tiene algo que decir de ese mundo en el que vive basándose en un libr
o escrito por un viejo conocido, el productor Art Linson que además se ocupa del guión de una película titulada What Just Happened (2008) que acaba presentándose en España como Algo pasa en Hollywood, estrenándose en diciembre de 2009.

La demora en el estreno y el cambio de título ya deberían haberme alertado, pero uno es confiado en demasía, porque
el protagonista es Robert de Niro y uno siente curiosidad por ver qué nos trae el bueno de Roberto, que se ocupa de interpretar a un tal Ben, de oficio productor de cine.

Como si se tratara de un docu-drama al uso de la tele más gazmoña, Levinson persigue a su protagonista durante quince días de su vida y no le perdemos la pista ni cuando va al lavabo y acaba enterándose que la película que tiene en fase de post-producción no ha gustado demasiado.

El guión escrito por Linson se basa en tres pilares: una película acabada cuyo final hay que retocar, una película que va a empezar con un actor barbudo que no quiere rasurarse y los rastros afectivos de dos matrimonios rotos de Ben: una primera hija adolescente y una segunda esposa que se resiste a volver.

Terribles cuestiones todas ellas, que consiguen angustiar al espectador desprevenido.

¡Nada! ¡No pasa nada de nada!

Esos tres pilares de la trama nunca llegan a interesar ni lo más mínimo al espectador que se va quedando atónito al comprobar el desperdicio de tiempo y dinero para contar unas historietas que dan pena y que en cualquier caso pueden servir para acreditar de una vez por todas que sí, que en Hollywood pasa algo, y es que no hay guiones que merezcan la pena ser filmados.

El llamar a concurrencia a una pandilla de coleguillas para que hagan sus cameos o sus mínimas intervenciones intentando dar marchamo de calidad y verismo a la trama, es un recurso sobadísimo y que además, vistos los intervinientes, queda triste; porque el elenco, pese a estar formado por buenos intérpretes, no ofrece ningún trabajo reseñable; ni siquiera Robert de Niro (¡Ay, Bob, quien te ha visto y quien te ve!) puede sacar el vientre de penas y demostrar que todavía es capaz de una buena interpretación, porque aunque ciertamente da el pego, es igualmente cierto que no tiene que esforzarse nada para conseguirlo.


Levinson y Linson, sin ton ni son (*) meten con calzador algunos conceptos "críticos" que pueden resumirse con facilidad:

Pilar uno:

El director de la película acabada sufre porque la jefa de los estudios le obliga a cambiar el final, en el que los malos matan al héroe y a su perro. El perro debe sobrevivir.

Pilar dos:

El actor que no está dispuesto a quitarse la barba, llega a decir tacos y a romper cosas, de tan cabreado como está, porque en el primer guión que le entregaron, su personaje aparecía con barba.

Pilar tres:

Ben sigue haciendo el amor con su última esposa, Kelly, pero se enfada cuando se entera que su amigo Scott, que está casado, también se la beneficia. Y no tiene mucha razón de enfadarse, porque Ben se tira a todo lo que se mueve. Y además, toma éxtasis y su amiguita le (nos) enseña ¡una teta!

Impresionante, *inson, de verdad: pasmado me quedé: ¡qué atrevimiento!

Ya veo que nadie se ha impresionado, pero eso es porque se trata únicamente de la presentación, la primera parte, la preparación para lo más fuerte.

Ahí, en las cimas críticas de los tres pilares, la pareja *inson es donde se muestra más capaz:

La película se presenta al fin en Cannes con el final cambiado, porque Ben ha convencido al director. ¡Pero es mentira! La copia final vuelve a tener al perro asesinado. ¿Es que nadie en Hollywood se cuida de comprobar las películas que se van a exhibir en Cannes? Eso sí es una crítica demoledora de los estudios, y no lo que hicieron antes Wilder, Altman y compañía.

Estupefacto me quedé, desencajado de mandíbula.

Y el actor barbudo tiene a todo el puñetero estudio esperando minuto tras minuto mientras él está en su camerino: todos mirando al camerino y sale el tío con la barba y fumando un puro ¡En un local cerrado y fumando un puro! ¡Qué atrevido! Pero no, porque la barba es de mentira: solo la mitad, que lleva media cara limpia, y todos se ríen como verdaderos imbéciles. ¿Es que en Hollywood los intérpretes hacen lo que les da la gana? No me extraña que luego las películas salgan como salen...

Claro que la resolución de ese problema del pobre Ben ya me dejó más tranquilo, sí...

Porque en su vida personal, el pobre Ben, aparte de sus líos mujeriegos y sus celos incomprensibles, acaba por darse cuenta que un amigo suyo, al que despide en su funeral, se estaba beneficiando a su hijita adolescente de diecisiete añitos (y por lo visto a sus compañeras de clase, también) con lo que hay un cierto tufillo a ¡pederastia! en el exclusivo mundillo hollywoodiense.

¡Qué escándalo! ¡Qué escándalo!

Estaba viendo esta película y por momentos pensé que esa inefable pareja de director y guionista que además son productores, se habían creído de veras que íbamos a escandalizarnos o sorprendernos por lo que nos estaban contando, tarde y mal, dando la sensación que pretenden mostrar algo desconocido, nuevo.

Si la pretensión era radiografiar el mundo del cine, criticarlo, enaltecerlo o burlarlo, nada de eso han conseguido los *inson y sus huestes, porque el resultado es una película aburrida, dirigida por Levinson con cierto oficio y precipitación, pletórica de defectos que precisarían más espacio del que estoy dispuesto a concederle, porque se convierte en un verdadero engaño al aficionado cinéfilo que ya está al tanto de lo que puede ser una película que contemple el muy especial mundillo del cine como industria y como espectáculo.

Queda pues esta película como un intento fallido y sirve en todo caso para tomar como ciertos algunos pasajes y empezar a entender el porqué de la existencia de películas tan malas y el porqué de esos rumores que hablan de enormes pérdidas económicas por parte de los estudios que parecen dirigidos por yuppies que no tienen ni puñetera idea de lo que es el buen cine y se creen que el público es tonto.


(*)(no he podido resistirme, lo siento)





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divendres, 1 d’octubre del 2010

12




Vistos los tiempos que corren, nadie se extraña que el cinéfilo se siente a ver lo que en inglés llaman "remake" y en castellano castizo podríamos denominar como "refrito" con una cierta duda, un resquemor producido por experiencias varias y diversas que han dejado moratones y cicatrices en la memoria cinéfila hasta conseguir que "remake" tenga su traducción pluscuamperfecta en el despectivo "refrito" cuando podríamos acudir a los vocablos recomposición o revisión e incluso rehecho.

Si además esa nueva versión se asienta sobre lo que todos convenimos en denominar "un clásico", el temor del cinéfago impenitente se acrecienta preguntándose, por momentos, ¿porqué tengo que dedicar ni unos minutos a esto, cuando tengo el original?

En ocasiones, por fortuna, la curiosidad puede más que la prudencia, dejándola como timorata virtud, y el anunciado batacazo no tiene lugar y sí, en cambio, la experiencia enriquecedora que proviene del talento de un artista.

Un artista como el ruso Nikita Mikhalkov que un buen día decidió apoyarse en una excelente historia ideada y escrita por Reginald Rose que Sidney Lumet llevó a la pantalla en 1957 por primera vez con el título de 12 Angry Men

Mikhalkov rinde debido homenaje en el inicio e su película a Reginald Rose y a la película de Lumet, pero ahí acaba casi todo, pues su película, basada en guión propio, la titula meramente como 12 (2007) quitándole cualquier añadido o nombre al numeral, como despojándolo de humanidad.




En realidad toma como pretexto la historia para hacerla suya y desplegar su propia trama contando lo que a él le interesa: partiendo de la misma premisa y asentándose en el esquema ideado por Rose, Mikhalkov amplía el relato al tiempo que lo modifica ostensiblemente: en esta ocasión los doce miembros del jurado que deberán decidir la culpabilidad o inocencia de un chico acusado de matar a su padrastro no se reúnen en una sala angosta y calurosa si no en un amplio gimnasio y fuera está nevando, así que el componente de claustrofobia que se halla en el original aquí se descarta de inmediato.

Mikhalkov se dedica a dar un repaso a la situación actual de su país, Rusia, remarcando las tensiones con el pueblo checheno (el acusado es de dicha etnia) sin olvidar mostrar los diferentes caminos que cada miembro del jurado ha seguido desde que la situación política del gran país cambió dejando a un lado la previsión comunista de la vida del ciudadano que, de repente, se encuentra con que debe decidir por sí mismo y el estado deja de organizarle la vida; la concurrencia de doce miembros de un jurado que deberán tomar una decisión unánime produce como es lógico el encuentro de doce personalidades que provienen de ambientes muy distintos, permaneciendo la teoría democratizadora de la institución de la justicia representada por la diversidad de esos doce hombres sentados alrededor de una mesa de debate.

No deja de ser curioso que Mikhalkov desecha la introducción de la tan cacareada paridad sexual porque ninguno de los doce miembros del jurado es una mujer, permaneciendo como anécdota que la juez que preside el tribunal sea una mujer; porque remodelando la historia original, actualizándola por así decirlo, nada hubiera chocado la introducción de personajes femeninos que además complementarían el espectro social que Mikhalkov nos ofrece pretendiendo radiografiar la sociedad rusa actual, en la que cabe suponer que las mujeres tendrán algo a decir.

Basándose pues en la conocida mecánica de la trama ideada y escrita por Reginald Rose, Mikhalkov se cuida de realizar un fresco de la situación rusa de la época: imágenes de la contienda con el pueblo checheno se ofrecen a modo de flashback para situar la desgraciada infancia del joven acusado, mientras las historias de cada jurado nos son contadas por los propios protagonistas sin más recursos que su propia dicción y gesticulación convocando la atención del espectador que debe estar atento a los matices de esos doce intérpretes de la buena escuela rusa, entre los que se halla el propio director, Nikita Mikhalkov como Jurado 2, ya que por su número son enunciados en los títulos de crédito y luego, en un pequeño truco del director, seguiremos en la confusión de la falta de identificación personal de estos doce señores.

Pero nos quedaremos con sus profesiones, con sus ocupaciones, con su vida: sin saber sus nombres y ni siquiera su número de jurado, recordaremos lo que de su vida nos han contado el taxista, el médico, el jubilado, el funcionario, el enterrador, etc., consiguiendo Mikhalkov que ese anonimato personal se difumine dejando paso a la generalización representada por la ocupación como muestra de la diversidad social de la nueva Rusia y el espectador escuchará atentamente las vicisitudes y dificultades que han pasado todos y cómo esos conceptos vitales influyen en sus decisiones a la hora de votar en torno a esa mesa de debate buscando la unanimidad que tranquilice sus conciencias y les libere de su encierro.

Provista de un metraje de tres horas, el doble de la original, esta película que estuvo nominada a los premios Oscar (perdió ante Los Falsificadores, ya comentada aquí) en algún momento se hace larga pero remonta gracias a un guión que se sigue con interés por los datos que ofrece de país tan lejano y desconocido como es Rusia y, además, la labor de los intérpretes resulta muy eficaz, siendo un descubrimiento para ojos más occidentales y poco acostumbrados a la filmografía rusa.

En definitiva, una película a descubrir por aquellos que no hayan tenido la ocasión de verla, ni que sea por captar un aire de la Rusia actual y por confirmar que sí se puede rehacer al cabo de cincuenta años una película basándose en una idea vieja remozándola y actualizándola sin caer en el más espantoso de los ridículos, como, por otra parte, suele suceder: es decir, que la presente, puede que no sea una excepcional película, pero sin dudarlo un instante, es una excepción a la norma.


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